Historia de la teología cristiana (750-2000)

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De este modo, aunque Alberto Magno fue, quizá, más filósofo que teólogo, al menos de vocación y por interés personal, puso las bases para una adecuada presentación de las relaciones entre fe y razón, que después acogería santo Tomás sin añadir prácticamente nada nuevo. También coincidieron ambos en su crítica a Averroes y en la condena del monopsiquismo del hispano-árabe (un único intelecto paciente para todos los seres humanos). Parece que Alberto Magno combatió expresamente el monopsiquismo averroísta a comienzos de los años sesenta, en la corte pontificia, antes de que Tomás de Aquino lo hiciera en París, durante su segunda regencia en aquella Universidad (1269-1270).

D) ROBERTO GROSSETESTE

Mientras tanto, una nueva generación de maestros filósofos y teólogos se establecía en la recién estrenada Universidad de Oxford. La figura más destacada de este período fue Roberto Grosseteste (ca.1170-1253), que enseñó allí desde 1214 a 1229. Fue, además, el primer responsable de los estudios de la naciente Universidad, probablemente su primer canciller y el gran educador de los franciscanos oxonienses, aunque él mismo no profesó nunca en los menores.

En la teología de Grosseteste, de corte agustiniano, predomina la inspiración bíblica y moral. Desaprueba la importancia creciente que se daba en las escuelas a las Sentencias de Pedro Lombardo, no por la obra en sí misma, sino por el peligro que podía representar, para la teología, el apartamiento progresivo de la Escritura. En una carta dirigida a los teólogos de Oxford recomendó la vuelta al estilo tradicional de París, poniendo la Biblia como texto base de todos los cursos. Además, su dominio de la lengua griega, aprendida en la madurez, dio a su teología una marca distintiva. Grosseteste enriqueció el patrimonio teológico de la Iglesia latina con préstamos de las fuentes griegas.

3. SAN BUENAVENTURA

Juan de Fidenza (ca. 1217-1274), que cambió su nombre por Buenaventura al profesar como fraile mendicante (1238), también denominado Doctor Seráfico, fue un teólogo de extraordinario relieve. Destacó como maestro en París, donde enseñó desde 1248, en espera de que se confirmase su condición de catedrático en la Universidad. El doctorado y la toma de posesión se retrasaron hasta el 1257, por causa de las querellas acerca de las órdenes mendicantes, que agitaron aquel cenáculo académico durante años. Testigo de su docencia para-universitaria son sus extensos y ricos comentarios a las Sentencias del Lombardo, que ocupan cuatro gruesos infolios de sus obras completas. Sin embargo, en 1257, cuando quedó expedito el acceso a la cátedra, había ya aceptado su elección como maestro general de los franciscanos y, por ello, nunca dictó cursos reglados en la Universidad. Fue un gran hombre de gobierno, hasta el punto de que se le considera como el segundo fundador de la Orden. También destacó como teólogo místico: no sólo lo muestran sus tratados ascéticos, especialmente el Itinerarium mentis in Deum, sino también las obras que escribió sobre la figura entrañable de san Francisco. Nombrado cardenal legado papal en el II Concilio de Lyon, falleció en aquella ciudad, durante la asamblea conciliar, el 15 de julio de 127419.

A) LA «CUESTIÓN FRANCISCANA»

Cuando Buenaventura asumió el generalato, la fraternidad franciscana se hallaba dividida en dos facciones: de una parte, los «compañeros», es decir, aquellos que habían conocido directamente a san Francisco de Asís y añoraban el Testamento de éste, dictado poco antes de morir20; de otra parte, los conventuales o «comunidad», que habían accedido con posterioridad a la Orden y estimaban que ésta, tan desarrollada en poco tiempo, debía regirse sólo por las constituciones aprobadas por Honorio III. Los primeros eran proclives al joaquinismo21. Los segundos desaprobaban esta corriente doctrinal.

En el centro de la disputa se hallaba la «cuestión franciscana», es decir, la forma de interpretar no sólo la herencia del fundador, sino su misma figura. San Buenaventura supo apaciguar los ánimos y halló la forma de presentar la figura de san Francisco de modo que, sin desvirtuar los datos históricos, satisficiera a ambas partes. Sin embargo, los seguidores de los «compañeros» abocaron finalmente, después de la muerte de san Buenaventura, a una corriente espiritual extrema (los «fraticelos»), que exageró la lectura de la Regula y la interpretación de los preceptos acerca de la pobreza evangélica.

El Concilio de Vienne (1312) calificó de temerario y presuntuoso afirmar que «es herético considerar que el uso pobre [usus pauper] esté incluido o no esté incluido en el voto de pobreza evangélica»22. Es decir, impuso silencio a las dos partes, considerando temerario que una condenase a la otra basando en la Regula. Finalmente, Juan XXII, en 1318 y 1323, condenó las doctrinas fraticelas sobre la naturaleza de la Iglesia, los sacramentos y la pobreza evangélica23.

Todo el problema residía en el tema del «usus pauper». Según el franciscano Pedro Juan Olivi (1248-1298), el «usus pauper» (o sea, el uso extremadamente austero de los bienes de subsistencia) estaba exigido por el voto de pobreza y, por ello, estaba contemplado en la Regula. Aunque no se tuviera el «dominio» sobre los bienes de consumo, como determinaba la condición canónica de la Orden, se podía usar de algunos bienes para la subsistencia (ius utendi), sí y sólo sí ese uso era muy austero. Más adelante, la discusión recayó sobre la exégesis de los pasajes del Nuevo Testamento, en que se nos narra que Jesús y los apóstoles tenían algunos bienes (por ejemplo, una bolsa común). Y así, la controversia se enredó hasta extremos increíbles. Las intervenciones del Concilio de Vienne y del papa Juan XXII se inscriben en este contexto, y sólo pretendían apaciguar los ánimos y aclarar la cuestión.

Se debatía, en definitiva, acerca de si es bueno, más perfecto y mejor el uso austero sin dominio, que el dominio con uso austero (Parisoli, vid. Bibliografía). Se discutía, en última instancia, sobre el derecho a la propiedad (privada o común), no contemplado en términos generales, sino desde la perspectiva del franciscanismo.

B) PRESUPUESTOS TEOLÓGICOS BÁSICOS

El agustinismo avicebroniante como punto de partida

Desde la perspectiva filosófica, que se halla en la base de su síntesis teológica, es preciso reconocer que san Buenaventura constituye un testigo privilegiado de la tradición agustiniana. Las grandes tesis de san Agustín en materia filosófica, como son la doctrina de la iluminación, la pluralidad de formas sustanciales en el compuesto, la materia prima semi-formada, etc., venían rodando a lo largo de toda la Edad Media y habían penetrado también en la escolástica. Se habían enriquecido además con las aportaciones de otras síntesis filosóficas, procedentes, por ejemplo, del filósofo hispano-judío Ibn Gabirol (conocido como Avicebrón por los cristianos), hasta dar lugar a una abigarrada corriente que se ha bautizado con el nombre de agustinismo avicebroniante o, teniendo en cuenta también la influencia de Avicena, avicenismo avicebroniante.

Con todo, el Seráfico no fue, sin más, un agustiniano. En sus escritos se constata también un sólido conocimiento de la síntesis aristotélica. Es más: pretende armonizar las dos corrientes filosóficas de la época, aunque el resultado es poco satisfactorio. Por ejemplo, acepta el hilemorfismo, pero rebate la tesis aristotélica sobre la eternidad del mundo, o discute la doctrina peripatética acerca del intelecto agente y paciente. Sigue a Aristóteles en la doctrina de la abstracción, pero se aparta de él y se atiene a san Agustín, al explicar el origen y conocimiento de los primeros principios del conocer y de las verdades eternas, que provienen de una luz divina, que él concreta en la luz del Verbo divino. San Buenaventura es, pues, un claro innatista.

Una interesante recapitulación de los presupuestos filosóficos bonaventurianos, en ocho enunciados fundamentales, ha sido propuesta por Llamas Roig (vid. Bibliografía): «El primero es el hilemorfismo universal. El segundo es la pluralidad de las formas sustanciales en la unidad del ente. El tercero, el estatuto ontológico positivo de la materia en sí misma [o sea, la materia prima semiformada]. El cuarto, la identidad esencial del alma y sus facultades, con claves discordes de discriminación. El quinto es la asistencia intelectiva de Dios en la génesis intelectiva. El sexto es la inteligibilidad de la quididad individual, compuesta de materia y forma individuadas. El séptimo es la preeminencia del bien sobre la verdad, con la consiguiente primacía de la voluntad sobre el intelecto. El octavo es la aquiesciencia de un principio temporal para la creación».

El apetito superior como ejemplado de la Trinidad

El ejemplarismo constituye la clave de bóveda de la metafísica y la teología bonaventurianas. Todo cuanto existe es una semejanza de su ejemplar que es Dios unitrino, en virtud de la mediación expresiva del Verbo en el acto creador. Hay que descubrir en las criaturas las sombras, los vestigios y las imágenes de Dios. A Dios, pues, habrá que buscarlo como ejemplar a partir de los ejemplados, que son las cosas creadas, especialmente a partir de la criatura más perfecta en nuestro orden, que es el hombre. En Buenaventura hay una viva conciencia de la dignidad de la persona humana y de su posición privilegiada en el conjunto del universo.

Situado en la corriente agustiniana, considera que las tres facultades del alma: memoria, inteligencia y voluntad, reflejan la Trinidad divina, Padre, Hijo y Espíritu Santo. La memoria es trasunto del Padre; la inteligencia, del Hijo; y la voluntad, del Espíritu Santo. Y así como la Trinidad subsiste en la unidad de esencia, porque el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, y siendo tres personas realmente distintas, no obstante, son un solo Dios; así también análogamente las tres facultades del alma, siendo de algún modo distintas, constituyen una cierta unidad en el alma.

 

El planteamiento agustiniano, asumido modo suo por san Buenaventura, implica una psicología original, diferente del modelo aristotélico seguido por santo Tomás. Conviene destacarlo, aunque sólo sumariamente. El Seráfico no admite una identificación radical del alma con sus potencias, pero tampoco la distinción rigurosa que establece Aquino, que considera las facultades como simples accidentes, propios e inseparables de la substancia del alma. Para Buenaventura, las facultades del alma se distinguen del alma en cuanto facultades, o sea, por su operar; pero, en cuanto a su ser, se identifican con ella, de modo que hay que adscribirlas más bien al género «substancia» que a la categoría «accidente» (Cayré, vid. Bibliografía). Gilson (vid. Bibliografía) resume la psicología bonaventuriana, diciendo que, para el Seráfico, «las facultades del alma son extensiones o dilataciones (promotions) inmediatas de la substancia», pues no se puede concebir el alma humana sin el triple poder o capacidad de recordar, conocer y amar.

Esto no significa que la distinción entre el alma y sus potencias, por no ser real sea meramente de razón, sino que las tres potencias del apetito superior se distinguen entre ellas y de la esencia del alma por una distinción de un tipo intermedio, que no es real ni de razón; una distinción que Duns Escoto denominará, años más tarde, distinción formal modal, entre el alma y sus potencias y de éstas entre sí, porque las facultades del alma expresan modos diversos de manifestarse el alma, al actuar24.

El modelo psicológico bonaventuriano tiene algunas ventajas, porque subraya que el alma, al ser espiritual, no tiene partes. Es una substancia que entiende (y recuerda) y quiere. La dificultad se presenta cuando se pretende distinguir entre intellectus e intelligere, por una parte, y voluntas y velle, por otra, y estudiar las relaciones de estas dos facultades entre sí y con sus respectivas operaciones. Y ya no digamos, cuando se acomete el análisis de los tres momentos (según Aristóteles) del velle o querer: deseo, deliberación y elección. Está justificado, pues, que con el correr del tiempo, los seguidores del Seráfico confundieran la libertad con la mera voluntariedad. Y, además, en tal contexto, ¿cómo entender el axioma aristotélico «natura ad unum, ratio ad opposita»? Podemos abstenernos de comer, o comer esto o lo otro, pero no podemos evitar la digestión, si comemos. Se produciría la paradoja, en el contexto de la indistinción real entre el alma y sus potencias, que la inteligencia, por ser natural, sería irracional, mientras que la voluntad, por ser ella misma libertad, sería racional…

Sobre la elevación sobrenatural

La distinción modal entre la esencia del alma y sus facultades (y entre éstas entre sí) repercutió en la manera de concebir la elevación al orden sobrenatural. El Seráfico afirma que, cuando el alma es elevada, también las potencias son elevadas, al no ser realmente distintas del alma. Por ello, el alma en gracia posee ya en aptitud las tres virtudes teologales, de modo que la infusión de la «gracia teologal» sólo pone en acto lo que ya estaba en potencia. La gracia habitual habilita a la substancia del alma confiriéndole el posse agere. La gracia de las virtudes teologales le confiere la actividad (actu agere)25.

Por lo dicho, la fe y la esperanza son dos virtudes que tienen, en la teología bonaventuriana, una función y un significado diferente que en la teología aquiniana26. Bajo tal perspectiva, la fe compromete a todo el hombre, y no sólo a la inteligencia. Buenaventura vincula de tal modo la gracia con la fe, que la pérdida de la gracia santificante parece implicar eo ipso la pérdida de la fe. Resulta difícil explicar, en tal contexto, que la fe es siempre el principio de toda justificación, y que un pecador desposeído de la gracia habitual puede seguir creyendo (con fe informe), mientras no haya cometido un pecado grave de incredulidad. Así mismo complica la distinción entre la gracia habitual y la virtud de la caridad.

Fiel a sus principios, el Doctor Seráfico también aplicó a la causalidad sacramental el binomio posse agere y actu agere. El signo sacramental significa la gracia y habilita congruamente a ella. Después (con una posteridad ontológica y no temporal), y por su benevolencia, Dios atiende a ese signo sacramental, y se «obliga» entonces a infundir en el alma la gracia específicamente sacramental. En otros términos, la causalidad sacramental es sólo moral, porque Dios se ha comprometido, en su liberalidad, a conceder la gracia siempre que se ponga el signo sacramental y no haya óbice por parte del receptor27.

C) PRINCIPALES TESIS TEOLÓGICAS

Dios uno y trino

La teología trinitaria del Doctor Seráfico, influida por Agustín, Anselmo y Ricardo de San Víctor, echa sus raíces en el aforismo «el bien es de suyo difusivo» (bonum est diffusivum sui). Por consiguiente, el Padre eterno, que es pura bondad y misericordia, se difunde «necesariamente» en el Hijo; y, como un padre amante, tiende a perpetuarse engendrando eternamente a su Hijo, y los dos se aman con un amor sustancial o esencial que es el Espíritu Santo, espiración de amor.

San Buenaventura era consciente de que el neoplatonismo había entendido la difusión del bien en un contexto necesitarista, que hay que excluir en absoluto de Dios. Por tal motivo, el Seráfico distinguió tres tipos de necesidad:

(1ª) una necesidad totalmente extrínseca, que tiene su origen en algo exterior, como la coacción y la violencia;

(2ª) una necesidad en parte intrínseca y en parte extrínseca, como la que procede de un principio intrínseco, aunque orientado hacia fuera, como la inevitabilidad (por ejemplo, la ley de la gravedad) y la indigencia (la necesidad de agua para sobrevivir); y

(3ª) una necesidad intrínseca por completo, radicada en la propia naturaleza, como la necesidad de inmutabilidad en Dios (el ser por esencia es acto puro) y de independencia (el ser por esencia en absoluto trasciende sobre todo orden creado).

Sólo esta última necesidad (intrínseca por completo) conviene a Dios, porque implica una necesidad que es compatible con la absoluta liberalidad (necessitas quæ non excludit benignitatem). Es un tipo especial de necesidad que excluye cualquier dependencia. Es, en definitiva, una necesidad según naturaleza, que sólo se da en Dios.

En efecto: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son iguales según naturaleza, sin que haya prioridad o posterioridad. Desde tal perspectiva, el Hijo es engendrado por el Padre eternamente, sin que el Hijo sea «después» que el Padre. Es, pues, un engendrar inmutable. En consecuencia, el Padre y el Hijo son distintos, porque uno engendra y el otro es engendrado, pero no hay posterioridad entre ellos. De este modo se dice que la primera procesión es necesaria, con necesidad intrínseca o natural, que ni es libre, en el sentido como nosotros entendemos la libertad, ni necesaria, como nosotros también entendemos tal necesidad, sino las dos cosas a la vez. Así, pues, ninguna procesión de las criaturas representa con perfección la generación divina, porque las dos procesiones divinas inmanentes son para nosotros un misterio en sentido estricto; pero, desde las procesiones naturales que conocemos, podemos decir alguna palabra significativa acerca de las procesiones divinas inmanentes (cuya existencia conocemos por revelación).

Por lo que respecta a la existencia de Dios, san Buenaventura, al tiempo que admitió unas vías a posteriori o demostraciones quia de su existencia (del efecto a su causa propia), aceptó también la demostración a simultaneo, inspirada en el famoso argumento de san Anselmo. Es más, consideró que éste era el argumento más claro y apodíctico de la existencia divina, que formuló de forma muy sintética y brillante: «si Deus est Deus, Deus est». Esta formulación tan simple (y tan sugerente al mismo tiempo) no carece de dificultad, porque los dos primeros «Deus» son ideas en mi mente, y como en la idea de «Dios» nada falta, Dios existe. Ello supone, sin embargo, que la idea perfecta de Dios es innata, lo cual se opone a lo dicho a la máxima evangélica de que a Dios nadie lo ha visto (Ioan. 1:18), y va también contra la historia de las religiones, como atinadamente recuerda Aquino al criticar el argumento de san Anselmo (Summa theologiæ, I, q. 2, a. 1, ad 2).

Motivo formal de la Encarnación y mariología

El Doctor Seráfico se hizo eco de una tradición que ya rodaba a lo largo del siglo XII, según la cual, aunque Adán no hubiese pecado, el Verbo se habría encarnado; tesis sostenida así mismo por su maestro Alejandro de Hales y que tanto influyó en que la Summa halensis antepusiese la cristología al tratado sobre la gracia. Buenaventura intentó conciliar esta corriente con la otra, más afín a la literalidad de la Sagrada Escritura, según la cual Cristo se encarnó para redimirnos («propter nos homines et propter nostram salutem»). Por eso, aunque concedió que la prioridad de la Encarnación ha sido salvar al hombre, consideró que el segundo motivo (encarnación incluso sin pecado) no podía ser despreciado o puesto aparte. Este segundo motivo animó la teología de la historia bonaventuriana: el Doctor Seráfico consideró, en efecto, que toda la historia humana es en el fondo una historia de salvación, cuya plenitud (es decir, el medio de la historia) ha sido la encarnación del Verbo divino. Cristo es en verdad el centro de la historia: Él mismo abrió la historia y la cerrará, de modo que todo apunta a Él, tanto antes como después.

La centralidad de Cristo implica una septiforme mediación (tema que desarrolla con mucha amplitud en sus Collationes in Hexaëmeron):

(a) es medio de la esencia, por la generación eterna, entre el ser en sí y ser por otro, y esta es materia que trata el metafísico;

(b) es medio de la naturaleza, por la Encarnación, entre lo inmóvil y lo móvil, y esto lo trata el físico;

(c) es medio de la distancia, por la Pasión y la Crucifixión, porque está en el centro, entre los cielos y el infierno, y esto lo estudia el matemático;

(d) es medio de la doctrina, por la Resurrección, porque es fuente de evidencia y argumentación, y éste es el arte del lógico;

(e) es medio de la modestia o virtud moral, por la Ascensión, porque así Moisés obtuvo su ley al ascender al monte, y éste es el proceder del ético;

(f) es medio de la justicia, en el juicio futuro, consideración del jurista o del político; y, por último,

(g) es medio de la concordia, en la sempiterna retribución, en la que el mundo se ha de reducir a Dios, y éste es el medio del teólogo, que trata de la salvación del alma, es decir, cómo se incoa la fe, se promueven las virtudes y se consuman los dones.

San Buenaventura destaca, en tal contexto, la función de mediación que corresponde al Verbo en el acto creador, en la encarnación redentora y en la definitiva recapitulación de todas las cosas. Este ritmo se condensa en la secuencia Verbum increatum - incarnatum - inspiratum, con la que expresa sintéticamente el eje cristológico que articula la historia de la salvación. Cristo es medio y es cumbre de la creación. Por ello, también es el medio de todas las ciencias. En su tratado De Reductione artium ad theologiam, divide la filosofía natural en física, matemática y metafísica. Pero solo el Verbo de Dios nos muestra quién es el Padre y nos abre la visión beatífica en el Cielo. El Verbo es el mediador de todas las ciencias. La inteligencia humana con solas sus fuerzas no puede formular proposiciones verdaderas sin la iluminación del Verbo. De ahí la necesidad de la ciencia teológica, como culminación de todas las ciencias (García Martínez, vid. Bibliografía).

Por lo que respecta a la mariología, san Buenaventura no estaba todavía en condiciones de argumentar teológicamente la concepción inmaculada (pasiva) de María Santísima en el seno de su madre santa Ana. No veía la forma de salvar a María de la ley general del pecado: «Concebida según la ley general para todos los mortales, contrajo el pecado de origen, necesitando, por ende, de la gracia bautismal o de otra equivalente; en cambio, como no cometiese pecado alguno actual, no necesitó de la gracia penitencial». En este punto no llegó a la síntesis de su discípulo Juan Duns Escoto, que consideró que la preservación del pecado es la redención más perfecta28.

 

Teología mística

San Buenaventura fue también un gran teólogo místico. Formuló bellamente la doctrina de las tres vías, quizá inspirada en el corpus dionysianum: la vía purgativa, la vía iluminativa y la vía perfectiva, insistiendo especialmente en el carácter ascético de estas vías hasta llegar a la contemplación:

El alma se ejercita en estos tres actos [purificación, iluminación y perfección] y se hace bienaventurada y acrecienta sus méritos. El conocimiento de esta trilogía importa para la ciencia de toda la Escritura y para merecer la vida eterna.

La mística es, por tanto, no sólo una ciencia especulativa, sino también, y sobre todo, una forma de vida, un camino. En concreto, en Itinerario de la mente hacia Dios declara que por medio de una serie de ejercicios y con ayuda de la gracia el alma asciende lentamente hacia Dios, y que esta elevación tiene seis grados. En los dos primeros grados se reflexiona sobre el orden sensible; los grados tercero y cuarto son ejercicios de tipo psicológico, es decir, reflexión sobre nuestras potencias espirituales, en donde se descubre de modo eminente la huella divina; y finalmente los grados quinto y sexto son de naturaleza meta-física, pues en esos dos niveles el hombre contempla el primer principio, más allá de toda naturaleza sensible y psicológica. Es obvia la influencia de la mística de Ricardo de San Víctor.

Su teología mística se caracteriza también por una tierna devoción a Jesucristo, sobre todo al Cristo de la Pasión. En esto fue muy influido por san Francisco de Asís. San Francisco, en efecto, aspiró a ser otro Cristo viviente, hasta el extremo de recibir en su propio cuerpo, después de altísimas elevaciones místicas, las señales de la Pasión del Señor.

4. SANTO TOMÁS DE AQUINO

Santo Tomás de Aquino (1224/5-1274), también conocido como Doctor Angelicus o Doctor Communis, constituye el momento mayor de la teología académica parisina29. Su larga etapa de formación (1239-1252) le familiarizó con la filosofía aristotélica (primero en la Universidad de Nápoles y luego en el studium generale de Colonia) y con la doctrina de la participación trascendental, a través de los comentarios albertinos al corpus dionysianum (también Colonia). Conoció muy bien la tradición teológica del siglo XII, sobre todo el pensamiento de Pedro Lombardo y de Hugo de San Víctor, y tuvo a la vista las grandes «sumas» del siglo XIII (Guillermo de Auxerre, Felipe el Canciller y la Summa halensis). Su afición por los Padres de la Iglesia le puso en contacto con las primeras fuentes de la tradición cristiana, por las que sintió gran afición, especialmente por san Agustín, san Gregorio Magno y Boecio, entre los latinos, y por san Atanasio y san Juan Crisóstomo, entre los griegos. Manejó con gran soltura la Biblia, que conocía bien desde su estancia en Montecasino, donde fue oblato benedictino por unos años. Tuvo a la mano los mejores florilegios patrísticos y las grandes «glosas» a la Escritura (incluso él mismo compuso una notable Glossa continua super Evangelia, también denominada Catena aurea).

He aquí la cronología de sus obras más conocidas30. De la primera regencia parisina (1252-1259), son su comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, las cuestiones disputadas De veritate y el opúsculo De ente et essentia. Abandonó París en 1259 y se trasladó a Italia. Del período italiano, que transcurrió primero en Nápoles (1259-61) y después en distintas ciudades de los estados pontificios, son la Summa contra gentiles, la primera parte de la Summa theologiæ y algunas cuestiones disputadas, como De malo y De potentia. En 1269 estaba de nuevo en París para ocupar por segunda vez la cátedra para extranjeros, hasta 1272. Este fue el período más fecundo de su vida. De este tiempo son sus grandes comentarios a Aristóteles, buena parte también de los comentarios a la Sagrada Escritura y los opúsculos polémicos contra los averroístas. Durante su segunda regencia parisina intervino en el segundo debate sobre la existencia de las Órdenes mendicantes y redactó la segunda parte de la Summa theologiæ. En el verano de 1272 se dirigió a Nápoles, donde continuó la tercera parte Summa theologiæ, que dejó inconclusa, comenzó el Compendium theologiæ, que no pudo terminar, y redactó una serie de obras de tipo ascético-pastoral, hasta que finalmente el 6 de diciembre de 1273 dejó de escribir.

Veamos a continuación algunas de sus tesis teológicas más relevantes, siguiendo la sistematización de la Summa theologiæ.

A) SI DIOS EXISTE Y QUIÉN ES

La existencia no es algo obvio, es decir, evidente, que se deduzca de la mera consideración de la esencia divina, como pretende el argumento anselmiano. Santo Tomás planteó el conocimiento de la existencia de Dios a partir de la creación, según el criterio ofrecido por san Pablo: «porque desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son conocidos mediante las criaturas» (Rom. 1:20). Aquino llevó a cabo su demostración a posteriori o quia según cinco vías: por el movimiento, la causalidad eficiente, la posibilidad y necesidad, los grados de perfección de las cosas, y el orden y gobierno del mundo. En todas ellas se demuestra que la proposición «Dios existe» es verdadera. Las cinco vías han tenido una trascendencia extraordinaria para la teología católica, aunque la idea básica de ellas, es decir, la demostración a posteriori de la existencia de Dios, había sido ya desarrollada por otros pensadores y tiene cierta complejidad metafísica, al menos tal como la ofrece santo Tomás.

Conviene recordar, ante todo, que Tomás de Aquino, teólogo al fin, parte de la existencia de Dios conocida por la fe. Esto es muy importante, como veremos después. Además, y como señaló el filósofo Jesús García López (vid. Bibliografía), hay que sentar bien las bases metafísicas de las cinco vías, para que éstas sean concluyentes. En primer lugar, que el entendimiento humano es capaz de conocer todo cuanto existe, es decir, que está abierto a todo ser, de modo que Dios no queda excluido de tal capacidad. Hay que mostrar, después, que en la práctica tal conocimiento de Dios es posible, por cuatro motivos: porque existen efectos propios de Dios en el contexto de nuestra experiencia; porque el principio de causalidad eficiente tiene valor extra-experiencial; porque procedemos en la demostración buscando la causa propia; y, finalmente, porque no es posible un proceso al infinito en la serie de causas esencial y actualmente subordinadas en el presente, como tampoco lo es una multitud infinita de causas en acto per accidens (por ejemplo, un martillo sustituido por otro martillo y así sucesivamente, como si todos los martillos fueran uno sólo)31.

Todo ello supuesto, el esquema general de las cinco vías es el siguiente: el punto de partida es siempre un hecho de experiencia; a este hecho se aplica el principio de causalidad eficiente, acomodado a cada caso; se niega la posibilidad de una serie infinita de causas esencial y actualmente subordinadas (en el presente); y se llega a la existencia de Dios bajo un determinado aspecto, según la vía que se haya seguido. Al final se concluye que existen el primer motor inmóvil; la primera causa eficiente incausada; el primer ser necesario por sí mismo; el ser que es causa, en todos los entes, de su ser, bondad y las demás perfecciones puras; y el ser supremo inteligente, al cual se ordenan como fin todas las cosas naturales32.