Historia de la teología cristiana (750-2000)

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En la doctrina de santo Tomás, los sacerdotes diocesanos o seculares tenían que justificar que andaban por el camino de la perfección, que era propio sólo de los religiosos (en el contexto de la polémica de Aquino con Guillermo del Santo Amor y los maestros seculares parisinos). Ahora, en cambio, habrán de ser los religiosos quienes justifiquen que buscan alcanzar la perfección, que sólo es propia de la condición episcopal.

11. SAN ROBERTO BELLARMINO

Roberto Bellarmino (1542-1621) fue contemporáneo de Suárez, también destacado teólogo y muy influyente en el campo de la eclesiología. Nació en la Toscana, en una aldea próxima a Siena, sobrino del cardenal Marcello Cervini, que, tras presidir el Concilio de Trento, fue elegido papa en 1555, tomando el nombre de Marcelo II (un pontificado brevísimo, que sólo duró tres semanas).

Entró en la Compañía de Jesús en 1560, a los dieciséis años. Realizó sus estudios filosóficos en el Colegio Romano, y sus estudios teológicos en la Universidad de Padua. Enseñó teología en Lovaina de 1569 a 1576, donde tomó contacto con las doctrinas luteranas y se ejercitó en el género de las controversias. Recibió la ordenación sacerdotal en 1570. En 1576 ocupó la cátedra de controversias en el Colegio Romano durante doce años, hasta 1588. Fue creado cardenal en 1599 y consagrado obispo de Capua, ministerio que ejerció durante tres años, al cabo de los cuales regresó a Roma, en 1605, como consejero de Pablo V. En 1621 se retiró al noviciado jesuita de Roma, donde falleció al poco de llegar. Fue canonizado por Pío XI en 1930.

La obra publicada de Bellarmino es muy amplia100. Entre todas sus publicaciones destacan las Controversiæ, que ocupan, en su versión definitiva, cuatro tomos de las Opera omnia. Se trata de quince controversias, siendo las más importantes, por su influjo posterior, la controversia III («De Summo Pontifice capite militantis Ecclesiæ») y la IV («De Ecclesia militante, tum in conciliis congregata, tum sparsa toto orbem terrarum»).

El gran tema enfrentado por Bellarmino, en polémica con el luteranismo, es la noción protestante de «Iglesia», que los evangélicos definían como la «communio sanctorum», una noción que enfatizaba la condición invisible de la Iglesia. La doctrina de los «dos reinos» (uno interior y espiritual, y otro exterior y corporal), que, si bien inseparables, uno quedaba subordinado al otro, o mejor, uno tenía primacía sobre el otro: el invisible sobre el visible, no se halla expresamente en las obras de Lutero, pero se contiene insinuada en el su comentario a Rom. 8:3101, en que exagera la dicotomía entre la «prudencia de la carne» y la «prudencia del espíritu», entre la naturaleza y la gracia, y remite, en última instancia, a las «dos ciudades» de san Agustín102.

Aunque Bellarmino desarrolló ampliamente, pero no de modo sistemático, la noción de Iglesia como Cuerpo místico de Cristo, por la presión protestante, insistió en el aspecto visible de la Iglesia: «La Iglesia es una sociedad, no de ángeles, ni de almas, sino de hombres. Y no podría decirse que es una sociedad de hombres, sin no constara de signos externos y visibles»103. Más famosa es, sin embargo, otra definición de Iglesia, que desarrolla los elementos que acaba de presentar: «[La Iglesia es] una sociedad compuesta de hombres unidos por la profesión de la misma fe cristiana y la comunión de los mismos sacramentos, bajo la jurisdicción de pastores legítimos, principalmente el Romano Pontífice, único vicario de Cristo en la tierra»104.

Con todo, ha pasado a la manualística, tomada en ocasiones fuera de contexto, exagerando la literalidad o bien olvidando el género controversista de la exposición, la siguiente afirmación: «para que uno pueda en cierto modo formar parte de la verdadera Iglesia no se exige ninguna virtud interior, sino solamente la profesión externa de la fe y la participación en los sacramentos, actos que se perciben con los sentidos. En efecto, la Iglesia es una agrupación de personas tan visible y palpable cuanto lo son los que forman el pueblo romano, el reino de Francia o la República de Venecia»105.

En la cuarta controversia expresa los dos modos como la Iglesia puede contemplarse: reunida en concilio o bien dispersa por el orbe. Sobre los concilios cabe considerar dos cuestiones: su legitimidad y su autoridad, pero antes ofrece Bellarmino la lista de los concilios ecuménicos, una relación que se ha hecho clásica: Nicea I (325), Constantinopla I (381), Éfeso (431), Calcedonia (451), Constantinopla II (553) Constantinopla III (680-681), Nicea II (787), Constantinopla IV (el segundo de los tres que hubo, y en el cual se depuso a Focio, 869-870), Letrán I (1123), Letrán II (1139), Letrán III (1180), Letrán IV (1215), Lyon I (1245), Lyon II (1274), Vienne (en el Delfinado, 1311-1312), Florencia (1431-1445), Letrán V (1512-1517) y Trento (1545-1563). Todos estos concilios recibieron la expresa aprobación del Romano Pontífice y fueron recibidos por los católicos. Considera aprobado sólo parcialmente el Concilio de Constanza (1414-1418) y el de Basilea, que después seguiría, superando muchas vicisitudes, con el nombre de Ferrara-Florencia-Roma. En esta relación no aparece el Concilio de Pavía-Siena (1423-1424), que algunos historiadores también reconocen como ecuménico (Walter Brandmüller, vid. Bibliografía).

En cuanto a la legitimidad, señala que el concilio ecuménico debe tener como finalidad el buen gobierno de la Iglesia; que debe ser convocados por el papa o, al menos, ser confirmado y aprobado por el Romano Pontífice; y que, si bien muchas personas pueden ser convocadas, sólo tienen voto decisivo los obispos. En cuanto al número de obispos que deben asistir para que se cumpla la ecumenicidad, señala las siguientes cuatro condiciones: que la convocación del concilio sea conocida en todas las provincias cristianas; que no se excluya de él a ningún obispo en comunión con la Iglesia; que participen, en persona o por legados, el papa y los cuatro patriarcas que representan a los demás obispos (aunque Bellarmino considera que la presencia de los cuatro patriarcas orientales o de sus representantes ya no es condición necesaria); y que convenga una cantidad significativa de los obispos de la zona en que se celebra el concilio.

Durante siglos, la relación de concilios ecuménicos señalada por el teólogo jesuita se tomó como guía, lo mismo que las condiciones enumeradas para la legitimidad y la representatividad de las asambleas conciliares. Posteriormente, y en controversia no sólo con los protestantes, sino también en el seno de la historiografía católica, las conclusiones de Bellarmino han sido discutidas, en particular desde 2006, a raíz de las propuestas editoriales del Istituto per le Scienze Religiose de Bolonia, que se propuso entonces una nueva edición revisada de conocido manual Conciliorum œcumenicorum decreta, ahora en tres volúmenes, que contenía más concilios ecuménicos de los considerados tradicionalmente y que, además, aparecía con un nuevo título Conciliorum œcumenicorum generaliumque decreta. El problema consistía en que, según los editores de Bolonia, los concilios anteriores al cisma de Oriente (o sea, anteriores a 1054) eran propiamente «ecuménicos»; después de esa fecha debían llamarse «concilios generales»; y desde la ruptura protestante, «concilios generales de la Iglesia católica romana»; una división trimembre ajena a la tradición historiográfica eclesiástica106.

12. LA TEOLOGÍA MORAL COMO DISCIPLINA AUTÓNOMA

A) LA CASUÍSTICA Y PRIMEROS TRATADOS SOBRE LA CONCIENCIA MORAL

Servais Pinckaers (vid. Bibliografía) ha estudiado con mucha competencia la evolución de la teología moral hasta constituir una disciplina teológica autónoma. Partiendo del interés manifestado por el Concilio de Trento en sus decretos de reforma, sobre todo los del tercer período (1561-63), acerca de la competencia de los confesores en la administración del sacramento de la penitencia; y tomando en cuenta el esfuerzo desplegado por la Compañía de Jesús en la misma dirección, concluye Pinckaers que el manual del jesuita Juan de Azor, titulado Instituciones morales107, fue el libro el texto que determinó el cambio de rumbo en la enseñanza y en la investigación de la teología moral.

No obstante, el tratado de Azor no fue el primero, aunque sí el más famoso e influyente. La evolución había empezado antes, por lo menos con las solemnes relecciones teológicas y dictámenes de Francisco de Vitoria y de Domingo de Soto, en Salamanca, circunscritos a la resolución de complejos asuntos de política nacional, siempre al hilo de la segunda parte de la Summa theologiæ de santo Tomás (títulos justos de conquista, legitimidad de la guerra contra los indígenas americanos, la potestad de la Iglesia y los límites de la jurisdicción pontificia, el matrimonio de Enrique VIII y su posible disolución, etc.); o bien centrados en aclarar otras cuestiones entonces de gran actualidad (la licitud de la mendicidad, la herejía, la magia, la simonía, el homicidio, la guarda del secreto y el abuso de los juramentos, etc.). Tampoco deben pasarse por alto los manuales redactados para resolver los casos de conciencia que presentaban a sus confesores los mercaderes de Sevilla, Lisboa y Amberes, entre los cuales destaca el manual del dominico Tomás de Mercado (Summa de tratos y contractos, de 1569) o el del jurisconsulto Bartolomé Frías de Albornoz (Arte de contractos, de 1573) y otros. Poco a poco, la casuística auspició el tratado sobre la conciencia moral al primer puesto en la estructura de la teología moral y, al mismo tiempo, contribuyó a presentar la intimidad de la conciencia moral como el lugar privilegiado de encuentro entre la libertad y la ley. Se abrió así un largo ciclo especulativo sobre la obligatoriedad de la ley y sobre los derechos de la libertad, que habría de tener su momento culminante, cien años más tarde, en el agrio debate sobre los sistemas morales.

 

Contemporáneo de Mercado y de Frías de Albornoz, el teólogo franciscano Antonio de Córdoba (1485-1578) publicó, en 1569-70, un tratado titulado Libris quinque digesta, en el que aparece, quizá por vez primera, un extenso estudio independiente sobre la conciencia moral. Los cinco libros de los Digesta son: 1º) un cuestionario teológico; 2º) sobre la ignorancia; 3º) acerca de la conciencia, dividido en catorce cuestiones; 4º) las armas de la fe y de la Iglesia, o sea, acerca de la potestad del papa; y 5º) sobre las indulgencias. Se advierte, de entrada, cierto sabor antiluterano, lógico por la época en que la obra su publicó, apenas una década después del Concilio Tridentino. Interesa ahora destacar algunos trazos de este tratado sobre la conciencia, que inspiraron después a Azor.

En la primera cuestión del libro III, Antonio de Córdoba distingue entre sindéresis y conciencia. La sindéresis es una luz o inclinación natural, o sea, el hábito de los primeros principios prácticos, en los cuales se inspira y bebe la conciencia. En sentido estricto y propio, la conciencia es, en cambio, una conclusión que se alcanza, a partir de los primeros principios prácticos del actuar, sobre lo que en concreto debe hacerse o sobre lo que se ha hecho108. En cuanto a su naturaleza, la conciencia es una noticia, porque pertenece al intelecto y no a la voluntad. Y se dice, además, que es una noticia adhesiva, porque no es suficiente que sólo sea una aprehensión (o noticia aprehensiva), sino que debe ser un acto o hábito judicativo, pues, acerca de una misma cosa aprehendida, uno puede asentir y después disentir, o bien otros pueden mantener opiniones distintas.

Antonio de Córdoba dedica la segunda cuestión del libro tercero a distinguir entre fe, opinión, escrúpulo y duda. La tercera cuestión se destina a estudiar los distintos tipos de conciencia y las variadas formas de escrúpulos. La cuestión cuarta se consagra a la obligación de seguir la conciencia recta (y, en su caso, la invenciblemente errónea), y estudia también si es lícito actuar contra la propia conciencia moral.

B) JUAN DE AZOR

Hacia 1586, pocos años después de los Digesta de Antonio de Córdoba, comenzaba la lenta y atenta redacción de la Ratio studiorum de la Compañía de Jesús, que consagró finalmente la distinción entre las cuestiones de moral fundamental o fundamentos de la moralidad (sería el cursus maior) y el tratado práctico orientado a resolver casos concretos de conciencia (sería el cursus minor). El teólogo jesuita que mejor supo interpretar el espíritu de esta Ratio, fue, sin duda, Juan de Azor (1533-1603), que se declara, además, seguidor de Antonio de Córdoba, especialmente en la redacción del tratado sobre la conciencia.

Azor señala, al comenzar las Instituciones, cuáles son sus objetivos: «Pretendo exponer brevemente todo aquello que han trasmitido por escrito los teólogos, los cánones y las leyes, los pontífices, los jurisconsultos y los sumistas, acerca de las cosas que pertenecen recta o malamente a la conciencia de los hechos» (ad lectorem).

La disposición general de la materia se ofrece en una división cuadripartita: los diez mandamientos; los siete sacramentos; las censuras y penas eclesiásticas, y las indulgencias; y los estados de vida y los novísimos. Pinckaers advierte que la división es nueva, pues sustituye la organización de la materia moral en torno a las virtudes, por otra distribución que gira en torno a las obligaciones expresadas por los distintos mandamientos. Hasta los sacramentos y los estados de vida son estudiados desde el punto de vista de las obligaciones peculiares que implican.

«La omisión del tratado del fin último del hombre y de las bienaventuranzas es particularmente significativa y de grandes consecuencias», pues trastoca completamente el plan de la Summa theologiæ tomasiana, que comienza el tratado moral precisamente con las bienaventuranzas y el estudio del fin último del hombre. De esta forma Azor daba paso a una nueva moral en la que pesaban más las obligaciones, reservando el estudio de los dones del Espíritu Santo, las bienaventuranzas y todo lo que atañe a la vida espiritual, al orden de los consejos y a una ciencia teológica diferente. Consagraba así la separación entre teología moral y teología espiritual. Así mismo, al priorizar la moral de obligaciones, la virtud de la justicia pasaba a ser la primera y principal de las virtudes, sobre todas las demás morales. Por esta razón, las Instituciones de Azor adquirieron una fuerte orientación jurídica y canónica, que ha influido hasta las vísperas del Concilio Vaticano II.

El primer volumen (que es también la primera parte de las Instituciones y contiene al comienzo el cursus maior) se divide en trece libros, según los siguientes contenidos: los actos humanos; la distinción entre actos buenos y malos; los afectos o pasiones; los hábitos y las virtudes morales en general; los pecados (naturaleza, causa y división, con énfasis especial en los pecados capitales); la ley humana y eclesiástica; la ley natural y la ley divina del antiguo y del nuevo testamento; los preceptos de la Iglesia; el primer precepto del decálogo o sea la fe (la herejía, el cisma, la apostasía, los sarracenos, los paganos); la esperanza, la caridad y la virtud de la religión; el culto, principalmente la Misa; el segundo precepto del Decálogo; el ingreso en religión; privilegios concedidos a los religiosos y deberes y derechos de los sacerdotes (entre ellos, la ley del celibato).

El tema de la conciencia se aborda en el libro segundo, que está dedicado a la bondad o maldad de los actos humanos, concretamente desde el capítulo octavo al trece (cols. 128-148). Como el acto puede ser bueno o malo tanto si la conciencia es recta como si es errónea (pues la primera fuente de la moralidad es la acción misma), subdivide el tratado en cuatro partes: la conciencia errónea, la conciencia «opinante» o simple opinión, la conciencia dudosa, y la conciencia escrupulosa109. Ante todo, se pregunta qué es la conciencia. Se adhiere, por considerarla la opinión más probable al respecto, al punto de vista según la cual la conciencia pertenece a la razón y no a la voluntad, y que es más bien un acto que un hábito. «La conciencia es un acto de la razón [actus rationis], que prescribe qué hay que hacer y qué no hacer, qué es bueno y qué malo, qué está permitido y qué no lo está, qué cosas hay que cumplir porque lo manda el precepto y qué cosas la ley ordena que se eviten»110.

Muy interesantes son los capítulos siguientes, que estudian cómo resolver un caso en que haya dos opiniones contrapuestas sobre un mismo supuesto, avaladas ambas por autoridades. Si una de las opiniones está respaldada por declaraciones conciliares que hayan sentado cátedra, es decir, que señalen que la sentencia es de fe, aunque con anterioridad otros hayan discrepado, ahora ya no se puede discrepar (pues ya es definición dogmática). Cuando no se da el supuesto anterior, entonces, hay que preferir la sentencia u opinión que esté avalada por la ley, la práctica jurídica, la costumbre y el uso recibido. Cuando dos opiniones están sostenidas por muchos autores, aunque el peso de esos autores y sus argumentos no sean igualmente valiosos, entonces hay que preferir aquella opinión que sea más segura («tutior»).

¿Qué autores son preferibles? Aquí establece una larga y pormenorizada relación, dividiendo los teólogos en cuatro clases, según antigüedad. Primera clase: los que escribieron entre 1140 y 1300 (desde Pedro Lombardo y Hugo de San Víctor, a Ricardo de Mediavilla, incluidos santo Tomás, san Buenaventura, san Alberto, Alejandro de Hales, etc.). Segunda clase: los que escribieron entre 1300 y 1500: incluyendo aquí a Juan Duns Escoto. Tercera clase: los que escribieron entre 1415 (después del Cisma de Occidente) y 1490, cuya relación se cierra con Gabriel Biel. Cuarta clase: desde 1510 a 1560, o sea, desde John Mayr a Antonio de Córdoba, sin olvidar a Cayetano (aquí están todos los de la primera generación salmantina: Francisco de Vitoria, Melchor Cano, Domingo de Soto, Pedro de Soto, Alfonso de Castro, etc.). Señala que después de esa fecha ha habido también muy buenos teólogos, de los cuales cita una amplia relación, aunque curiosamente ningún jesuita, si he leído bien. Establece así mismo una clasificación de los canonistas, los jurisconsultos y los sumistas, en cuatro clases (en la última clase de los sumistas aparecen Silvestre de Ferrara y Tomás de Vio Cayetano).

Por lo que acabo de resumir, Azor concede el mayor relieve a la antigüedad, aunque sin restar mérito a las contribuciones más recientes (lo cual contrasta, sin embargo, con las importantes innovaciones metodológicas que él mismo introduce en las Instituciones, que le alejan de los antiguos); y considera como fuente principal de la teología moral el derecho positivo, tanto eclesiástico, como civil. Esto explica que los manuales de teología moral de la neoescolástica (desde 1917 al Vaticano II) citen con tanta frecuencia, y como fuente fundamental de la moral, los cánones del Código pio-benedictino.

Sin restar méritos a las contribuciones de Azor, es posible que parte de la fortuna y el éxito que alcanzaron las Instituciones haya que atribuirlo también a la atención que el mundo protestante prestó al hecho de la conciencia («die Tatsache des Bewusstseins»), a raíz de la glosa de Lutero a Rom. 2:15.

13. LA MÍSTICA ESPAÑOLA DEL SIGLO XVI

A) CORRIENTES ESPIRITUALES

En la espiritualidad española del siglo XVI se pueden detectar dos líneas de fuerza principales: la más conocida e importante, calificada tradicionalmente como mística, y que, partiendo de la llamada vía del recogimiento, tiene su punto culminante en los dos santos carmelitas santa Teresa y san Juan de la Cruz111; y otra, de carácter más ascético, con san Ignacio de Loyola, san Juan de Ávila y fray Luis de Granada como principales representantes112. Pero no exageremos esta distinción: la enseñanza teresiana y sanjuanista es muy rica también en los aspectos más ascéticos de la vida cristiana, y no faltan rasgos místicos en san Ignacio de Loyola y san Juan de Ávila, por ejemplo, aunque apenas hayan quedado reflejados en sus obras escritas.

San Ignacio de Loyola

Los Ejercicios espirituales de san Ignacio (1491-1556) recogen lo mejor de la llamada «oración metódica», llevando a su máxima expresión una forma de vida espiritual centrada en la meditación, el espíritu de examen y la lucha ascética. Entre los numerosos discípulos de san Ignacio y continuadores de su espíritu, tuvo gran influjo la completísima obra de Alfonso Rodríguez (1525-1616), titulada Ejercicio de perfección y virtudes cristianas. En los años 1930 se publicó críticamente el Diario Espiritual de san Ignacio113. Esto fue un acontecimiento en los estudios de teología espiritual y tuvo mucho influjo en la propia espiritualidad ignaciana. Ya Henri Brémond (vid. Bibliografía) entendía, por influencia de los bollandistas, que había que revisar críticamente bastantes estereotipos hagiográficos. En concreto, había que reconsiderar algunas afirmaciones sobre la vida espiritual de san Ignacio, saliendo de los límites establecidos por la historiografía barroca, que había categorizado las vías espirituales en dos grandes caminos prácticamente incomunicados: la ascética y la mística. Brémond hacía un gran elogio de san Ignacio místico. En los cuadernos autobiográficos de su Diario, Loyola describe la especial intensidad con que vivía la santa Misa.

San Juan de Ávila

San Juan de Ávila (1499-1569), sacerdote secular, fue uno de los máximos exponentes de la espiritualidad sacerdotal propiamente dicha; y, además, uno de los directores espirituales y maestros más prestigiosos de su época. Su Audi Filia es uno de los tratados espirituales más ricos e influyentes de este periodo. En cierta medida se le puede considerar, en su vida y su doctrina, como un punto de encuentro entre las diferentes tendencias espirituales del momento. Ávila fue también un excelente teólogo, muy puesto en las corrientes centroeuropeas del momento, pre y postridentinas. Lo testifica su glosa a la epístola a los Gálatas, que escenifica tan dramáticamente la dialéctica entre la fe y las obras. Este comentario es, además, un documento de gran calidad técnica (Saranyana, vid. Bibliografía).

 

Luis de Granada

Fray Luis de Granada (1504-1588), dominico y discípulo de Juan de Ávila, fue un prestigioso y celoso predicador, así como un escritor de primera fila: literariamente ha sido comparado con Miguel de Cervantes. Su Tratado de la oración y meditación y su Guía de pecadores son dos obras clave de una espiritualidad centrada en la meditación de la vida de Jesucristo y en la práctica de las virtudes.

Francisco de Osuna y el recogimiento

En otro grupo de maestros, la vía del recogimiento evolucionó hacia una práctica espiritual alejada de una sistematización metódica y centrada, en cambio, en un encuentro afectivo y personal con Dios en la intimidad del alma. Su herencia hay que buscarla en la tradición espiritual mendicante, influida la mística renana, aunque sin sus excesos. Las dos obras más significadas de esta corriente son el Tercer abecedario espiritual de Francisco de Osuna (1492-1540) y la Subida del monte Sión de Bernardino de Laredo (1482-1540), ambos franciscanos.

Santa Teresa de Jesús

Aunque es claro el influjo de la mística del recogimiento, y de Francisco de Osuna en particular, en santa Teresa de Jesús (1515-1582), no deben silenciarse sus aportaciones originales. Cuatro son sus obras principales: Libro de la Vida, Las Fundaciones, Camino de Perfección y las Moradas o Castillo interior; las cuatro de estilo desenfadado, fresco, descriptivo y experimental. Santa Teresa afronta la vida espiritual como un encuentro entre el alma y Dios, en la oración y la contemplación, encuentro cada vez más estrecho e íntimo hasta culminar en la unión que llama «matrimonio espiritual». Pero es seguramente en la descripción de la unión de amor entre el alma y la Trinidad propia del matrimonio espiritual, donde nos han legado sus páginas más hermosas y profundas, abriendo un campo de estudio teológico de una gran trascendencia y dificultad. No se olvide que mística tiene la misma raíz que misterio, y que en la medida en que un alma se une más estrechamente con la misteriosa intimidad divina, más misteriosa se hace también su misma vida y experiencia espiritual, abriendo nuevos y apasionantes interrogantes a la teología y a la psicología (Javier Sesé, vid. Bibliografía).

B) SAN JUAN DE LA CRUZ

Finalmente, conviene atender al mejor teólogo de la mística barroca, que fue san Juan de la Cruz (1542-1591), carmelita descalzo y también reformador del Carmelo, formado en la Universidad de Salamanca (1564-1568). Además de ser un poeta extraordinario y un místico de primera línea, tiene unos comentarios more scholastico de sus propios poemas mayores, que escribió a petición de amigos, que merecen un lugar de honor en toda historia de la teología.

Sus obras mayores, momento cumbre de la poesía religiosa española del siglo XVI, son: Subida al Monte Carmelo, ocho estrofas con un comentario incompleto en tres libros y noventa y dos capítulos; Noche oscura, las mismas ocho estrofas comentadas ahora en dos libros que suman treinta y nueve capítulos; Cántico espiritual, con cuarenta estrofas y su declaración en cuarenta capítulos; Llama de amor viva, poema de cuatro estrofas y su declaración en cuatro capítulos.

«Por los comentarios se nos ha revelado san Juan de la Cruz como analista, pensador teólogo», ha escrito Federico Ruiz Salvador (vid. Bibliografía). Redactó esos largos y densos comentarios con cierta repugnancia, viendo en ellos un empobrecimiento del poema lírico místico. Pero, gracias a los comentarios sabemos que el poema lírico no responde a un puro momento extático, y por ello transeúnte, sino que detrás de él se halla la realidad de una existencia, con duración y amplitud.

Veamos un ejemplo: la primera estrofa comentada en Subida dice así:

En una noche oscura, con ansias, en amores inflamada,

¡oh dichosa ventura!,

salí sin ser notada,

estando ya mi casa sosegada.

En el prólogo a las casi cincuenta páginas del primer comentario de esta estrofa, anota fray Juan:

[…] porque son tantas y tan profundas las tinieblas y trabajos, así espirituales como temporales, por [los] que ordinariamente suelen pasar las dichosas almas para poder llegar a este alto estado de perfección, que ni basta la ciencia humana para lo saber entender, ni experiencia para lo saber decir; porque sólo el que por ello pasa lo sabrá sentir, mas no decir.

Distingue fray Juan tres momentos en el proceso cognoscitivo: la experiencia o sentir, la ciencia o especulación teológica sobre la experiencia, y la transmisión o comunicación de esa experiencia en un habla conceptual. Dice, sin embargo, que son cosas tan sentidas, que no se pueden o no se saben decir. Es obvio que está glosando a san Pablo, cuando el apóstol refiere su arrebato místico: «Sé de un hombre […] que fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede decir» (II Cor. 12:2-4). Esa incapacidad de expresar una altísima experiencia sobrenatural, que de suyo es inefable, se resuelve, en el caso de fray Juan, por medio de una sublime inspiración poética. Con todo, no es en absoluto imposible decir alguna cosa sobre tal experiencia, aunque, para ello deba pasar de cinco versos a una larga explicación de quince capítulos. Subida no es, por consiguiente, puro lirismo, sino el vehículo más apropiado para transmitir una altísima experiencia mística sobrenatural.

Para mostrar el rigor técnico de sus declaraciones, veamos otro ejemplo. Al comentar el primer verso de la primera estrofa de Cántico:

¿A dónde te escondiste,

Amado, y me dejaste con gemido?

Como el ciervo huiste

habiéndome herido;

salí tras ti clamando, y eras ido.

dice fray Juan:

En lo cual pide la manifestación de su divina esencia, porque el lugar donde está escondido el Hijo de Dios es, como dice san Juan, en el seno del Padre (1:18), que es la esencia divina, la cual es ajena a todo ojo mortal y escondida de todo humano entendimiento. Que por eso Isaías, hablando con Dios dijo: Verdaderamente tú eres Dios escondido (45:15).

Se trata, en efecto, de un tema muy discutido por san Agustín y también por la escolástica (concretamente por Tomás de Aquino), a propósito del arrebato de Moisés y de san Pablo. Se discute si un viador puede ver la esencia divina directamente. A lo cual Aquino responde con claridad (al menos el Aquino de la Summa theologiæ), que para ver a Dios en esencia, sin mediación de especie creada que tenga razón de objeto visto, se precisa el lumen gloriæ, que sólo tienen los bienaventurados. Así, pues, por muy alta que sea la experiencia mística, siempre lo es por medio de especies creadas, de modo que el hombre viador conserva en todo momento su condición racional, que le es propia por naturaleza. El arrebato pertenece al género del don profético y es su más alta expresión. Y el don profético siempre conoce por signos y figuras (Ioan. 1:18).

De lo anterior se deduce que nada creado (natural) es medio adecuado o propio para realizar nuestra unión mística con Dios. Brevemente, y en forma silogística: dos contrarios o incompatibles no caben en un mismo sujeto cognoscente, en el mismo acto de conocer; es así como las criaturas y Dios son contrarios o incompatibles (en las experiencias corrientes de nuestra afectividad y conocimiento); luego ninguna cosa creada puede ser medio de unión con Dios, sino sólo Él mismo. Para evitar que se produzca ese antagonismo en el alma del justo debe excluirse todo lo contrario a Dios, para lo cual el camino adecuado será el «vaciamiento». Tal vaciamiento se produce durante las noches del alma, en particular durante «la noche espiritual, que es el medio de la divina unión», por decirlo con palabras de fray Juan. Para llevar a cabo el vacío y oscuridad en cada una de las potencias del alma, están las virtudes teologales: la fe obra ese vacío en la inteligencia; la esperanza en la memoria; y la caridad en la voluntad114.