El hechizo de la misericordia

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El ejemplo de los santos

Que entremos con este ánimo en la Cuaresma, excitando a la esperanza y procurando evitar que nos influyan estos criterios que tenemos que, como están un poco por encima de lo corriente del mundo en que vivimos, pues quizá nos tranquilicen más. Y coger la vida de los santos, no sé si es salirse de la Liturgia. En la Liturgia es normal que aparezcan escritos de santos; además, antes aparecía una biografía en cada Nocturno. Entonces debemos vivir así la liturgia, y leer la vida de los santos, biografías que sean fidedignas, simplemente.

¿Y ellos que hacían?, ¡Si yo tenía que hacer lo mismo! Que, por supuesto, no tengo que hacer lo mismo materialmente, estamos todos de acuerdo; pero que estas actitudes que a todos les llevaban a unas realizaciones que eran descaradamente raras y que eran descaradamente testimonio de que allí había algo especial, ¡eso sí! Deseemos y esperemos que nosotros hemos de hacer lo mismo. Y que como no acabamos de romper tenemos que pedirle a Dios que no pase este Pentecostés sin que nos ilumine. Lo que he dicho antes hablando de la Diócesis en general, para que se pueda notar que aquí ha pasado algo. ¿Qué ha pasado? Ha pasado el Espíritu Santo, en una presencia especial, con unas gracias especiales, que nos dejan situados en un planteamiento muy superior al que teníamos hasta ahora. Que, si nos ponemos ahora a reformarnos algo, apenas encontraremos casi nada que reformar, por eso pongo la esperanza en la Cuaresma. Y ahora me pongo a pensar y la verdad las cosas que se me ocurren que pueda arreglar, son tan pequeñas que no van a dar testimonio ninguno especial, pero, sin embargo, las transformaciones de los santos que van de claridad en claridad creciendo, y de claridad en claridad iluminando, no veo que se nos ocurran, no digo en mí, sino que en vosotros tampoco (con perdón).

Pues esto es lo que me parece que tenemos que examinar, o sea, ver la Cuaresma como esta acción gratuita de Dios especialmente intensa para mí y pensando en mí individualmente; verla con mucha esperanza; ver que la urgencia del mundo, que ya hemos pensado un poco antes, me está indicando que debo tener esperanza de frutos inmediatos y superabundantes; ver que esto influye a la contrición; darme cuenta de por donde tengo que orientar los motivos y los pensamientos sobre la contrición a la luz de los textos de la época litúrgica y ver que los aspectos son no solo de pecado, sino también de maneras de ser y demás que deberé cambiar, pero ver que hay algo aquí que falta todavía, que no hemos dado con ello, que es una calidad distinta y que es la que hace que los santos puedan producir lo que producen.

Yo no pienso que tenemos que tener menos esperanza que lo que hicieron los apóstoles en los prodigios en Pentecostés y que lo que hizo, por ejemplo, S. Ignacio, en su vida. S. Ignacio está unos cuantos años, pero pocos, menos de los que llevamos nosotros conociéndonos, y al cabo de una temporada, distribuye a los Jesuitas, y los Jesuitas no estaban todavía en la cumbre de la santidad, pero eran espirituales. Organizan, donde quiera que van, unas tempestades tremebundas. Y vamos, eran menos de seis sacerdotes. Entonces se alzaría Lutero con su reforma y todo lo que queramos, pero no había comparación con el mal que hay ahora.

Pues entonces no se trata de que seamos S. Ignacio de Loyola, que ya está en el cielo, pero sí se trata de por qué no tenemos que recibir las mismas gracias, de otra manera por supuesto, pero vamos quiero decir simplemente, que vamos a ver si por lo menos alcanzamos de Dios que nos dé la capacidad, de que con ese mismo Espíritu y de otra manera, por supuesto, pues ¡señores que funcione la Diócesis!

Y aunque vuelvo a lo que he dicho antes, para terminar, es que a mí me parece que el testimonio más fuerte en la Iglesia de hoy es precisamente que unas cuantas Diócesis funcionen. Es lo que manifestaría, lo que manifestará, porque eso tiene que pasar, manifestará de verdad que los cristianos en cuanto tales pueden ser santos por la distribución normal de la Iglesia, que resulta que es normal, es corriente, incluso. Es corriente, pero que tiene que estar vivificada por el Espíritu Santo y no que pensemos que siempre que yo quiero dar un paso a la santidad tiene que ser sustraído lo más posible al ambiente de los sacerdotes. Es al revés, que los sacerdotes y alrededores, el presbiterio quiero decir, y el Obispo mismo tendrá defectos, claro está, como encuentro en mí. Como también S. Ignacio tendría sus defectos, si no a ver de qué se confesaba; S. Francisco Javier le pasa que era otro nivel, otro nivel de santidad y otro nivel de defectos. Y otro odio al pecado que ellos mismos caían. No sé por qué no vamos a esperar esto. Pero como esto somos nosotros quienes tenemos que hacerlo, somos nosotros los que tenemos que esperar que Dios lo haga en nosotros.

3. Cristo, amante no amado

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Se trata de una homilía en Ejercicios espirituales a sacerdotes, en Julio de 1986. [308-A]. En esta homilía a sacerdotes, Rivera, desde la fuente del Corazón de Cristo, Amante no amado, articula el doble movimiento de la misericordia: venid a Mí y buscar la oveja perdida.

Con todo el sentido que tiene la devoción al Corazón de Jesús, basándome simplemente en las Encíclicas sobre el tema, vamos a darnos cuenta de tres líneas:

Amante y no amado

La primera, cómo es precisamente esta devoción –según León XIII, y luego lo repiten los dos papas, que han escrito encíclicas sobre el asunto: Pío XI y Pío XII– la sustancia de la vida cristiana. Y la sustancia de la vida cristiana, precisamente expresándolo con una frase de un hombre –el Padre García Nieto– que estaba continuamente hablando de esto, la devoción al Corazón de Jesús es la devoción simplemente a Jesucristo, que nos ama y que no es correspondido: «Amante y no amado» decía él siempre, continuamente.

Bien, son los dos aspectos: el primero, esta contemplación que estamos haciendo de la misericordia de Dios, de la misericordia de Cristo, de la misericordia del Espíritu Santo. Es decir, de este amor que se inclina sobre nuestra indigencia, con este sentido particular precisamente, de que es porque somos indigentes por lo que Dios nos ama de esta manera concreta. Las Personas divinas ya se aman entre Sí, por eso ahí no hay misericordia. En segundo lugar, que esta devoción nos lleva a la consideración de la falta de correspondencia de muchísima gente; bueno, de todos, mientras estamos en la tierra. Quitando a la Virgen María, nadie corresponde perfectamente. No corresponder quiere decir que ninguno nos dejamos amar totalmente; ninguno recibimos totalmente la misericordia que Jesucristo nos quiere conceder, que nos quiere derramar –como acabamos de escuchar– con el Espíritu Santo que nos comunica. Derramarla en nuestro corazón, como recibida para que, actuando en nosotros, sea también misericordia hacia los demás.

Y, por consiguiente, este deseo de reparación con todos los aspectos que tiene (que no voy a hablar ahora de eso, porque entre otras cosas lo haremos mañana, al hablar de la expiación). Pero la reparación, en fin, ahí es donde viene el consuelo a Jesucristo, y otra serie de frases que tienen su realidad, tienen sus matices –algunos discutibles– pero vamos, la sustancia es ciertísima.

El primer aspecto de la reparación es simplemente el recibir la misericordia mejor, y, en adelante, que nos queme realmente la conciencia de que la gente no recibe la misericordia de Jesucristo, y que seamos conscientes de que precisamente, porque es misericordia, la puede recibir en cualquier momento. Es decir, que el que la gente esté muy mal, en el sentido precisamente de rechazar esta misericordia, no quiere decir que no la pueda recibir; sino que quiere decir que tenemos que pedirla más. Ahí está todo el valor de la intercesión –del que también hablaremos después–, pero que tenemos que tener presente ya, claro está; y más ahora mismo que estamos celebrando la Eucaristía. Entonces, está el deseo de expresar esta conciencia de la misericordia recibida y el deseo del celo pastoral. Sencillamente, que los demás conozcan más el amor que Cristo nos tiene. Y que nos demos cuenta del mal que acarrea la deficiencia de este celo, de este deseo, actualmente.

Por una parte, tenemos esta mediocridad, de la que estamos hablando tantas veces, por la cual consideramos que la gente se va a salvar de todas maneras, y qué más da que sea de una manera que de otra ¿no? Que Dios es muy bueno, viene a ser algo así como que es muy bonachón y que se aguanta con lo que sea, y ya está; y ¿qué más da?, que seamos como seamos, le da lo mismo ¿no? Pero debemos darnos cuenta de que decir que “Dios es amor” (1Jn 4,8) es decir que quiere llevarnos a la perfección, que es prácticamente lo contrario de lo anterior. Y, por consiguiente, que no es igual el que la gente incluso llegue a la plena santidad sin conocer a Cristo que conociéndole. Que es muy curioso que para las cosas de este mundo tengamos tantas urgencias y que, para las cosas eternas, que son de este mundo también lo que pasa es que no son exclusivamente de este mundo –porque el amor de Dios se vive ya en la tierra, vamos–, nos veamos tan lentos. El asunto es que nos debía quemar el pensar que hay gente que va a vivir 80 años sin enterarse de que Dios le ama. Y que las consecuencias psicológicas no son las mismas y que, normalmente, tampoco serán igual las consecuencias eternas.

Aun suponiendo que haya dos personas: una, conociendo a Cristo en la tierra y, otra, sin conocerle, que van a llegar a la misma santidad, no es indiferente, precisamente. Recuerdo hace muchos años hablando con una muchacha que estaba muy metida, muy comprometida por el prójimo ¿no? y me decía (era maestra, y estaba dedicada a la enseñanza de niños pobres y cosas por el estilo): «bueno, y si no se bautizan, pues ¿qué más da? A última hora se pueden salvar». Y yo le dije: «Y sin saber leer se pueden salvar mejor todavía, entonces no sé para qué diablos se dedica usted a enseñar a leer a los niños». Si nos ponemos en ese plan…

 

Cuando ese plan produce esos efectos, es que está mal planteado el plan. El plan de Dios no es: «como hay felicidad en el cielo, qué más da cómo lo pasemos en la tierra». El plan de Dios es que como hay felicidad en el cielo, tiene que redundar la felicidad del cielo en la tierra también ya (aunque en la tierra supone sufrimientos también). Es decir, que empecemos a vivir ya la vida eterna. Vivir la vida eterna, es decir, la complacencia de que la gente conozca a Dios, evidentemente. Y que conozca, por tanto, a Dios por el camino que se manifiesta, por el modo que se manifiesta, que es el conocimiento de Jesucristo.

“Venid a Mí”

Por otro lado, otro aspecto a comentar un momento nada más, es esta frase que hemos dicho –me parece que en el Aleluya–: “Venid a mí los que estáis agobiados y cansados, que Yo os aliviaré; sed discípulos míos que soy manso y humilde de corazón y encontraréis el descanso para vuestras almas” (Mt 11, 28-29). Consideren esta conciencia de la alegría, en la tierra, por supuesto relativa, que es el seguir a Jesucristo. Estrictamente hablando, según muchos exegetas –y me parece que tienen que llevar razón, no porque yo sepa mucha exégesis ni muchos idiomas, sino simplemente porque es lo más coherente con todo el Evangelio, con toda la buena noticia– no es que al ser nosotros más buenos imitamos a Jesucristo y así aprendemos de él la humildad. Lo cual es verdad, pero es una consecuencia, es uno de los muchos aspectos a contemplar. Que, simplemente, “sed discípulos míos” es igual que convivir conmigo, que era lo que hacían los discípulos, a los que nos está llamando es a vivir con él. Y “encontraremos descanso”, pues porque Jesucristo es manso y humilde de corazón. Y ser manso y humilde de corazón quiere decir que es bueno, y una persona buena es agradable, ni más ni menos.

Entonces, que nos demos cuenta de que ya en la tierra Jesucristo nos ofrece –y esto está estrictamente relacionado con lo anterior ¿no?– que si vivimos ya también a nivel psicológico con Jesucristo, aunque pueda haber dificultades, aunque pueda haber incluso sensaciones totalmente trágicas –como una persona que vive toda su vida deprimida, vivirá con sensación trágica–, pero aunque ella no se dé cuenta, en el corazón –y el corazón es el núcleo de la personalidad, no la viscerita ésta que es la que siente, y le recitamos sentimientos y cambia, y todas esas cosas– sino el núcleo de la personalidad está alegre. Que la afectividad donde está la alegría y la tristeza no es sólo física, no es sólo emocional. Entonces las almas separadas no tendrían alegría ni tristeza. El gozo de los bienaventurados, como los que están canonizados –quitando la canonización de otra forma de la Virgen María– y que son personas que están con el alma nada más, por consiguiente, todo el gozo que tienen es en una afectividad puramente espiritual, en el sentido de puramente anímica, psicológica. Y lo mismo digo de las almas del purgatorio, el sufrimiento que tienen y el gozo que tienen es puramente anímico. Bueno, que nos demos cuenta de que esto existe en la tierra y además que es capital, y que una persona que tiene mucha alegría espiritual, mucha alegría por consiguiente anímica puede estar perfectamente –debido a una enfermedad, claro está– registrando unas emociones, lo que solemos llamar sentimientos, sentimientos emocionales muy trágicos. Esto puede ser.

Pero, además, generalmente hablando, esto no es así; de manera que esto no deja de ser una excepción. Normalmente el individuo que está unido con Jesucristo tiene el gozo de esa convivencia que, ciertamente, es no solo compatible, sino que es fuente de una serie de sufrimientos concretos particulares, pero que siempre es alegría, porque Cristo nos da su gozo que nadie nos lo puede quitar. No me lo puede quitar más que yo pecando. Y este gozo, que es totalmente real y se caracteriza precisamente por esto, por su estabilidad, porque es espiritual, es compatible con los sufrimientos, y me da una cosa que, experimentalmente, no se puede explicar demasiado que digamos. Y no se puede entender, más que habiéndolo experimentado, en resumidas cuentas. Pero vamos, que uno se puede dar cuenta por analogía de que no es ninguna cosa que no se pueda entender, aunque no se pueda explicar bien. Y entonces esta alegría es la que me da también esta energía, precisamente para gozarme en predicar a los demás, en hacer apostolado. Pensar, por ejemplo, en la carta de S. Juan –según el texto más aceptado– lo que dice al final del primer parrafito es que “nuestro gozo que tenemos en predicaros a vosotros” (1Jn 1,4). El predicar es una alegría. Cuando el predicar nos suponga una especie de trabajo, en el sentido de un esfuerzo, de un sufrimiento, en cuanto a la pura predicación, esto simplemente quiere decir que no estamos disfrutando todavía, que no conocemos a Cristo, porque la boca habla de lo que está lleno el corazón. Y, por consiguiente, cuando el corazón está lleno de Cristo –vuelvo a repetir que el corazón no es necesariamente el sentimiento emocional, sino que es lo personal, lo estrictamente personal– entonces la predicación nos es espontánea, porque no puede callar el que ha contemplado al Verbo.

Porque el hombre tiene una tendencia a la comunicación, y esta tendencia a la comunicación –que es muy buena y natural– es el reflejo, es el fruto de ser imagen de Dios. Entonces nos brota espontánea y, al brotar espontánea, resulta agradable porque lo que brota espontaneo es siempre agradable, en el nivel que sea. Y como esto es en el nivel de la propia personalidad, pues es personalmente agradable, hace feliz a la persona. Y al hacerla feliz, la desarrolla también. Nos hace cada vez más personales, personaliza. Nos hace más santos, en resumidas cuentas, porque es fruto de la acción del Espíritu Santo.

Buscar la oveja perdida

Y, en tercer lugar, tenemos la parábola que acabamos de escuchar. Y no digo más que recordar algo que digo muchas veces: ¿Realmente hacemos caso a esta parábola? ¿Normalmente los pastores dejamos a las ovejas perdidas –digo, perdón, al revés– a las ovejas que, más o menos, parece que están encontradas, para buscar a las que consideramos perdidas?

Decía antes que no tenemos más remedio que obrar. La obra, que es también material, tiene que estar guiada por signos, que también son materiales. Y, por consiguiente, a última hora podemos estar equivocados. Podemos dejar a una oveja perdida, que resulta que es la menos perdida de todas, que es la que está más en contacto con Dios; y nos encontramos con que es el santo más santo de los que había en todo el pueblo, en la parroquia o en el mundo… Pero vamos, los signos que tenemos son de la otra manera. Pues tendremos que obrar según esos signos, movidos por el Espíritu Santo. ¿Es lo que solemos hacer? Porque a mí, sinceramente, me parece que, en cuanto a realizaciones, eso es lo que más falta, esta búsqueda de la oveja perdida. No lo digo por mí –que estoy siempre con gente perdidísima–, en fin, vosotros lo veréis. Cuando estáis en la parroquia, realmente lo más corriente es que estéis atendiendo a un grupito que ya está hecho, y que vienen a Misa el Domingo, y les decís que tienen que venir a Misa… Porque caemos, más o menos todos, en reñir a la gente por lo que hacen otros ¿no?, que además no se lo van a contar. Pero tenemos la obsesión, precisamente, de decir «esta persona está en pecado» –porque objetivamente hablando está en pecado–, no sé cómo está, pero objetivamente está en pecado: ¿Por qué no la busco? Porque esto lo dice la parábola, vamos.

Y llegamos así a una conclusión muy importante, para examinarlo: ¿Cómo tomamos las palabras del Evangelio? Porque lo que cada vez le choca más a uno, que no sale de su asombro es: ¿Cómo podemos hacer tan poco caso a unas cosas que están tan claras? Porque yo creo que, como tantas otras cosas, la idea de que hay que buscar a los pecadores, que hay que buscarlos, que hay que cargárselos sobre el hombro, que hay que estar detrás de ellos, que hay que ir donde estén las ovejas perdidas… Y, por consiguiente, la oveja perdida; es decir, donde hay una. Una persona, todo lo que hemos hablado, porque la misericordia es personal, tengo misericordia de esta persona y voy a buscarla a ella, voy a buscarla precisamente donde la pueda encontrar como persona.

Daos cuenta de que, muy generalmente, la búsqueda de las ovejas perdidas se hace de dos maneras: o poniendo anuncios, al llegar la Cuaresma se ponen anuncios luminosos: «La oveja perdida que quiera, puede entrar; que esta temporada tenemos la puerta abierta». Lo cual no es buscar la oveja perdida; es decir, la oveja perdida que se moleste ella, que ya le hemos puesto anuncios. Eso no es buscarla. Y, si no, la otra, pues es irse a los bares; vamos, hablando claro, y a los sitios más raros, a ver, porque allí es donde están las ovejas perdidas, allí es donde las encontramos. ¡No!, allí no encontrareis las ovejas, allí encontrareis a las cabras. Quiero decir que en aquel momento la gente no está como persona, en aquel momento la gente está como individuo, está cada uno soltando su individualidad a toda orquesta, mezclándose unas con otras, y formando un ambiente de mediocridad que no es el que tenemos que evangelizar.

Se diga lo que se quiera –y se puede decir bien dicho, con tal que se quiera decir algo que es verdad– no es el ambiente lo que tenemos que evangelizar, son las personas. Son las personas las que forman el ambiente, no al revés. Y esto me parece muy importante, porque creo que ya he aludido a ello, es lo que acaba llevándonos, a fuerza de hablar de ambientes, a hablar de los pecados sociales. Y aquí nadie tiene culpa de nada. Son cosas, pues del ambiente. Los ambientes los formamos nosotros y cabalmente lo que tenemos que hacer, y está bastante claro en el Evangelio, es saber que podemos formar –ya me entendéis cómo, dejando que el Espíritu Santo nos mueva a colaborar con Cristo–, tenemos que formar personas que cambien los ambientes. Y entonces se trata de buscar a las ovejas una por una. Y cuando tenemos suficientes ovejas, pues hemos creado un ambiente. Entonces, ciertamente ellas, por el mismo modo de ser personal, se ponen en relación también significada unas con otras. Y se forman las organizaciones, que son algo orgánico, y no un a priori que yo coloco encima a la gente. Y entonces esto cambia el ambiente, hace un ambiente cristiano. Suficientemente cristiano y suficientemente ambiente, para que ciertamente entonces esto ayude en el modo normal que tiene el Señor de santificar a la gente. Pero no queramos santificar los ambientes, porque los ambientes no existen, sencillamente. El ambiente que tenemos que tener es toda la corte celestial que está interviniendo en esta celebración Eucarística; y ante la cual estamos presentes, sencillamente, porque estamos celebrando la Eucaristía.

Bueno, pues que veamos estas tres cosas y, como siempre, que demos gracias a Dios porque nos ha concedido a Jesucristo. Que demos gracias a Dios, y a Jesucristo mismo, porque nos concede conocerle a nosotros ya de antemano; porque nos concede un cierto nivel, al menos, de amor a Él, de gozo mismo, de celo pastoral, y hasta de participación de su misericordia. Que le pidamos perdón por lo que no hemos querido recibir todavía de su misericordia; sobre todo, pues, por lo que hay de soberbia, de autosuficiencia, en las diversas materias que caigamos cada uno. Pero, en fin, la sustancia siempre será esta resistencia, esta autosuficiencia. Bien, pues que le pidamos, pero con toda esperanza, actualizando mucho la gracia; digo, la esperanza, que ciertamente nos mueve a ello claro. Por eso digo que la actualicemos en este deseo confiado de la conversión nuestra y de la conversión de tantas ovejas perdidas. En cierto sentido de todos. Pero sobre todo estoy pensando en los que están perdidos de verdad, los que están literalmente llenos de pecado, los que son pecadores en el sentido más estricto de la palabra.

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