Historia de la teología cristiana (750-2000)

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Importa destacar un hecho relevante para nuestra disciplina, ocurrido en esos años. La enseñanza de la teología, que hasta entonces se había impartido casi exclusivamente en los monasterios, pasó también a las ciudades, estableciéndose principalmente en los aledaños de las catedrales. Así nacieron las escuelas catedralicias. Las tres principales escuelas catedralicias de la época fueron Chartres, Laón y París. San Bernardo y Pedro Abelardo representaron, respectivamente, el enfrentamiento entre la corriente tradicional y los primeros pasos de la escolástica, en el cual no sólo se ventilaron cuestiones de ortodoxia, sino también algunas opciones teológicas.

4. LA ESCUELA CATEDRALICIA DE LAÓN

Entre 1050-1117 vivió Anselmo de Laón, natural de Normandía y alumno de san Anselmo en el monasterio de Bec. Se estableció en Laón, a pocos kilómetros al noreste de París, donde llegó a ser maestro en la escuela catedralicia. Fue el sistematizador del método escolástico basado en las «quæstiones» y las «sententiæ». Con su hermano Radulfo inició la Glossa ordinaria25, que fue la explicación de la Biblia comúnmente usada por las escuelas a partir del siglo XII, durante mucho tiempo atribuida a Walafrido Estrabón. Esta obra fue continuada por Gilberto de Auxerre y acabada por Pedro Lombardo. Consistía en la aclaración de pasajes de la Sagrada Escritura por medio de sentencias de los padres. Además, escribió dos libros de «sentencias patrísticas»26. Posteriormente han sido descubiertas y editadas otras «sentencias» procedentes del mismo centro escolar.

Las Sententiæ de Laón y la Glossa ordinaria tienen precedentes remotos. Después del hundimiento del Imperio Romano de occidente, los cristianos sintieron la urgente necesidad de conservar los textos de la antigüedad y, muy especialmente, de guardar los mejores pasajes de los escritores eclesiásticos primitivos, sobre todo de san Ambrosio y san Agustín. De esta forma, desde finales del siglo VI se prepararon espontáneamente aquí y allá pequeños florilegios de sentencias patrísticas. Podemos recordar, a modo de ejemplo, las colecciones debidas a san Gregorio Magno, san Isidoro de Sevilla, Julián de Toledo y Tajón de Zaragoza, entre otras. Nada tiene de particular, por tanto, que Anselmo de Laón, el más reputado maestro de finales del siglo XI y primeros años del XII, haya empleado la misma metodología en sus comentarios a la Sagrada Escritura, es decir, haya tomado en consideración los florilegios ya existentes y haya preparado él mismo nuevas colecciones de textos patrísticos.

Por ello, la doctrina de Anselmo de Laón y de sus discípulos más inmediatos resulta difícil de sistematizar, porque en ocasiones es complicado discernir qué es de ellos y qué está tomado de los Padres. Baste decir que Anselmo inició una forma de hacer teología que perduraría en los mejores teólogos posteriores, muy particularmente en Pedro Abelardo, que fue alumno suyo. Anselmo buscó desentrañar las reales o supuestas contradicciones entre diversas sentencias patrísticas e incluso bíblicas, acudiendo a la tradición de la Iglesia y a la especulación racional. A su escuela se atribuye, además, la depuración de la terminología teológica; por ejemplo, el paso del binomio sacramentum y res sacramenti, a la tríada sacramentum tantum, res et sacramentum, y res tantum, que resultaría después tan oportuna para distinguir entre la gracia sacramental y el carácter sacramental, y para explicar la reviviscencia de la gracia.

5. PEDRO ABELARDO

Pedro Abelardo (1079-1142) fue, en ese mundo que se abría a la escolástica, el teólogo más importante de la escuela catedralicia de París27. Consagró una forma diferente de hacer teología, muy dependiente de Laón, que acabó imponiéndose en el mundo latino medieval.

A) LA CUESTIÓN DE LOS UNIVERSALES

Fue fundamentalmente un controversista y un dialéctico extraordinario, aficionado a las cuestiones lógicas. Estudió el problema de los universales bajo la perspectiva de lo que ahora llamaríamos lógica material o lógica filosófica, polemizando con Guillermo de Champeaux (1070-1121), acreditado maestro parisino, que sostenía el más extremo hiperrealismo (es decir, que los géneros y las especies son subsistentes incorpóreos, que existen unidos a los seres sensibles)28.

Abelardo entendió, en cambio, que las ideas universales son concepciones del espíritu y que, por tanto, la predicabilidad (es decir, la atribución de un predicado a un sujeto) es una función lógica, aunque no sólo lógica. En consecuencia, los géneros o las especies no son subsistentes en sí mismos, aunque tampoco están sólo en el intelecto. Su gran descubrimiento fue que el universal tiene como una doble vertiente. Aunque está principalmente en la mente, tiene también cierto correlato extramental. Por consiguiente, estimó que el concepto no es meramente arbitrario, sino natural en algún sentido; sólo es completamente arbitraria la voz o la palabra que dice el concepto, porque el mismo concepto se podría expresar con voces distintas, según las lenguas o hablas: «canis», «perro», «chien», «gos», «dog», «Hund», etc.

El siglo XIII, repensando las críticas de Abelardo a Guillermo de Champeaux, alcanzó una síntesis más equilibrada, señalando que el universal es «unum in multis et de multis», o sea, algo que se dice de muchos (vertiente lógica), pero que está realmente en muchas cosas (vertiente óntica o extramental); en definitiva, que el universal se dice propiamente de muchos, porque esas cosas así denominadas son en la realidad de un modo determinado que justifica que de ellas se predique de verdad, y no arbitrariamente, el mismo universal. Por ejemplo: se dice la noción «perro» de todos los perros, porque el concepto «perro» expresa algo común y real en todos ellos y sólo en ellos.

B) TRINITOLOGÍA Y CRISTOLOGÍA

La cuestión de los universales incidió directamente en el tratado sobre la Santísima Trinidad. Abelardo había sido discípulo de Roscelino de Compiègne en Locmenach, cerca de Vannes (Bretaña), antes de viajar a París y disputar con Guillermo de Champeaux. Como ya se ha dicho, aunque criticó el hiperrealismo (como antes también lo había hecho Roscelino), subrayando el aspecto lógico de los universales, a la vez detectó que los universales tienen algún fundamento en la realidad. Denominó «estado» a esa realidad común a todas las cosas, de las cuales se predica una misma idea universal. Sin embargo, no supo concretar qué era el «estado» y, por ello, algunos coetáneos lo encasillaron en el grupo de los «nominalistas».

En todo caso, y desde la perspectiva abelardiana, predicar la divinidad de cada Persona (el Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios) no es mera convención y nuda arbitrariedad —como había pretendido Roscelino29—, sino señalar que las tres Personas tienen el mismo «estado» o condición. El avance con respecto a Roscelino era importante, porque la unidad de la esencia divina ya no sería sólo la unidad moral de tres. Pero no despejó las ambigüedades, porque no aclaró, al menos en su opúsculo De unitate et trinitate divina (1119), qué es exactamente el «estado».

Aunque otorgó realidad extramental a la esencia divina, Abelardo temía la «cuaternidad», tan criticada por Roscelino (tres personas y una esencia). Por eso, situó la unidad del «estado» entre el mundo lógico y la realidad extramental, participando de ambas orillas, sin identificarse plenamente con ninguna de las dos. La inconcreción lo abocó a algunas imprecisiones, advertidas por san Bernardo. Lo arrastró, por ejemplo, hacia una doctrina de corte sabeliano30. A veces, en efecto, parece expresar que las personas no son algo substantivo o subsistente, si así se puede hablar, sino aspectos o manifestaciones de la única esencia divina. Esto es lo que se condenó en un Sínodo de Soissons, celebrado en 112131. Posteriormente retomó los temas trinitarios, apartándose de su primer conceptualismo, sobre todo en dos opúsculos titulados Introductio ad theologiam y Theologia christiana32.

Quizá influido también por el conceptualismo, planteó mal la «comunicación de idiomas»33. Acertó al señalar que los nombres absolutos y esenciales, como «potencia» y «sabiduría», pueden predicarse de las Personas divinas («el Padre es omnipotente», «el Hijo es omnisciente»). No advirtió, en cambio, que los nombres abstractos, referidos a cualidades esenciales, sólo se predican propiamente de la esencia divina (y no de las Personas), de modo que no hay tres omnipotentes, ni tres eternos, ni tres sabios, ni, en definitiva, tres divinidades o tres dioses, sino un solo Dios, aunque el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios34.

Son asimismo dignas de consideración algunas tesis cristológicas abelardianas. Como en el caso de la Trinidad, también en cristología pagó el precio de trabajar con un instrumental filosófico inadecuado. Abelardo parte del principio de que toda naturaleza humana perfecta y acabada es eo ipso persona humana. Un hombre vivo, es decir, que tiene cuerpo y alma unidos orgánicamente, es un individuo acabado de la naturaleza humana y, por ello, es siempre una persona humana. En consecuencia, y según Abelardo, en Cristo no pudieron estar unidos el cuerpo y el alma, porque la unión de ambos habría producido de inmediato una persona humana, lo cual nos conduciría al error de Nestorio35. Por ello, Abelardo afirmó que Cristo tuvo, en cuanto hombre, un cuerpo verdadero y perfecto, y un alma verdadera y perfecta; pero no unidos entre sí, sino asumidos hipostáticamente, cada uno por separado, por la segunda persona de la Santísima Trinidad. Tal doctrina cristológica, que es errónea, recibe el nombre de nihilismo cristológico. Se llama nihilismo, porque, a la pregunta: ¿qué es Cristo en cuanto hombre?, la respuesta sería que, en cuanto hombre, no es nada, aunque tenga naturaleza humana completa (Lluch Baixauli, vid Bibliografía).

 

C) TEOLOGÍA MORAL

Muy polémicas fueron las tesis éticas de Abelardo, y de ellas se ocupó también san Bernardo, para criticarlas. En efecto, al estudiar la naturaleza del pecado Abelardo concluyó que el pecado, en cuanto tal, no es nada, pues pertenece más bien al no-ser (privación de bien) que al ser. Por otra parte, el vicio es sólo una inclinación al pecado y no es, de suyo, necesariamente pecado, puesto que se le puede resistir, en cuyo caso el vicio se transforma en ocasión de mérito. Estima, además, que la acción imperada por una buena intención es siempre buena, mientras que la acción resultado de una mala intención es siempre mala; pero puede ocurrir que una buena intención, seguida de una acción buena, produzca un resultado malo, es decir, una obra mala.

En consecuencia, para Abelardo lo decisivo en la calificación moral no es la obra hecha (opus operatum), ni principalmente la acción u operación (operatio), sino sobre todo la intención del agente (finis operantis). Es, pues, preciso centrarse en la intención y, luego, en la acción. En definitiva, hay que distinguir entre intención, acción y obra resultante; y no puede fundamentarse la moralidad sólo en el resultado de la acción, sino que es preciso tomar en cuenta muy en particular la intención del agente. Por esta vía, Abelardo afirmó indebidamente que la moralidad del acto se identifica, en última instancia, con la intención o fin del agente.

Un sínodo reunido en Sens (1140 ó 1141) resumió los puntos de vista de Abelardo en una proposición: «ni la obra hecha, ni la voluntad de esa obra, ni la concupiscencia, ni la delectación excitada por la concupiscencia, constituyen pecado» si la intención es recta36. Esta tesis fue condenada juntamente con sus puntos de vista sobre la comunicación de idiomas.

Es innegable que el giro abelardiano hacia la subjetividad enriqueció la teología moral medieval, aunque exageró la solución por su unilateralidad. Los autores posteriores armonizarían los dos aspectos (el objetivo y el subjetivo), y reconocerían que tanto la obra hecha, como la operación misma y la intención intervienen en la calificación moral del acto, aunque de diversa forma. La cuestión era establecer la verdadera jerarquización de estos principios de la moralidad. La escolástica reivindicó que la primera y más fundamental fuente de moralidad es la misma obra hecha, es decir, el opus operatum.

D) EL MÉTODO ESCOLÁSTICO

Abelardo ha pasado también a la manualística por otros dos temas. El primero, por haber sido el inventor, o por lo menos el sistematizador, del método escolástico en su obra Sic et non37. Había aprendido, en la escuela de Laón, a manejar las sententiæ patrum. Allí el maestro Anselmo le había enseñado que es preciso recoger en florilegios las afirmaciones más relevantes de la tradición patrística, y contrastarlas entre sí para intentar descubrir la verdad escondida detrás de aparentes contradicciones. Esto es justamente lo que Abelardo va a hacer en la obra Sic et non. En el prólogo ofrece el esquema del método: primero, aquello que parece afirmar la proposición, el artículo de la fe; segundo, lo que parece negarlo; y, en tercer lugar, la solución a la aparente antinomia.

También alcanzó fama por haber usado con un sentido técnico preciso el nombre de theologia para referirse a la ciencia que estudia las cosas de Dios. Los Padres de la Iglesia habían evitado la palabra theologia, entendida como logos sobre Dios, porque los filósofos griegos la habían reservado para los mitos relativos a las divinidades y al origen del mundo; y en su lugar habían empleado expresiones como sacra pagina, o bien sacra doctrina. Abelardo usó la locución incluso como título de dos de sus obras de madurez más importantes: Introductio ad theologiam y Theologia christiana, para caracterizar la ciencia que trata de manera sistemática y ordenada acerca de la revelación.

* * *

Así, pues, y aunque Pedro Abelardo tuvo algunas intuiciones teológicas geniales, fue víctima de una filosofía insuficiente. Esto le llevó a imprecisiones en determinadas afirmaciones. La opción filosófica resulta decisiva para el teólogo, pues la teología es, con la luz de la fe, la profundización racional del misterio revelado, con ánimo de esclarecerlo. Una deficiente herramienta filosófica o una opción filosófica inadecuada conducen a una solución teológica incorrecta o, al menos, poco satisfactoria.

6. SAN BERNARDO DE CLARAVAL

San Bernardo (1090-1153), monje cisterciense, fundador de la Abadía de Clairvaux (Claraval), destacó sobre todo por sus doctrinas místicas, pero fue también un teólogo especulativo38. En primer lugar, ha llamado la atención su particular manera de plantear las relaciones entre la fe y el conocimiento de Dios. Tales relaciones se establecen en polémica con Pedro Abelardo y, en definitiva, en discusión con la incipiente teología escolástica. Critica a Abelardo, porque, «¿qué cosa más contraria a la razón que intentar trascender la propia razón? ¿Y qué cosa mayor contra la fe, que no querer creer aquellas cosas que la razón no puede alcanzar?»39. Los campos de la razón y de la fe deben estar bien determinados. La razón tiene sus límites, a partir de los cuales comienza el dominio de la fe. Esos límites no deben ser traspasados, porque esto sería impiedad, casi una profanación del misterio divino. Para Bernardo, en efecto, las artes liberales no son una ayuda imprescindible para alcanzar a Dios y conocerle, sino incluso una dificultad, pues la filosofía puede ser origen de orgullo y de soberbia.

Ha pasado también a la historia por su importante contribución al desarrollo de algunas devociones cristianas. Contribuyó decisivamente a difundir la adoración a la humanidad santísima de Cristo, especialmente los misterios de la infancia de Jesús. En cuanto a la mariología, no fue inmaculista, pero desarrolló el tema de la mediación universal de María y exaltó su eximia santidad. A él se atribuyen importantes oraciones que divulgaron la mediación universal de María, como la famosa oración Memorare (Acordaos), o bien la antífona Salve Regina. En cuanto a la josefología, fue mérito suyo orientar los corazones hacia san José, que todavía no era objeto de culto especial en el siglo XII. San José fue el fiel guardián de la virginidad de María y confidente de sus secretos celestiales. También contribuyó Bernardo a divulgar la devoción a los ángeles custodios, tan antigua que se remonta a los orígenes mismos de la predicación apostólica. Difundió asimismo la devoción a los fieles difuntos, particularmente a las benditas almas del Purgatorio.

París en el siglo XII y primeros años del siglo XIII. La Universidad fue fundada por el rey Felipe Augusto en el 1200

La obra cumbre de la teología mística bernardiana es su comentario al Cantar de los cantares (PL 183, 785-1198), en ochenta y seis sermones, comenzado en 1128 e inconcluso. En esta obra expresa con claridad sus ideas sobre los estados místicos y los grados de oración. Son cuatro los protagonistas del pequeño drama revelado: el esposo, que es Cristo; la esposa, que es la Iglesia; las compañeras de la esposa, que son las almas que entran por caminos de vida espiritual; y los amigos del esposo, que son los ángeles. Pero también las doncellas de la esposa y los amigos del esposo constituyen la Iglesia, pues el alma que ama a Dios es esposa de Cristo. El amor, gran protagonista del Cantar, pasa por tres fases: amor carnalis, que tiene por objeto la humanidad santísima de Cristo y los misterios de su vida mortal; amor rationalis, que consiste en creer firmísimamente todo cuanto nos enseña la fe, es decir, la ratio fidei; finalmente, amor spiritualis, que es amar a Dios mismo sobre todas las cosas, con la fuerza del Espíritu Santo. Cuando el alma ha alcanzado el amor espiritual, está ya plenamente purificada y puede ser elevada a la unión mística, el spirituale matrimonium, es decir, ser conducida al tálamo nupcial del Esposo. Tal unión es un fenómeno sobrenatural de corta duración y no frecuente.

Es obvio que sus palabras no se deben interpretar como si la humanidad santísima de Cristo fuese un obstáculo para la unión mística. La contemplación de Cristo es la puerta para entrar en la unión; no constituye, en absoluto, un estorbo, sino más bien un camino necesario según la providencia ordinaria de Dios.

7. LA ESCUELA DE SAN VÍCTOR

En 1109, Guillermo de Champeaux, desilusionado después de las dos fatigosas polémicas que había mantenido con Pedro Abelardo sobre la condición de los universales, abandonó su cátedra catedralicia y se retiró a una ermita, entonces fuera de París, pero muy próxima a la muralla denominada de Felipe-Augusto, al pie y al este de la colina de Santa Genoveva. Allí fundó la Abadía de San Víctor, de canónigos regulares, que al poco tiempo sería un centro intelectual de primer orden40. En esa escuela, que se nutrió de las mejores esencias de la teología monástica, brillaron dos teólogos: Hugo de San Víctor y Ricardo de San Víctor.

A) HUGO DE SAN VÍCTOR

Las dotes pedagógicas de Hugo de San Víctor (ca. 1110-1141), de origen sajón y de noble familia, fueron extraordinarias. Lo muestran las primeras líneas del diálogo entre el maestro (M) y el discípulo (D), en una de sus más célebres obras catequéticas:

D: ¿Qué hubo antes de que el mundo fuese hecho? M: Sólo Dios. D. ¿Cuánto tiempo antes? M: Desde siempre. D: ¿Y dónde estaba si sólo era Él? M: Donde está ahora, allí estaba también entonces. D: ¿Y dónde está ahora? M: En Sí mismo, y todas las cosas están en Él, y Él mismo está en todas las cosas. D: ¿Y cuándo hizo Dios el mundo? M. Al principio. D: ¿Y dónde fue hecho el mundo? M: En Dios. D: ¿Y de qué fue hecho el mundo? M: De la nada41.

Este diálogo catequético quizá tuvo a la vista las palabras de san Pablo en el Areópago de Atenas, inspiradas en el poeta Arato, un estoico del siglo III antes de Cristo: «Ya que en él [en Dios] vivimos, nos movemos y existimos, como han dicho algunos de vuestros poetas: ‘Porque somos también de su linaje’» (Act. 17:28). En todo caso, es una espléndida exposición teológica del misterio de la creación, entendida como «productio rerum ex nihilo sui et subiecti», que abre la posibilidad, al menos teórica, debatida con gran pasión un siglo más tarde, acerca de la hipotética «creatio ab æterno».

La obra magna de Hugo de San Víctor fue De sacramentis christianæ fidei, escrita al final de su vida42. Es una exposición «more historico» de todos los misterios cristianos, según la sucesión de los hechos. Está dividida en dos libros: opus conditionis et opus restaurationis (la obra de la creación y la obra de la restauración). El primero trata todos los misterios anteriores a la venida de Cristo; el segundo libro desarrolla los misterios de la nueva ley. En el primero se estudia la creación (el hexamerón bíblico o relato de los seis días); Dios como causa de la creación y el conocimiento de los atributos divinos; la esencia de Dios (Dios uno y Trino); la voluntad divina y todo cuanto Dios ha dispuesto (el orden de la creación y la ley); la creación de los ángeles y su caída; el hombre, su estado original y su caída; la reparación del pecado dispuesta por Dios; la institución de los sacramentos; la fe; la ley natural; y finalmente la ley escrita. El segundo libro está dedicado a Cristo y a su Iglesia; y, al estudiar la Iglesia, analiza detenidamente cada uno de los siete sacramentos, junto con las principales disposiciones litúrgicas. Finalmente, el tema de los novísimos.

Esta obra es una magnífica summa, quizá la más perfecta de las primeras. Todos los misterios han sido integrados orgánicamente en una síntesis superadora, que da razón de todos ellos en el conjunto de la historia de la salvación. Al comienzo, la historia de la creación; seguidamente la historia del hombre, creado en gracia y después pecador; en medio de la historia, la encarnación del Verbo; en la etapa de la Iglesia in terris, los sacramentos y la gracia merecida por Cristo. A pesar de algunas repeticiones, es preciso reconocer la magnificencia de la síntesis. Hugo demostró con este tratado que tenía una madurez teológica extraordinaria, sorprendente para la época. Con razón Tomás de Cantimpré (1201-1272) lo llamó «segundo Agustín». También Tomás de Aquino le tuvo en mucho aprecio, citando la síntesis hugoniana como autoridad en varias ocasiones.

 

Hugo expone correctamente la doctrina cristológica, rebatiendo la cuestión del nihilismo cristológico abelardiano. «Él mismo es hombre y Dios. ¿Qué es el hombre? Si preguntas por la naturaleza: cuerpo y alma. […] Si buscas la persona, es Dios»43. El cuerpo y el alma están unidos, de modo que cuando Cristo muere en la cruz, el alma se separa del cuerpo: «recessit anima, et mortua est caro» (se separó el alma y murió la carne)44. Se separan, aunque cada uno por su cuenta (cuerpo y alma) mantienen la unión hipostática. La resurrección será, por consiguiente, el «regreso» del alma de Cristo a su cuerpo de Cristo, para volverlo a informar.

También resulta interesante su eclesiología. «La Iglesia santa es el cuerpo de Cristo, vivificada, unida en una fe y santificada por el Espíritu, que es uno»45. Esta Iglesia, que es la multitud de los fieles, o sea, la universalidad de los cristianos, está constituida por dos órdenes, los laicos y los clérigos, que suponen como los dos lados del cuerpo. A los fieles laicos cristianos les ha sido concedido poseer las cosas terrenas; a los clérigos, ocuparse de las cosas espirituales46. En términos modernos, podríamos decir, sin incurrir en un anacronismo excesivo, que Hugo intuyó la unidad orgánica de sacerdocio y laicado en la unidad de la Iglesia, cada uno con funciones propias y específicas.

El De sacramentis tuvo, además, una gran influencia en la elaboración teológica posterior, porque sentó las bases para una sacramentología correcta que sería desarrollada por Pedro Lombardo y por los teólogos académicos del siglo XIII. Es preciso reconocer que, después de las intuiciones de san Agustín, que había definido el sacramento como un «signo constituido por cosas y palabras», ese concepto se embarulló a partir de las Etimologías de san Isidoro de Sevilla, para quien sacramento derivaría etimológicamente de «cosa sagrada». Así entendido, sería sacramento cualquier realidad que de una forma u otra significase misterios sagrados. Por eso el alto medievo llegó a establecer listas de sacramentos que en algunos casos llegaron a la veintena, incluyendo en tales relaciones, además de los siete sacramentos instituidos por Cristo, otros muchos ritos sagrados, como la unción de los príncipes (particularmente del emperador), la consagración de los abades, la profesión de las monjas, la dedicación de las iglesias, la ceremonia de la imposición de las cenizas en la Cuaresma, etc.

Hugo de San Víctor recuperó la noción agustiniana de sacramento como signo: «sacramentum est sacræ rei signum» (sacramento es signo de una realidad sagrada); y añadió que, como signo, el sacramento es un elemento corporal, perceptible por los sentidos, que representa por semejanza, significa por institución y, por la santificación recibida, contiene la gracia espiritual e invisible47. Es preciso destacar que al hablar del signo sacramental como continente de la gracia, estableció una noción quizá excesivamente material del sacramento, como si el signo sacramental fuese un recipiente. A pesar de ello, abrió las puertas de la teología al tema de la causalidad sacramental, que sería posteriormente desarrollado en el siglo XIII, al entender que, por institución divina, el signo sacramental causa él mismo la gracia, y que no se limita a disponer o preparar a recibir la gracia. También distinguió entre sacramentos mayores y sacramentos menores, y de esta forma separó los siete sacramentos en sentido estricto, instituidos por Cristo, de aquellos signos instituidos por la Iglesia y que no son sacramentos en sentido propio, sino sólo sacramentales.

En De sacramentis, Hugo de San Víctor ofrece asimismo un amplio tratado acerca de la Sagrada Escritura: qué es la Escritura y en qué se diferencia de los escritos de los Padres; qué es la inspiración, quiénes son los hagiógrafos y cuáles los libros inspirados o canónicos. Distinguió los tres géneros literarios de la Biblia (histórico, alegórico y tropológico); destacó las propiedades de la Escritura, especialmente la inerrancia; señaló las reglas de una sana exégesis escriturística; etc. Sobre este tema volvió repetidamente, por ejemplo, en el libro cuarto de su Eruditionis didascalicæ libri septem y en su De scripturis et scriptoribus sacris.

B) LA «SUMMA SENTENTIARUM»

Poco después de la muerte de Hugo, un autor anónimo (que algunos han identificado con Odón de Lucca, obispo de esta ciudad italiana entre 1138-1146) escribió una extraordinaria síntesis teológica, que se conoce como Summa Sententiarum48. Es preciso reconocer que la influencia de Hugo es patente. Por ello ha sido adscrita con toda seguridad al círculo victorino. Pero, como Joseph de Ghellinck destacó en su día, el estilo breve e incisivo la emparentan también con el círculo aberlardiano y laoniano. En todo caso, la sistemática de la Summa Sententiarum difiere del De sacramentis christianæ fidei de Hugo. Está además inconclusa, faltándole los tratados acerca del matrimonio, el orden sacerdotal y los novísimos, que fueron añadidos después a muchos manuscritos, por otros autores medievales. Los medievalistas suelen fecharla con anterioridad a la gran síntesis de Pedro Lombardo, de la que hablaremos seguidamente.

La Summa Sententiarum abandona la sistematización more histórico. Está dividida en siete tratados, según la edición de Jean-Paul Migne, que la incluye entre las obras de Hugo: el primero, dedicado a la Santísima Trinidad y a la Encarnación; el segundo, a la creación considerada en general y a los ángeles; el tercero, a la creación en particular (el hexamerón) y a la creación del hombre y su caída; el cuarto, a los sacramentos y al decálogo mosaico; el quinto, al bautismo; el sexto, a la confirmación, penitencia, Eucaristía y extrema unción o unción de enfermos; el séptimo al matrimonio (de otra mano, como se ha dicho).

C) RICARDO DE SAN VÍCTOR

Otro gran teólogo de San Víctor fue el escocés Ricardo de San Víctor (†1173). Ha pasado a la historia por tres tratados. El primero sobre la Santísima Trinidad, titulado De Trinitate49, dividido en seis libros, que constituye como el paso intermedio entre el armonioso De Trinitate de san Agustín, y la síntesis que elaborará posteriormente santo Tomás de Aquino en la segunda mitad del siglo XIII. Así, pues, para conocer la evolución técnica de la trinitología conviene tomar en cuenta estos tres eslabones de una cadena que va de comienzos del siglo V a mediados del siglo XIII. Sin olvidar, obviamente, el tratado un poco anterior de san Hilario de Poitiers (†367).

La estructura del De Trinitate de Ricardo es muy curiosa. Se abre con un prólogo y un capítulo primero que sientan las bases gnoseológicas y metodológicas. Ante todo, se compara el ascenso de la mente hasta el conocimiento de los misterios sublimes de la divinidad con la Ascensión de Jesucristo a los cielos, después de la Resurrección. Pero con una diferencia: Cristo ascendió corporalmente y nosotros ascendemos intencionalmente. Tal ascenso intelectual tiene tres momentos: partiendo de la concepción simbólica del cosmos, el intelecto se convence de que todos y cada uno de los elementos del universo son símbolos o representaciones de la divinidad; después medita intuitivamente sobre la naturaleza, descubriendo lo divino oculto en ella y, de este modo, sube por una escala, peldaño a peldaño, elevándose hacia lo alto; finalmente termina en la cúspide, que es la contemplación intelectual de los misterios divinos. Por ello, no hay oposición entre razón y fe. Cuando parezca que los misterios son contrarios a la razón, profundicemos en los argumentos racionales y comprobaremos que la razón nunca se opone a la fe.