Estética del ensayo

Tekst
Z serii: Prismas #11
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Sin embargo, ahí estaba el reportaje literario y, por otro lado, el documental para constatar otro interés aparentemente contradictorio, el de la exterioridad. Ahora bien, como indica Lukács, en esta inversión de la perspectiva desde lo subjetivo a lo objetivo se esconde una falsa maniobra:

… el factor subjetivo reprimido en la configuración aparece en la obra como subjetividad no estructurada del autor, como comentario moralizador, y como característica de los personajes sin unión orgánica con la acción. Y la sobreacentuación del contenido realizada de forma mecánica y unilateral, conduce al experimento formal: al intento de renovar la novela con los medios del publicismo, del reportaje.14

Con estas palabras, que pretenden infravalorar el alcance de los intentos de renovación de la novela burguesa, parece estarse refiriendo Lukács al ensayo fílmico: ¿no caería también este en el experimento formal, en una utilización de los medios del publicismo (fragmentación, collage, formalismo, síntesis visual, etc.), por desconocimiento de las verdaderas relaciones sociales? Establezcamos aquí una división: tenemos primero el nacimiento de una forma que parece contraponerse al psicologismo (lo hace de manera equívoca, como hemos visto). Este fenómeno está anclado en una época determinada y conlleva las contradicciones propias de esta, a saber, prepara nuevas disposiciones estéticas acorde con los fenómenos que le son contemporáneos pero ello no es garantía de que el uso de ese utillaje esté a la altura de los requisitos que aquellos le demandan, ni que por el hecho de existir se use todo su potencial. Luego esta forma se utilizará, a lo largo del tiempo, de distintas maneras, cada vez más afinadas. El ensayo, como forma, no tiene por qué ignorar nada, no es culpable de una disfunción histórica, si acaso quien ignora es el ensayista. Evidentemente, la forma en sí tampoco es ningúna garantía, ya que, por ejemplo, el reportaje al recalar en la televisión contemporánea ha perdido todo ese potencial que parecía poseer en sus inicios, cuando, en el ámbito cinematográfico, equivalía al documental. Algunas de sus características esenciales pueden encontrarse ahora en el film-ensayo, que aparece como superación de la fase documental.

Raúl Ruiz acostumbraba a indicar que son las imágenes las que determinan el tipo de narración al que pertenece la película y no a la inversa.15 Es una aseveración que puede resultar sorprendente si se aplica al cine de ficción (aunque evidentemente supone la posibilidad de pensar en una sana alternativa al encorsetamiento industrial de los géneros), pero que sin embargo no resulta tan extraña cuando se refiere al documental y mucho menos aún cuando se aplica al film-ensayo. Los documentales hay que observarlos con atención para darse cuenta de dónde surgen las imágenes que se muestran en ellos, porque estas, por sí mismas, no parecen mostrarnos más que el «testimonio» de algo: pero ¿de dónde surgen? ¿De qué entramado? Por ejemplo, en «Diary» de Van der Keuken, brotan de un diario visual, de las reflexiones del documentalista sobre sí mismo, de sus pensamientos sobre su propia familia, de las ideas sobre las relaciones entre el primer y el tercer mundo, etc. Las imágenes producidas en este contexto son distintas de otras parecidas pero pertenecientes a otro contexto completamente distinto. No estoy hablando simplemente de la ubicación de una imagen determinada con respecto al plano que la precede o al que la sucede, ni de su relación estrictamente contextual. No estoy hablando, por tanto, de montaje, sino de la carga que soporta la imagen, su visualidad, por el hecho de provenir de un entramado u otro: se trata de pensar en el contexto no como un campo en el que se inserta una imagen determinada, sino como una serie de potencialidades que se introducen en la propia constitución de la imagen y determinan su interpretación. Este entorno puede llegar al espectador a través de un contenido genérico (el hecho de que se trate, por ejemplo, de un documental de National Geographic o de un documental histórico) o a través de la forma enunciativa (se trate de un documental performativo o de un diario filmado); puede también estar expresamente indicado por el documentalista, envolviendo las imágenes con una determinada acentuación a través de la música o de una voz en off. Pero, en cualquier caso, de forma evidente o no, las imágenes documentales pertenecen a un contexto, en mayor o menor grado, y no pueden desprenderse de él. No cabe, por tanto, hablar de una imagen objetiva que puede aparecer ante nuestros ojos y revelarnos su contenido solo a través de lo que estamos viendo, a menos que sea una imagen expresamente construida en este sentido, ya que aquello que estamos viendo está vertebrado por el ámbito intencional en el que la imagen ha sido tomada, seamos o no conscientes de ello los espectadores e incluso aunque el propio documentalista no sea consciente del alcance que tiene esa vinculación. Aparece así un nuevo espacio en la función de la imagen documental, un nuevo pliegue que puede estar o no incluido expresamente en la imagen como registro, pero que la determina de igual manera y debe ser tenido en cuenta con diferentes grados de intensidad, dependiendo de los casos. Se impone por tanto la obligatoriedad de una arqueología de la imagen documental que sea capaz de establecer las diferentes capas que componen su genealogía y que, por consiguiente, dirigen su interpretación. En este proceso arqueológico entran, por supuesto, las influencias directas o indirectas.

Cuando hablo de contexto de la imagen me refiero más a la intención que a la procedencia, aunque esta puede ser particularmente importante, por ejemplo en el caso de imágenes de archivo o del uso de metraje encontrado, etc. En este caso, debe tenerse en cuenta esta procedencia no tanto para radicar en ella el significado absoluto de la imagen, sino precisamente para matizar esa conexión: de nuevo es la intención la que manda, pero la intención se añade a la procedencia. Intención no significa necesariamente la voluntad expresa de darle a esa imagen un significado determinado, sino el hecho de que la imagen haya sido confeccionada en el ámbito de una intención específica. Por ejemplo, la imagen de una boda y la de un paisaje pueden tener la misma intención porque ambas estén situadas en un ámbito metafórico relacionado con un diario personal, mientras que dos fotografías de un mismo objeto pueden tener intenciones distintas al haber sido obtenidas para fines diferentes: un reportaje industrial o una película casera, pongamos por caso. Las imágenes documentales quedan así marcadas por el contexto, en un sentido amplio, en el que fueron obtenidas. Esta procedencia debe ser tenida en cuenta a la hora de juzgarlas, así como a la hora de analizar el conjunto en el que se insertan. Es algo que, de todas formas, está en ellas y que se puede descubrir si sabemos observarlas adecuadamente.

De la misma manera que esta noción parece poco apropiada al film de ficción (o en todo caso debe ser contemplada desde un ángulo absolutamente distinto al estar referida a un tipo de imágenes en el que todo en ellas obedece a una intención muy expresa y alejada de lo real) y que, en cambio, da la impresión de ser más adecuada para el documental (puesto que aquí la imagen tiende a ser considerada un registro de lo real, sin contar con los demás pliegues que puede contener y que matizan ese trazo), en el caso del ensayo fílmico, esta evidencia no solo está siempre presente, sino que además es un dispositivo que el ensayista fílmico utiliza expresamente como recurso expositivo. El ejemplo más claro de ello lo tenemos en Histoire(s) du cinéma (1989-1998) de Godard, de la que ya hablaremos con más detenimiento en otro apartado de este texto. Tengamos en cuenta, de momento, que es obvio que en este ensayo el cineasta utiliza para sus reflexiones el poder contextual de la imagen, la cual llega al discurso no solo a través de su valor visual concreto, sino arrastrando consigo la historia en la que está incluida: todo ello se modifica a través de la intención que el ensayista quiera darle, así como por el hecho de que es una imagen de la que el cineasta se ha apropiado para elaborar con ella un proceso de reflexión.

3. Transformaciones de la pintura y transformaciones de la visión

Estamos hablando de imágenes como objetos sólidos e inalterables que se incorporan al discurso sin modificar su materialidad visual, a pesar de que, al interpretarlas, podemos encontrar otros significados y vislumbrar detalles que nos habían pasado por alto: detalles aislados o conexiones entre ellos. Ahora bien, las imágenes cada vez mantienen menos este hermetismo. Por medio de los encadenados, las superposiciones y, en algunos casos, el collage siempre han sido susceptibles de modificaciones estructurales, aunque no siempre se haya dado la debida importancia a esas transformaciones. Pero ahora, con la imagen digital, la posibilidad de modificar las imágenes a través de dispositivos similares a estos pero más potentes está a la orden del día y, por lo tanto, debe incorporarse a la hermenéutica visual. Los límites de la imagen se amplían así nuevamente, después de considerar el potencial del contexto y la intención en estas. Ahora se trata de observar que el montaje, la formación del discurso, ya no viene dado únicamente por la concatenación de bloques visuales (imágenes) o bloques estructurales (escenas, secuencias o segmentos de otros films), sino por la fusión de imágenes, por el proceso de mezcla de sus visualidades con el fin de proponer nuevos campos de visión donde convergen todo los elementos indicados para proceder a su reconfiguración y resignificación.

 

Quizá haya que recurrir a las transformaciones de la pintura para comprender el proceso que experimenta la imagen fotográfica en este contexto. La obra de Francis Bacon puede ser en este sentido paradigmática, puesto que en ella se muestra la posibilidad de una alternativa a la dicotomía entre figuración y abstracción en la que había desembocado la pintura, dicotomía que corresponde a la que existiría en el cine entre cine de ficción y cine experimental o de vanguardia: en el sentido de que uno sería realista y el otro no. Proponer que la alternativa es, en este contexto, el cine documental nos llevaría por un camino equivocado, ya que el cine documental corresponde a una destilación de la fotografía que, en sí misma, apareció como alternativa plenamente realista a la pintura en general e impulsó consecuentemente la aparición de lo abstracto en su ámbito. Por lo tanto, la línea que componen la fotografía y el documental es una novedad que configura un ámbito sin parangón estricto en la pintura, excepto por su proverbial realismo. De modo que, de la misma forma que, desde esta perspectiva, un tipo de pintura expresamente documental o incluso hiperrealista debería seguir siendo incluida en el capítulo de la figuración pictórica, el documental debe ser considerado, desde el punto de vista de la representación figurativa, como perteneciente al ámbito del cine realista en general, al que el cine de ficción pertenece por derecho propio. La pregunta de si existe una alternativa a la dicotomía entre el cine figurativo (de ficción o documental) y el cine abstracto (experimental o de vanguardia) sigue en pie, y la respuesta es afirmativa: la encontramos en el ámbito de las modificaciones de la imagen que impulsa la edición digital. Para comprender el alcance de tales transformaciones debemos regresar, como digo, a la pintura, esencialmente a la de Bacon, con el fin de aprovechar su fenomenología para comprender el alcance de la propiamente cinematográfica, que tiene su punto álgido en el ensayo.

Para Deleuze, siguiendo las declaraciones del propio Bacon, la pintura se ha movido siempre entre lo ilustrativo y lo narrativo: «la narración es el correlato de la ilustración. Entre dos figuras, para animar el conjunto ilustrado, siempre se desliza, o tiende a deslizarse, una historia».16 La cuestión es cómo superar esta dicotomía, es decir, lo figurativo, sin recurrir a lo abstracto, a la forma pura. La respuesta está en lo puramente figural, o sea en el aislamiento de la figura, en su extracción de las relaciones que lo llevarían a constituirse en narración figurativa. En este proceso de purificación que conduce a lo figural –sin necesidad de decantarse por las formas puras de lo abstracto, es decir, conservando el anclaje figurativo por lo que tiene de conexión con lo real pero impidiendo que caiga en lo simplemente ilustrativo y, por consiguiente, se deslice inmediatamente hacia lo narrativo–, la pintura está, en principio, más preparada que la imagen fotográfica para llevarlo a cabo, por lo que he dicho antes de que este tipo de imagen, a pesar de que el proceso de alteración de esta es tan antiguo como el mismo medio, tiende a considerarse como un bloque que aparece poseído de una integridad inexorable. Entendemos quizá que la imagen (el conglomerado de elementos que forman una determina unidad visual) puede ser modificada cuanto se quiera durante su proceso de confección (si bien, esto en el documental clásico sería inaceptable), pero que, una vez constituida como unidad, esta debe permanecer y permanece, cualquiera que sea el ámbito en el que se sitúe. Pero observemos lo que dice Deleuze acerca de una supuesta tabula rasa sobre la que actuaría el pintor: «la pintura moderna está invadida, asediada por las fotos y los clichés que se instalan ya en el lienzo antes incluso de que el pintor haya comenzado su trabajo. En efecto sería un gran error considerar que el pintor trabaja sobre una superficie blanca y virgen. La superficie está ya por entero investida virtualmente mediante toda clase de clichés con los que tendrá que romper».17 Hay aquí una cierta prevención hacia la fotografía entendida únicamente como portadora de clichés, lo cual puede ser cierto si tenemos en cuenta la incidencia de la imagen fotográfica (y, por tanto, cinematográfica y también televisiva) en la cultura visual contemporánea. El pintor se ve obligado a romper con esta herencia, se dice, pero no es esta una obligación que tenga, en igual medida, el documentalista y mucho menos el ensayista fílmico, por cuanto su misión no es elaborar una imagen distinta a la de un medio que se impone al suyo hasta el punto de que contamina su visión inicial, sino que la grandeza de su forma consiste en trabajar precisamente con estas visualidades dadas, incluso las más tópicas, con el fin de trascenderlas no hacia otro medio, sino hacia una más profunda significación de estas. De igual manera en que Bacon, por boca de Deleuze, no abjura en la misma medida de las posibles contaminaciones que la pintura clásica, o simplemente anterior a la suya, haya podido instaurar sobre la tela antes de que el pintor actúe en ella, por el simple motivo de que estas interferencias pictóricas, en pintura, no deben ser tanto anuladas como aprovechadas, también el cineasta documental, y en mayor medida el ensayista, debe auparse en las visualidades anteriores para confeccionar las suyas, esencialmente, unas visualidades que deben ser apoyo del discurso más que discurso simplemente estético. En la pintura, se trata de llegar al significado a través de lo estético, de lo figurativo o lo figural; en el cine de ensayo, por el contrario (dejemos ya de lado el documental), se llega a lo estético a través del significado, teniendo en cuenta, eso sí, que el significado del que se parte es eminentemente visual.

Se ha hablado mucho de la pérdida de pureza de la mirada –Wenders lo hace en Tokio-Ga (1985) añorando la mirada de Ozu y lo repite después, a través de un personaje ficticio, en «Lisbon Story» (1996)–, de la incapacidad contemporánea de crear imágenes no contaminadas por toda la basura visual que se forma continuamente a nuestro alrededor y que enturbia forzosamente nuestra mirada (en este fenómeno, Wenders incluye también la incapacidad de crear imágenes nuevas, es decir, imágenes que no estén ni siquiera contaminadas por la tradición visual). Parece esta una preocupación genuina y que, a primera vista, da la impresión de referirse a un verdadero problema. Pero cabe preguntarse si esta polución visual no estaba ya presente, aunque quizá en menor grado, durante el Barroco o en épocas posteriores. Octavio Paz, con relación a la arquitectura de los arcos conmemorativos, repletos de símbolos visuales, que diseñaba Sor Juana Inés de la Cruz, o Frances Yates al describir los festivales preparados por Iñigo Jones para las celebraciones isabelinas, nos describen un panorama de saturación y polución visual en principio no menos alarmante. La misma impresión podemos sacar de los grabados de Hogarth, que un siglo más tarde, con su abigarramiento de figuras y objetos, nos muestran la visión de una realidad ciudadana no menos sobrecargada, aunque no puede negarse que constituyen una forma nueva de mirar. Asimismo, la visión de la vida moderna en la grandes ciudades del siglo XIX, descrita por Baudelaire, parece también aquejada de una impureza no menos inquietante. No sabemos si ha existido jamás una época en la era moderna en que la mirada haya podido flotar cristalina ante una realidad igualmente purificada. Puede que lo que ocurra sea que tendemos a considerar más genuinas las imágenes del pasado porque en general las equiparamos con la excelencia artística que acogen nuestros museos, y sobre todo porque las miramos sin poder conectarlas con el ámbito en el que fueron creadas y con el que, en su momento, se relacionaban íntimamente. Es un efecto de la pérdida del aura de la que hablaba Benjamin. Lo cual quiere decir que lo que por un lado era una pérdida se ha acabado convirtiendo en otra aura, distinta pero igualmente efectiva: las imágenes desubicadas y, sobre todo, situadas en el espacio aséptico de los museos (donde en el abigarramiento de sus paredes permanecen aisladas unas de otras) nos llegan como si fueran el resultado de miradas genuinas de una gran pureza ahora perdida, cuando no todas tienen el mismo grado de originalidad, y, además, a muchas de ellas han sido el tiempo y el aislamiento los que se la han otorgado. Cabe preguntarse, pues, si nuestra capacidad para elaborar imágenes verdaderas no es la misma, o superior, que la de otras épocas que habrían estado igualmente contaminadas. Habrá que tener en cuenta, sin embargo, que ahora se trata de imágenes sustancialmente distintas y, por consiguiente, lo que quizá hay que cuestionar es nuestra capacidad para reconocer su actual pureza.

Lo figurativo, la copia, la duplicación, la mimesis, la ilusión, la sensación de plenitud que procura la vista de la realidad duplicada (Deleuze lo denomina representación: representar significa «mostrar de nuevo» y, por ello, pienso que se trata de un escalón superior al de la simple copia, aunque, de todas formas, no haya nunca un proceso de copia, sino que siempre se trata de representar de alguna forma u otra), todo ello se opone, pues, a lo figural. Lo figural sería la imagen por sí misma, como expresión primera. Expresión a través de las formaciones o deformaciones de la propia imagen, sin recurrir a la narración (por arriba) ni a la mimesis (por abajo), ni deslizarse tampoco por el hueco que lleva al otro lado, a la abstracción. Se trata, obviamente, de un reto pictórico, pero que también puede convertirse en un reto fílmico en el ámbito del ensayo, si entendemos que en este se busca proponer un discurso a través de la imagen, es decir, de sus modificaciones. Si contemplamos atentamente esta posibilidad, nos daremos cuenta de que ella nos conduce a un nuevo tipo de imagen a partir de la que pueden efectuarse modificaciones formales que nos lleven a esa originalidad, una originalidad que a veces se está buscando en otra parte. El problema de la posición de Wenders es que está anclada en un tipo de imagen que ya no es hegemónico: la imagen homogénea que responde a una mirada total. Ahora cada elemento es susceptible de convertirse en imagen o de apuntalar una mirada, por lo que los conglomerados visuales que surjan de la combinación de imágenes y miradas en continua transformación nos llevan a otros parámetros de pureza y originalidad, distintos a aquellos cuya pérdida tan precipitadamente deploramos.

¿Cuáles son estas modificaciones posibles en el ámbito de comprensión actual de lo fílmico? En principio, estaría el montaje del que habla Godard como base de la verdad. Bacon huiría, pues, de esta verdad: quiere que todo el significado se produzca y trabaje en la imagen entendida como creación, como cosmos. Para Deleuze esta operación significa «atenerse al hecho». ¿Estamos ante un empirismo de la pintura? Mejor ante un pragmatismo de esta: el pintor se atiene al hecho, a la pintura hecha figura sin conexiones externas, a la figura retraída hacia sí misma, pero no para que quede reducida a una pura forma de lo abstracto, sino para abrir su expresión hasta el máximo posible. La introspección formal, que da a las figuras de Bacon su expresividad característica, es la plataforma de su apertura al mundo.

Se pregunta Deleuze si no hay otro tipo de relación entre las figuras que no sea narrativa y de la cual no se deriva ninguna figuración: «relaciones no narrativas entre Figuras, y relaciones no ilustrativas entre las Figuras y el hecho».18 Ahora empezamos a ver claro: se trata de liberar a las figuras de esos dos nexos: la narración, que conlleva una dependencia con un mundo real que ya existe como secuencia narrativa paralizada por el mismo acto de la narración; y la ilustración, el ejemplo, la representación, que supone también una correspondencia subalterna con el mundo existente igualmente estancado. La imagen, en estos casos, no sería otra cosa que una forma subordinada de la realidad, por la que estaría subyugada debido a la relación ilustrativa o la explicativa, al tiempo que paralizaría lo real a través de la propia acción representativa. Bacon quiere, por el contrario, fundar un mundo nuevo con la imagen y solo con ella (con la pintura, en su caso): un mundo impulsado por su propia dinámica y que, a partir de esta, se proyecte sobre lo real para significarlo de forma renovada y genuina.

Bacon quiere trabajar desde dentro de la pintura en lugar de proyectar sobre ella, desde fuera, la realidad: no constituye un anti-realismo, sino un realismo invertido. Veamos qué sucede en el ámbito cinematográfico: Godard, por ejemplo, no solo efectúa un montaje de imágenes, no solo establece relaciones lineales entre unas y otras, sino que también construye nuevas imágenes a través del collage. En este sentido, el collage es una manera de establecer conjuntos de imágenes que «escapen a la narración y a la ilustración», ya que forzosamente se ven privadas, por su condición fragmentaria, del contacto inmediato con la realidad que su «figuración» parece proponer: al sacarlas de contexto inauguran un mundo nuevo, son los fundamentos de este mundo. Pero hasta ahora hemos entendido el collage como un movimiento que iba de la imagen primigenia, representante de una determinada realidad, hacia el nuevo conjunto representativo, como una forma de construirlo. Supongamos que el movimiento se prolonga y que esta segunda parte es más importante que la primera: se trata de partir de las imágenes base como elementos significativos cuyo impulso no se detiene en lo estético, sino que avanza hacia nuevas significaciones basadas en los conjuntos estéticos establecidos por la operación del collage. El impulso de los elementos figurativos iniciales no se agota, así, en el collage propiamente dicho, sino que continúa más allá de él, transformado por este, para proyectarse de nuevo sobre lo real en forma de significados de todo tipo. Quien confecciona este nuevo tipo de ensamblajes no se estanca, pues, en el efecto estético por sí mismo, como podría ser el caso de la mayoría de practicantes de este método (incluso los que tienen una intención más política, intención que se agotaba en la formación estética que surgía del impulso político responsable de la operación de conjunción de las imágenes base), sino que esa formación estética es el punto de partida de nuevas formaciones. Es claramente el cine el medio que mejor está preparado para esta superación dinámica del collage clásico, pero debemos tener en cuenta que el germen de esta superación está en la imaginación figuralista de Bacon. Las pinturas de Bacon contienen, en estado latente, lo que el cine resuelve en el film-ensayo de manera dinámica.

 

En su camino para desentrañar la manera de superar lo figurativo, sin realmente destruir su esencia ligada a las formas con significado real, para trabajar lo real a través de su representación, para reconfigurar lo real –lo que en última instancia es un trabajo muy fotográfico–, Deleuze indica que se trata de ir, como ya hemos visto, «o bien hacia la forma abstracta, o bien hacia la Figura. A esta vía de la figura, Cézanne le da un nombre sencillo, la sensación. La Figura es la forma sensible relacionada con la sensación: actúa inmediatamente sobre el sistema nervioso, que es carne. Mientras que la Forma abstracta se dirige al cerebro, más cercano al hueso».19 Nos encontramos, otra vez, ante la antigua dicotomía kantiana entre sensación y razón. De nuevo debemos elegir, siguiendo la concepción de Deleuze, entre la espontaneidad, la frescura de la carne y la estabilidad y organización del hueso: lo dionisíaco y lo apolíneo. ¿Por qué?

La pregunta puede parecer ingenua por su contundencia, pero de ella depende la concepción adecuada del film-ensayo. Sin embargo esta concepción no está tan ligada a una respuesta correcta, que requeriría un excurso filosófico fuera de lugar en este contexto, como de la resolución del espacio paradójico que ella pone de manifiesto. ¿Por qué es necesario elegir entre esas dos aproximaciones a la epistemología? Zizek, en su estudio sobre Deleuze, entiende que las formas que el arte y la ciencia tienen de aproximarse a lo real son radicalmente distintas, especialmente cuando las contemplamos desde una vertiente metafísica que considere la forma existencial de estas aproximaciones. Esta relación existencial Zizek la plantea en el plano psicológico, concretamente en el psicoanalítico, buscando una respuesta a lo que significa cada una de estas aproximaciones desde el punto de vista del mecanismo de sublimación: «ambos (el arte y la ciencia) generan una distancia en relación con nuestra inmersión en la experiencia vivida directa de la realidad: cada uno se basa en una forma diferente de ella».20 No se trata ya de que sean dos modos racionalmente distintos de aproximación a la realidad, sino que ambos forman parte de nuestra propia ontología y, por lo tanto, implican una oposición básica, prácticamente irresoluble: «la cuestión es pues que el arte manifiesta lo que resiste las captación por el conocimiento: lo “Bello” en el arte es la máscara bajo la que aparece el abismo de la Cosa Real, la Cosa que resiste la simbolización».21 El conocimiento científico, entendido aquí como conocimiento en general, se topa con una parte de la realidad de la que no puede decir nada porque está más allá de la simbolización. Se trata de la Cosa Real que aparece o, en términos de Zizek, regresa precisamente porque la aproximación científica la rehuye o la reprime. Por su parte, la aproximación artística o estética sería capaz de percibir en la superficie de las cosas, directamente, aquello que la ciencia, en su proceso de «sublimación de las abstracciones», se ve impelida a ignorar. Es por ello que Zizek parece horrorizarse ante la posibilidad de proponer una alianza entre el arte y la ciencia, ya que la complementariedad de ambos procesos se plantea a través de una incompatibilidad absoluta. Dan la impresión de ser campos complementarios, pero solo porque su esencia es una oposición ontológica que no puede resolverse de forma racional: «hay algo que es seguro: el peor enfoque posible es pretender una especie de “síntesis” de ciencia y arte, porque el único resultado de tales esfuerzos es algún tipo de monstruo, muy New Age, de conocimiento estetizado».22

El problema es que la propia realidad se encarga de desmentir las prevenciones de Zizek, y no porque las corrientes New Age sean proclives a mezclar física cuántica con misticismo oriental, que lo son, sino porque la propia física, a lo largo del siglo pasado se ha visto obliga a plantearse los problemas de la visualización de sus teorías, como lo prueban las discusiones llevada a cabo entre los partidarios de la matematización del conocimiento y los de su visualización. Por otra parte, muchas de las divulgaciones científicas actuales se llevan a cabo a través de modelos y diagramas que aparecen en la prensa no especializada como vehículos para la transmisión de conceptos. En estos diagramas, el arte juega un papel muy determinante: recordemos las imágenes de moléculas o virus, así como las de nebulosas y galaxias, supuestamente reflejo directo de lo real, pero siempre tratadas mediante colorizaciones y contrastes que las hacen intrínsecamente bellas y, por consiguiente, se supone que más asequibles. Por último, la propia ciencia, al recurrir al ordenador, para la construcción de sus modelos y la organización de los datos, está entrando, quiera que no, en el campo de la estética. Pero quizá el error de apreciación de quienes ven imposible una alianza, que ya existe de hecho, esté en seguir confundiendo estética con belleza. Las pinturas de Bacon no son prototípicamente bellas; antes al contrario, se diría que expresan una determinada fealdad, una condición siniestra que es precisamente el rostro de la Cosa que reside tras la aproximación abstracta. Bacon produce pues un proceso de desvelamiento que se convierte en conocimiento, complementario necesariamente del conocer científico, si se quiere captar la realidad en su más amplio espectro. No se trata ni de estetizar la ciencia (hacerla necesariamente bella) ni de proceder a convertir la estética en matemáticas, entendidas estas como «el único contacto con lo Real», sino de establecer procesos hermenéuticos que permitan aproximaciones «científicas» (me refiero a aproximaciones no fundamentalmente «estéticas») a la realidad a través de las visualizaciones de la misma.