Historia de la teología cristiana (750-2000)

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

6. EL BEATO JUAN DUNS ESCOTO

El escocés Juan Duns Escoto (1265/66-1308) fue el más brillante teólogo de la última generación del siglo XIII. En 1278 entró en la Orden franciscana en el convento de Dumfries. Estudió en Haddington (1281-1283), París (1283-1287), Northampton (1287-1291) y París (1291-1296). Bachiller bíblico (1296-1297) y bachiller sentenciario (1297). Leyó los cuatro libros de las Sentencias en Cambridge (1297-1300), París (1301-1303) y Oxford (1303-1304). En 1303 fue expulsado de París, por apoyar al papa Bonifacio VIII frente a Felipe IV el Hermoso, rey de Francia. De nuevo estaba en París en 1304. En 1307 se trasladó a Colonia, donde murió el 8 de noviembre de 1308. Fue beatificado por Juan Pablo II en 1993.

Aunque su obra se forjó en el marco de las controversias originadas por la condena de 1277, no debe exagerarse la impronta de tales polémicas en su síntesis65. Escoto fue un temperamento especulativo demasiado grande para ser víctima, sin más, de la lucha de escuelas, que mucho influyó, sin embargo, en figuras de menor relieve.

En teología, Duns fue ante todo un fiel seguidor de la tradición teológica franciscana, iniciada con la Summa halensis y con las grandes obras sistemáticas de san Buenaventura; teología que él desarrolló explorando virtualidades hasta entonces inadvertidas. En filosofía, fue un continuador de la metafísica griega, al margen de la recepción llevada a cabo por Tomás de Aquino66.

A) LA METAFÍSICA ESCOTISTA Y SUS IMPLICACIONES TEOLÓGICAS

Según Escoto, la perspectiva filosófica se revela muy frágil en la comprensión del misterio divino y del misterio del hombre. Por ello, la filosofía necesita de la teología. La filosofía, por ejemplo, sólo puede concebir a Dios bajo la razón de ente; la teología, en cambio, nos lo presenta como Dios personal. La diferencia es importante, y no puede ser orillada. En otros términos, y como ha escrito José Antonio Merino (vid. Bibliografía): Duns «no niega la posibilidad de un saber científico y filosófico, pero afirma que tal saber sólo es posible en su totalidad desde el horizonte teológico. Con ello, la filosofía no cambia de naturaleza ni de estatuto ontológico, sino que recibe una nueva luz y se le ensancha su mismo campo».

Sin embargo, los filósofos y los teólogos no pueden entenderse fácilmente, pues fe y razón se encuentran en planos diversos. Es preciso determinar, por tanto, un lugar de encuentro entre ambos niveles. Y ese encuentro, según Duns, va a tener lugar en la metafísica, la ciencia que estudia el ente en cuanto ente. Para que el encuentro sea verdadero, tal «noción» de ente habrá de ser unívoca. Martin Heidegger, que se interesó por la síntesis escotista desde su tesis de habilitación para la docencia, escribió, con fina intuición: «El ens, en cuanto lo máximo escible [lo máximo cognoscible] tomado en el sentido mencionado [por Duns], no significa otra cosa que condición de posibilidad del conocimiento objetivo en general». Así concebida, la ciencia del ens es la metafísica, aunque distinta de la «filosofía primera» aristotélica. Por ello Honnefelder (vid. Bibliografía) ha dicho que Duns refundó la metafísica, apartándose del peripatetismo y, por supuesto, de la posición aquiniana, porque la metafísica escotista es, al mismo tiempo, la teología natural o racional (o teodicea). Hay, pues, física, meta-física o teología natural (sub lumine rationis), teología sobrenatural (o teología sub lumine fidei), ciencia beata o teología de los bienaventurados (teología sub lumine gloriæ) y ciencia divina. La metafísica escotista se convierte así en la ciencia bisagra o de encuentro entre la fe y la razón.

Aquino (y antes Aristóteles) había considerado que la metafísica es la ciencia que estudia el ente en cuanto ente, porque se interesa por todo lo que es, en cuanto que es; también por Dios, que al fin y al cabo es un ser, aunque entre los seres creados y el ser por esencia haya un salto cualitativo impresionante. Para Escoto, en cambio, la metafísica o teología natural tiene por objeto aquello que es el sustrato último de todo cuanto existe; aquel común denominador de todo lo que es, bien Dios, bien las criaturas; la capa más fina del existir. El objeto de la metafísica es, por tanto, el ser generalísimo, la expresión ínfima de la realidad, antes de que esa realidad sea esto y lo otro, y antes de que no sea nada; y ese ser generalísimo es también la posibilidad de pensar todo ser. La metafísica escotista es, pues, una «ontología».

B) EXISTENCIA DE DIOS

A partir de la ontología se puede acceder a Dios racionalmente. Hay que buscar una noción de Dios que sea aceptada tanto por el filósofo como por el teólogo, aun cuando el teólogo sepa de Dios mucho más que el filósofo. En consecuencia, las pruebas de la existencia de Dios no podrán ser cosmológicas, como había pretendido santo Tomás, es decir, a partir del mundo, y ni siquiera metafísicas; sino sólo ontológicas, a partir de la noción generalísima de ente, pues en esa noción de ente se dan la mano el filósofo y el teólogo67. Tal demostración tiene un fundamento y tres pasos.

(a) El fundamento ontológico de la demostración es que lo «finito» expresa una propiedad trascendental del ser, ampliando, de este modo, las pasiones convertibles con el ser, de cuatro (uno, verdadero, bueno y algo) a cinco o seis (si se incluye también lo «bello»). Y del mismo modo que Dios es sumamente uno, verdadero y bueno, así también Dios supera por completo la finitud y es, por ello, infinito. Más en concreto, la infinitud es el constitutivo formal de la esencia divina, es decir, aquel atributo que para nosotros resulta primero y más evidente (recuérdese que, para Aquino, el constitutivo formal de la esencia divina es ser el existente por esencia, o sea, ser el ipsum esse subsistens). Según Escoto, la noción de ser infinito, abstraída de la conciencia de la criatura, es idónea para representar el ser divino, aunque de modo imperfecto. Con todo, el concepto de infinito es, a la vez, el concepto más perfecto y simple alcanzable por nosotros; es más simple y más perfecto que la noción de bueno, verdadero o cualquier otra noción trascendental semejante. El concepto más simple y perfecto que puede concebir la mente humana es, por consiguiente, el de «ens infinitum».

(b) Supuesto el fundamento metafísico, los pasos de la demostración de que existe un ser infinito en acto son los siguientes:

1º) es preciso demostrar que es posible el ser infinito68;

2º) y después hay que concluir que esa posibilidad está efectivamente realizada, es decir, que el ser infinito existe69.

Conviene advertir que Duns Escoto tiene una noción del «infinito» que se aproxima al infinito matemático, a una noción o concepto cuya realidad es lógica, pero con un matiz importante: no sólo es lógica, sino también efectiva, en el caso de Dios. Por eso afirma que una inteligencia limitada (o finita), como lo es toda inteligencia creada, pueda «abarcar» el ser infinito, porque el principio «el todo es mayor que la parte» no es principio universal y primero, pues hay partes del todo que pueden ser iguales que el todo, como ya demostró Euclides70.

Aquino, por el contrario, consideró que el infinito in actu es imposible, incluso el infinito matemático. Por consiguiente, y según santo Tomás, «es imposible que un cuerpo natural sea infinito». Afirma, sin embargo, que «Deus est infinitus et perfectus», pero no a partir del análisis del infinito matemático, que considera imposible, sino como la forma perfectísima que carece de cualquier restricción. Toda forma inmaterial creada, como los espíritus puros, es una forma finita, porque está limitada o restringida por su propio esse o existir. No obstante, Dios es tan perfecto, que su forma o esencia no está limitada por su esse, sino que la esencia divina es ella misma puro existir, «ipsum esse subsistens»71. En este sentido, y según Aquino, se dice que es «infinito», en que su esse es tan perfecto, que no tiene limitación alguna.

C) LOS ATRIBUTOS DIVINOS

Entre los atributos divinos, Escoto concede una importancia capital a la omnipotencia. Distingue dos tipos de omnipotencia: la «omnipotencia filosófica» y la «omnipotencia teológica». Define la omnipotencia filosófica como la infinita potencia divina que admite, por naturaleza, la colaboración de causas segundas. La omnipotencia teológica implica, en cambio, que Dios puede producir por sí mismo todas las cosas posibles, con su propia potencia, sin la ayuda de causas intermedias. Para probar la omnipotencia teológica sería preciso demostrar la siguiente tesis: «Dios puede hacer todas las cosas posibles por Sí mismo sin el concurso de causas intermedias». Según Escoto, se puede demostrar la omnipotencia filosófica; en cambio, no es posible demostrar la omnipotencia teológica; ésta es, por ello, una verdad de fe, un creditum.

Para algunos medievalistas, como Alessandro Ghisalberti (vid. Bibliografía), es contradictoria esta última tesis escotista (que es demostrable la omnipotencia filosófica e indemostrable la omnipotencia teológica). No parece compatible, en efecto, afirmar, por una parte, la infinitud de Dios, como ser soberanamente libre, inteligente y volente; y, por otra, la indemostrabilidad de la omnipotencia teológica. Es más, la misma distinción entre ambos tipos de omnipotencia (filosófica y teológica) parece una aporía. Con todo, la posición de Escoto podría justificarse desde su particular contexto histórico. Duns estaría dialogando con el aristotelismo en las distintas versiones plenomedievales del peripatetismo. Habría tenido a la vista, en efecto, las tesis de la filosofía griega sobre la eternidad del mundo (o la eternidad de la materia o del ser comunísimo) y las tesis emanacionistas del neoplatonismo, asumidas por el kalam islámico (o sea, la teología especulativa islámica). Para la filosofía antigua no habría dificultad en postular la omnipotencia divina, con tal de que se garantizase, bien la eternidad del efecto, o bien una sucesión intermedia de causas segundas coadyuvantes. En cambio, sería impensable —para los antiguos— un Dios creador ex nihilo, o sea, sin mediación de instancias intermedias, no limitado tampoco a lo que ha creado efectivamente, como confiesa el cristianismo72.

 

Por otra parte, un acento tan marcado en la infinitud de Dios, entendida como constitutivo esencial de Dios, es decir, como su atributo más evidente para nosotros, y la insistencia en la omnipotencia divina, prepararon la famosa distinción entre lo que puede Dios de potencia absoluta y lo que puede de potentia ordinata. En otros términos, y como ha escrito Gilbert (vid. Bibliografía): «Para Escoto, Dios tiene un poder absoluto (potentia Dei absoluta), pues no hay ninguna contingencia que lo limite, a no ser lo que de suyo es contradictorio. Sin embargo, cuando Dios elige, se deja determinar por su elección. Su poder se limita entonces por su fidelidad; es potentia ordinata». Esto tendría consecuencias decisivas para la teología moral.

Leonardo Polo (vid. Bibliografía) reitera que la noción escotista de voluntad no es sólo pasiva (dependiendo del intelecto), sino activa y espontánea. De ahí esa máxima escotista que se ha hecho famosa: «Quare voluntas voluit hoc? Nulla est causa, nisi ut voluntas sit voluntas» (¿Por qué la voluntad quiere esto? No hay causa: sólo que la voluntad es la voluntad)73. Y esta máxima vale, en primer lugar y de modo eminente, para Dios; pero, de modo subordinado, también vale para el hombre.

D) LA SANTÍSIMA TRINIDAD

El tratado de Deo trino de Duns se introduce con un principio de inspiración aviceniana: «Todo aquello que no incluye contradicción es posible74. Es así que no es contradictorio que exista una sola esencia en tres personas; luego…»75. Por consiguiente, si no es contradictorio que sea trino en personas, habrá que mostrar que ello es posible, como lo enseña nuestra fe cristiana.

La argumentación escotista discurre, seguidamente, por vías que recuerdan los desarrollos de san Buenaventura, que había mostrado que necesidad y libertad pueden ser compatibles 76. El Seráfico había establecido, en efecto, tres tipos de necesidad y había explicado que sólo conviene a Dios una necesidad que sea intrínseca por completo, radicada en la propia naturaleza, pues sólo tal necesidad es compatible con la absoluta liberalidad («necessitas quæ non excludit benignitas»)77. Tal necesidad absolutamente liberal descarta cualquier dependencia. Por tanto, se puede decir, sin contradicción, que necesariamente hay en Dios tres personas iguales y realmente distintas, y que, no obstante, el proceso de «producción» de esas tres personas es un proceso libre.

Escoto no se limitó a glosar la teología bonaventuriana, sino que dio un paso adelante. Si todo en la esencia divina es necesario, pues si no fuera necesario sería posible, en el sentido de que podría ser o no ser, la «producción» de la segunda y tercera persona tiene que ser también necesaria y voluntaria78. Ahora bien: ¿acaso no repugna que esa producción inmanente en Dios sea necesaria y, al mismo tiempo, sumamente libre? Ya hemos dicho que no, siguiendo al Seráfico. Con todo, para ilustrar que no repugnan necesidad y libertad al mismo tiempo, hay que distinguir entre el origen de la producción (el agente productor), la producción y lo producido. Aunque sea necesaria la producción, pueden ser libres el agente productor y el efecto producido.

Seguidamente apela Duns a la consideración agustiniana de las potencias del alma, que son tres, según el Doctor Hiponense: memoria intelectual, inteligencia y voluntad. Por la memoria conoce el hombre el antes y el después, el origen y el término. En Dios, en cambio, no hay antes y ni después de duración, sino sólo simultaneidad y sincronía (ab æterno son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo). En otros términos: aunque hay antes y después en el orden genético o de la producción, porque el Padre es el principio fontal de la Santísima Trinidad, no hay anterioridad ni posterioridad de duración. El Verbo es —según Escoto— la intelección de la memoria fecunda (dictio memoriæ fæcundæ); o, de otra manera, el Verbo se «produce» cuando la memoria conoce su precedencia. El Verbo es, por tanto, un conocimiento procedente, aunque sin sucesión «temporal» o duración. De este modo, el Padre es como la memoria, porque conoce que él es el origen del Hijo y que el Hijo procede de él. El Hijo es como la inteligencia, porque conoce que es el procedente del precedente79.

Así armoniza Escoto (o al menos lo pretende) la necesidad con la libertad en la generación del Verbo de Dios; y coordina las dos grandes tradiciones trinitológicas: la agustiniana, basada en la consideración trimembre de las facultades psicológicas (memoria, inteligencia y voluntad); y la tomista, que se inspira en la analogía de las dos procesiones inmanentes del alma humana, que son entender y querer.

E) CRISTOLOGÍA Y SOTERIOLOGÍA

En cristología se revela Escoto como un defensor tenaz de la predestinación de Cristo a la Encarnación. En otros términos: sostiene que el Verbo se habría encarnado en cualquier caso, aunque no hubiese pecado Adán. Tal tesis es coherente con su particular concepción de las relaciones entre el natural y el sobrenatural, y constituye un desarrollo de la teología franciscana, iniciado, en este punto, por la Summa theologica de Alejandro de Hales, según se indicó más arriba80. En todo caso, no debe establecerse una dialéctica, como ha pretendido un sector de la manualística, entre la cristología funcional (Cristo se encarnó por nuestros pecados), lo cual significa la pro-existencia de Jesucristo, y la cristología ontológica (se habría encarnado en cualquier caso), que implica la pre-existencia de Jesucristo. Lo ha expresado con claridad la Comisión Teológica Internacional, saliendo al paso de algunas cuestiones suscitadas últimamente en el ámbito de la cristología:

El anuncio acerca de Jesucristo, el Hijo de Dios, se presenta como signo bíblico del por-nosotros. Por lo cual, se debe tratar toda la cristología desde el punto de vista de la soteriología [así san Anselmo y santo Tomás]. Por eso algunos modernos, de alguna manera y con razón, se han esforzado por elaborar una cristología funcional. Pero, en dirección opuesta, es igualmente válido que la existencia de Jesucristo para-los-otros no se puede separar de su relación y comunión íntima con el Padre y, por eso, debe fundarse en su filiación eterna. La pro-existencia de Jesucristo [se encarnó por nosotros, para redimirnos de nuestros pecados], por la que Dios se comunica a sí mismo a los hombres, presupone su pre-existencia. De no ser así, el anuncio salvífico acerca de Jesucristo se convertiría en mera ficción e ilusión, y no podría rechazar la acusación moderna de ser una ideología. La cuestión de si la cristología debe ser funcional u ontológica presupone una alternativa completamente falsa81.

Según Escoto, no fue el pecado de Adán, la razón o primer motivo de la Encarnación, sino el amor divino. Así pues, la creación es inseparable, en los decretos divinos, de la Encarnación.

Ante todo, meditó [Escoto] sobre el misterio de la encarnación y, a diferencia de muchos pensadores cristianos del tiempo, sostuvo que el Hijo de Dios se habría hecho hombre, aunque la humanidad no hubiese pecado. Afirma en la Reportata Parisiensia: ‘¡Pensar que Dios habría renunciado a esa obra si Adán no hubiera pecado sería completamente irrazonable! Por tanto, digo que la caída no fue la causa de la predestinación de Cristo, y que, aunque nadie hubiese caído, ni el ángel ni el hombre, en esta hipótesis Cristo habría estado de todos modos predestinado de la misma manera’82. Este pensamiento, quizá algo sorprendente, nace porque, para Duns Escoto, la encarnación del Hijo de Dios, proyectada desde la eternidad por Dios Padre en su designio de amor, es el cumplimiento de la creación, y hace posible a toda criatura, en Cristo y por medio de él, ser colmada de gracia, y alabar y dar gloria a Dios en la eternidad. Duns Escoto, aun consciente de que, en realidad, a causa del pecado original, Cristo nos redimió con su pasión, muerte y resurrección, confirma que la encarnación es la obra mayor y más bella de toda la historia de la salvación, y que no está condicionada por ningún hecho contingente, sino que es la idea original de Dios de unir finalmente toda la creación consigo mismo en la persona y en la carne del Hijo83.

Esta tesis es coherente con su particular concepción de las relaciones entre el natural y el sobrenatural.

En cuanto a la Redención, estima que no era necesario el rescate, pues Dios podría haber prescindido de toda satisfacción, incluso en la hipótesis del decreto de salvación. Además, aunque Dios haya exigido una satisfacción equivalente, todo hombre podría haberla dado para sí mismo, con la gracia, e incluso un hombre por toda la humanidad, con una gracia especial (summa gratia), puesto que el pecado no tiene gravedad infinita. Tampoco los méritos de Cristo tienen intrínsecamente valor infinito, sino sólo extrínsecamente, en cuanto que Dios puede aceptar esos méritos como si tuvieran valor infinito.

En mariología defendió, con solventes argumentos de conveniencia, que María fue preservada de todo pecado, tanto original como actual, en virtud de los méritos de Cristo. María no quedó, pues, excluida del plan general de salvación, Fue redimida del más perfecto, porque nunca quedó contaminada en atención a los méritos que su Hijo (todavía no concebido en su seno virginal) merecería por la pasión, muerte y resurrección («ante prævisa merita»).

F) GRACIA, SACRAMENTOS Y VIDA ETERNA

No olvidemos que Escoto no distinguió realmente entre el alma y sus potencias (el alma es inteligencia cuando entiende, es voluntad cuando quiere y es memoria cuando recuerda). Así, pues, la gracia santificante, don creado, se identifica con la virtud de la caridad (o, al menos, no se distinguen realmente). Por ello mismo, no admite las virtudes morales infusas, puesto que, al ser elevada el alma por la gracia, lo son eo ipso las facultades del alma y los hábitos adquiridos e insertos en esas facultades. Sólo considera otros dos hábitos infusos además de la caridad: la fe y la esperanza. Tampoco los dones del Espíritu Santo se distinguen entre sí realmente.

En temas sacramentológicos, sostiene que los sacramentos contienen moralmente sus efectos, en el sentido de que Dios se ha comprometido a actuar en el rito sacramental, cada vez que tal rito se reproduzca, siguiendo en esto a su maestro el Doctor Seráfico.

En cuanto a la bienaventuranza eterna, considera que ésta consiste formalmente en un acto de amor o de la voluntad. En otros términos: aunque tanto la inteligencia como la voluntad jueguen un papel muy activo en la posesión intencional de Dios, la superioridad de la voluntad con relación a la inteligencia garantiza también la preeminencia de la voluntad en el cielo.

* * *

Por todo lo resumido en los párrafos anteriores, se advierte que Duns Escoto ofreció una síntesis espectacular, aunque distinta de la tomasiana. No obstante, su vida intelectual fue tan corta, de apenas diez años, que no pudo madurar sus principales intuiciones, ni dejarnos ninguna obra sistemática completa. Desarrolló las perspectivas ofrecidas por Alejandro de Hales y su equipo, y apuntó, según algunos medievalistas, el inicio de un modo nuevo de filosofar. Con un poco de exageración, Honnefelder (vid. Bibliografía) considera que Duns «refundó» la metafísica. Otros historiadores modernos descubren en Duns los antecedentes remotos de la crítica ilustrada e incluso de la ontología heideggeriana.

Aunque es innegable que constituye una alternativa a la síntesis tomasiana y que se aleja de las grandes novedades ofrecidas por Aquino, Duns es más bien el testimonio de la continuidad. En algún sentido, construye un puente entre la antigüedad tardía y la modernidad, y pasa por encima de la revolución aquiniana.

Puesto que la filosofía constituye un momento interior del quehacer teológico, a distintos planteamientos filosóficos, distintas soluciones teológicas.

 

7. LOS TEÓLOGOS ESCOLÁSTICOS DEL SIGLO XIV HASTA EL CISMA DE OCCIDENTE

A) EL CONFLICTO ENTRE EL HIEROCRATISMO Y EL «ESPÍRITU LAICO»

A finales del siglo XIII hubo importantes cambios en la vida europea. La última cruzada (la octava) terminó con un estrepitoso fracaso y con la muerte en Túnez de san Luis de Francia. El papa Celestino V (1294) renunció a los pocos meses de ser elegido. El Imperio germánico se había debilitado tras la muerte de Federico II Hohenstaufen (†1250) y poco después se extinguía esta dinastía alemana (1268), permitiendo la intervención de los monarcas franceses en el sur de Italia y su intromisión en los asuntos pontificios, injerencia que habría de durar hasta bien entrados los tiempos modernos. De este modo, los conflictos entre el papa y el emperador, que habían comenzado a mediados del siglo XII, cedieron el paso a los conflictos entre el papa y el rey de Francia.

El papa Bonifacio VIII (1294-1303), sucesor de Celestino V, padeció el duro acoso del rey francés Felipe IV el Hermoso. Este conflicto se desató por diversas causas, entre ellas, la intromisión real en la vida del clero francés; las disposiciones del papa sobre el cobro de los diezmos, que incomodaron al monarca franco, que respondió prohibiendo que saliesen de Francia masas monetarias con destino a Roma; y, sobre todo, la bula papal Unam sanctam (1302), que consagraba la superioridad del poder religioso (espiritual, se decía) sobre el poder político (o temporal), en una época en que esta doctrina ya era muy discutida por teólogos y juristas84. La crisis del papado estalló finalmente con Clemente V (1305-1314), que, presionado por el monarca francés, trasladó el papado a Aviñón, donde estuvo hasta 1378. Después vendría el Cisma de Occidente, quizá los cuarenta años más dramáticos de la historia de la Iglesia latina.

Durante el «exilio» de Aviñón, la ciencia teológica emprendió nuevos derroteros. Por una parte, empezó a interesarse por el «espíritu laico», es decir, por la separación o total independencia, sin más matices, de los dos poderes supremos de la cristiandad: el poder espiritual y el poder temporal, con predominio de este sobre aquel. En este campo destacaron, entre otros, cuatro pensadores: Dante Alighieri (1265-1321), con su De Monarchia; el averroísta Juan de Jadún (1285/89-1328); Marsilio de Padua (1275/80-1342/3), con su Defensor pacis; y el franciscano Guillermo de Ockham (1285-1347), con dos opúsculos de gran influencia: De potestate pontificum et imperatorum y Breviloquium de potestate papæ. Con el tiempo, estas reflexiones darían pie a una controversia eclesiológica de gran alcance, especialmente en los años posteriores al Concilio de Constanza (1414-1418). Huyendo de posibles represalias, Jadún, Marsilio y Ockham se exiliaron a Múnich, donde conspiraron, al amparo del emperador Luis de Baviera, contra el romano pontífice.

Pero hubo así mismo una corriente hierocrática o, para ser más precisos, una teología que defendió la supremacía jurisdiccional del pontífice romano sobre el emperador o el rey, también en lo temporal y no solo en lo religioso o espiritual, cuyos principales representantes fueron el agustino Egidio Romano (ca. 1247-1316), que redactó un De regimine principum, de inspiración aristotélica, y, sobre todo, un De ecclesiastica sive summi pontificis potestate, en que defendió la superioridad del papa en el orden temporal, frente a los intereses del «espíritu laico»; el dominico Juan Quidort de París (ca.1240-1306), papalista más contenido y prudente que Egidio, autor de un De potestate regia et papali, redactado hacia 1303; el beato Jacobo de Viterbo (†1307), discípulo de Egidio, aunque más moderado que su maestro, autor de un importante De regimine christiano, escrito hacia 1302, en el que formuló la doctrina de los dos poderes en unos términos que después serían clásicos: distinción neta de los dos órdenes y referencia última de los dos poderes papales (temporal y espiritual) a Cristo, en quien reside la plenitud de la potestad en el cielo y en la tierra; Agustín Triunfo (1243-1328), autor de varios opúsculos, redactados hacia 1308, sobre la potestad del romano pontífice y, sobre todo, de una Summa de potestate ecclesiastica dedicada a Juan XXII, que data de 1320 y que fue pedida por el papa para hacer frente a las doctrinas «laicistas» que se abrían paso; y el franciscano Álvaro Pelayo (Álvaro Paes) (ca.1280-1352), penitenciario mayor en Aviñón en tiempos de Juan XXII, autor de un célebre De planctu ecclesiæ (hacia 1330), donde se lamenta de la situación de la Iglesia y propone, como única solución, ampliar los derechos de la Santa Sede.

Obviamente, el debate tuvo ribetes de oportunismo (por razones económicas o políticas, por ejemplo); pero las últimas motivaciones hay que buscarlas en los cambios de paradigmas culturales, concretamente teológicos y, muy en particular, filosóficos y sociológicos. Esto se advierte con nitidez cuando se analiza el caso de Guillermo de Ockham, quizá el más destacado representante del «espíritu laico».

B) GUILLERMO DE OCKHAM

Los principios del ockhamismo

Guillermo de Ockham (1280/88-1347), el Venerabilis Inceptor, nació en Ockham, en el condado de Surrey, a veinte millas de Londres. En 1306 fue ordenado subdiácono. En 1307 se encontraba en Oxford para realizar sus estudios universitarios. Bachiller sentenciario en 1318. Bachiller bíblico en 1320. En 1324 viajó a Aviñón para responder a ciertas acusaciones de herejía. La comisión deliberó durante tres años, al cabo de los cuales fueron condenadas siete tesis suyas. El 26 de mayo de 1328 huyó de Aviñón, en compañía de Miguel de Cesena, general de los franciscanos, y con otros franciscanos espirituales, refugiándose en la corte del emperador Luis de Baviera. Murió hacia 1347, quizá víctima de la gran epidemia de peste negra.

Cuatro son los principios básicos del ockhamismo (cfr. Alessandro Ghisalberti, vid. Bibliografía): (a) principio de la omnipotencia absoluta divina, (b) principio de la economía metafísica, (c) principio de la inmanencia gnoseológica, y (d) logicismo del principio de contradicción. Dicho en otros términos: el mundo es un mundo de entes particulares, sin vinculaciones específicas o esenciales entre sí; no hay que admitir nada que no sea necesario, es decir, que no pueda probarse o demostrarse; los conceptos universales, que son los elementos del conocimiento científico, quedan clausurados totalmente dentro del yo cognoscente (son nuda intellecta); y, por último, el principio de contradicción carece de valor ontológico, porque sería limitar la omnipotencia divina (sólo conserva valor puramente lógico).

Sobre la intuición intelectual del singular y la evidencia

En Guillermo de Ockham influyó el estilo de Duns Escoto; pero no sólo su estilo, sino sobre todo su peculiar manera de plantear los temas, especialmente la doctrina escotista sobre la intuición del singular. Para Duns, en efecto, el objeto propio del intelecto es la esencia sensible («quidditas rei sensibilis»). En consecuencia, la conoce directamente, porque si no, no sería su objeto propio. Así, pues, hay tres momentos cognoscitivos, según Escoto: la intuición sensible, por la cual los sentidos se hacen con la cosa; la intuición intelectual, por medio de la cual el intelecto viador se percata de que está ante algo existente; y la noticia abstractiva del singular, operación por la cual el intelecto desmaterializa la noticia sensible (producto de la intuición sensible) y extrae de ella la esencia o quididad de la cosa material, o sea, la esencia del singular. De este modo, al criticar la doctrina aristotélica de la abstracción, alteró decisivamente las condiciones de posibilidad de la ciencia teológica, porque de Dios no hay intuición ni sensible, ni intelectual, al menos in statu viæ, es decir, mientras somos viadores.