Historia de la teología cristiana (750-2000)

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Como ha destacado Étienne Gilson, esta actitud se detecta en su doctrina acerca de la demostración de la inmortalidad del alma humana. Al principio, antes de comentar la Summa theologiæ, cuando estaba en Padua y era colega de Pietro Pomponazzi, afirmó sin reservas que la razón humana puede demostrar la inmortalidad del alma humana. A mitad de su carrera, ya en siglo XVI y concretamente cuando participaba en el Concilio Lateranense V, se manifestó muy cauto y, aunque no se atrevió a afirmar que no es posible demostrar esa inmortalidad, subrayó que una cosa es la filosofía y otra la teología19. En la última etapa de su vida afirmó que sólo por la fe conocemos la inmortalidad del alma, y que, desde el punto de vista filosófico, no es posible alcanzar ningún tipo de certeza. Cayetano sólo pretendía preservar la distinción entre el ámbito filosófico y el nivel teológico. El Aquinate, sin embargo, había demostrado, en un alarde de inspiración metafísica, la pura espiritualidad del alma y, por consiguiente, su subsistencia después de la muerte.

C) EL TOMISMO PARISINO

Pedro Crockaert (†1514), llamado también Pedro Bruselense, tuvo una importancia capital en la implantación de los estudios tomistas en la Universidad de París. Se había formado en el Colegio de Monteagudo de la ciudad del Sena, donde impartía sus lecciones John Mayr (†1550) y donde también habían estudiado Erasmo de Rotterdam y Luis Vives. Influido por la vida extraordinariamente ascética que reinaba en aquel colegio, Crockaert, que procedía del campo ockhamista, ingresó en la Orden dominicana en 1503, siendo ya maestro de artes. De 1504 a 1507 enseñó filosofía en el convento parisino de Santiago (Saint-Jacques)20. En 1507 comenzó allí mismo sus cursos de teología, sustituyendo, como libro de texto, las Sentencias de Pedro Lombardo por la Summa theologiæ aquiniana.

Entre sus alumnos destacó el español Francisco de Vitoria, que se había trasladado a París en 1507. En 1512 encargó a Francisco de Vitoria que preparase para la imprenta el texto de la secunda secundæ de la Summa. Sería la primera edición francesa de la Summa theologiæ. Con tal formación, no es de extrañar el interés de Francisco de Vitoria por las cuestiones antropológico-morales del tomismo, desde que tomó posesión de su cátedra en Valladolid, en 1523, y, sobre todo, en Salamanca, a partir de 1526.

4. LUTERO Y EL LUTERANISMO

A) SOBRE EL ORIGEN Y LA TRASCENDENCIA DE LA REFORMA

Mucho se ha especulado sobre los orígenes del luteranismo. Algunos historiadores evangélicos han atribuido la protesta religiosa alemana al despotismo de los papas; otros, por el contrario, han rastreado sus causas en las condiciones político-sociales del siglo XV y en la especial idiosincrasia del pueblo alemán; no han faltado quienes han descubierto sus raíces en la decadencia teológica del siglo XV, especialmente entre los cultores del terminismo y del nominalismo, y en la influencia de las tesis conciliaristas; otros, finalmente, han rastreado sus orígenes en sinceros anhelos de reforma religiosa que no fueron adecuadamente canalizados. En todo caso, cualesquiera que hayan sido las causas remotas y próximas de aquella revolución religiosa, lo cierto es que, en pocos años, prácticamente en tres décadas (1517-1546), Martín Lutero trastocó, aunque esto no era su pretensión, el orden religioso europeo, y unas cuantas naciones de antigua tradición cristiana se separaron de la obediencia de Roma.

La trascendencia de la reforma luterana ha sido valorada de forma muy distinta, y hasta contradictoria, por católicos y protestantes. Concedido el profundo sentido religioso de Martín Lutero (1483-1546)21, los católicos lo han considerado como el principal responsable de la crisis eclesiástica moderna; los protestantes, por el contrario, han sostenido que Lutero habría limpiado la Iglesia de la rémora medieval, predicando un Evangelio purificado y moderno, aun cuando él mismo habría sido todavía un vástago del mundo que pretendió cambiar. Para los católicos sería Lutero el responsable de la brecha, cada vez más profunda, entre la modernidad y el cristianismo, mientras que, para los protestantes, Lutero y el luteranismo habrían ofrecido al hombre moderno una existencia mucho más digna, y no sólo cristiana, sobre todo en dos puntos:

(a) con una nueva «ética profesional», que, al insistir en la dignidad de la situación intramundana, como lugar de encuentro con Cristo (orillando así expectativas escatológicas o, por el contrario, fomentando cierto tipo de milenarismo), habría desclericalizado la fe, permitiendo que el cristiano concentrase su atención en las responsabilidades profesionales y en las consecuencias sociales y seculares de sus creencias, aunque este paso no se habría dado propiamente hasta la difusión del pietismo evangélico, en la segunda mitad del siglo XVII, que rehabilitó la necesidad de las buenas obras, particularmente las de misericordia; y

(b) con un pacifismo no ingenuo, sino realista, y profundamente teológico, bien descrito por Franco Buzzi (vid. Bibliografía) en sus estudios sobre la guerra y la paz, centrados en la Weltanschauung del Reformador.

B) SOBRE LA «ÉTICA PROFESIONAL» Y EL REINADO DE CRISTO

El asunto de la «ética profesional» protestante, que acabo de citar, exige aquí un pequeño inciso, aunque volveré sobre este asunto más adelante, al hablar del calvinismo y, en particular, del pietismo luterano.

Martin Rhonheimer (vid. Bibliografía) discute, en efecto, si hay que atribuir al protestantismo el mérito de haber descubierto que el trabajo y la vida ordinaria son importantes para la ética cristiana. «Yo afirmaría —dice Rhonheimer— que en parte es verdad y que en parte no lo es. Es cierto que los reformadores fueron los primeros en redescubrir la vida ordinaria y el trabajo como vocación cristiana, por lo cual les corresponde un protagonismo innegable en la configuración de nuestro mundo moderno. Sin embargo […], el núcleo verdadero del redescubrimiento del valor cristiano de la vida ordinaria realizado por el protestantismo […] sólo puede subsistir y ser duraderamente fecundo en el interior del conjunto de la fe católica».

En efecto: la insistencia unilateral del luteranismo en el sacerdocio real de los fieles fomentó tomarse muy en serio la vida ordinaria como lugar de encuentro con Cristo. Esto es indiscutible. Pero, por rechazar el sacerdocio ministerial (conferido por un sacramento específico distinto del bautismo), sus propuestas quedaron cortas, al desligar la ocupación cotidiana del sacrificio de Cristo en la Cruz. «Falta en el protestantismo —continúa Rhonheimer— una relación interior entre trabajo y Redención». Según el luteranismo, el cristiano demuestra su buena voluntad trabajando con orden y diligencia, y cumpliendo sus obligaciones; y Dios acepta esa buena voluntad. No hay, sin embargo, santificación del mundo ni santificación personal en ese proceso, porque la gracia de Dios no sana de hecho la naturaleza corrompida.

Así mismo, la insistencia protestante en el carácter intrahistórico del Reino de Cristo (en el sentido de que ya se cumple aquí plenamente, y no sólo de forma incoada y virtual) provocó cierto contraste entre las expectativas intramundanas y las esperanzas celestes, como si se tratase de dos mundos, apenas comunicados; y de este modo se dio pábulo a tipos variados de premilenarismos y postmilenarismos, sobre todo en las ramas del calvinismo reformado22. Es innegable que en tal contexto las buenas obras tienen su lugar y su sentido, pero sólo como camino para la construcción del reino intrahistórico de Cristo, al margen de la justificación. Así, pues, cuando se distingue indebidamente entre salvación y construcción del reino de Cristo, se desdeñan las obras buenas como camino de salvación, situando la salvación en la pura fe sin obras23.

C) INFLUJO DE GABRIEL BIEL EN LUTERO Y DESENCUENTRO

Para comprender la «novedad» luterana, a la que me referiré más directamente en el próximo epígrafe, conviene hacer memoria de Gabriel Biel (1415-1495), discípulo de Juan Duns Escoto y de Guillermo de Ockham. Biel colaboró en la fundación de la Universidad de Tubinga (1477), de la que fue el primer profesor de teología, y se retiró después a Einsiedeln, en 1491, a la comunidad de los Hermanos de la vida común.

Mucho influyó Biel en el Reformador. Lutero, en efecto, consultó el opúsculo gabrielista sobre el canon de la Misa (Sacri canonis Missæ expositio resolutissima litteralis et mystica), de 1488, y leyó la obra de Biel Collectorium in IV libros Sententiarum Guillelmi Occam, un compendio editado en 1495. Especial importancia tienen, para comprobar el influjo de Biel en el Reformador, las cinco distinciones gabrielistas sobre la justificación. Es interesante, así mismo, un Tractatus de potestate et utilitate monetarum, en que Biel defiende la práctica mercantilista de la época.

Con todo, y como ha advertido Yves Congar (vid. Bibliografía), recordemos que el 5 de septiembre de 1517, en su Disputatio contra Scholasticam Theologiam, Lutero también se desligó de Biel, redactando unas cuantas tesis «contra Gabrielem»; y, desde entonces, tomó como punto de referencia exclusivo para esas reflexiones teológicas: las Sagradas Escrituras, los Padres y san Agustín.

En 1509, todavía Lutero había comentado el tratado de las Sentencias, de Pedro Lombardo, siguiendo las pautas de Biel, sin obviar los importantes desarrollos filosóficos que allí se contienen. Desde en 1517, en cambio, Lutero abominó por completo de la filosofía, aunque no pudo prescindir del remoto y sutil influjo gabrielista, sobre todo en el tema de la justificación. Esa radicalización antifilosófica maduró a lo largo de ocho años. Poco a poco, la total separación entre la filosofía y la teología se convirtió en afirmación básica de la Reforma pretendida por Lutero.

 

En las cuestiones sobre la justificación, dispersas a lo largo de su comentario a los cuatro libros de las Sentencias, sostiene Biel dos tesis teológicas fundamentales, que, como ha señalado Karl Feckes (vid. Bibliografía), en muy poco difieren de la posición que defenderá Lutero algunos años más tarde24:

a) la doctrina de la aceptación y no-imputación, según la cual, la justificación consiste sólo en que Dios acepta al pecador, sin la colación de ningún favor divino que afecte intrínsecamente al pecador, como sería, por ejemplo la infusión de la gracia gratum faciens; porque no hay propiamente remisión del pecado sino sólo la no-imputación de la pena, sin que el pecador cambie en nada interna y realmente; y

b) siguiendo en esto también a los ockhamistas y desconfiando completamente de las meras capacidades naturales del hombre, Biel tampoco acepta la gracia actual (es decir, la gracia otorgada gratuitamente), como favor necesario para la realización de actos meritorios.

Los ockhamistas, y Biel entre ellos, querían evitar a toda costa incurrir en la herejía pelagiana, que consideraban la máxima corrupción del pensamiento agustiniano, y por ello apelaban de continuo a la distinción entre de potentia absoluta y de potencia ordinata. Si Dios justificaba de potentia absoluta, o sea, sin contar para nada con el hombre, era evidente que se orillaba por completo el error pelagiano, a costa, sin embargo, de hacer al hombre totalmente pasivo ante Dios, o bien, y esto todavía empeoraba más las cosas, concibiendo la justificación como una mera no-imputación, que en nada cambiaba intrínsecamente al hombre.

D) LUTERO Y LA DOBLE JUSTIFICACIÓN

En una autoconfesión de 1545, Lutero señaló que su «descubrimiento teológico» no había tenido lugar todavía cuando comentaba la epístola a los Romanos, hacia 1515, sino después de la disputa sobre las indulgencias, que data de 31 de octubre de 1517, en que se conocieron sus 95 tesis sobre la indulgencia, la penitencia y la justificación, enviadas al obispo competente, sin recibir respuesta. Según su testimonio, el sintagma paulino «iustitia Dei»25 le siguió inquietando hasta 1519, cuando, al comentar por segunda vez el salmo 30 («in iustitia Dei libera me»)26, se percató del verdadero alcance de la «iustitia Dei» que aparece en Rom. 1:17. Entonces entendió que tal versículo significa que Dios es misericordioso y que nos justifica por la fe, pues el justo vive de la fe, entendiendo la justicia divina en sentido pasivo (no-imputar), no como atributo activo de la esencia divina (juzgar o condenar). En aquel momento, y como consecuencia del «descubrimiento», le sobrevino una gran paz espiritual, equiparable al gozo de la bienaventuranza27. Y con esa lectura de Romanos rompió también, según él mismo confiesa, con la tradición teológica anterior28.

Sin embargo, y a pesar de la autoconfesión de 1545, ya en su comentario a Romanos, de 1515, el tema estaba incoado, antes, incluso, de comentar por segunda vez el salmo 30, en 1519. En su autoconfesión Lutero confunde las fechas. En efecto, en los escolios a Romanos leemos:

[…] la ‘justicia’ de Dios debe entenderse no como aquella virtud por la cual Él es justo en sí mismo, sino como la justicia por la cual nosotros somos hechos justos por Dios. Y ese ‘ser hecho justo’ ocurre por medio de la fe en el evangelio29.

Por consiguiente, la justificación sólo tiene carácter «pasivo» y viene «por medio de la fe en el evangelio», y no tanto por la gracia, pues «en ningún otro lugar, sino en el evangelio, se revela la justicia de Dios». La afirmación puede parecer intrascendente y como dicha de pasada; no obstante, que hablase aquí sólo de fe, y no de la gracia gratum faciens, tendría después una gran trascendencia en la evolución del luteranismo.

La referida novedad, tal como la concebía ya en 1515, suena literalmente así:

El significado de este pasaje [Rom. 1:17] parece ser el siguiente: La justicia de Dios es sola y exclusivamente una justicia por la fe, pero de tal suerte que su progreso no llega a la visión [non venit in speciem]30, sino que produce una fe siempre más luminosa, conforme a lo dicho en 2 Cor. 3:18: ‘Somos transformados de una claridad en otra etc.’31, y también ‘Irán de poder en poder’ (Ps. 84:7). Así irán también ‘de fe en fe’, creyendo siempre con mayor firmeza, de modo que ‘el que es justo, practique la justicia todavía’ (Apoc. 22:11). En otras palabras, nadie debe pretender haber alcanzado ya [la perfección] (Phil. 3:13) y por tal motivo debe continuar avanzando, porque si no, comenzaría a retroceder32.

Por consiguiente, el «descubrimiento» exigió una maduración a lo largo de varios años. Estaba incoado en su comentario a los salmos (1513-1514), continuó presente en sus glosas a Romanos, que datan de 1515, pero no se perfiló hasta 1519. Otto Hermann Pesch (vid. Bibliografía) pudo escribir que «Lutero fue en los inicios un teólogo tardomedieval, pero con ideas originales», lo cual se parece mucho a lo que pensaba el historiador Joseph Lortz (vid. Bibliografía) sobre este mismo asunto y a lo que ha sostenido Berndt Hamm (vid. Bibliografía), con ocasión del quinto centenario de la ruptura de 151733. En definitiva: la novedad luterana, que no se hallaba todavía formulada claramente en los teólogos de finales del siglo XV, pero insinuada en unos más que en otros, se abrió paso, poco a poco, en los escritos del Reformador, sobre todo en los años que van de 1515 a 1519, y había cuajado ya por completo en 1522, al traducir la Biblia al alemán34.

* * *

Los hechos que acabo de resumir no constituyen, sin más, una cuestión erudita. Son relevantes para comprender por qué los teólogos católicos tardaron tanto en percatarse de la novedad teológica de Lutero. Leían expresiones tradicionales que les resultaban familiares, sin percatarse, al menos al comienzo, que detrás de las mismas expresiones se escondían conceptos distintos35.

E) LA «CUESTIÓN» DE LAS OBRAS

La manualística ha simplificado el debate sobre la justificación reduciéndolo a la disyuntiva entre «fe sin obras» y «fe con obras». La novedad luterana no iba por ahí, al menos en la intención inicial de Lutero. En su comentario a Rom. 3:28, de 1515, donde san Pablo dice: «[…] pues sostenemos que el hombre es justificado sin obras de la Ley», Lutero contrapone, en un sentido tradicional católico, las «obras de la Ley» (que no justifican) a las «obras de la gracia y de la fe» (que sí justifican).

La problemática de la salvación por «la fe sin obras» se fraguó más tarde, seis o siete años después de su comentario a Romanos, cuando Lutero tradujo la Biblia, en 1522. Entonces el Reformador advirtió que no podía armonizar la epístola de Santiago con la epístola a Romanos. Aunque mantuvo en su Biblia la epístola de Santiago, la calificó de «epístola de paja», carente de estilo evangélico («keine evangelische Art»). Y fue precisamente en el marco de la confrontación entre las dos cartas neotestamentarias, cuando introdujo una interpolación decisiva en su traducción de Rom. 3:28 para la Biblia: «So halten wir nun dafür, dass der Mensch gerecht werde ohne des Gesetzes Werke, allein durch den Glauben» («sostenemos que el hombre es justificado solamente por la fe, sin obras de la Ley»). El término «allein» (solamente) no figura en el original griego ni en la versión de la Vulgata36.

Parece pues, que el núcleo inicial de la disputa sobre la justificación se circunscribió a las relaciones de la gracia con la naturaleza y, en última instancia, a una cuestión metafísica de gran alcance: si la naturaleza humana puede ser modificada sobrenaturalmente sin perder su carácter esencialmente humano. Con todo, el tema de la bondad del obrar humano (sin la gracia o con la gracia) era inevitable y apareció poco después de la «novedad teológica» luterana, cuando Miguel Bayo, hacia 1551, dio a conocer sus famosas tesis sobre el libre albedrío. E incluso los luteranos pietistas no tuvieron otra alternativa que retomar el tema de las «obras», como se verá en el próximo capítulo (§ 1).

F) AUTONOMÍA DE LA CONCIENCIA MORAL

Lo mismo se podría decir, con algunas salvedades, con relación a la interpretación que Lutero ofrece de la perícopa de Rom. 2:15-16, que constituye otro momento fundamental de su síntesis teológica, porque también en la exégesis suya hay continuidad y novedad. En tal pasaje se lee que «ellos [los gentiles] muestran que los preceptos de la Ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia y las sentencias con que entre sí unos y otros se acusan o excusan. Así se verá el día en que Dios por Jesucristo, según mi evangelio, juzgará las acciones secretas de los hombres». Aquí la palabra clave es «conciencia».

La glosa del Reformador al respeto tiene un interés extraordinario:

[…] Dios juzgará a todos los hombres según estos sus íntimos razonamientos, y revelará lo que pensamos en lo más secreto, de modo que no habrá posibilidad de huir aún más hacia dentro ni ocultarse en un lugar más recóndito, sino que nuestro pensar quedará inevitablemente al descubierto y expuesto a la vista de todos, como si Dios quisiera decir: ‘Mira: yo en realidad no te juzgo, no hago más que asentir al veredicto que tú mismo has pronunciado sobre ti, y confirmarlo. Si tú no puedes arribar a un juicio distinto respecto de ti mismo, yo tampoco puedo. Por lo tanto, tus propios pensamientos y tu conciencia te dan el testimonio de que eres digno de entrar al cielo o [debes ir] al infierno’. Así dice el Señor (Mt. 12:37): ‘Por tus mismas palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado’. Y si por las palabras, ¡cuánto más por los pensamientos que son testigos mucho más secretos y fidedignos!37

Ya se ha dicho más arriba que en el tardo medievo se hizo común, entre los teólogos, el análisis de los estados de la conciencia moral38. Lutero no fue ajeno a tal influjo. Sin embargo, también en este caso el Reformador aprovechó materiales anteriores para ofrecer una perspectiva original, hasta el punto de que Wilhelm Dilthey (1833-1911) estimó, quizá con un punto de exageración, que la exégesis luterana de este pasaje abrió la puerta a la modernidad filosófica, como un antecedente remoto de la duda metódica cartesiana39.

Es obvio que Lutero no pretendió resolver un problema gnoseológico, como fue el caso de Descartes, sino sólo justificar el carácter autónomo del juicio particular (mox post mortem), negando a tal juicio su carácter heterónomo. En definitiva y según Lutero, soy yo quien decide mi propia suerte (lo cual es verdad), sin que Dios nada pueda hacer ni intervenir en tal proceso (cosa que es falsedad).

No obstante, es innegable que la apuesta de Lutero por el autoexamen (a veces también denominado «libre examen») lo situaba ya en un mundo que no era medieval, sino moderno, aunque preparado por los escolásticos. Su acento en el análisis de la conciencia moral pudo incluso influir también en la teología católica, que acabó aceptando el estudio de la conciencia moral como un tratado autónomo dentro del plan de los estudios institucionales de seminarios y facultades teológicas. Un egregio pionero en este campo fue el jesuita Juan Azor, en 160040. Tal autonomía, que acabó en segregación, tendría al cabo consecuencias importantes para la teología moral, como se verá en los capítulos siguientes.

G) LA «THEOLOGIA CRUCIS»

El planteamiento de la doble justificación fue formulado técnicamente en el contexto de la theologia crucis luterana. En la disputa de Heidelberg, de 1518, Lutero estableció con claridad la oposición entre la theologia crucis y la theologia gloriæ, entendida ésta como teología mística y escolástica41.

La theologia crucis luterana se enmarca en dos coordenadas: incompatibilidad entre conocimiento natural y sobrenatural, por una parte, y la alteridad de Dios con respecto al mundo, por otra. Tal alteridad conlleva, según el Reformador, que la fe es tanto más pura cuanto más absurda aparezca al sentido común, y que la justicia de Dios es tanto más justa cuanto más injusta parezca. En consecuencia, la muerte de Cristo en la Cruz habría sido sólo desgarramiento, porque Cristo habría sido aplastado por la ira del Padre hacia Él, padeciendo auténticamente, en substitución legal, los tormentos del infierno. Por todo ello, y con palabras de Lutero, predicadas en 1531: «Aunque yo sienta el pecado, ciertamente está [éste] tan estrangulado, muerto y abrasado, que no me puedo condenar, porque me digo: estás colgado de Cristo. Esto solamente lo entiendo por la fe… Esta es nuestra doctrina, que fue prohibida por el Papa y también condenada en [la Dieta de] Augsburgo».

 

A partir de este revolucionario concepto de justificación (que implica doble justificación y mera substitución legal), muchos artículos de la fe cambian de contenido objetivo, aunque puedan mantener la misma o parecida formulación. Por ello, el Concilio Tridentino, en sus sesiones V y VI, celebradas en los años 1546 y 1547, señaló expresamente la incompatibilidad de la fe católica con las creencias luteranas en temas tan capitales como el pecado original y la justificación. Después vendrían las definiciones conciliares relativas a los sacramentos, especialmente acerca de la eficacia del bautismo, de la presencia real de Cristo en la Eucaristía y de la eficacia de la Penitencia, pues, dejándose llevar de la lógica interna de sus planteamientos, Lutero había alterado también la fe católica en estos puntos.

* * *

Es evidente que el mundo cultural de Martín Lutero, con su particular concepción de la tensión antropológica entre el bien y el mal, depende, en buena medida, de algunos comentaristas medievales de san Pablo y de un sector de la tradición agustiniana medieval, como ya se ha dicho. Pero también parece claro que Lutero estableció una nueva hermenéutica bíblica, básicamente original. Frente a la conciliación —clásica en la escolástica católica— entre el corpus paulino y la carta de Santiago, el «hermano del Señor», el Reformador propuso una exégesis contextualizada en la que no se valora a priori la verdad de cada hagiógrafo, sino que se considera la posibilidad de que, por su contexto, un autor pueda ser preferido a otro o incluso descartado42.

Como colofón, me parece interesante copiar el análisis que ofrece el rey Luis XIV, en sus Memorias, cuando se refiere a los orígenes de la quiebra religiosa ocurrida de la primera mitad del siglo XVI:

Los nuevos reformadores decían la verdad evidentemente en varias cosas de esta índole [cuando denunciaban la ignorancia de los eclesiásticos, la relajación del clero y muchos otros abusos], que reprendían con tanta justicia como acritud; erraban por el contrario en todas aquellas que no consideraban el hecho, sino la creencia. Pero no está en el poder del pueblo distinguir una falsedad bien disfrazada, cuando se oculta entre varias verdades evidentes. Se comenzó por pequeñas diferencias, de las que yo me he enterado de que ni los protestantes de Alemania ni los hugonotes de Francia toman en cuenta hoy [en 1671]. Aquéllas produjeron otras mayores, principalmente porque se acosó demasiado a un hombre violento y atrevido, que, no viendo ya retirada honrosa para él, se comprometió más en el combate, y abandonándose a su propio juicio, se tomó la libertad de examinar todo cuanto admitía antes. […]43.

H) LA CONFESSIO AUGUSTANA (1530)

Desde mediados del siglo X se reunieron periódicamente los principales gobernantes del Imperio en la ciudad de Augsburgo (Baviera), para resolver asuntos importantes. En 1530 tuvo lugar una de estas dietas, que duró de junio a noviembre. Carlos V pretendía la sumisión de los príncipes alemanes que se habían pasado a la causa protestante y «deliberar sobre las discrepancias en lo concerniente a nuestra santa religión y fe cristiana». Al comenzar las sesiones, el día 25 de junio, los protestantes presentaron al emperador la Confessio augustana (Confesión de Augsburgo), una exposición sintética de los principales artículos de la fe luterana. Este texto constituye el documento fundacional del luteranismo y fue preparado bajo la dirección del teólogo Felipe Melanchthon (1497-1560)44.

Los protestantes pretendían «volver a la única verdad y concordia cristiana y de esta manera abrazar y mantener la única y pura religión, estando bajo el único Cristo y presentar batalla bajo Él, para también poder vivir en unidad y concordia en la única Iglesia Cristiana». Sin embargo, los católicos, advertidos de la diversidad entre los artículos protestantes y la fe católica, respondieron con una Confutatio pontificia (3 de agosto de 1530), que fue contestada por Melanchthon con la Apología de la Confesión de Augsburgo (abril-septiembre de 1531). De esta forma, y antes de Trento, se produjo la ruptura entre ambas partes, que no pudo ya recomponerse.

La Confessio augustana es una formulación técnica, redactada en alemán y latín, que consta de veintinueve artículos. Los veintiún artículos de la primera parte no presentan, al menos en apariencia, demasiada diferencia con relación a la tradición católica. Ni al presentar la noción de Iglesia, ni al considerar el sacerdocio cristiano, ni al hablar de la presencia real de Cristo bajo las dos especies (aunque no se usa la expresión técnica «transubstanciación», que, por influjo ockhamista, carecía para los luteranos de contenido filosófico o «material»). Con todo, en la tercera edición de la Confessio, de 1543, aparece el término substancia, relativo a la presencia real, citando un texto de san Cirilo.

Los artículos de la primera parte fueron redactados con sumo cuidado para evitar el enfrentamiento. De entrada, los protestantes critican la uniformidad ritual o litúrgica, en un tono que anuncia lo que será la posterior evolución de la teología sacramentaria en el marco luterano (art. VII)45. Ninguna referencia, como era de esperar, al papado.

Las dos definiciones de la Iglesia, que aparecen en la Confessio (arts. VII y VIII), la describen en unos términos que parecen aceptables por los católicos, aunque no suenan igual leídas en óptica protestante que católica. Se dice que la Iglesia indefectible:

(a) es la asamblea en la que se predica el Evangelio en toda su pureza y se administran los sacramentos conforme a la Palabra divina; y

(b) es la asamblea de los santos y verdaderos creyentes.

No se olvide que Lutero había construido su teología en abierta polémica antijerárquica y no sólo antirromana, pues muy pocos obispos alemanes se pasaron a la causa protestante. Por ello, Melanchthon evita cuidadosamente cualquier confrontación con el episcopado alemán, que podría perjudicar su causa. Por lo mismo, Lutero renunció decididamente al principio jerárquico, en lo que concierne a la organización de la Iglesia, y a todo lo que concierne al valor sacramental del episcopado y del presbiterado. Tal actitud de partida habría de repercutir en la forma de entender el sacerdocio, expresado en una dialéctica entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio de los fieles.

Más beligerantes con la sensibilidad católica del momento fueron algunas expresiones sobre los estados de perfección, reivindicando que para ser perfectos no es necesario apartarse del mundo, pues tal perfección puede alcanzarse también en el siglo, por medio de las buenas obras (que no tienen propiamente un valor santificante, sino más bien carácter manifestativo de la buena voluntad, que Dios aprecia, y de la adhesión fiducial del creyente a la voluntad divina):

Se condena también a aquellos que enseñan que la perfección cristiana consiste en abandonar corporalmente casa y hogar, esposa e hijos y prescindir de las cosas ya mencionadas. Al contrario, la verdadera perfección consiste sólo en genuino temor a Dios y auténtica fe en él. El Evangelio no enseña una justicia externa ni temporal, sino un ser y justicia interiores y eternos del corazón. El Evangelio no destruye el gobierno secular, el estado y el matrimonio. Al contrario, su intento es que todo esto se considere como verdadero orden divino y que cada uno, de acuerdo con su vocación, manifieste en estos estados el amor cristiano y verdaderas obras buenas. Por consiguiente, los cristianos están obligados a someterse a la autoridad civil y obedecer sus mandamientos y leyes en todo lo que pueda hacerse sin pecado. Pero si el mandato de la autoridad civil no puede acatarse sin pecado, se debe obedecer a Dios antes que a los hombres. Hechos 5:29 (art. XVI).