Historia de la teología cristiana (750-2000)

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Según Cano, la primera consideración es mirar al consenso de los filósofos. La unanimidad de los sabios antiguos supone la primera condición a la que debe atender el teólogo. «Son, pues, certísimos los postulados comunes de los filósofos; y no es lícito apartarse de aquéllos, si todos consienten en ellos»68. Finalmente, conviene reseñar que no faltan en el De locis algunas críticas a la autoridad de Aristóteles, motivadas —como se advierte por el contexto— por las desviaciones doctrinales de los averroístas italianos (aristotélicos heterodoxos), censuradas en el V Concilio Lateranense (1513). Formula esos reparos, a pesar de las diatribas de Lutero contra Aristóteles y la metafísica en general.

D) DOMINGO DE SOTO

El dominico Domingo de Soto (1494-1560) fue el teólogo más influyente de la primera generación salmantina. Además de gran jurista, fue un excelente dogmático y un buen moralista. Siguiendo la estela de su maestro Vitoria, se ocupó de muchas cuestiones prácticas, ofreciendo soluciones cristianas a problemas difíciles de la vida política y social de su época. También, y a pesar de su carácter retraído, tuvo que sostener duras polémicas, con Ambrosio Catarino (1484-1553) y con otros teólogos del momento, y fue comisionado por la Universidad de Salamanca para resolver complejas cuestiones, como comprar grano para solventar las hambrunas que periódicamente azotaban la vida universitaria, por causa de las malas cosechas.

Su sincera conversión al tomismo, probablemente de la mano de Vitoria, cuando los dos coincidieron en París, no pudo borrar por completo la huella del nominalismo alcalaíno en el que había sido educado. Esto se nota cuando trata la distinción entre el ser y la esencia, distinción que él consideró irrelevante y de menor interés. Como se sabe, la reacción contra el verbosismo (excesos de tecnicismos) y contra las «formalidades» escotistas había desembocado en un cierto escepticismo frente a las —según se creía— «excesivas» sutilezas del análisis filosófico. Temas tan importantes como la distinción entre esencia y esse, o como el principio de individuación, fueron considerados, por algunos tomistas del XVI, como cuestiones escolásticas de menor cuantía. De esta forma se deslizaron hacia un difuso eclecticismo. Esto, evidentemente, tuvo influencia en las elaboraciones teológicas, poco todavía en Soto y mucho en sus discípulos.

En el opúsculo De natura et gratia, editado durante su participación en el Concilio de Trento, sostuvo la eficacia intrínseca de la gracia, no tanto como premoción física, cuanto como predeterminación moral objetiva: «Dios no nos atrae como si fuésemos un rebaño [o sea, a la fuerza, físicamente], sino iluminando, dirigiendo, atrayendo, llamando e instigando».

Al tiempo que publicaba el De natura et gratia, donde exponía su personal interpretación del decreto De iustificatione tridentino, era combatido por Ambrosio Catarino. Soto había sostenido que, sin una especial revelación divina, no se puede tener certeza absoluta del propio estado de gracia, aunque se puede alcanzar certeza moral. Esta era la opinión católica tradicional. Catarino imprimió, también en Venecia, su particular interpretación del decreto tridentino, donde mantenía, en cambio, que, de facto, basta la corriente asistencia del Espíritu Santo para que un alma tenga certeza de que se halla en gracia de Dios. La polémica resultó muy agria, especialmente por parte de Catarino, invadiendo éste otros temas teológicos: la imputabilidad del pecado original y el tema de la atención del ministro para la válida confección del sacramento. Soto respondió a su contrincante con un opúsculo titulado Apologia qua A[mbrosio] Catharino De certitudine gratiæ respondet.

Muy destacable fue la participación de Soto en las polémicas sobre los títulos legítimos de la conquista americana. En 1542 fueron promulgadas en Barcelona las Nuevas Leyes de Indias, que fueron resistidas e impugnadas por los españoles trasplantados a América. Recogiendo el descontento general, Juan Ginés de Sepúlveda, cronista del emperador, compuso un opúsculo, titulado Democrates secundus, donde sostenía que es justo someter por las armas, si no se puede de otro modo, a quienes son esclavos por naturaleza, pues —como habían enseñado los más célebres filósofos de la antigüedad— es justo hacerles la guerra si se resisten a aceptar pacíficamente el dominio de los hombres libres. Sepúlveda apuntaba a las conocidas tesis de Aristóteles sobre la esclavitud. Así mismo, Sepúlveda consideraba títulos legítimos de conquista los que Vitoria había declarado ilegítimos.

En 1547, Bartolomé de las Casas, ya obispo de Chiapas, había regresado de América, y rebatió con empeño las tesis de Sepúlveda. Para terciar en el asunto, fueron convocadas dos juntas en Valladolid: una en agosto y septiembre de 1550, y otra por abril o mayo de 1551. En ellas intervino Soto, que ya había tratado el tema en 1534, en su relección De dominio. (Nótese que esta relección de Soto había precedido en cinco años a la dos de Vitoria sobre el mismo tema). Allí, descartando el dominio universal del emperador sobre todo el orbe e, incluso, el derecho pontificio a donar esas tierras como pretexto de evangelización69, señalaba que había algunos títulos para justificar la ocupación de las tierras americanas, como, por ejemplo, el derecho a predicar el evangelio y el derecho a defenderse de quienes impidiesen esa predicación. Estimaba, no obstante, que el evangelio nunca había de imponerse por la fuerza.

Pues bien; en la primera junta o congregación, de 1550, Soto recibió el encargo de sistematizar las opiniones de los dos contrincantes (Sepúlveda y Las Casas), para facilitar el dictamen de los reunidos, lo cual hizo con gran brillantez, demostrando que estaba al corriente del asunto. La síntesis se halla en un interesante opúsculo titulado Sumario. En la segunda junta, de 1551, también estuvo Soto, y en ella se determinó que en adelante cesasen las guerras de conquista, por ser injustas.

¿Cuál era la opinión de Soto sobre tema tan embrollado? Beltrán de Heredia ha resumido la doctrina sotiana en tres tesis, espigando en las cuatro ocasiones en que el maestro salmantino abordó la cuestión, entre 1534, fecha de su relección De dominio, y su comentario al IV libro de las Sentencias, terminado en 1560.

Primero: no se puede imponer el bautismo con violencia, porque ello sería hacer injuria a la misma fe (contra la tesis de Duns Escoto y a favor de la tesis de Aquino).

Segundo: tampoco es lícito subyugar a los infieles por las armas, para poderles predicar y lograr así que abracen espontáneamente el bautismo.

Tercero: la concesión pontificia a los reyes fue para que enviasen misioneros a evangelizar los nuevos pueblos descubiertos; por consiguiente, si sus príncipes impidiesen la pacífica predicación, podrían los misioneros ser protegidos por las armas; y si algunos abrazasen la fe espontáneamente, podrían ser confiados al protectorado de príncipes católicos, para que no recayesen en sus prácticas gentilicias.

7. LA TEOLOGÍA TRIDENTINA

A) EL CONCILIO DE TRENTO (1545-1563)

Aunque todos clamaban por un concilio, especialmente en la Dieta de Worms, de 1521, en la que se trató de solucionar el cisma provocado por Lutero —después de su ruptura de 1517, la bula de condenación de León X (1520) y la excomunión del Reformador (1521)—, el concilio no pudo convocarse hasta 1545. Hubert Jedin (1900-1980) ha estudiado con detalle los avatares de la convocatoria y el desarrollo del concilio tridentino. Las condiciones que la mayoría imponía no eran fáciles de llevar a cabo: «un concilio general, libre, cristiano y en tierra alemana». Finalmente, y mientras Carlos V guerreaba todavía con los protestantes, pudo abrirse el Concilio de Trento el 13 de diciembre de 1545, obtenida la conformidad de Francisco I, rey de Francia. Comenzó con sólo la presencia de treinta y un obispos, en su mayoría italianos, y bajo la dirección de tres legados del papa Pablo III.

El Concilio de Trento se desarrolló en tres etapas o períodos: 1545-1549, 1551-1552, y 1562-1563. Por las razones apuntadas, tuvo a la vista sobre todo las tesis de Martín Lutero y de los luteranos (mucho menos las tesis de Juan Calvino y de otros reformadores protestantes). Son notables también los decretos de reforma, que pusieron las bases de un extraordinario florecimiento de la Iglesia católica y de su espíritu misionero, en los años siguientes a su clausura.

Es importante clarificar las funciones de los protagonistas en el aula conciliar. Hubo teólogos mayores (los que tenían derecho a voto), que ahora denominaríamos padres conciliares (cardenales, arzobispos, obispos, abades y generales de órdenes religiosas); y teólogos menores70. Éstos carecían del derecho a voto, aunque preparaban los documentos, primero en las congregaciones particulares, en que ellos deliberaban sobre los enunciados protestantes ante los teólogos mayores, que asistían en calidad de oyentes. Elaborados los documentos, se pasaban a las congregaciones generales, en las cuales ya participaban activamente los padres conciliares. Tras los debates, los decretos eran votados por los padres en una congregación general solemne.

B) DECRETOS DEL PRIMER PERÍODO TRIDENTINO

Sobre la supuesta responsabilidad de Trento en la ruptura eclesial

El primer período (que celebró diez sesiones) abordó directamente la cuestión luterana, por este orden: Escritura, pecado original y justificación.

El servita veneciano Paolo Sarpi (1552-1623) se preguntaba en la primera página de su Istoria del Concilio Tridentino71: «¿Cómo ha podido ser que este concilio [de Trento], anhelado y celebrado para restaurar la rota unidad de la Iglesia, ahondase, por el contrario, la escisión y exacerbase hasta tal punto a las partes, que se hizo imposible su reconciliación?»72. Sarpi inculpaba de la irremisible escisión a la asamblea ecuménica, y todavía hoy son muchos los que piensan como él. Según Sarpi, la escisión estaba todavía en sus comienzos, cuando se reunió Trento, y, con sus definiciones, el concilio cerró la puerta a todo arreglo.

 

Pero, si se leen con atención las actas del concilio, publicadas finalmente en el siglo XX por la Sociedad Goerres (Görres-Gesellschaft)73, se advierte que Sarpi no llevaba razón y que la separación doctrinal entre luteranos y católicos era ya tan honda, a la muerte de Lutero, en 1546, que las posibilidades de entendimiento eran casi nulas. En todo caso, hay que conceder a las provocativas afirmaciones del historiador veneciano el que haya suscitado un tema interesante: si los teólogos de Trento conocieron y valoraron debidamente las tesis de Lutero. La mejor ilustración de esta cuestión es el llamado «caso Carranza».

La discusión acerca de la doble justificación y el «caso Carranza»

Como consta en las actas conciliares, la asamblea tridentina ofreció a los teólogos menores la ocasión de conocer de primera mano, es decir, en sus fuentes, la doctrina protestante. Y ocurrió entonces —como han subrayado Hubert Jedin y José Ignacio Tellechea (vid. Bibliografía)— que la doctrina luterana sobre la doble justificación produjo en algunos una gran perplejidad. Parece que Bartolomé de Carranza (1503-1576), siendo todavía teólogo menor en Trento, fue uno de los que dudó al principio, pues la posición luterana de la doble justificación sólo parecía una radicalización de una tesis común bajomedieval. Así fue como, con ánimo de comprender la posición luterana y de acercar posiciones, algunos teólogos católicos distinguieron dos momentos en la justificación74. Primero, la justificación o remisión objetiva de los pecados por la justicia de Cristo; y después, la positiva justificación por medio de la justicia inherente al alma. La primera sólo implicaría la preparación del alma por parte de Dios, en atención a los méritos de Cristo, con vistas a la segunda justificación; la segunda supondría la colación efectiva de la gracia santificante en el alma, por la cual somos hechos justos de verdad. Por la primera, Dios decidiría perdonarnos, a la vista de los méritos infinitos de la pasión de Cristo. Por ella, Dios nos haría capaces de ser santificados. Posteriormente vendría la efectiva realización de la santificación. Una cosa sería la remisión de los pecados y otra la santificación interna, de modo que se postulaba una situación intermedia sin pecado original, aunque sin gracia (he aquí un precedente de la noción de «naturaleza pura», sobre la que tanto se debatió años más tarde)75.

La primera justificación, así formulada por algunos teólogos tridentinos, estaría más o menos próxima a la soteriológica del Reformador. Para Lutero, en efecto, Dios misericordioso nos justifica imputándonos los méritos de Cristo, exigiendo de nosotros sólo una respuesta confiada, es decir, la fe fiducial. Quedaría para un segundo momento, por así decir, la efectiva santificación; este segundo momento sería la real santificación, vinculada la glorificación o entrada en la bienaventuranza. La carta a los Romanos —leída unilateralmente por Lutero— parece favorecer este punto de vista, pues san Pablo insiste en que «no me avergüenzo del Evangelio […], porque en él se revela la justicia de Dios, pasando de una fe a otra fe [ex fide in fidem], según está escrito: ‘El justo vive de la fe’» (Rom. 1:16-17).

Sin embargo, y después de mucho cavilar, los teólogos tridentinos comprendieron el alcance de la cuestión discutida por Lutero, y así los padres conciliares votaron dos cánones que resultan inequívocos al respecto:

Si alguno dijere que los hombres se justifican o por la sola imputación de la justicia de Cristo o por la sola remisión de los pecados, excluida la gracia y la caridad que se difunde en sus corazones por el Espíritu Santo y les queda inherente; o también que la gracia, por la que nos justificamos, es sólo favor de Dios, sea anatema76;

y el siguiente canon:

Si alguno dijere que la fe justificante no es otra cosa que la confianza de que la divina misericordia perdona los pecados por causa de Cristo, o que esa confianza es lo único con que nos justificamos, sea anatema77.

No hay, pues, dos momentos en la justificación, ni en el sentido que pretendían los teólogos tridentinos al comienzo de los debates (una preparación previa para la gracia y una posterior y efectiva infusión de la gracia); ni en el sentido luterano (no imputación del pecado por la fe, sin la infusión de la gracia, y una posterior instancia, en que se nos infunde efectivamente la gracia santificante y somos hechos realmente justos intrínsecamente). El perdón y la elevación se producen en un único acto, aunque, quoad nos, se puedan distinguir como dos momentos distintos.

La Sagrada Escritura y las tradiciones no escritas

En el primer período tridentino se abordó también (en la sesión cuarta) el tema de la Sagrada Escritura y las tradiciones apostólicas. Era una cuestión capital, porque de su solución dependía todo lo demás; y era, asimismo, un problema que venía de lejos, como ha mostrado el historiador Heiko Augustinus Oberman (vid. Bibliografía). Ya en el siglo XIV se hablaba de dos corrientes teológicas: por una parte, quienes sostenían que la revelación divina nos viene por una única fuente, o sea, la tesis de la sola Scriptura; y quienes afirmaban dos fuentes, o sea, una tradición oral además de la escrita. Lutero se adhirió al principio sola Scriptura, tema después desarrollado con amplitud por Calvino y por otros evangélicos. Tal principio no aparece explícitamente en la Confessio augustana, aunque el párrafo último, que antecede a las firmas de los príncipes y autoridades que presentaron la Confesión al emperador Carlos V, indica que estuvo presente en el trabajo de Melanchthon y de los demás redactores:

Hemos decidido remitir por escrito estos artículos para exponer públicamente nuestra Confesión y nuestra doctrina. Si alguien la ha encontrado insuficiente, estamos dispuestos a presentarle una declaración más amplia, apoyada en pruebas tomadas de la Sagrada Escritura.

Trento quería corregir el principio sola Scriptura señalando la importancia que la tradición tiene en la Iglesia, y para ello empleó una expresión que entonces pareció suficiente, aunque habría de provocar nuevas discusiones más adelante:

Esta verdad y esta disciplina [promulgadas oralmente por Cristo, quien ordenó a los apóstoles predicarlas] han llegado hasta nosotros en los libros escritos y en las tradiciones no escritas78.

Después de estudiar las actas de Trento, Josef Rupert Geiselmann (vid. Bibliografía) afirmó que los padres tridentinos habían previsto inicialmente emplear la fórmula «parte en los libros escritos, parte en las tradiciones no escritas» (partim… partim), y que se inclinaron después por «y» (et): «en los libros escritos y en las tradiciones no escritas», queriendo expresar, con esta fórmula más genérica, que tanto la Sagrada Escritura como la tradición nos trasmiten la revelación divina.

En cambio, para Joseph Ratzinger (vid. Bibliografía), los padres tridentinos se habrían limitado a sostener que revelar es una acción transeúnte, que exige un sujeto revelador, que es Dios, y un receptor de la revelación, que la puede conservar tanto por escrito como oralmente. La interpretación ofrecida por Ratzinger situaría a los teólogos tridentinos al margen de la ardua polémica sobre las fuentes de la revelación (si una o dos), que agitó la teología pretridentina y que continuó después de Trento. Ahora bien: ¿era esa realmente la pretensión de los teólogos tridentinos?

En mi opinión, la fórmula tridentina fue sólo una defensa de la teología católica ante el principio sola Scriptura, heredado del bajomedievo por los luteranos y radicalizado por éstos hasta el extremo. Frente a los reformadores, que decían sola Scriptura, los teólogos tridentinos afirmaron Scriptura et traditio, entendiendo con ello, no tanto que una u otra contienen toda la Revelación divina; sino más bien que la tradición custodia la Escritura y, a la luz de aquella, ésta se interpreta79.

No obstante, la teología barroca postridentina leyó el decreto tridentino como si el concilio hubiese sancionado la teoría de las dos fuentes. Por eso, cuando algún uso eclesiástico no se hallaba expresamente testificado en la Escritura, podía justificarse a partir de la tradición: bastaba que algunos testimonios patrísticos o litúrgicos concordasen, para dar carta de naturaleza inspirada a esa práctica. Aunque la solución funcionaba, no era buena teología, como se advirtió siglos después.

Sobre el pecado original y sus consecuencias

Además del debate sobre la doble justificación (o sea, la exégesis de Rom. 1:27) y la discusión sobre el principio sola Scriptura, el primer período tridentino, en el que tuvo un protagonismo tan acusado la primera generación salmantina, hubo de ocuparse de otro tema: el pecado original y sus consecuencias.

Junto a algunas aclaraciones contra determinadas corrientes pseudo-pelagianas del momento, el decreto sobre el pecado original contempla in recto la doctrina luterana. Había que recordar que el bautismo nos hace efectivamente inocentes (borrando, por consiguiente, el pecado, y no sólo declarándonos extrínsecamente justos); que la remisión del pecado original no extingue por completo las malas inclinaciones (el fomes peccati), aunque tales inclinaciones no deben identificarse con el pecado mismo, ni mucho menos con el apetito concupiscible (por más que se, en el habla ascética, el fomes se designe a veces con la voz concupiscencia); y que no era intención del concilio comprender en ese decreto a la Bienaventurada María, Madre de Dios, remitiendo, en este punto, a las disposiciones del papa Sixto V80.

* * *

Leídos los pronunciamientos de Trento ante las tesis luteranas, uno saca la impresión de que Joseph Lortz estaba en lo cierto cuando afirmó categóricamente que «Lutero luchó en sí mismo contra un catolicismo, que [ya] no era católico»81.

C) DECRETOS DEL SEGUNDO PERÍODO TRIDENTINO

Reanudación del Concilio

Suspendido el Concilio Tridentino durante el verano de 1547, se reemprendió en mayo de 1551, hasta una nueva interrupción en abril de 1552. En 1551 se prosiguió con el debate sobre el sacramento de la Santísima Eucaristia, seguido por la discusión relativa al sacramento de la penitencia. También se trató acerca del sacrificio eucarístico, es decir, la Misa, aunque no se aprobó ningún decreto sobre este tema hasta el último período tridentino, diez años más tarde.

No acudieron los obispos franceses, por prohibición de su rey. Destacable es que en enero de 1552 se incorporaron los teólogos protestantes. En esta etapa tridentina participaron, como teólogos imperiales, entre otros, Melchor Cano, que ya había sucedido a Vitoria en Salamanca, y Bartolomé de Carranza, que repetía en Trento.

La Eucaristía y la Santa Misa

La elaboración del decreto sobre la Eucaristía reviste una importancia excepcional en la historia de la Iglesia y de la teología, porque el concilio canonizó la expresión técnica de que «Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, está contenido bajo ambas especies [el pan y el vino] verdadera, real y substancialmente» (vere, realiter ac substantialiter)82; especificación que no sólo se define, sino que explica: «por la consagración del pan y del vino se hace la conversión de toda la substancia del pan en la substancia del cuerpo de Cristo nuestro Señor y toda la substancia del vino en la substancia de la sangre de Él83. De este decreto derivó la extraordinaria difusión del culto a las especies eucarísticas consagradas, con los correspondientes cambios en los espacios litúrgicos, en la disposición de los altares y en la concepción de los retablos, situando el tabernáculo o sagrario en el centro del altar.

El tema de la transubstanciación tiene su contexto teológico. Lutero no negó la presencia substancial de Cristo en la Eucaristía, ni Melanchthon excluyó el uso, como ya se ha dicho, del término substancia. En cambio, la presencia substancial sí fue negada por los «sacramentarios», muy criticados por Lutero. Entre los principales sacramentarios se cuentan Andreas Rudolf Bodenstein [=Karlstadt] (1486-1541), Huldrych (Ulrich) Zwingli (1484-1531) y Martin Bucer (1491-1551). Lutero, por su parte, no habría podido aceptar el término transubstanciación, porque tanto él como sus seguidores sostenían la consubstanciación (o impanación), rechazada también por Calvino, como se ha señalado más arriba. Por consiguiente, el primer canon sobre la Eucaristía va contra los sacramentarios84, mientras que el segundo se dirige contra los luteranos85.

 

Un detalle interesante de este segundo período tridentino es la división temática entre el sacramento de la Eucaristía y el sacrificio eucarístico, como ha notado John del Priore (vid. Bibliografía). Tomás de Aquino había incluido su estudio del sacrificio eucarístico en un marco sacramental, en la tercera parte de la Summa theologiæ. Sería Duns Escoto el primer teólogo en conceder al sacrificio un espacio propio, si bien no excesivo. La separación metodológica de ambos aspectos del sacramento, que no tenía antecedentes destacados en el medievo, se llevó a cabo en Trento como una concesión a Lutero, que después no dio los frutos apetecidos, por el desarrollo de los debates conciliares y ante disparidad entre los puntos de vista luteranos y los católicos. En efecto, parece que al principio se intentó salvar a Lutero en el tema de la presencia real, verdadera y substancial (lo cual ya no fue posible al emplear el concilio el término transubstanciación), dejando la Misa para otro momento, en donde estaban claras de antemano las desavenencias entre unos y otros, puesto que los luteranos negaban con toda claridad el carácter sacrificial de la Misa, tanto como los calvinistas y los demás evangélicos. Por eso, cuando llegaron los teólogos novatores, varios meses después de que hubiesen empezado los trabajos del segundo período, por deferencia hacia ellos se suspendió el debate sobre la Misa, que ya había empezado, y toda la discusión se centró en la presencia real de Cristo bajo las dos especies eucarísticas. Y quién sabe si no se podría haber llegado a un acuerdo, de no haber mediado un abismo metafísico entre ambas partes… Los prejuicios de Lutero contra la síntesis aristotélico-tomista perjudicaron el entendimiento en una materia dogmática de la mayor trascendencia.

8. FUNDACIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

San Ignacio de Loyola (1491-1556) fundó la Compañía de Jesús en 1534, la cual adquirió su configuración definitiva en 1540. El protagonismo de la Compañía fue muy relevante en el Concilio de Trento (con importantes intervenciones de Diego Laínez y Alfonso Salmerón) y en la posterior aplicación de la reforma tridentina, tanto en Europa, muy especialmente en Alemania, España, Italia y Portugal, como en tierras de misión. Los jesuitas marcharon primeramente al Congo, en 1547; a Brasil en 1549 (donde destacaron los PP. Manuel de Nóbrega y José de Anchieta); a la América española inmediatamente después de la clausura de Trento (recuérdese a los PP. Juan de la Plaza y José de Acosta); y estuvieron presentes en las misiones asiáticas desde los comienzos, con los viajes apostólicos de san Francisco Javier.

En 1551 los jesuitas abrieron el Colegio Romano, que habría de ser el modelo e ideal de sus centros formativos, que recibió su configuración definitiva en 1553. En el Colegio Romano enseñarían sus principales teólogos, como Roberto Bellarmino (1542-1621), Francisco Suárez (1548-1617) y Gabriel Vázquez (1549-1604). Mientras tanto, en Alemania, san Pedro Canisio (1521-1597) realizaba un apostolado providencial, deteniendo el avance del luteranismo. Recordemos, finalmente, que la teología jesuítica no puede entenderse al margen de la importante Ratio studiorum, aprobada en 159886.

9. LOS DEBATES ENTRE CATÓLICOS SOBRE LA GRACIA Y LA LIBERTAD

La teología barroca cubre la última etapa de la segunda escolástica. Fue una época especialmente rica, con personalidades muy destacadas en el firmamento teológico. El período coincide con el reinado de los monarcas españoles Felipe II y Felipe III, y se solapa con el gran esfuerzo de la Iglesia por aplicar los decretos de reforma tridentinos. Con ánimo de alcanzar una mayor claridad expositiva, me centraré principalmente en los teólogos Miguel Bayo, Domingo Bañez, Luis de Molina, Francisco Suárez. Sus tesis teológicas no dependen ya tanto de las posiciones luteranas, cuanto, sobre todo, de la polémica que desató Miguel Bayo. La controversia «de auxiliis» (1563-1617) tuvo, pues, su contexto, que no puede ser orillado. No hay que olvidar tampoco cómo influyeron en las Universidades hispanoamericanas las tesis teológicas salmantinas.

* * *

Antes de seguir, conviene prestar atención a la terminología, cuyos primeros pasos pueden ya rastrearse en el siglo XII, en los cuatro libros de las Sentencias, de Pedro Lombardo. Primero se distinguió entre gracia increada (Dios mismo o a veces la tercera Persona divina) y la gracia creada; entre gracia externa (toda ayuda moral que Dios presta al hombre, como la Revelación y los sacramentos, por ejemplo) y gracia interna (la gracia santificante, que nos hace gratos a Dios, las virtudes infusas y las gracias actuales). La terminología se fue complicando al hilo de las controversias sobre la gracia y la libertad.

Con relación al libre albedrío de la voluntad humana se habló de gracia antecedente a la libre decisión de la voluntad (o preveniente o excitante) y gracia concomitante (o subsiguiente o cooperante) al ejercicio de la libre voluntad. Más complejo fue, finalmente, el binario establecido para estudiar el influjo de la gracia en el efecto o acto humano: gracia suficiente (que da la facultad o capacidad de poner un acto salvífico) y gracia eficaz (que lleva realmente a ejecutarlo).

A) MIGUEL BAYO

La posición teológica de Michel de Bay (1513-1589) fue un tanto compleja87. Manteniéndose en la tradición católica, quiso, no obstante, tender algunos puentes al luteranismo y, al mismo tiempo, combatió las principales tesis teológicas de Calvino. Después de una atenta lectura de las obras de san Agustín, concluyó que el hombre fue, desde su creación, elevado a la vida de la gracia, no por un don gratuito de Dios, sino por una exigencia en cierto modo esencial a la naturaleza humana. En consecuencia, el estado de naturaleza caída comportó no sólo la privación de los dones sobrenaturales, sino también de los estrictamente naturales. Por ello, todo acto del hombre no reconciliado con Dios, constituye un verdadero pecado y, en consecuencia, las pretendidas virtudes de los infieles no son más que vicios. La libertad aparente del pecador equivale, desde el punto de vista de la moralidad de sus actos, a una ineludible necesidad. La doctrina de Bayo oscila, pues, entre dos polos: el estado actual de la humanidad redimida por Cristo, y el estado original de Adán anterior al pecado. Su error recae, en definitiva, en que no alcanza a distinguir adecuadamente entre el orden natural y el orden sobrenatural.

¿Qué es lo natural, y qué lo sobrenatural? He aquí la pregunta que presidirá la mayoría de los debates teológicos de la modernidad, aunque no debe considerarse un descubrimiento de los tiempos nuevos, pues se venía arrastrando desde las polémicas antipelagianas de san Agustín y, a lo largo del medievo, se había presentado en los complicados análisis acerca de las relaciones entre la razón y la fe, por una parte, y entre la filosofía y la teología, por otra.

Bayo distinguió como tres niveles de análisis de lo natural y lo sobrenatural:

En primer lugar, natural sería lo debido a la naturaleza y perteneciente a su integridad; sobrenatural, lo indebido a la naturaleza y sobreañadido a su integridad. Con el término «integridad», quiso señalar el conjunto de dones que Dios concedió al primer hombre y que se perdieron por el pecado original.