Historia de la teología cristiana (750-2000)

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CAPÍTULO 4
La teología cristiana en el siglo XVI hasta el jansenismo

1. EL CONTEXTO HISTÓRICO

De ordinario se designa con el nombre de humanismo el contenido específico de la cultura renacentista; y por renacimiento se entiende el período intermedio entre el medievo propiamente dicho y los primeros pasos de la modernidad. Aunque estos dos tópicos son fluidos y no hay absoluta unanimidad entre los especialistas, podemos concretar la distinción señalando que el humanismo tiene sobre todo un significado literario-artístico-cultural, mientras que el renacimiento se refiere más en concreto a las coordenadas histórico-cronológicas del período. En todo caso, ha habido varios humanismos a lo largo de la historia. Aquí trataremos del humanismo renacentista y no del humanismo antiguo (griego o romano). También ha habido varios renacimientos a lo largo de la historia, por ejemplo, y muy importante para nuestra materia, el renacimiento carolingio o el renacimiento del siglo XII. Aquí nos referiremos principalmente al renacimiento que cubre desde el fin de la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra (1453), hasta el comienzo de las guerras de religión (que en Francia estallaron hacia 1562 y, poco antes, en los dominios del emperador Carlos V).

Surgido primeramente en la península italiana durante el siglo XIV y XV, el humanismo renacentista produjo espléndidos frutos literarios y de creación artística, de una calidad y abundancia como nunca se había visto en tan breve lapso. Baste recordar a poetas, lingüistas y pintores tan destacados como Francesco Petrarca, Giovanni Boccacio, Fra Angelico, Masaccio, Pico della Mirandola, Lorenzo Valla, Filippino di Lippi, Leonardo da Vinci, Sandro Botticcelli, Raffaelo Sanzio, Michelangelo Buonarroti y tantos otros. Poco a poco el humanismo se extendió desde Italia a otros entornos geográficos: Ausiàs March, Jaume Huguet, Robert Campin, Rogier van der Weyden, Jan van Eyck, Joanot Martorell, Fernando de Rojas, Antonio de Nebrija, Erasmo de Rotterdam, Tomás Moro, Juan Luis Vives, etc. En España, el hecho más relevante del humanismo fue la fundación de la Universidad de Alcalá (1508), obra magna del proyecto cultural del cardenal Gonzalo Jiménez de Cisneros.

A grandes rasgos el humanismo renacentista se caracterizó por tres notas: aprecio y vuelta a la antigüedad clásica (no sólo a los temas literarios del mundo greco-romano, sino también al cultivo de esas lenguas, recuperando la preceptiva literaria clásica); nueva relación con la naturaleza (que se aprecia plásticamente por el relieve concedido a jardines y espacios naturales en la pintura); y actitud marcadamente antropocéntrica (por ejemplo en la pintura, por la atención concedida al cuerpo humano, con un estudio primoroso de su movimiento y de sus proporciones, en el uso de las perspectivas, y por un tenue erotismo en la novela, género literario que nace en esos años). Esas tres características se reflejaron también, a su modo, en la nueva teología que surgió con el humanismo renacentista.

2. SOBRE LA RUPTURA O CONTINUIDAD ENTRE MEDIEVO Y RENACIMIENTO

A) DISCUSIÓN

Mucho se ha discutido sobre la continuidad/discontinuidad entre la baja edad media filosófico-teológica y el humanismo renacentista. El historiador suizo Jacob Christoph Burckhardt (1818-1897) sostuvo la neta separación epocal; su discípulo Wilhelm Dilthey (1833-1911) se inclinó por la continuidad, entendida como progresiva «maduración» de la mentalidad y de la cultura occidentales, hasta modificar por completo el horizonte europeo, no sólo en el plano cultural, sino también en el ámbito religioso1; finalmente, por citar sólo los protagonistas más destacados del debate, el lingüista alemán Konrad Burdach (1859-1936) también se opuso a la tesis de Burckhardt y se inclinó por la suave transición. La tesis de la transición sin grandes sobresaltos nos parece la más plausible, especialmente en el campo que nos ocupa.

Aunque hubo algunos cambios importantes y relativamente rápidos desde finales del siglo XIV a comienzos del XVII, que provocaron la aparición de nuevos paradigmas culturales2; la teología latina parecía caminar, sin sobresaltos, por la senda que había iniciado mil años antes. Con expresión de Joseph Lortz (vid. Bibliografía), «la Edad Moderna surgió de la misma Edad Media, como desarrollo lógico de ciertos elementos medievales».

En efecto, el católico Joseph Lortz (1887-1975) se atuvo a la tesis de la continuidad, pero con algunas salvedades, especialmente en su magna obra Geschichte der Reformation in Deutschland, en dos volúmenes, aparecida en alemán en el bienio 1939-1940. Grohe (vid. Bibliografía) ha estudiado el proceso intelectual que condujo a Lortz a las conclusiones que se ofrecen en este libro, traducido a muchas lenguas, también al castellano en 1964, y que tuvo en su momento un influjo extraordinario. Según Lortz, a partir del 1300 se produjo en Europa un gran deterioro eclesial, que afectó no sólo a las costumbres (también a la vida del clero y de los religiosos), sino incluso a la práctica devocional y a la teología. Las reformas iniciadas en los principales institutos religiosos (franciscanos, jerónimos, agustinos, dominicos, etc.), anteriores o contemporáneas a las propuestas luteranas, pecaron, por exceso, de alienación y formalismo; la «devotio moderna» abocó a un peligroso subjetivismo religioso; los humanistas, y muy en particular Erasmo de Rotterdam, indujeron la Reforma por su exagerado afán de crítica, y no acertaron en sus proposiciones. Lortz carga, sobre todo, contra la oscuridad de la teología escolástica. Y así, aunque a comienzos del siglo XVI la vida católica parecía fuerte y vital, se trataba sólo de una fachada, tras la cual se escondía una notable confusión doctrinal, litúrgica y ascética. En tal contexto habría que situar a Lutero, que no pretendió romper, sino sólo aclarar la situación.

La ligereza de la prosa de Lortz, ajena al fárrago y a los tecnicismos de la literatura especializada, contribuyó al éxito de sus tesis, muy bien recibidas en un momento en que el nacionalsocialismo presionaba tanto a católicos como a luteranos a una común resistencia. En definitiva, tanto Lortz, como antes su maestro Sebastian Merkle (1862-1945), «descubrieron» a los creyentes cristianos un Lutero «reformador católico», que, incluso en sus actos más revolucionarios, no pretendió combatir a la Iglesia católica en cuanto tal, sino sólo batallar contra una imagen degradada de ella.

En todo caso, los partidarios de la «continuidad» nos presentaron a unos teólogos luteranos que quisieron mantenerse fieles a sus antecesores, aunque purificando las tesis que habían recibido en herencia y deduciendo de ellas nuevas conclusiones. Salvo las lógicas rivalidades escolares y las querellas de gabinete, la Reforma habría sido un proceso evolutivo de intento no rupturista.

Si a tanta distancia de los hechos continuaba viva la discusión sobre la continuidad o discontinuidad entre el medievo y el Renacimiento y, más en concreto, acerca de si Martin Lutero fue un continuador de cierta teología bajomedieval, aunque con acentos propios, o un innovador total, no ha de sorprendernos la perplejidad de muchos teólogos católicos del XVI, sobre todo tridentinos, ante las proposiciones luteranas, que sonaban a moneda corriente en los ámbitos académicos de aquella hora3.

B) UN NUEVO ANTROPOCENTRISMO

En el medievo teológico, el hombre en cuanto tal, y no sólo el hombre singular, recibió una atención notable por parte de la teología. Ahí están, como testimonio, los largos desarrollos cristológicos (sobre la unión hipostática y la naturaleza humana de Cristo), la amplia antropología (creación, elevación y caída del hombre) y el destacado interés prestado a la teología moral y a la soteriología, con su apéndice escatológico. Con todo, la teología medieval no fue antropocéntrica.

La novedad del humanismo consistió en situar en el centro de estos tratados dos cuestiones hasta entonces bastante preteridas o, al menos, tratadas en otro contexto: (1) las relaciones de la gracia con la libertad (o, en sentido más amplio, las relaciones entre lo natural y lo sobrenatural); y (2) el asunto de la certeza moral, que implicaba un pormenorizado análisis de los estados de la conciencia moral (conocimiento verdadero o falso, cierto o dudoso). Por todo ello, se puede hablar de un antropocentrismo de nuevo cuño, propio del renacimiento cincocentista.

Digo de nuevo cuño, porque es evidente que el antropocentrismo no constituyó entonces una novedad absoluta. Lo hallamos ya en otros momentos históricos, particularmente en tiempos de la sofística griega. Quizá por ello los humanistas bajomedievales tomaron como modelo la Grecia clásica. Sin embargo, por su oposición a la escolástica coetánea (la escolástica de corte terminista, que consideraron artificialmente erudita), los nuevos humanistas desaprobaron también el peripatetismo aristotélico (confundiendo los excesos terministas con la metafísica peripatética) y se volcaron, en sus preferencias, por el «divino» Platón. El oscurecimiento de la metafísica aristotélica comportó una grave pérdida para el desarrollo teológico, que se advertirá en particular durante la polémica suscitada por el luteranismo.

C) LAS RELACIONES GRACIA-LIBERTAD Y LA CRISIS DE LA METAFÍSICA

Como ya se ha insinuado, el análisis teológico de la libertad comenzó a complicarse a comienzos del siglo XVI. Tomás de Aquino se había preguntado si la libertad es una potencia distinta de la voluntad y había resuelto la cuestión a partir del paralelismo que existe entre las dos potencias del apetito superior. Del mismo modo que aprehender, juzgar y razonar no son tres potencias distintas, sino tres momentos de la actividad intelectual, así también desear, deliberar y elegir no son tres potencias, sino tres momentos de la actividad volitiva. La libertad, que se manifiesta en la elección, no es una potencia o facultad distinta de la voluntad4. Sin embargo, hay que distinguir entre lo deseado y lo alcanzado, como también entre lo conocido y la cosa u objeto del conocimiento. No se conoce todo lo que se pretende conocer, como tampoco se alcanza todo lo que se desea5. Hay que diferenciar, finalmente, tanto entre la facultad intelectual y la inteligencia ejercida, como entre la voluntas ut natura (la voluntad como simple naturaleza o puro velle) y la voluntas ut ratio (la voluntad deliberativa, que elige).

 

Martín Lutero problematizó las relaciones de la gracia con la libertad, en su ensayo De servo arbitrio (la libertad esclava), publicado en 1525, como respuesta a un De libero arbitrio de Erasmo de Rotterdam, aparecido el año anterior. El Concilio de Trento tomó cartas en el asunto, en el primer período conciliar, cuando condenó que el libre albedrío (o capacidad de elegir) se hubiera extinguido al cometer Adán el pecado original6. Juan Calvino también terció en la polémica, en su Institutio christianæ religionis, reelaborada a lo largo de muchos años. El teólogo católico Miguel Bayo hizo una mala lectura del decreto tridentino sobre la justificación, negando la posibilidad de buenas obras sin la gracia, en unos términos casi calvinistas, que fue censurada por san Pío V, en 15677. A finales del siglo XVI estalló la crisis de auxiliis y, como consecuencia de esta polémica sobre el libre albedrío y con soluciones muy próximas a las de Miguel Bayo, irrumpió, ya a mediados del siglo XVII, el binario jansenista libertas a necessitate (libre en la necesidad) y libertas a coactione (libre ante la coacción) y, con él, la discusión sobre la delectación o inclinación gozosa como elemento decisivo en la elección8. En la cadena de transmisión de este complejo asunto se interpuso, entre Bayo y los jansenistas, la polémica de auxiliis y, sobre todo, la particular interpretación del par libertas a necessitate y libertas a coactione, ofrecida por el jesuita Francisco Suárez, corrigiendo algunos excesos de Bayo9.

A finales del XVI aparecieron también nuevos conceptos de espacio y tiempo, elaborados por la física experimental y la astronomía. Tales nociones influyeron en algunos planteamientos teológicos. El gran desarrollo experimentado por las matemáticas diluyó los intereses metafísicos de muchos teólogos, que buscaron componendas entre las soluciones de la teología escolástica (alcanzadas después de mucho esfuerzo y de un trabajo de siglos) y las nuevas categorías físico-matemáticas, ignorando que cada ciencia tiene su objeto formal propio (o nivel propio de análisis). Por tal motivo, algunos teólogos pretendieron mantener la doctrina hilemórfica y el binario substancia-accidentes (de carácter metafísico), aunque releídos en términos atomísticos (un análisis que se sitúa un escalón abstractivo por debajo de la metafísica). La sacramentaria se vio afectada (especialmente el tratado sobre la Santísima Eucaristía). Así mismo la antropología dual, característica de la escolástica (el hombre como unidad substancial de alma-cuerpo) padeció dificultad, y con ello zozobró el análisis del ínterin escatológico (o sea, el alma separada, subsistente después de la muerte individual). Es sintomático que el dominico Juan de santo Tomás (†1644), quizá el último gran escolástico, orillase el tratado de metafísica en su monumental y magnífico Cursus philosophicus thomisticus.

3. EL TOMISMO

A) TOMISTAS EN EL BAJOMEDIEVO

El influjo indiscutible de los pensadores franciscanos posteriores a Juan Duns Escoto no debe ocultarnos que, por esos mismos años, comenzaba la lenta difusión del tomismo. Tomás de Aquino, en efecto, había sido canonizado en 1324, disipándose, de esta forma, todas las dudas sobre la ortodoxia de su síntesis filosófico-teológica, provocadas por las censuras del obispo parisino Esteban Tempier, de 1270 y 1277 y, sobre todo, por las actuaciones del obispo oxoniense Roberto Kilwardby, también en 1277.

Entre los primeros tomistas de nota, destacó el dominico san Vicente Ferrer (1350-1419), excelente lógico y teólogo, y destacado predicador. Otro tomista sobresaliente fue el dominico san Antonino de Florencia (1389-1459), redactor de una importante Summa theologica, que más bien habría que titular Summa moralis, en la que concedió gran relieve a las cuestiones de la nueva práctica mercantil y financiera italiana. También conviene recordar al dominico francés Juan Capreolo (†1444), que escribió una obra notable, titulada Defensiones theologiæ Divi Thomæ Aquinatis, en forma de comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo. En este libro vindicó a Aquino contra las censuras de sus contrarios, intentando depurar la doctrina tomasiana de las interpretaciones menos acertadas de los primeros tomistas (por ejemplo, de Egidio Romano). Martin Grabmann ha afirmado que, «desde el punto de vista histórico, puede considerarse la obra de Capreolo como la más perfecta e importante de cuantas ha producido la escuela tomista en defensa de la doctrina del Aquinate» en el bajomedievo.

En España tuvo una especial influencia, con vistas al arraigo del tomismo, la actividad universitaria del sacerdote secular Pedro Martínez de Osma (†1480). El medio donde tuvo lugar esta implantación fue la Facultad de Teología de Salamanca. Osma, que había abandonado el nominalismo, decidió sustituir la «lectura» académica de las Sentencias de Pedro Lombardo, por la «lectio» de la Summa theologiæ de santo Tomás. Su largo magisterio teológico de dieciséis años no fue estéril; y, aunque fue apartado de la cátedra, por sus tesis acerca del sacramento de la penitencia, la simiente había sido echada y no tardaría en dar fruto. Diego de Deza (1444-1523), defensor de Osma en el proceso que se siguió contra él por sus doctrinas penitenciales, tomó el relevo de la causa del tomismo. Había ingresado en la Universidad de Salamanca en 1473, sucediendo a Osma desde 1480 hasta 1486.

B) TOMÁS DE VÍO, CARDENAL CAYETANO

Trayectoria

En Padua, se había constituido un cenáculo aristotélico, donde destacaron dos profesores: Pietro Pomponazzi (1462-1525) y Tomás de Vio, después cardenal Cayetano (1468-1534). Ambos fueron amigos y compañeros de claustro académico, y se discute sobre sus mutuas influencias.

Cayetano ingresó en la Orden de Predicadores a los dieciséis años. A los veintiséis ya regentaba la cátedra de metafísica de la Universidad de Padua. A los treinta y dos inició su actuación pública en beneficio de su Orden y de la Iglesia. Desde 1508 a 1515 fue general de los dominicos e impulsó la reforma de los de esa institución religiosa. Tuvo una influencia posterior enorme entre los tomistas, cuando fue creado cardenal, en 1517. Desde 1523 residió en Roma dedicado al estudio.

Buena parte de la escolástica salmantina y, sobre todo, los neotomismos del siglo XIX bebieron en la lectura cayetanista de Tomás de Aquino. Es más, la edición piana del Aquinate (es decir, la que mandó publicar san Pío V en 1570, que ha sido siempre el punto de referencia para los estudiosos hasta la edición crítica de la Comisión Leonina), incluyó, junto con el texto de la Summa theologiæ, el comentario de Cayetano. Conviene recordar, también, que Tomás de Vío fue figura destacada en el V Concilio Lateranese (1512-1517), y que, como legado pontificio, dirigió las conversaciones que abrió la Santa Sede con Martin Lutero, con vistas a resolver sus diferencias.

La trayectoria intelectual de Cayetano constituye, sin embargo, un enigma para los historiadores. Quiso ser un tomista fidelísimo, pero se apartó —y esta es la paradoja que los historiadores no explican— de algunas tesis capitales de Aquino; lo cual le llevó, a la postre, a mantener algunas propuestas un tanto extrañas. Veamos algunos temas de la síntesis de Tomás de Vío.

Para conocer los puntos de vista particulares de Cayetano, en que discrepa de santo Tomás, y que tuvieron una influencia considerable en la posteridad escolástica, conviene acudir a los comentarios de Tomás de Vío al De ente et essentia aquiniano, expuesto oralmente durante el curso 1493-1494, cuando profesaba la cátedra de metafísica en Padua, y publicados más tarde, en 1496, a instancias de algunos amigos (García López, vid. Bibliografía).

Lo primero conocido por el entendimiento humano

Aquino ofreció sin prueba y tomándolo de Avicena, la afirmación de que el ens es lo primero y más patente que cae bajo la mirada de la inteligencia10. Cayetano sostuvo, en cambio, que el primer conocido del entendimiento humano es el ente concretado en la quididad sensible y alcanzado con un conocimiento confuso y actual (In «De ente et essentia», q. 1, concl.).

Santo Tomás sólo quería señalar que lo primero que nuestra inteligencia advierte es que algo existe, pues el ente es lo que es. Lo primero que sabemos de las cosas es que son. Después (con una posterioridad simplemente genética, no temporal) sabremos qué son. Un ejemplo, quizá poco metafísico, puede aclararlo: el bebé sabe que su madre está ahí, pero no sabe qué es su madre. No obstante, conviene advertir que Aquino no pretendía entrar en el prolijo debate acerca de cuál sea el objeto preciso del primer conocimiento humano, es decir, del primero en despertar nuestra inteligencia. El Doctor Angélico se movía a un nivel más alto de especulación.

Por su parte, Cayetano estaba sometido a una triple influencia: (a) la doctrina de santo Tomás, que acabo de recapitular; (b) la tesis escotista acerca de la intuición intelectual, según la cual el primer conocido es la species specialissima: un hombre, un individuo «hombre», con independencia de que sea blanco o negro, o Pedro o Pablo11; y (c) los avances, aunque muy incipientes todavía, de las ciencias experimentales, que teorizaban sobre entes concretos, aunque conocidos confusamente, pues interesaban más las leyes de su comportamiento, que conocer su esencia.

Así, pues, cuando miro las cosas, decía Cayetano, conozco inmediatamente que son algo existente y capto también, aunque confusamente, qué son. De este modo, creyó adaptar el conocimiento aquiniano a la nueva situación cultural y superar el dilema planteado por Escoto, según el cual, por la simple abstracción nunca se alcanza a conocer si realmente el objeto conocido existe real y actualmente, o no existe. Con todo, Cayetano abría un debate de dimensiones colosales: ¿cómo se conocen los entes que no se concretan en una quididad sensible, como el alma, los ángeles y Dios?

La doctrina de la analogía de Cayetano es tributaria, en última instancia, de este planteamiento metafísico (cfr. De nominum analogia). Según Tomás de Vío, entre Dios y las criaturas sólo se da la analogía de proporcionalidad en sentido propio, es decir, no-metafórica. A este respecto es muy interesante la pregunta que se plantea Frederick Copleston (vid. Bibliografía): «¿Cómo será posible mostrar [que tenemos derecho a hablar de Dios] si la única analogía que se da entre las criaturas y Dios es la analogía de proporcionalidad?».

También sus vaivenes en el tema de la demostración de la inmortalidad del alma dependen de esta opción metafísica inicial, acerca de lo primero conocido por el entendimiento humano.

El principio de individuación de las substancias materiales y del alma separada

Es evidente, para Aquino, que la esencia de la substancia corpórea está constituida por la forma propia que informa la materia. Así, pues, la materia (tomada en sentido general) está comprendida en la determinación de la esencia de la substancia corpórea y entra en su definición. Por ello, y para evitar equívocos, santo Tomás expresó que el principio de individuación de las substancias materiales es la materia signata, es decir, la materia determinada o la materia entendida materialmente. Ya en obras de madurez, el Angélico añadió todavía una precisión: materia signata [a] quantitate, o sea, la materia cuanta o el agregado de materia y cantidad (García López, vid. Bibliografía). En otros términos, la materia extensa, la que es perceptible por su extensión (y por otras determinaciones que lleva consigo la cantidad, como el peso y la medida). En este tema, Cayetano siguió a Aquino punto por punto (In «De ente et essentia», q. 5, concl.).

 

Ello supuesto, Tomás de Vío se enfrentó con la individuación de las almas humanas, separadas del cuerpo después de la muerte, antes de la resurrección final. También aquí se acogió plenamente a la doctrina del Doctor Angélico. El alma humana es en cierto modo dependiente y en cierto modo independiente del cuerpo. Es dependiente, porque un mismo ser (esse) es el ser del alma y del cuerpo; y es independiente, porque tal ser no es propio del cuerpo, sino del alma, que lo comunica al cuerpo.

Llegado a este punto, se presenta como un misterio: ¿por qué no dedujo, de lo dicho, que la razón puede probar la inmortalidad del alma separada y se apartó en ello de Aquino? (Gilson, vid. Bibliografía). A comienzos de su carrera, concretamente en un famoso sermón pronunciado en el segundo domingo de adviento de 1503, señalaba que es de ignorantes, rudos y estúpidos (sic) presentar como una cuestión no resuelta la inmortalidad de las almas («immortalitatem animorum in problema revocare neutrum»). Sin embargo, en 1534, en el mismo año de su muerte, al comentar el Eclesiastés, decía que: «Ningún filósofo ha demostrado, hasta ahora, que el alma humana sea inmortal; no hay ninguna razón demostrativa, sino que lo creemos por la fe, ya que sólo se muestra por argumentos probables» («sed fide hoc credimus, et rationibus probabilibus consonat»). Volveremos a esta cuestión al final del último epígrafe, dedicado a Cayetano.

Constitutivo formal o metafísico de la persona

Cayetano es consciente de que es preciso distinguir entre naturaleza y persona, pues, si la naturaleza humana perfecta de Cristo diese lugar automáticamente a una persona, en Cristo habría dos personas. Ahora bien, ¿cómo se determina la naturaleza humana para que sea persona? ¿Qué determinación debe advenir a la naturaleza humana para constituirla en persona humana?12.

Todo lo que se halla en el orden de la sustancia es substancia, dice Cayetano; y todo lo que se halla en el orden de los accidentes, es accidente. El acabamiento de la substancia, es decir, su «personalización», será, pues, un modo substancial; estará en la línea de la sustancia, aunque no sea, en sentido estricto, una substancia13.

Destino final de los niños fallecidos sin bautismo

Es de fe que después de la muerte hay un ínterin o duración en que el alma separada subsiste sin informar un cuerpo. En este «tiempo», por así decir, pueden ocurrir tres cosas: que las almas separadas sean purificadas, si murieron en gracia, pero con alguna pena temporal pendiente; que gocen ya de la visión beatífica; o que hayan sido sepultadas definitivamente en el infierno14.

Esto planteaba un serio problema: ¿cuál es el destino de un niño (por tanto, sin uso de razón) que haya muerto sin bautizar? En la época de Cayetano, los cristianos eran conscientes de la extensión del Imperio turco, confesionalmente mahometano, y de que había en América una multitud de razas y culturas que no conocían a Cristo. En esos dos vastos territorios, y durante siglos, los niños sin uso de razón habían muerto sin recibir el bautismo, y sin poder ejercer ninguna opción moral15.

Según Cayetano, los niños sin bautizar tienen, en el último instante de la vida, una «iluminación» especial que les permite optar libremente por Dios. Tales tesis fueron excluidas, por disposición de san Pío V, del comentario cayetanista a la Summa theologiæ de santo Tomás, publicada en 1570 (la edición piana)16. Hoy en día, la posición cayetanista no plantearía excesiva dificultad, porque la teología católica ha concluido, después de debatir el tema durante décadas, que la existencia del «limbo de los niños» no es más que una hipótesis teológica, es decir, una tesis secundaria al servicio de una verdad primaria para la fe: la importancia del bautismo sacramental.

Sobre la prueba de Escritura acerca de la presencia real eucarística

Su teología eucarística sufrió la influencia del humanismo renacentista, particularmente de Lorenzo Valla (†1457). Para Valla, y también para Erasmo de Rotterdam, el único y exclusivo sentido de la Sagrada Escritura era el sentido literal. Si una afirmación dogmática no se hallaba literalmente en la Escritura, debía rechazarse. En tal contexto, Cayetano tomó los cuatro relatos de la institución de la Eucaristía: 1 Cor, Mc, Mt y Lc, y observó que ninguno de ellos expresaba apodícticamente la presencia real y substancial de Cristo en el sacramento. Esos cuatro relatos, por tanto, no probarían por sí mismos, en cuanto a la letra, tal presencia real y substancial. No negaba Cayetano que la Iglesia posee la certeza de la presencia real eucarística; pero rechazaba que tal prueba se pudiese tomar de la Escritura y, en concreto, del relato de la última cena.

En la época de Cayetano, en efecto, se había vuelto oscura la lectura literal de la Sagrada Escritura (por las críticas de los humanistas italianos a la versión vulgata latina) y, en consecuencia, comenzaba a ser polémica la prueba teológica a partir de los sentidos alegóricos del texto sagrado. El nominalismo, como es obvio, también influyó en esta controversia. Se objetaba, en concreto, que, si un artículo de la fe no estaba expresa y claramente establecido por la literalidad del texto, no podía sostenerse por prueba escriturística. En tal caso, ¿dónde se fundamentaba la veracidad de los artículos de la fe no revelados explícitamente en la Escritura, sometida ésta a los vaivenes del autoexamen? Se preparaba así el gran debate sobre las relaciones entre tradición y Escritura, que sería abordado en el primer período tridentino, a propósito del principio luterano sola Scriptura.

Sobre la eclesiología y la teología del primado romano

Juan Belda (vid. Bibliografía) ha destacado el protagonismo de Cayetano en la solución de la crisis conciliarista, que se arrastraba desde el Concilio de Constanza (recuérdese que el papa Martín V no quiso firmar los decretos de las sesiones cuarta y quinta, que declaraban la superioridad del concilio sobre el Romano Pontífice). Apoyándose en la eclesiología del dominico Juan de Torquemada (1388-1468)17, y partiendo de la figura de la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo (de innegable matriz paulina), Cayetano situó al papa dentro de la Iglesia, como cabeza de ella (representando a Cristo y como vicario suyo). Así, pues, el papa no representa al cuerpo, que es la Iglesia, sino a la cabeza, que es Cristo, de modo que el cuerpo es por la cabeza y no al revés. Queda garantizada así la plenitudo potestatis del papa y queda a salvo también la infalibilidad del juicio papal en materias de fe, cuando el papa enjuicia en tales casos no como persona privada, sino como vicario de Cristo, sucesor de Pedro y cabeza de la Iglesia.

Con todo, todavía se aviene a discutir la hipótesis del papa hereje, tan del gusto de los conciliaristas. Considera que en tal supuesto actuaría como fiel privado, y no como vicario. Y que, si se diera el caso, debería ser amonestado y, de persistir en su error, quedaría ipso facto disuelto el vínculo entre el ministerio primacial y el sujeto de tal ministerio.

La teología de Cayetano sobre el ministerio petrino era todavía muy embrionaria. Erraba en este punto, porque no cabe, ni siquiera como hipótesis, la posibilidad del papa hereje. La distinción entre el «papa como una persona privada» que habla de cuestiones de fe, y el «papa como vicario» que enseña sobre la fe, resulta extraña. El caso del papa Juan XXII no es aplicable a este supuesto18.

Relaciones entre la filosofía y la teología

Entendió Tomás de Vío que es preciso distinguir entre los argumentos filosóficos y los argumentos teológicos, de forma que se razona en un ámbito o en el otro, nunca en ambos a la vez; tesis que, si se entiende en su contexto histórico, fue mantenida desde el comienzo por san Alberto Magno, seguido aquí por santo Tomás. Sin negar el papel instrumental de la filosofía con relación a la teología, Cayetano defendió la autonomía epistemológica de cada una de estas dos disciplinas. Esto no implica necesariamente cesión al averroísmo latino, o aristotelismo heterodoxo, como alguna vez se ha dicho, quizá por sospechar que Cayetano hubiese sido influido en este punto por su amigo Pietro Pomponazzi; sino atender al orden de la naturaleza: la razón filosófica se desenvuelve en un orden, que se distingue del orden en que la razón está elevada por la fe.