Historia de la teología cristiana (750-2000)

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CAPÍTULO 2
De camino hacia la teología escolástica (1050-1200)

1. EL MARCO HISTÓRICO DE LA TEOLOGÍA PRE-ESCOLÁSTICA

Los años finales del siglo IX fueron tiempos de profunda decadencia de la sede petrina, pero por poco tiempo, pues ya a comienzos del siglo X se inició la recuperación, primero espiritual, por obra de los benedictinos cluniacenses1, y después también cultural y eclesiástica. En esta reforma jugaron un papel destacado los otones (936-1002), emperadores del Sacro Imperio, que se empeñaron directamente en los asuntos organizativos de la Iglesia, interviniendo en la designación de las principales dignidades eclesiásticas (papas, obispos y abades más influyentes) y en otros muchos asuntos. Fueron, sin duda, unas medidas extraordinarias para tiempos también extremos. De este modo, el emperador Enrique IV (1056-1106), hijo de Enrique III, se encontró, al alcanzar la mayoría de edad en el año 1065, un papado floreciente y prestigioso, pero ya celoso de su autonomía, que desde Nicolás II (1059-1061) ya no toleraba intromisiones del emperador en las elecciones pontificias.

Cuando fue elegido el papa Gregorio VII (1073-1085), monje cluniacense, estalló la lucha por las investiduras laicas, es decir la disputa acerca del nombramiento de los oficios eclesiásticos por parte del emperador y la adjudicación de los beneficios eclesiásticos. Y así, en el 1075 se escribieron los famosos Dictatus Papæ, que sancionaban la superioridad del orden espiritual sobre el temporal y, en concreto, la primacía del romano pontífice en la designación de los obispos y en otros temas debatidos2. Como respuesta a estas «reticencias» del papado, el emperador convocó la Dieta de Worms (1076), donde los obispos alemanes depusieron al papa. La excomunión del emperador no tardó en llegar (1076). Al año siguiente, abandonado por todos sus vasallos, Enrique IV fue a Canosa donde el papa le levantó la excomunión. No obstante, el emperador volvió a la política antirromana y nombró un antipapa. Gregorio VII murió en el exilio, pero su fortaleza y su sacrificio no habían resultado en vano. El acuerdo llegó, por fin, durante el pontificado de Calixto II (1119-1124), siendo emperador Enrique V, por el concordato de Worms (1122), posteriormente ratificado en el Concilio ecuménico Lateranense I (1123).

Contemporánea a la lucha entre el emperador y el papa, fue la disputa por las investiduras a nivel nacional entre los reyes de Inglaterra Guillermo II (1087-1100) y Enrique I (1100-1135), y san Anselmo de Canterbury, primado de Inglaterra desde 1093 hasta su muerte en el año 1109.

Hay que reseñar otro acontecimiento, que tendría decisiva influencia en el futuro de la teología: el Cisma de Oriente. La definitiva ruptura se incubaba de tiempo atrás, como se ha explicado en el capítulo anterior. Ante todo, influyó la rivalidad política y cultural, nunca resuelta, entre Roma y Bizancio, considerada por los orientales como la Nueva Roma. Tampoco contribuyó al entendimiento la intervención del romano pontífice en los concilios ecuménicos de Éfeso y Calcedonia, censurando primero a Nestorio, patriarca de Constantinopla, y exigiendo después que no se equiparasen los privilegios de Roma con los de Constantinopla, sino que se destacase la primacía y la condición excepcional de Roma frente a la «Nueva Roma»3. Más tarde, las disensiones sobre la iconoclasia y el Filioque ensancharon más la brecha. Así mismo las diferencias litúrgicas relativas al momento de la consagración (en la epíclesis o invocación del Espíritu Santo sobre las ofrendas, o bien en las palabras de la institución), y la polémica sobre el pan ácimo, ahondaron la separación. Estas y otras razones confluyeron, pues, en la ruptura total en tiempos del papa León IX y de Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla. En efecto, el 16 de julio de 1054, Humberto de Silva Cándida, legado romano en Constantinopla, depositó la bula de excomunión contra Miguel Cerulario sobre el altar de santa Sofía, a la que respondió el patriarca excomulgando a los legados romanos. Así comenzó el cisma, que al principio pasó totalmente inadvertido al pueblo cristiano, tanto oriental como occidental.

2. SAN ANSELMO DE CANTERBURY

San Anselmo ha sido el representante más característico de la teología monástica. De origen italiano (nacido en el Valle de Aosta, en 1033/34), profesó como monje en el monasterio benedictino de Bec (1060), en Normandía, y fue después arzobispo de Canterbury (1078), hasta su fallecimiento, acaecido en 11094.

A) RAZONES NECESARIAS

Ha pasado a la historia por su famoso argumento, que se halla al comienzo del Proslogion. En él intenta demostrar la existencia de Dios a partir de la fe en Dios, con un razonamiento que, supuesta la Revelación, se desarrolla después independientemente de cualquier autoridad (sea bíblica o patrística): «Tú [Señor] que das la inteligencia de la fe, concédeme, en cuanto este conocimiento me puede ser útil, el comprender que Tú existes, como lo creemos, y que eres lo que creemos»5. Posteriormente, Kant lo denominó «argumento ontológico», porque pretende demostrar la existencia de Dios a partir de la idea de Dios, sin necesidad de recurrir a la creación, como lo hacen santo Tomás y otros autores que optaron por las demostraciones cosmológicas de la existencia de Dios (e incluso el mismo Anselmo en alguna ocasión).

El «argumento ontológico» es —por su estructura y su contexto— una «razón necesaria», quizá el método teológico más característico de san Anselmo. Las razones necesarias son argumentaciones racionales de carácter apodíctico, es decir, que no admiten ninguna réplica, y que se llevan a cabo en el interior de la propia fe, una vez supuesta la fe. Lejos de demostrar la fe misma, la «razón necesaria» muestra que el acto de fe no violenta las leyes del razonamiento, es decir, que no procede de un modo absurdo o ilógico. Veamos cómo lo explica el propio Anselmo:

Algunos hermanos me han pedido con frecuencia y con insistencia que ponga por escrito y en forma de meditación ciertas ideas que yo les había comunicado en una conversación familiar sobre el método que se ha de seguir para meditar sobre la esencia divina y otros temas afines a éste. […] me trazaron el plan por escrito, pidiéndome que no me apoyase en la autoridad de las Sagradas Escrituras y que expusiera, por medio de un estilo claro y con argumentos al alcance de todos, las conclusiones de cada una de nuestras investigaciones; que fuese fiel, en definitiva, a las reglas de una discusión simple, y que no buscase otra prueba que la que resulta espontáneamente del encadenamiento necesario de los procedimientos de la razón y la evidencia de la verdad6.

Algunos autores (como Hegel, hacia 1820, en sus famosas Lecciones de Historia de la Filosofía) han sostenido que el «argumento ontológico» es un recurso intelectual para alcanzar la realidad a partir del pensamiento: o sea, para mostrar la existencia de una realidad a partir de la idea que previamente se tiene de esa realidad. Anselmo habría empezado por comparar dos ideas: la idea de un «ser-simplemente-pensado-como-el-mayor-posible» con la idea de un «ser-pensado-como-el-mayor-posible-y-existente», y habría concluido que esta segunda idea sería «superior» cualitativamente a la primera, por ser más «extensa» (en su sentido lógico). Después, por la estricta correspondencia entre pensamiento y realidad (postulada por el hiperrealismo altomedieval), habría deducido que ese «ser-pensado-como-el-mayor posible-existente» debía existir. Leyéndolo bajo tal perspectiva, Hegel habría intuido en san Anselmo un antecedente de su sistema idealístico. Si nada hay fuera del pensamiento, sino que el pensamiento (o el espíritu) todo lo abarca, cualquier idea pensada existe, porque nada hay extramental. Esto no fue, sin embargo, lo que pretendía san Anselmo, aunque sus palabras, en algún caso, puedan interpretarse así. Según el Becense, solamente se da el supuesto aducido (la necesaria existencia en el fuero extramental de un ser pensado), en el caso de la idea del ser-mayor-que-pueda-pensarse». Y aquí es, justamente, donde incidió la crítica de Aquino, siglo y medio más tarde.

En efecto, Tomás de Aquino consideró que la argumentación anselmiana sería válida en el supuesto de que todos tuvieran la idea exacta y completa de lo que es la divinidad. Pero esto, según observa Aquino, no ocurre siempre. Precisamente el ateo no tiene una idea correcta de Dios y por ello mismo el ateo no está dispuesto a aceptar que la idea de Dios corresponda al ser mayor que el cual ningún otro pueda ser pensado7. Además, los frecuentes casos de idolatría, incluso en culturas superiores, prueban que muchos pueblos tuvieron una idea equivocada de Dios, aun considerándolo el ser máximo y todopoderoso.

Si dejamos a un lado el famoso argumento ontológico, descubrimos que Anselmo desarrolló otras cuestiones teológicas importantes. En el Monologion y en el Proslogion presenta un análisis notable de los atributos divinos. Expone con amplitud que en Dios la esencia divina y su existencia se identifican en soberana unidad. Así mismo explicita el tema del ejemplarismo divino al tratar acerca de la creación, que considera un reflejo de la belleza divina. Estima, además, que la creación tuvo lugar en el tiempo y afirma lógicamente que fue ex nihilo.

B) SOBRE LA SANTÍSIMA TRINIDAD Y LA POLÉMICA CON ROSCELINO

San Anselmo también ofreció una exposición, según razones necesarias, del misterio de la Santísima Trinidad: no pretendió demostrar que Dios es trino (porque no es posible demostrarlo), sino sólo exponer que no es absurdo que Dios sea uno y trino, de modo que la razón pueda aceptar a la fe sin repugnancia, aunque no alcance a comprehenderla en ese tema.

 

A propósito de la Trinidad, sostuvo una importante polémica con Roscelino († ca. 1120), teólogo prenominalista, bretón de nacimiento y después canónigo de Compiègne. Roscelino partía de bases nominalistas al estudiar el dogma de la Santísima Trinidad. Los universales —decía Roscelino— son sólo flatus vocis, puras palabras, meros sonidos arbitrarios o vibración del aire; se aplican a las cosas por pura convención o acuerdo. Cuando usamos la misma palabra para significar varias cosas, lo hacemos porque esas cosas nos parecen semejantes; pero, en última instancia, cada cosa es ella misma y nada en común tiene con otras denominadas por el mismo término, salvo ser semejantes a nuestra vista. Así, pues, sólo existen los individuos; las esencias no tienen realidad alguna. La Santísima Trinidad, por tanto, sería el conjunto de tres realidades independientes; la esencia divina, no sería nada, sino sólo un nombre. A lo sumo se podría hablar de un colectivo o unidad moral, o sea, de una sociedad moral de tres personas. Tales doctrinas fueron condenadas en el Sínodo de Soissons, celebrado en 1092. Bajo tal perspectiva, Roscelino falseaba, además, la fe católica sobre la encarnación del Verbo. Si el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo fuesen unum —decía— se habrían encarnado las tres personas a la vez.

San Anselmo respondió muy atinadamente, señalando que nosotros podemos distinguir en toda persona divina lo que es común a las otras personas, o sea, la esencia, con la cual cada persona se identifica, y lo que es propio de cada una de las personas y sólo de cada una de ellas, por lo cual se distinguen entre sí. Los caracteres propios del Padre son la «innascibilidad» y la paternidad; es propio del Hijo la filiación; del Espíritu Santo es propio la espiración pasiva; es propio a la vez del Padre y del Hijo la espiración activa. Hay, por tanto, cinco nociones o caracteres por los que se distinguen entre sí las Personas divinas8.

C) SOTERIOLOGÍA Y CRISTOLOGÍA

Con todo, el trabajo teológico que más fama ha dado al Becense ha sido la soteriología. Anselmo parte de la soteriología para llegar a la cristología (cfr. su opúsculo Cur Deus homo). Su doctrina podría formularse brevemente en los siguientes términos: previendo el pecado de Adán, Dios dispuso que la salvación del hombre se hiciese en términos de satisfacción plena; tal satisfacción consistió, según la doctrina paulina, en pagar un precio justo por la salvación del hombre. Este pago recibe el nombre de «redención», porque es una especie de recompra. Obviamente, ese precio no se pagó al demonio, pues, aunque el demonio tuviese ciertos derechos sobre el hombre después del pecado, no era su dominador propietario. Por lo tanto, no tenía que percibir ningún precio a cambio de la liberación del hombre. El precio por esa liberación lo pagó Cristo, satisfaciendo la justicia divina ofendida. Fue un precio perfecto, porque Cristo era perfecto mediador, por ser el hombre-Dios. Sus acciones, por tanto, tenían siempre un valor insuperable por ser acciones teándricas, es decir, humano-divinas.

Algunos teólogos liberales (Adolf von Harnack, Albrecht Ritschl y Louis Auguste Sabatier), determinados teólogos modernistas (Joseph Turmel y Paul Sabatier) y más recientemente Hans Küng y Edward Schillebeeckx han considerado que las tesis soteriológicas anselmianas fueron excesivamente juridicistas, como si la redención hubiese sido una operación de compra-venta, en la cual Cristo hubiese pagado el justiprecio exigido por el Padre eterno9. Les pareció que san Anselmo había ignorado que la razón formal de la encarnación del Verbo ha sido el amor de Dios a los hombres, o sea, «propter nos homines et propter nostram salutem». Si la encarnación hubiese tenido como fin la pura satisfacción o el simple pago de la deuda contraída, preanunciaría la theologia crucis luterana10. Mal leyeron al Becense, porque para éste la satisfacción no es un estricto negocio jurídico de compra-venta. Anselmo no ignoró, ni mucho menos, que el amor fue el motivo principal de la Encarnación y de la salvación del hombre11. Sin embargo, al buscar razones necesarias que justificasen plenamente el misterio de la Encarnación, después de conocerlo por la fe (credo ut intelligam), le pareció que la argumentación resultaba más convincente razonando desde la soteriología a la cristología que a la inversa. Supuesto el pecado del hombre y que el hombre no podía auto-salvarse (cosa que conocemos por la fe), la única forma de que la justicia divina no quedase lesionada para siempre era que el Verbo se encarnase para pagar ese precio justo (satis-facción). Por tanto, de la fe en el pecado de origen (y de los pecados consecuentes), a la fe en la Encarnación.

D) EL PECADO ORIGINAL Y LA MARIOLOGÍA

San Anselmo comprendió, además, que su soteriología exigía todavía un ulterior análisis. Había que estudiar cómo puede transmitirse un pecado cometido originalmente por Adán, de modo que sea de alguna manera verdadero pecado en cada hombre, aunque no haya sido cometido directamente por ninguno de sus descendientes. Este tratado, posterior al Cur Deus homo, se titula De conceptu virginali et de originali peccato.

Su análisis preanuncia el método de las sumas, o sea, el sic et non, que habría de consagrar pocos años después Pedro Abelardo. Anselmo se propone discutir, ante todo, si el pecado original es un pecado contraído desde el origen mismo de la naturaleza humana. «Sin embargo, parece que este pecado no viene del comienzo de la naturaleza humana, puesto que este origen ha sido justo, ya que nuestros primeros padres (primi parentes) fueron creados sin ningún pecado»12. Distingue, luego, entre naturaleza y persona. Es un pecado que está en la naturaleza (común a todos los hombres) y que radica, a la vez, en la persona (por la cual cada uno se diferencia de los demás hombres). Conviene, por tanto, deslindar entre los pecados que uno contrae con la naturaleza (cum natura) y los pecados que no contrae con la naturaleza, sino que cada uno «comete después de haberse hecho persona, distinta de las demás».

En consecuencia, el pecado original es original o natural, «no porque venga de la esencia de la naturaleza, sino porque es contraído con la naturaleza a causa de la corrupción de ésta». Por su esencia, la naturaleza no es corrupta en sí misma, sino que se ha corrompido. Además, el pecado original se distingue del pecado personal, que es el que cada uno comete, cuando ya es una persona. Éste se denomina personal, porque se comete con un acto personal, es decir, que radica en la persona.

Y de una manera semejante hay que distinguir entre las nociones de justicia original y justicia personal. Adán y Eva fueron justos originalmente, es decir, en su mismo principio, o sea, desde el instante en que fueron creados hombres13. No hubo un hipotético estado de pura naturaleza anterior a la elevación o justicia original, como un interregno o ínterin antes de la elevación al orden sobrenatural. La justicia personal se refiere, en cambio, a la reparación, posterior a la caída: «cuando un hombre injusto recibe la justicia que no ha tenido desde el principio» (obviamente se refiere a los descendientes de Adán).

Después de su pecado, Adán y Eva se debilitaron y se corrompieron, y con ellos toda su descendencia: «Y pues toda la naturaleza humana estaba en ellos, y fuera de ellos no había naturaleza humana, toda la naturaleza humana está enferma y corrompida»14. Las expresiones son agustinianas, pero el fondo no lo es tanto. Para comprender que toda la naturaleza ha quedado corrompida, perdiendo la justicia original, es preciso admitir que, aparte de nuestros primeros padres, no había entonces otra naturaleza humana. En aquella hora, toda la naturaleza humana estaba en nuestros primeros padres15. En consecuencia, todos han nacido, nacen y nacerán después de ellos con esta deuda, porque la naturaleza humana por sí misma no tiene cómo pagar por esa deuda; bien entendido, sin embargo, que los pecados personales de cada uno de los descendientes no son el pecado original, sino que difieren de él16.

Ahora bien, por este camino analítico no habría manera de salvar a Cristo, en cuanto hombre, de la contaminación del pecado original, porque también Cristo, en cuanto hombre, es hijo de Adán. Anselmo afirma, por ello, que el pecado original no se encuentra en el niño antes de la infusión del alma racional («antequam habeat animam rationalem»), del mismo modo que Adán no pudo ser hombre-justo antes de ser un hombre racional17. La distinción entre ser simplemente hombre y ser hombre-racional implica la animación retardada18. En consecuencia, si Adán y Eva hubiesen engendrado antes de cometer su pecado, tampoco la justicia original habría estado en el engendrado antes de que éste fuese hombre racional (es decir, antes de que se le infundiera el alma racional), porque, si no se es hombre (persona humana), tampoco se puede ser hombre íntegro. Y, por paralelismo, lo mismo vale para la situación de injusticia.

El pecado original está en la naturaleza, aunque no se contrae con la naturaleza. Para mostrarlo, apela san Anselmo a la distinción entre naturaleza y persona, ya apuntada en los anteriores capítulos de su opúsculo De conceptu virginali. El pecado original, dice, sólo adviene a la naturaleza humana cuando el hombre resulta ser animado racional.

Por otra parte, cualquier pecado (original o personal) ontológicamente es nada. Y Dios no castiga por nada, sino por algo. Ese algo no es, por ello, la injusticia en sí misma, que nada es, sino no haber rendido los hombres a Dios el honor que éste exige de ellos. El pecado es, en consecuencia, algo cometido o descuidado, algo en la voluntad del hombre, es decir, una acción del apetito racional humano, lo cual exige, obviamente, la animación19.

De la argumentación anterior surge una gran pregunta: ¿cuándo se produce la animación? Anselmo responde con un interesante dilema: o el niño tiene alma racional desde el instante mismo de su concepción y, en tal caso, todo concebido humano tiene pecado original desde el mismo momento en que comienza a ser hombre (y, entonces, cómo librar a Cristo del pecado original); o el pecado original no se encuentra en el niño inmediatamente después su concepción, sino después. Como ya se ha dicho, el Becense fue partidario de la animación retardada (que el alma se infunda en el mismo momento de la concepción, dijo, «es contrario a todo sentimiento humano»). «Así, pues, en lo que recibe el niño de sus padres [que es la naturaleza no animada racionalmente] no hay pecado, porque no hay voluntad»20. Por lo mismo, en lo que Cristo tomó de María, para unirlo a su persona, no había mancha de pecado alguno21. Es más: la naturaleza de humana de Cristo no resultó siquiera contaminada al ser animada, pues lo que transmite el pecado es la voluntad de los padres al engendrar. Y es evidente que Cristo no fue concebido por obra de varón.

¿Por qué la voluntad de los padres transmite el pecado original al engendrar? Porque «es propio de los animales el no querer nada con razón, mientras que es propio de los hombres no querer nada sin razón»22. El engendrar humano no es meramente animal, sino un acto humano, que implica voluntariedad. Y es obvio que la «concepción» de Cristo en la Virgen, por obra del Espíritu Santo, no fue ni natural ni voluntaria en este sentido, sino milagrosa. Por consiguiente, el alma de Cristo no quedó contaminada por el pecado original.

En definitiva: no se transmite el pecado original por la naturaleza humana que nos dan nuestros padres, sino por la voluntad que tienen los padres de engendrar. Y sólo después de la animación racional, el pecado contamina realmente a la persona engendrada.

Por todo lo dicho, la doctrina anselmiana sobre la Inmaculada Concepción no está clara: por una parte, ofreció razones de conveniencia que apuntan hacia la doctrina inmaculista; pero, por otra, sostuvo que la Virgen María habría sido purificada completamente en un momento de su vida terrestre, concretamente por su acto de fe al aceptar ser Madre de Dios. Tales vacilaciones, entre lo que él intuía que era una exigencia de la maternidad divina de María y la dificultad para formularla técnicamente, denotan las mismas dudas que tuvo la teología católica hasta descubrir el famoso argumento, tan desarrollado a partir de la segunda mitad del siglo XIII, en el sentido de que la redención que preserva es la más perfecta de las redenciones. Aunque Anselmo corrigió a san Agustín, para quien toda concepción natural —es decir, según obra de varón— es necesariamente transmisora del pecado original, por ser causada por concupiscencia viciosa, no halló argumento para la concepción inmaculada de María.

 

E) GRACIA Y LIBERTAD

También se interesó por las relaciones entre la libertad y la gracia, y consiguientemente por la predestinación, tan discutida en la época carolingia, como ya he señalado en el capítulo 1 (§ 4c). Al respecto redactó tres obras: De libertate arbitrii, De concordia præscientiæ, et prædestinationis, et gratiæ Dei cum libero arbitrio y finalmente De casu diaboli, escritas entre las dos obras teológicas Monologion y Proslogion, por una parte, y el Cur Deus homo, de carácter eminentemente soteriológico, por otra.

Le preocupó mucho encontrar una definición de libertad, entendida como capacidad de elección o libre albedrío, que fuese válida tanto para la situación de viadores, como para la situación de los bienaventurados, y que por analogía se pudiese predicar de Dios. Sería absurdo, pensaba él, que en el cielo los bienaventurados no fuesen libres, aunque no puedan elegir el mal; también sería absurdo decir que Dios no es libre; y así mismo carecería de sentido afirmar que los ángeles bienaventurados no tienen libertad.

Su concepto de libre albedrío (o libre arbitrio) se apoya sobre la noción de «rectitud». Para él, la libertad de elección se define como «la capacidad de conservar la rectitud de la voluntad, considerada esta rectitud como rectitud de la misma voluntad y no tanto como rectitud de su acción»23. No se trata, por tanto, de la rectitud de la elección en sí misma considerada (es decir, de que la voluntad haya elegido correctamente, como efecto seguido), sino, por el contrario, se trata de que la voluntad se comporte rectamente al elegir, o sea, que elija según su modo de ser natural, en el que Dios la ha creado.

La discusión anselmiana sobre la libertad se sitúa, pues, en los inicios de un largo proceso especulativo que corrige a Aristóteles. El Estagirita, en efecto, había hablado del acto voluntario como opuesto a acto violento (acto que se ejerce bajo violencia) y a acto realizado por ignorancia. El acto voluntario aristotélico, cuyo principio reside en uno mismo, consta de tres elementos: el deseo, la deliberación y la elección. Por ello, todo acto voluntario es eo ipso un acto libre y, por ello, deliberativo. La corrección era obligada, porque en Dios, aunque haya voluntad (Él es su voluntad), tal voluntad es amorosa, pues Dios nada desea ni necesita ni cavila. Por ello, la filosofía y la teología se aplicaron a distinguir entre el acto voluntario y el acto libre. En la criatura racional, la voluntad es un apetito racional de un bien ausente (deseo); un apetito que descansa cuando alcanza y posee ese bien (fruición o gozo). En consecuencia, la voluntad tiende naturalmente al bien (voluntas ut natura); y sólo delibera y es libre respecto de los medios (voluntas ut ratio)24.

Finalmente, y por lo que se refiere a la libertad o libre arbitrio, conviene señalar que san Anselmo abrió el paso a la definición que se haría clásica en la escolástica: «Liberum arbitrium est vis electiva mediorum, servato ordine finis» (el libre albedrío es la capacidad de elegir los medios, respetando el orden de la finalidad). Por ello, elegir el mal en cuanto tal no pertenece a la capacidad de elegir, porque el mal no respeta el fin o naturaleza de la voluntad, que siempre pretende el bien. En términos más técnicos: a la voluntas ut ratio, es decir, al liberum arbitrium no le es dado elegir el mal en cuanto mal; el mal en sí mismo no puede ser apetecido y, por ello, no puede entrar en la toma de la decisión como una alternativa. El hombre sólo es libre verdaderamente cuando quiere rectamente.

3. LA VIDA EUROPEA EN EL SIGLO XII A LA MUERTE DE SAN ANSELMO

A finales del siglo XI y, sobre todo, a lo largo del siglo XII, Europa experimentó un auge extraordinario. La vida económica conoció los primeros síntomas de desarrollo después de muchos siglos: se amplió la superficie de explotación agrícola, se incrementó el comercio, y las ciudades o burgos experimentaron un rápido crecimiento. Múltiples causas influyeron en tales cambios. En primer lugar, el progreso de las artes mecánicas, que afectó a la agricultura (nuevas técnicas de arado y regadío), a la arquitectura (invención del gótico), a las pequeñas industrias (forjas, curtidos, etc.), a los transportes (invención de la collera, para uncir las caballerías). También se aprendió a usar la fuerza del agua para mover pesos y prensas. Las cruzadas (expediciones militares contra la ocupación musulmana de los territorios de Palestina) reabrieron las rutas comerciales del Mediterráneo, cerradas desde comienzos del siglo VII. La primera cruzada (1099) conquistó Jerusalén. La segunda (1147-48), preparada para recuperar algunos territorios orientales nuevamente perdidos, fue un fracaso. Como consecuencia, Jerusalén cayó otra vez en manos musulmanas en 1187. La tercera cruzada (1189-92) fue la más universal, pues empeñó a toda la cristiandad, aunque sus frutos fueron más bien escasos. Tuvo, sin embargo, un gran influjo en la vida europea y en su organización política. En ella participaron el emperador Federico I Barbarroja, y los reyes Felipe Augusto de Francia y Ricardo Corazón de León de Inglaterra.

Mientras tanto, en la Península ibérica proseguía la reconquista. Toledo fue tomado por los cristianos en 1085, y Zaragoza en el 1118. No obstante, el hecho más significativo tuvo lugar en 1212, con la batalla de Las Navas de Tolosa, donde los reyes cristianos españoles, apoyados por cruzados llegados de toda Europa, abrieron el paso de Castilla a Andalucía. En Toledo, desde 1125 aproximadamente, se estableció la célebre Escuela de Traductores, en la que fueron vertidos al latín, vía romance castellano, las principales obras de la filosofía griega junto con las glosas de los filósofos árabes. Tales traducciones llegaron a las escuelas teológicas de París a partir del 1200.

Por esos mismos años se alcanzó la paz en la querella de las investiduras laicas, por el Concordato de Worms de 1122. Aprovechando la buena coyuntura, el papa Calixto II convocó el primer Concilio de Letrán (1123), que sancionó los acuerdos de Worms y legisló contra la simonía y otros temas de disciplina eclesiástica. El II Concilio de Letrán (1139) también tuvo por objeto la disciplina del clero y la reforma de las costumbres; pero, sobre todo, suturó las heridas provocadas por el cisma del antipapa Anacleto II (1130-1138).

En Francia reinaba la dinastía de los capetos. Luis VI (1108-1137) luchó contra los nobles y defendió a sus vasallos, protegió a los municipios de las agresiones de los señores feudales y mejoró la situación de los siervos de la gleba. Su hijo Luis VII (1137-1180) llevó a Francia a una situación muy delicada. Al repudiar a su esposa Leonor de Aquitania, perdió los territorios que ésta había aportado al matrimonio. Y al casarse Leonor con Enrique II Plantagenet, el rey de Inglaterra pasó a señorear sobre casi todo el occidente francés. Por el sur del Macizo Central francés, los condes de Toulouse ampliaban sus posesiones, amenazando al rey de Francia. Francia quedó reducida a un territorio mínimo cuyo centro era la Isla de Francia, un rectángulo en torno a París, de unas cincuenta leguas francesas de este a oeste, es decir, de unos 200 Km de lado. En ella se hallaban Laón, Soissons, Compiègne, Beauvais, Chartres, Sens y Reims, entre otros burgos importantes.

La suerte de los capetos empezó a cambiar con Felipe Augusto (1180-1223), que sería el gran impulsor de las catedrales (Notre Dame de París, comenzada en 1163 y terminada, en su primera fase, durante su reinado) y de la Universidad parisina, de iure creada por él en 1200. Al mismo tiempo, Felipe Augusto amplió sus territorios hacia el sur, con la excusa de la cruzada albigense, frenando definitivamente la expansión de la Corona de Aragón hacia el norte, por encima de los Pirineos.