Historia de la teología cristiana (750-2000)

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41. D. Quid fuit priusquam mundus fieret? M. Solus Deus. D. Quandiu prius fuit? M. Ab aeterno. D. Ubi fuit cum nihil esset præter ipsum? M. Ubi modo est, ibi fuit et tunc. D. Ubi est modo? M. In semetipso est, et omnia in ipso sunt, et ipse est in omnibus. D. Quando fecit Deus mundum? M. In principio (Gen. I). D. Ubi factus est mundus? M. In Deo. D. Unde factus est mundus? M. De nihilo» (De sacramentis legis naturalis et scriptæ dialogus, PL 176, 17C-42B).

42. De sacramentis christianæ fidei (PL 176,173-680). Hay una edición crítica reciente a cargo de Rainer Berndt, Aschendorff, Münster 2008.

43. De sacramentis christianæ fidei (PL 176, 394D).

44. De sacramentis christianæ fidei (PL 176, 401B).

45. De sacramentis christianæ fidei (PL 176, 416C).

46. De sacramentis christianæ fidei (PL 176, 417D).

47. «Sacramentum est corporale vel materiale elementum foris sensibiliter propositum ex similitudine repræsentans, et ex institutione significans, et ex sanctificatione continens aliquam invisibilem et spiritualem gratiam» (De sacramentis christianæ fidei [PL 176, 317D]).

48. En PL 176, 41-174.

49. De Trinitate (PL 196,887-992). Hay una edición crítica de Jean Ribaillier (Vrin, París 1958) y otra de Gaston Salet (Editions du Cerf, París 1959).

50. De Trinitate (PL 196,892C-D).

51. Respectivamente en PL 196,1-64 y 63-202.

52. Cfr. PL 196,405-524.

53. Edición crítica: Emil Albert FRIEDBERG (ed.), Decretum Magistri Gratiani, en Corpus Iuris canonici, Leipzig 1879 (reimpresión 1959), I.

54. Pedro LOMBARDO, Sententiæ in IV libris distinctæ, edición crítica preparada en Quaracchi, 1971-1981, en cuatro volúmenes.

55. Citaré, por ser la edición más asequible, la versión ofrecida por PL 192, 519-962.

56. «Datus est enim visibilis creaturæ demonstratione, sicut in die Pentecostes, aliisque vicibus; et datur quotidie invisibiliter, illabendo mentibus fidelium» (I Sent., dist. 16, n.1 [PL 192, col. 562]).

57. Santo Tomás se hace eco de esa aparente confusión entre la caritas y el Espíritu Santo, que se observa en I Sent., d. 17, aunque procura justificarla, señalando que el Lombardo sólo quería señalar que es tanta la excelencia de la caridad, que parece como si el Espíritu Santo se comunicase directamente al alma, sin mediación de hábito alguno: «et hoc dicitur propter excellentiam caritatis» (Summa theologiæ II-II, q. 23, a. 2c).

58. Se prueba «[…] quod charitas non sit Spiritus Sanctus, quia Spiritus Sanctus vero non est affectio animi vel motus mentis, quia Spiritus Sanctus immutabilis est et increatus; non est charitas» (I Sent., dist. 17, n. 16 [PL 192, col. 567]).

59. «Quod autem charitas sit affectio animi, et motus mentis, auctoritatibus confirmant» (I Sent., n. 17 [PL 192, col. 567]).

60. IV Sent., dist. I, nn. 2 y 5 [PL 192, cols. 839 y 840].

61. «Non tamen ad remedium, sed ad officium» (IV Sent., dist. 26, n. 1 [PL 192, co. 908]).

62. «Institutio […] ante peccatum ad officium facta est in paradiso, ubi esset thorus immaculatus, et nuptiæ honorabiles, ex quibus sine ardore conciperet, sine dolore parerent; altera [institutio] post peccatum ad remedium facta extra paradisum, propter illicitum motum devitandum. Prima, ut natura multiplicetur; secunda, ut natura exciperetur, et vitium cohiberetur» (IV Sent., dist. 26, n. 2 [PL 192, co. 908]).

63. Esta doctrina dio lugar, con el tiempo, a algunas discusiones acerca de la supuesta diferencia entre el matrimonio natural y el matrimonio como sacramento. Discusiones que llegaron hasta el mismo Concilio de Trento, siendo allí muy debatida la opinión de Melchor Cano, hasta que finalmente el Concilio de Trento aclaró que la esencia del matrimonio sobrenatural, es decir, toda la esencia del matrimonio como sacramento, es el mismo contrato, de modo que no se pueden separar, entre bautizados, matrimonio natural y matrimonio sobrenatural o sacramento.

CAPÍTULO 3
Desde la plena recepción de Aristóteles
hasta la crisis luterana

1. RECEPCIÓN DE ARISTÓTELES EN LA UNIVERSIDAD DE PARÍS

Las traducciones de Boecio (†524) ofrecieron al occidente latino buena parte del organon aristotélico. Este corpus pasó a denominarse logica vetus, cuando, a mediados del siglo XII, se conocieron otros escritos aristotélicos, que constituyeron la logica nova. Con esta segunda irrupción de los escritos lógicos del Estagirita se difundieron también la Física, los tratados Sobre la generación, Sobre el cielo, Sobre los meteoros, Sobre el alma, los primeros cuatro libros de la Metafísica y los tres primeros libros de la Ética a Nicómaco. Y, con estas obras aristotélicas, se tuvo acceso además a las grandes paráfrasis de Avicena, al Liber de causis —extracto de las Instituciones teológicas de Proclo— y a la Fons vitae de Avicebrón. Una tercera recepción de Aristóteles completó la biblioteca del Estagirita, y permitió la lectura de los grandes comentarios de Averroes. En la difusión de Averroes jugó un papel primordial Miguel Escoto, primero en Toledo y, después de 1227, en Nápoles, al amparo de los emperadores Hohenstaufen. El corpus casi completo del Averroes latino estaba ultimado hacia 1243. La traducción directa y sistemática del griego al latín se haría esperar todavía algunos años, y sería obra del dominico Guillermo de Moerbeke, a partir de 1260, aunque ya en 1240 Roberto Grosseteste había vertido directamente al latín la Ética nicomaquea.

En consecuencia, hasta finales del siglo XII la especulación teológica se nutrió exclusivamente del platonismo, medioplatonismo y neoplatonismo, y su herramienta propedéutica fue la vetus logica de Aristóteles. Por esta vía, el medievo latino consiguió una síntesis bastante armónica de la Revelación con los saberes filosóficos antiguos, como se ha mostrado en el capítulo segundo. Es comprensible, por tanto, que la brusca irrupción de Aristóteles en París, de la mano de las paráfrasis de Avicena y posteriormente con los comentarios de Averroes, produjese un gran impacto en el ambiente universitario, y que, de pasada, previniese a las autoridades eclesiásticas.

La primera intervención eclesiástica, alertando sobre el uso indiscriminado del legado aristotélico, más o menos influido por la filosofía árabe, data del 1210, cuando un sínodo parisino prohibió la enseñanza (la lectio) de los libros peripatéticos de filosofía natural y sus comentarios (probablemente los comentarios árabes), bajo pena de excomunión. La segunda prohibición data de 1215 y quedó recogida en los estatutos de la Universidad de París, dados por Roberto de Courçon: «y no se lean [no se expliquen] los libros de Aristóteles de Metafísica y de Filosofía Natural, ni las Summæ del mismo [probable referencia a las paráfrasis de Avicena], ni tampoco las doctrinas del maestro David de Dinant, ni las del hereje Amalrico, ni las del hispano Mauricio»1. Esta prohibición obligaba expresamente a los maestros de la Facultad de Artes. A los teólogos, en cambio, no les estaba vetada la lectura de Aristóteles.

La carta Parens scientiarum Parisius, del papa Gregorio IX (de 13 de abril de 1231), que puso fin a la larga huelga de estudiantes y profesores comenzada en 1229, retomó la prohibición de Aristóteles en los mismos términos que los documentos anteriores, pero con la siguiente salvedad: «No se empleen en París [los libros de Aristóteles] hasta que hayan sido examinados y expurgados de toda sospecha de error»2. Pocos días después de esta carta, el papa Gregorio IX designó una comisión de tres miembros para llevar a cabo la expurgación de la obra aristotélica. La comisión, compuesta por Guillermo de Auxerre, Simón de Alteis y Esteban de Provins, no llevó a cabo su cometido por la pronta muerte de Guillermo de Auxerre, en noviembre de 1231. El interdicto de Aristóteles en la Facultad de Artes continuó vigente todavía muchos años, por la firme actitud anti-aristotélica de Guillermo de Alvernia, destacado teólogo y obispo de París desde 1228; y no comenzó a liberalizarse hasta la muerte de éste, acaecida en 1249.

Los teólogos y los prelados parisinos intuían que el legado peripatético podía estar alterado por los comentarios de la filosofía árabe y, por consiguiente, recelaban que fuese compatible con la revelación cristiana. Además, el aristotelismo, considerado en sí mismo, con independencia de posibles contaminaciones producidas en su trasvase al mundo latino, ofrecía una visión del mundo menos «verticalista» que el medioplatonismo. Defendía, en efecto, una explicación completa y cerrada del mundo natural, que parecía descartar la necesidad de un Ser superior y trascendente sobre todo lo creado.

Las referidas sospechas se confirmaron hacia 1268, cuando estalló la crisis del «aristotelismo heterodoxo» (por otros medievalistas denominada crisis del «averroísmo aristotélico»), ante la cual Esteban Tempier, el obispo de París, reaccionó con dos enérgicas intervenciones, en 1270 y 12773. Estas censuras tuvieron sus luces y sus sombras y, en todo caso, una repercusión histórica descomunal en el desarrollo posterior de la escolástica cristiana.

En esos años hubo asimismo otros acontecimientos que deben tomarse en cuenta, sobre todo la crisis albigense y la celebración del IV Concilio Lateranense (1215). Este concilio ecuménico abordó la cuestión del catarismo occitano, principalmente el catarismo de la rama albigense (que recibió este nombre de la ciudad de Albi, muy próxima a Toulouse en el midi francés). Por la causa albigense se enfrentaron, en una terrible guerra, los condes de Toulouse, los monarcas aragoneses y los reyes de Francia. Aunque originalmente las hostilidades estallaron por pretensiones expansionistas de unos y otros, la asunción de algunas tesis maniqueas por parte de los albigenses transformó la guerra en una cruzada religiosa (1209-1244), bendecida por el papa Inocencio III. La Inquisición romana tomó cartas en el asunto desde 1233; pero la respuesta católica al más alto nivel ya había sido adoptada en la constitución Firmiter, del Concilio Lateranense IV, que tiene la estructura de un solemne símbolo de la fe, pues comienza con las siguientes palabras: «Firmiter credimus et simpliciter confitemur, quod …» (firmemente creemos y abiertamente confesamos que…)4. Este símbolo profesa de modo solemne que el mundo no se ha originado de dos principios coeternos, uno bueno y otro malo, sino que todo ha sido creado de la nada por Dios, el cual es sumamente bueno; y que, por ello, no son malos ni la materia, ni el cuerpo, ni el matrimonio, ni el comer; y que incluso los demonios fueron creados buenos, aunque ellos se malignizaron por sí mismos, es decir, usando mal de su soberana libertad5. La constitución confiesa también que hay criaturas puramente espirituales (los ángeles) y otras sólo corporales, y que el hombre está constituido de espíritu y cuerpo.

 

La polémica doctrinal resuelta en el IV Lateranense influyó en las construcciones teológicas de la Universidad de París. La constitución Firmiter pasó a las decretales de Gregorio IX. También la Summa de bono de Felipe el Canciller expresa su influencia. Asimismo, Tomás de Aquino comentó con amplitud este decreto, dedicándole uno de sus opúsculos.

2. LA PRIMERA GENERACIÓN UNIVERSITARIA

A) MAESTROS SECULARES PARISINOS

Guillermo de Auxerre

Los estatutos concedidos por la Santa Sede a la Universidad de París en 1215 supusieron el comienzo de la actividad académica regular de la Facultad de Teología, en la que destacaron tres maestros seculares. El primero de ellos, Guillermo de Auxerre (1144/49-1231), fue autor de un célebre curso que se conoce como Summa aurea, escrita entre 1216 (porque considera los decretos del cuarto Concilio de Letrán) y 1229 (porque fue utilizada por Rolando de Cremona, primer maestro dominico, en ese año). Guillermo pudo contemplar el desarrollo de la Universidad hasta la gran huelga de 1229-1231, durante la cual falleció. Su manual es una gran «suma», posterior a las Sentencias de Pedro Lombardo e independiente de ellas.

La Summa aurea consta de cuatro libros6. En el primero estudia la demostración de la existencia de Dios, incluyendo la prueba de san Anselmo, la trinidad de Personas y algunas cuestiones referidas a la esencia divina (los nombres divinos y los atributos esenciales que prepararan el paso al segundo libro). El libro segundo está dividido en dos partes, de la siguiente manera: Dios como ejemplar de la creación, cómo «fluyen» las cosas de Dios, los ángeles y su destino sobrenatural, la creación del universo, el hombre y su historia, es decir, su caída y los pecados personales. El libro tercero: la Encarnación, la predestinación de Cristo, algunas cuestiones cristológicas (mérito de Cristo, virtudes de Cristo, etc.) y los misterios de la vida de Cristo, y las virtudes teologales y morales. El libro cuarto: los sacramentos y los novísimos. La gran novedad es el comienzo, pues se abre con la demostración de la existencia de Dios, y la incorporación del argumento anselmiano junto con las pruebas a posteriori, aunque distinguiendo entre las demostraciones quia (del efecto a la causa propia) y a simultaneo. También aparece un largo desarrollo de la teología moral y, en concreto, de las virtudes políticas; y son de notar las consideraciones acerca de la ley antigua y la ley nueva, estudiando los sacramentos en la antigua ley antes que los sacramentos de la Nueva Ley.

Alejandro de Hales antequam frater fuisset

La Summa aurea de Auxerre fue tenida como libro de texto por los primeros dominicos de París y copiada posteriormente muchas veces; y fue tomada en cuenta por Alejandro de Hales (ca. 1185-1245), por sobrenombre Doctor Irrefragabilis, segundo gran maestro de la Universidad parisina y autor de un comentario a las Sentencias lombardianas, titulado Glossa Sententiarum, de fecha incierta (entre 1223-1227), pero en todo caso posterior a la Summa aurea de la que abiertamente depende. De esta primera época de Alejandro —o sea, antes de 1236, en que se hizo franciscano— procede también una colección de Quæstiones disputadas, mucho más elaboradas que la Glossa. Así pues, además de ser el primer teólogo parisino que usó como libro de texto las Sentencias de Lombardo, Alejandro fue también el creador del método universitario de las cuestiones disputadas7.

Felipe el Canciller

El tercer gran maestro del período fue Felipe el Canciller (ca. 1170-1236). Nombrado en 1218 canciller de la Universidad de París, retuvo este cargo hasta su muerte. Se vio envuelto en la huelga estudiantil de 1229 a 1231 y contribuyó, de acuerdo con Guillermo de Alvernia (ca. 1180-1249), entonces obispo de París y también teólogo, a que los dominicos consiguieran su primera cátedra, en la persona de Rolando de Cremona.

Felipe escribió la ya citada Summa de bono, contemporánea a la Glossa de Alejandro de Hales. Esta Summa es muy original y supuso un gran avance tanto en desarrollos dogmáticos como filosóficos8. En la introducción, que consta de once cuestiones, Felipe estudia las relaciones entre las nociones de ente, bien y verdad, y cómo fluyen todas las cosas del bien supremo9. Algunos estiman que esta parte de la Summa de bono constituye un pequeño tratado sobre las propiedades transcendentales del ser, quizá el primero que se haya escrito.

Seguidamente, Felipe se plantea una sistematización de los artículos de la fe a partir de la noción de bien. Estudia, ante todo, el bien de la naturaleza en general. Por ejemplo, si hay oposición entre el bien de la naturaleza y el mal, lo cual aboca al análisis de la entidad del mal (si el mal tiene entidad o no la tiene), al tema de la eternidad del mundo («utrum mundus æternus») y a la cuestión de la causa ejemplar, quizá adelantándose, al menos en las nociones fundamentales, a san Buenaventura, que fue el gran teórico de esta causa. Seguidamente presenta los seres meramente intelectuales, es decir, los ángeles, cuya existencia es ya en sí misma un bien. Aquí trata acerca de si la diferencia por sexo conviene a los ángeles, asunto muy debatido en aquellos años, y que tendrá posteriormente una gran repercusión en las elaboraciones metafísicas, porque apunta a la distinción de los ángeles entre sí y a la posibilidad de los seres positivamente inmateriales. Aprovecha Felipe para ofrecer una síntesis enjundiosa de las principales cuestiones que afectan a lo que ahora denominaríamos «psicología general angélica»: cómo conocen, cómo ejercen la volición, si son libres, etc. Viene después el bien de la criatura corporal en general, donde trata la obra de la creación. A continuación, se detiene en el estudio de las criaturas que son al mismo tiempo intelectuales y corporales, es decir, el hombre, con una amplia exposición acerca del alma y de sus potencias (la inmortalidad del alma, la unión del alma y cuerpo, la multiplicidad de almas en el sujeto humano, del lugar y tiempo de las almas meramente espirituales, etc.). Seguidamente viene la disminución del bien de la naturaleza por el pecado. Después, el bien de la gracia (la reparación), en varios apartados: la gracia en general, la gracia de los ángeles y del hombre, y la tipificación de las gracias (la gracia santificante, las virtudes teologales y morales, y los dones del Espíritu Santo).

Basten estos apuntes para mostrar cómo Felipe el Canciller tuvo en cuenta el decreto Firmiter del Lateranense IV y que la estructura de su Summa de bono influyó posteriormente en otros sumistas, particularmente en la estructura de la Suma de teología aquiniana.

B) LA SUMMA FRATRIS ALEXANDRI

Las summæ de Guillermo y de Felipe prepararon la posterior Summa theologica de Alejandro de Hales, que éste llevó a cabo al final de su vida, cuando ya era fraile franciscano, ayudado por dos de sus discípulos más distinguidos, Juan de la Rochelle o de Rupella (†1245, el mismo año en que falleció Alejandro), y san Buenaventura.

Alejandro de Hales ingresó en la orden franciscana hacia 1236, conservando su cátedra en la Universidad de París y designó como ayudante suyo al también franciscano Juan de la Rupella o de la Rochelle. Poco después también se hizo franciscano otro alumno de Alejandro, de nombre Juan de Fidenza, apodado Buenaventura, que había nacido en Bagnorea (Italia). Éste había llegado a París por razón de estudios, y tomó el hábito mendicante en 1243. De este modo entre 1243 y 1245, se constituyó un equipo de trabajo, formado por el maestro Alejandro, el bachiller y sucesor suyo en la cátedra Juan de la Rupella, y el nuevo discípulo Juan de Fidenza. Los tres decidieron redactar una summa de grandes pretensiones. Esta Summa theologica, interrumpida por la muerte en 1245 de Alejandro y de Juan de la Rupella, fue continuada por Buenaventura, que a su vez la abandonó, imposibilitado por otros compromisos. Fue retomada por Guillermo de Melitona, también franciscano, que tampoco logró completarla. Constituye, con todo, el esfuerzo más notable de la primera generación universitaria parisina, en su tránsito hacia la edad de oro de la escolástica.

La Summa halensis recoge los principales logros de las generaciones anteriores y aporta interesantes novedades10. Se inspira en la estructura de los cuatro libros de las Sentencias de Pedro Lombardo, mejorando la distribución de las materias; y tiene en cuenta también algunas aportaciones de la Summa aurea, de Guillermo de Auxerre, comenzando por el estudio de la esencia divina, para pasar posteriormente al estudio de Dios trino. Asimismo, toma en consideración contribuciones de Felipe el Canciller.

Está dividida en cuatro libros, precedidos por una introducción sobre la condición científica de la teología y sobre el conocimiento de Dios en el estado de viadores. Esta introducción es digna de nota, porque demuestra que París ya había aceptado la definición aristotélica de ciencia, entendida ésta como conocimiento cierto por causas. Es obvio que la epistemología aristotélica colisionaba con la teología entendida como sabiduría. Así, pues, o se probaba que la teología era ciencia en el sentido aristotélico, o debía ser excluida de la Universidad. Por lo mismo, había que justificar también que el viador puede tener algún conocimiento racional de la esencia divina y de los misterios revelados, porque si el conocimiento de lo divino sólo fuera posible por iluminación o por vía mística o profética, no sería un conocimiento propiamente científico y, por lo mismo, quedaría eo ipso excluido del ámbito universitario11.

Veamos con más detalle la estructura de la Summa halensis. El primer libro está dedicado a Dios en sí mismo. Ante todo, la unidad de la naturaleza divina y los atributos esenciales entitativos y operativos; después, la trinidad de Personas (las procesiones divinas, la distinción entre las personas y su número, y un tratado especial dedicado a cada una de las personas); y, por último, la confesión de la unidad y Trinidad (los nombres divinos esenciales, los nombres divinos personales y las nociones)12.

El segundo libro de la Summa halensis trata de Dios creador. En la primera sección estudia la creación como obra de Dios, es decir, el tema de la causalidad divina, cuestión importante, sobre todo en polémica con la teología árabe que no admitía la libertad divina y establecía la necesidad de la creación. Inmediatamente después considera lo que es común a toda criatura, y allí ve en primer lugar las características de la creación, distinguiéndola del creador, y considera también los tres órdenes generales de las criaturas, es decir: los ángeles, el mundo corpóreo (comenzando por hexamerón o seis días de la creación) y finalmente el hombre, el cual es analizado con todo detalle, tanto en su aspecto físico, es decir, su cuerpo, como desde el punto de vista psíquico, o sea, el alma. La antropología termina con el estudio de la elevación al orden sobrenatural. La segunda sección de este segundo libro está dedicada al mal introducido en el mundo por la criatura. En primer lugar, el mal en abstracto, donde se observa una gran dependencia de Felipe el Canciller, y después el mal en concreto o el pecado. Primero el pecado de los ángeles, después el pecado del primer hombre o el pecado original originante, para terminar con el estudio de los demás pecados personales y su división.

 

El libro tercero presenta la encarnación del Verbo, los misterios de la vida de Cristo y las virtudes del Salvador. Seguidamente estudia cómo las criaturas vuelven al Creador con un análisis muy detenido de la ley (natural, mosaica y evangélica), la ayuda que el hombre recibe, es decir, la gracia (con especial acento en qué sea su esencia y los efectos que tiene), y las virtudes teologales. Se interrumpe al comienzo de la exposición de los artículos de la fe (que son el objeto de la virtud teologal de la fe). Todo lo anterior había sido redactado antes de 1245.

Desarrollando algunas intuiciones de Felipe el Canciller, la Summa halensis ofrece un análisis propio y amplio de la gracia santificante. Recuérdese que Pedro Lombardo consiguió probar —cosa muy importante desde el punto de vista teológico— que la misión visible del Espíritu Santo no es la virtud de la caridad, es decir, que el amor con que Dios nos ama no es la tercera Persona13. Sin embargo, en las Sentencias la gracia se trata juntamente con la misión invisible del Espíritu Santo, de modo que no queda bien determinada teológica o técnicamente la diferencia entre la Gracia increada (que es el Espíritu Santo) y la gracia creada (el efecto en el alma, producido por la elevación al orden sobrenatural). Ahora, profundizando más en la cuestión, Alejandro y su equipo pudieron preguntarse, a partir de la metafísica aristotélica, qué es la gracia santificante o gracia creada, si substancia o accidente; y, por ser accidente, qué tipo de predicamento accidental.

La categorización de los entes teológicos supuso, sin duda, un gran avance, y, por lo mismo, también se consideró la condición metafísica del «carácter sacramental» (res et sacramentum), esa realidad intermedia entre el signo y la res, que participa tanto de la visibilidad del signo, como de la invisibilidad de la res o gracia sacramental. Atendiendo a las categorías aristotélicas, la Summa halensis sostuvo que el carácter sacramental es una «cualidad pasible» del alma (una de las subespecies de la cualidad)14, que ilumina la sindéresis o hábito de los primeros principios del obrar moral, porque, por el carácter sacramental, el cristiano ve con mayor claridad cómo debe actuar, lo cual es propio de la sindéresis.

Como ya se ha dicho, después de 1245 el franciscano Guillermo de Melitona continuó la Summa halensis. Estudió los medios por los que ordinariamente se recibe la gracia, es decir, los sacramentos en general y cada uno de ellos en particular: bautismo, confirmación, Eucaristía, con un largo comentario sobre la liturgia de la Misa, el paternoster que ser recita en la Misa y la administración de la comunión; sigue la penitencia como virtud y como gracia y se habla de los distintos pecados, sobre todo de los veniales, y cómo se perdonan en el sacramento de la confesión. Al comienzo del tratado sobre las partes de la penitencia (pars IV, cuestión 35), se interrumpió definitivamente la redacción.

La Summa halensis alcanzó, pues, una rara perfección, y es casi seguro que Tomás de Aquino la tuvo a la vista cuando preparó la Summa theologiæ. Es evidente que la tomó en consideración al redactar algunos temas, como los tratados sobre Dios y sobre la gracia. En el primer caso, al demostrar la existencia de Dios y también por comenzar el De Deo Trino por el estudio de las procesiones inmanentes.

Conviene advertir que la Summa aquiniana, aunque también abandonó el esquema lombardiano para seguir el esquema halense, no siempre se atuvo a la estructura de la Summa fratris Alexandri. En efecto, la primera parte de la Summa tomasiana se inspiró en el maestro Alejandro al anteponer el Deo uno al Deo trino, y al colocar, como consecuencia de los atributos divinos operativos, la creación en general antes que la creación en particular. Sin embargo, hay una importante diferencia entre ambas summæ, pues Aquino sitúa el estudio de la gracia y de las virtudes antes que la cristología, al contrario que Alejandro, que lo pone después. Las dos sistemáticas tienen su fundamento y su lógica interna. Para el Halense, no se puede hablar de la gracia sin hablar antes de Cristo, que nos ha merecido la gracia; en cambio, santo Tomás, más atento quizá a las discusiones de la época, prefiere hablar de la gracia antes que de Cristo, porque la gracia es absolutamente necesaria en todos los casos y siempre para que el hombre pueda gozar de la visión beatífica a la cual está predestinado, pues la elevación al orden sobrenatural es siempre gratuita; y, además, porque, previsto el pecado original, Dios pudo haber determinado otros medios para otorgarle la gracia tanto antes del pecado, como, sobre todo, después de éste. Uno de esos medios es obviamente la encarnación del Verbo, el más perfecto, sin duda, pero no necesario en absoluto, porque podía habernos salvado sin la Encarnación.

Aquí, en estas opciones cristológicas, se fundamenta la distinta manera de considerar el motivo o razón formal de la Encarnación. Aquino consideró la Encarnación desde la perspectiva «funcional», por así decir, pues el Verbo se encarnó «propter nos homines et propter nostram salutem», por nuestros pecados y para nuestra salvación. En consecuencia, se debe tratar toda la cristología desde el punto de vista soteriológico, lo cual no obsta para que, en la sistemática, vaya primero el estudio de la unión hipostática y a continuación se traten los misterios de la vida de Cristo. Para los franciscanos, en cambio, ya desde primera hora, o sea, desde la Summa halensis, se abrió paso una perspectiva diferente: se subrayó que en la vida interna de Dios está presente la condición de posibilidad de aquellos acontecimientos que, por la incomprensible libertad de Dios, encontramos en la historia de la salvación del Señor Jesucristo15. La maduración de esta nueva cristología se alcanzará a la generación siguiente con Duns Escoto. Más modernamente, el enfoque franciscano dará lugar a un amplio debate sobre la pre-existencia de Jesucristo16.

C) SAN ALBERTO MAGNO

San Alberto Magno (ca. 1199-1280), el Doctor Universal, como se le conoce en el medievalismo, ingresó a los veinticuatro años en la Orden de Santo Domingo. Tuvo un papel destacado en el mundo universitario de la época. Desde el punto de vista filosófico, manifestó siempre gran entusiasmo por las obras de Aristóteles, que parafraseó durante toda su vida, especialmente durante su magisterio en la Universidad de París (1245-1248) y en el estudio general de Colonia (1248-1254). Pero no solamente Aristóteles atrajo su atención, sino también el neoplatonismo de Dionisio Pseudo-Areopagita17.

Como maestro universitario, Alberto comentó sobre todo la Escritura, tanto en París como después en Colonia. Se conservan importantes glosas o paráfrasis suyas a los salmos, Jeremías, Daniel y al Nuevo Testamento; por ejemplo, un importante comentario a los cuatro Evangelios y al Apocalipsis. Sin embargo, ha pasado a la historia, más que como teólogo bíblico, por sus obras sistemáticas mayores, como son: un gran comentario a las Sentencias, que es anterior a 1249; una gran Summa de creaturis, que es también obra de juventud; y, sobre todo, una Summa theologiæ, acabada después de 1270. Son muy importantes también sus comentarios, de corte más o menos platónico, al corpus dionisiano y, por supuesto, sus grandes paráfrasis a la filosofía aristotélica.

San Alberto distinguió con sumo cuidado las ciencias del espíritu según su distinto objeto formal quo: cuando se hace filosofía, se filosofa; y cuando se hace teología, se teologiza. Esta tradición se mantuvo siempre viva en la escuela dominicana: la descubriremos en santo Tomás y, muy particularmente, en Tomás de Vío (cardenal Cayetano), ya en los años de la Reforma. La distinción entre las ciencias no supone, ni mucho menos, una concesión a la doctrina de la «doble verdad»18, porque los teólogos dominicos siempre tuvieron a la vista el principio de «subalternación» de las ciencias, de modo que las más altas en la jerarquía epistemológica ofrecen sus conclusiones como principios a las ciencias subtalternadas.