Silvia

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VOLANDO

Era ya 1998 y el tiempo se pasaba volando. Yo había acabado la licenciatura y cada vez me sentía más ubicado y cómodo. Pensaba mucho en Silvia, pero el dolor de no verla bajaba un poco con el paso de las semanas y los meses. Me acostumbré a no estar con ella y pasaba las tardes y los fines de semana con mis amigos de la universidad. Nos reuníamos en cafebrerías o bares, hablábamos de libros y escritores; a veces también de cine. Pasábamos las horas. Las discusiones muchas veces terminaban acaloradas; cada uno externaba su opinión sin tapujos de sentimiento, religión o afiliación política. Hablábamos con el corazón. Manuel me acompañó una vez y juró no regresar. No estaba hecho para ese tipo de ambientes; además, éramos un grupo muy cerrado y teníamos nuestros chistes locales, la mayoría de temas literarios que para alguien externo podían resultar muy aburridos y hasta un poco tontos. Pero a nosotros nos divertían, y aprendíamos mucho. Uno de mis grandes cuates, en esa época, era Efraín. Gran error juntarlo con Manuel: se detestaron desde el primer momento. Manuel no lo bajaba de zarrapastroso y bueno-para-nada y Efraín lo describía como riquillo estirado y mamón.

En medio de todo, no me animaba a escribir nada, sólo pasaba las horas metido en mis libros y, si no estudiaba, estaba en las tertulias, aunque siempre con la hoja y la pluma al alcance, tratando de crear algo. Pero no me sentía listo. Mi temor por pensar en la posibilidad de perderla superaba todo y mantenía mi mente estancada: no me dejaba volar. Sólo emprender un escrito y su cara se me presentaba, anclándome al piso como si tuviera una roca atada a los pies. Me urgía su regreso. Los pétalos de las flores que compraba para ella ahí estaban, esperándola callados y pacientes, marchitos y maduros; listos para partir y extrañando la parte de ellos que había volado a Oxford, en cada carta que le había enviado: testigos de los rumbos que cada uno andaba, testigos de lo que vivíamos como adultos, separados en vez de juntos. Flores sabedoras de que este era un amor lejano que dolía y que sólo se mantenía fijo en una cosa: ella no podía olvidarse de mí.

—Ya tienes 23 años, ¿no has pensado en sentar cabeza? —Me decía mi madre—. Ya terminaste tus estudios y ya deberías estar buscando un trabajo fijo, ¿no crees? —Se preocupaba al verme sentado, callado y triste, esperándola.

Empecé a escribir algunos artículos en la revista del club familiar al que asistía desde niño. Temas cotidianos: críticas de noticias de la semana, el chisme del mes o cualquier tema que me viniera a la mente. Con el tiempo fui ganando una reputación, y mi columna, que se llamaba “¿Tú, qué ves?”, se hizo muy popular entre los miembros del club.

—Deberías escribir sobre ese Clinton… sobre cómo logró meterse con esa Lewinsky, y aun así lo reeligen…

—Sí, ma, pero piensa que ese hombre tiene a la economía gringa como nunca. Están muy bien, y cuando la gente tiene trabajo, está contenta… además, creo que lo de ser mujeriego sólo lo hace más popular, ¿no crees?

—Estoy de acuerdo —Se metió mi papá— ¿Viste lo que usó de prueba esa mujer? ¡Su ropa manchada! Ese Bill es un picarón; me cae re-bien.

—Coincido contigo —dije—. Trataré de hacer un artículo sobre Clinton.

—¿Vieron cuántos Óscar ganó Titanic? ¡Once, no más! —Cambió de tema mi mamá— Además ese Leo está súper guapo. Oye, por cierto ¿qué ha habido con Silvia? ¿Cómo está? ¿Siguen escribiéndose?

CÓMO IRME SIN MIRAR ATRÁS

Era tarde. Estaba brumoso y hacía mucho frío. Se disponían a ir al pub. Silvia y su amiga tuvieron que empujar a toda la gente para poder llegar hasta la barra; para ser jueves, el lugar se encontraba lleno. No acostumbraban salir en la noche, eventualmente iban a alguna fiesta o cena, y aunque Silvia no quería salir hoy, su amiga le había rogado.

No esperó ni un minuto y se tomó medio vaso de un sólo trago.

—¡Joder! Tenía sed —Le dijo.

Silvia no contestó, ni siquiera la impresionó su enorme trago. Presionadas por un proyecto que tenían que entregar, pretendían relajarse un rato para así poder seguir con más ganas al día siguiente. Minutos después ordenaron la segunda ronda de cervezas. Silvia no estaba tan convencida de hacerlo, se consideraba muy mala bebedora. Se encontraron con otros amigos que estaban con un grupo grande de estudiantes que Silvia nunca había visto; entre ellos un inglés que, sin esperar, y con cerveza en mano, se acercó a Silvia.

Parada en la barra comenzó a platicar con el tal Peter, estudiante de medicina y bastante apuesto. Silvia se acabó su cerveza y compró otra mientras seguían indagando el uno en el otro. Cuando ni siquiera la había invitado a sentarse, y sin esperar un minuto ni sacar mucha conversación, le propuso: “How about a movie next saturday?”. Silvia accedió sin pensarlo mucho, siguiendo con la plática como si la invitación de Peter hubiera sido el paso de un insecto; sin embargo, le gustó esa invitación casual y sin protocolo. Pensó que así se invitaba la gente en esos lugares. No lo vio como algo formal: dos amigos, estudiantes, irían a ver alguna película.

Llegó a la taquilla, donde se encontraron. Todo era muy diferente a como Silvia estaba acostumbrada en su país, en donde, por lo general, si iba a verse con un hombre, este hubiera pasado por ella a su casa, hasta le hubiera abierto la puerta del coche y, ¿por qué no?, le habría regalado una rosa. Su papá habría visto muy mal que una señorita llegara sola al cine, o a cualquier otro lugar. Pero en ese momento, Silvia vivía fuera de su casa y su papá estaba a miles de kilómetros de distancia. Tendría que acostumbrarse y aprender a vivir así.

Peter compró los boletos; ella estaba preparada para pagar el suyo, si fuera el caso. Pero no lo fue y Peter ya tenía ambos. La recibió con una gran sonrisa y entraron. Vieron There’s Something About Mary. Ella rio a carcajadas con las puntadas de la película y él, como buen inglés, se contuvo lo más que pudo.

Al salir fueron por un café que duró muchas horas; él le platicó toda su vida. Hijo único de madre soltera, nunca había conocido a su padre. Realmente una historia de supervivencia: su madre era drogadicta y había quedado embarazada, nunca había sabido de quién, pero con el embarazo se había rehabilitado y, según contaba, al cargar a su hijo por primera vez había jurado que no le faltaría nunca nada. Y así había sido. Ahora su hijo se encontraba muy cerca de graduarse de Medicina en una de las universidades más prestigiosas. Gene, su madre, había trabajado duro para ese momento, y no podía estar más orgullosa de su hijo.

—Espero que la conozcas algún día —mencionó Peter, qué con tal de conseguir una segunda date con ella, habría hecho lo que fuera.

—Sí, claro —“¡Esto va demasiado rápido!”, pensó Silvia.

—¡Tranquila! No hay prisa… conozco esa cara…

—No… no… para nada, cuando quieras…

—Yo ya te platiqué toda mi vida; tú platícame más de ti…

Muchas veces intentó escribirle de su relación con Peter. Al principio eran hojas de papel con letras que terminaban en el bote de basura, dejando la que debería ser enviada para ser escrita al día siguiente. Pero, al no llegar las palabras correctas, la intención de hacerlo pasó a la semana entrante. Al paso de las semanas, de tanto pensar en la carta explicativa, empezó a asumir que era ya un hecho que la había escrito. Y cuando se daba cuenta de su negación y de que aún no enviaba ninguna carta, pensaba, o más bien se justificaba, diciéndose a sí misma que él tampoco le escribía. Lo imaginó también saliendo con alguien más o probablemente en otra relación.

Así, Peter y Silvia salieron varias veces y se encontraban entre clases. Cada día se sentía un poco más cómoda con él, que además de ser todo un caballero, se interesaba en todo lo que ella decía y hacía. Hablaban mucho y con él se sentía segura. Aunque cada salida se descubría esperando una flor o un detalle que sólo hubo en fechas relevantes o en su cumpleaños. Los añoraba.

La madre de Peter, Gene, se volvió como un mito para Silvia; su historia y carrera no dejaban de interesarle, aunque sentía que era pronto para conocerla, porque haría su relación con Peter más cercana. De cualquier forma, su curiosidad ganó y aceptó salir con ella.

Gene trató a Silvia como a una hija y fue muy cálida con ella. Antes de conocerla, Silvia la había imaginado como una señora mayor, mas resultó todo lo contrario; muy joven y demasiado guapa, vestida a la moda y al corriente de los temas actuales. Trabajaba en el Parlamento Inglés como asistente de un político, o algo así. Gene no sabía mucho de política, y menos inglesa; lo que ella decía era que en su trabajo tenía acceso a temas de relevancia de la vida cotidiana inglesa, y su opinión era escuchada. Al cabo de unos meses Silvia y Peter se veían a diario y una vez por semana cenaban con Gene.

—Silvia, escucha, ya en unos meses termino mis estudios, y me ofrecen hacer una especialidad en un hospital de Berlín —comentó Peter cuando estaban terminando de comer el lunch en la cafetería. Quería especializarse en cardiología y, al parecer, en Berlín encontraría el programa que le permitiría su objetivo y que le daría acceso a los mejores hospitales a nivel mundial.

—La especialidad dura dos años, ¿te gustaría venir conmigo?

Preguntó así, de la nada, igual que como la había invitado a salir la primera vez, y a Silvia el café se le atragantó. Llevaban unos meses saliendo, apenas, y ni siquiera habían pasado una noche juntos. Además, estaba segura de que sus padres, a los que aún no les había contado nada de Peter; seguramente tomarían el primer avión y la harían regresar, agarrada de la oreja, a México. Y claro que Manuel no estaría de acuerdo.

 

Y a Jorge le rompería el corazón. No tenía el valor de decírselo y aunque todavía se escribían de vez en vez, nunca le había mencionado a Peter. En el fondo pensaba que lo mejor era no cambiar las cosas como estaban en México. “Si lo de aquí es pasajero, y si Peter y yo somos de mundos tan distintos, no tiene caso”.

—No sé, Peter, en mi casa no saben nada de esto y me esperan de regreso el siguiente verano para las vacaciones… están convencidos de que, acabando el periodo, yo regreso a México. No está en sus planes que me quede aquí.

—¿Y en tus planes qué es lo que está? —preguntó Peter, un tanto atónito de que la vida de ella se rigiera por los planes de sus papás.

—¿En mis planes? No lo sé. Por ahora, terminar mis estudios y regresar a México. Al menos ese era el plan desde un principio, y tú lo sabes. Allá tengo toda una vida, aunque ahora ya no la tengo tan clara como antes de venir.

—¿Qué ha cambiado?

—Tú lo sabes, ¿para qué me preguntas? Además, tantos amigos que he hecho aquí, ¿cómo irme sin mirar atrás?

—¿Qué? Si eso es lo que realmente te preocupa, puedes mandarles un correo electrónico cuando quieras. Con gusto te compro una computadora para que les escribas, ellos de seguro ya usan la web.

—No sé. Yo prefiero escribir mis cartas y enviarlas por correo. ¿Será que estoy chapada a la antigua? O llámame old fashion.

—Te voy a conseguir una computadora con Internet y te voy a ayudar para que te pongas en contacto con tu familia… y a lo mejor me los presentas, me gustaría conocerlos. Bueno, apúrate que no llegaremos al cine— Terminó como si no hubiera dicho nada.

Gene los acompañó esa noche. Vieron The Matrix, a petición de Peter, y, a decir verdad, a Silvia no le gustó; mientras que Peter y su madre no dejaron de sacar miles de conclusiones sobre el tema de la película.

—¿Y si de verdad somos parte de un sistema de cómputo? —dijo Gene.

—No, mamá. Yo creo que se refiere más bien a una situación o condición dentro de la cual algo se desarrolla, como un vientre que contiene a un bebé. Imagínense que lo que vemos es como una proyección mental de nuestro yo digital…

Gene miraba con orgullo a su hijo y Silvia seguía sin interesarse. No quiso interrumpir, así que Peter siguió con su relato. Hablaron sobre el Oráculo en la película y cómo este concepto se repetía en la historia griega, en donde era el intermediario entre Dios y el hombre, temas que a Peter en verdad le apasionaban.

—Y bueno, ¿quién tiene hambre? —preguntó Silvia, y luego propuso que fueran a cenar. Gene percibió que algo no estaba bien entre ellos dos.

Silvia se encontraba muy nerviosa. La propuesta de Peter le había hecho recordar su casa y de alguna manera extrañarla, sentimiento que no había tenido muchas veces desde su llegada. Algo se había despertado en ella, una sensación en su estómago que no lograba quitar, un sentimiento de ansiedad cada vez que pensaba en su familia.

Se compró dos rosas esa tarde. Una la colocó en un pequeño envase junto a su cama y a la otra le arrancó todos los pétalos. Extrañó su vida en México y a su antiguo amor, al que desde hacía meses tenía olvidado e inconcluso. No había sido clara, y había asumido que otros ya le habrían informado que andaba con alguien más. Esas rosas le regresaron muchos sentimientos, ninguno parecido a los que sentía en Oxford. Totalmente distintos. Pensó que era una niña en México, y que eso que había sentido alguna vez era irreal o tal vez producto de la inmadurez.

Aun así, la incomodidad no la dejaba en paz. Pensó en hablarle. Quería saber si aún la amaba, si la seguía esperando sin importar lo que ella hubiera hecho esos meses. Intentó escribirle, sin éxito; sólo logró llenar su bote de basura de hojas blancas hechas bolas. Supo en ese momento que la decisión sería de ella. No contaría con nadie que la ayudara a tomarla. Miró su rosa una vez más, la tomo con ambas manos y la destrozó, y con ella el pasado, para comenzar una nueva y cómoda vida. Con su partida a Berlín sabía muy bien que se convertía en adulta. La decisión estaba tomada y aunque estaba segura de que era la mejor opción, algo dentro de ella le raspaba.

La vida que dejaba era como una ampolla en la planta del pie, que, sin frenarla, le permitía caminar. Algún día sanaría; igual, todo ese pasado era un juego de niños, ¿no?

CAMBIO

—¿Qué creen? ¡Me caso! —Nos dijo Alex, muy entusiasmado.

Nos habíamos reunido en un bar en el centro de la cuidad, sin imaginarnos los motivos. Alex había insistido en que saliéramos esa noche en particular.

Maribel, junto con Alex, había planeado la difusión de la noticia con mucho cuidado. Habían reservado con mucha anticipación en ese bar, que por esa fecha era de los más concurridos. Su ubicación y vista privilegiada a la plancha del Zócalo de la cuidad lo hacían el lugar de moda y de muy difícil acceso. Pero como Alex sabía y podía moverse y meterse en todos lados, no le había sido difícil organizar la velada. Así que, una vez ingresados y sentados, sin prevenirnos, fuimos comunicados de la noticia más importante que él nos había dado hasta ese momento.

La noticia nos cayó como patada de mula. Yo salté y lo abracé, pero a Manuel no le dio tanto gusto; odiaba a Maribel y no perdía oportunidad de decir que ella no era para Alex. Yo pensaba que simplemente eran celos, pero, como siempre, Manuel sabía que Maribel tenía algo que nada más no le parecía correcto.

—Me caso a fin de año. Estamos muy contentos y, la neta, salió de la nada: estábamos en su casa y de pronto, nada más le pregunté si quería ser mi esposa, a lo que inmediatamente respondió que sí, nos abrazamos y punto.

—¿Y punto? —Le pregunté. No me cuadraba; no podía imaginar una propuesta de matrimonio así de aburrida, en la sala de su casa. Si yo le hubiera propuesto a Silvia estarían todas las estrellas del cielo ya bajadas para ella. Conociendo a Alex, de seguro el día que propusiera matrimonio lo habría hecho de manera espectacular, tal vez habría rentado un globo aerostático y desde las alturas habría dibujado en el cielo el nombre “Maribel”. O cualquier cosa, menos lo que acabábamos de escuchar, una simple y aburrida propuesta de matrimonio que bien podría pasar como una invitación al cine o a comprar un jugo de naranja.

—¡Sí, manito! Obvio al día siguiente me acompañó mi mamá a comprarle un anillo de compromiso… todavía no se lo doy… Pero en unos días que me lo entreguen a ver qué se me ocurre y se lo doy.

—¡Tu mamá! Hace mucho que no la veo. Mándale saludos. ¿Cómo está? —pregunté.

—¿Entonces recibirás el milenio como todo un señor casado? Y si le apuras hasta papá —apuntó Manuel, aún con actitud escéptica.

—Pues muchas felicidades, mi Alex —Reaccioné cuando me di cuenta de que aún no lo felicitaba— ¡Te deseo que tu vida con Maribel sea todo lo que esperas, y más!

—Cabrones, no me dejen solo, ya apúrenle… Manuel, ¿tú qué onda? ¿Nada? Y a ti manito, mejor ni te pregunto.

—No lo hagas —dijo Manuel.

Llegué a mi casa esa noche y no logré dormir ni un minuto. La noticia de la boda de Alex reflejó mi estado actual, pero de manera contraria; es decir, tenía casi 27 años y ni una relación seria en mi vida. Ni amor, ni mucho menos un trabajo estable. Estaba cursando un posgrado de Estudios Latinoamericanos en la unam y aún vivía en casa de mis padres. Me estaba convirtiendo en un tipo aburrido y fracasado, o al menos así me vi esa noche. Debía hacer algo con mi vida, un gran cambio, algo radical. No podría continuar así o de plano me perdería… eso sin contar que había subido de peso y no me gustaba nada cómo me veía.

Antes de meterme a la cama ese día, puse mi alarma a las seis de la mañana. Decidí que el primer paso para cambiar era hacer ejercicio en la mañana y lo más temprano posible. Salí a caminar y traté de correr un poco, pero no aguanté ni dos calles. De cualquier forma, regresé satisfecho a mi casa, me sentía motivado, con mucha energía y con la firme idea de que al día siguiente aguantaría correr un poco más.

Al día siguiente cuando regresé de mi caminata, decidí escribirle una carta a Silvia. Y para variar, cuando la mandé, deseé no haberla escrito, porque le narraba lo incómodo que me sentía y lo poco que había logrado en comparación de mis amigos: Alex se iba a casar y Manuel ya era todo un empresario. De mis kilitos de más no le mencioné nada, la idea es que ya no existieran cuando ella estuviera de regreso, además no sabía nada de ella y a Manuel mejor ni tocarle el tema. Esa misma tarde al regresar de la universidad, sin ganas de ir a casa, me desvié hacia Polanco y me metí a El Péndulo. Quería un café y perderme en una historia; soñar con ver el libro que yo escribiría ahí exhibido… ya hasta había seleccionado el lugar donde estaría.

Me senté en una banca en el centro de la librería, mi preferida, en donde estaban los libros de historia. Entre las revoluciones mexicana y rusa, pasaba mis ratos libres. Metido en el Porfiriato, alguien alcanzó mi hombro. Me di la vuelta y, para mi sorpresa, era Álvaro, que también estaba echando ojo a los libros. Me dio mucho gusto verlo y lo abracé. Tiré mi café al piso.

—¡Álvaro! Qué gusto ¿vienes solo?

—Ando aquí entre cita y cita. Tengo una cena con unos banqueros en el Hotel Presidente y como me queda una hora, pensé en venir a matar el tiempo y comprar algún libro, ¡y qué bueno que te encontré! Recomienda algo, ¿no?

—¿Como qué estás buscando?

—Quiero algo ligerito, que me haga pasar el rato… y por favor que no tenga nada que ver con economía.

—Seguramente ya leíste El amor en los tiempos del cólera de García Márquez —Le dije con seguridad, ya que me acordaba de que Cien años de soledad era uno de sus libros preferidos.

—No —Me respondió. Alcé la mano, alcancé el libro y lo puse en sus manos.

—Ese que traes en la mano, ¿de qué trata?

—¿Este? —Había perdido la noción de tenerlo en la mano— Ah, sí. Es una biografía de Porfirio Díaz.

—Ese paso, sin ver. Pero este seguro lo leo.

—Te lo regalaría, mi Álvaro, pero ando muy corto de lana.

—No te apures. Déjame invitarte un café. Quiero que me pongas al tanto de cómo has estado.

¿Por dónde empezaría? ¿Qué le contaría a alguien que tenía tanta fe en mí? Sentí confianza y le dije todo lo que pasaba, cuánto me avergonzaba estar en esa situación y lo mal que me sentía.

—Pero a pesar de todo esto, gracias a que se casa Alex decidí cambiar mi vida y hacer algo diferente todos los días. Comencé a hacer ejercicio... —Continué así, platicándole todo, hasta que le había escrito una carta a Silvia tan deprimente, que me daba pena, y lo peor es que se trataba de mi realidad. Álvaro sólo me miraba y se veía que reflexionaba. Cuando terminé, me preguntó si me molestaba que hablara con honestidad y por supuesto le dije que no.

—Te voy a ser muy sincero, ¿puedo?

—¡Por favor!

—¿Qué pasa contigo? El chavo que conocí tenía una chispa especial, que nadie más tenía. Recuerdo que siempre nos contabas unas historias muy chingonas y llenas de vida; y cuando hablabas, todos te ponían atención. Eres un verdadero líder, con carisma, que no se ve tan seguido... y sabes que tengo algo de experiencia en eso. Todos los días conozco a jóvenes que quieren emprender en las finanzas y muy pocos me dejan huella como tú. Si me hubieras pedido, con gusto te hubiera dado un empleo. Eres de mis personas favoritas pero tu vocación no es estar en un cubículo dentro de una oficina. Tampoco eres de los que le reportan nada a nadie, siempre te he considerado un “alma libre”. Recuerdo bien cuando me platicaste que ibas a estudiar Letras Hispánicas, y me pareció la mejor decisión, ¡le diste al clavo! Y tenías a Silvia, tu musa, para inspirarte… lástima que la señorita decidiera irse a Oxford, pero las cosas pasan por algo, si el destino es que estén juntos, pues así será… y si no, mejor ni forzarlo. ¡Qué más nos gustaría a todos que acaben juntos! Hacen una hermosa pareja y se han querido desde niños.

»Mira, con el tiempo he sabido menos de ti, además te siento alejado y distante. No eres ni la sombra del que pensábamos que serías y eso, mi amigo, es lo peor que te puede pasar. Ya ni siquiera he encontrado tus reportajes del periódico del club que de verdad me agradaban mucho, siempre con tu manera tan fresca de decir las cosas. Te estás perdiendo y eso es imperdonable. Pero ¿¡qué crees!? ¡No es definitivo! Aún eres muy joven y puedes retomar el camino muy fácilmente. Ese primer paso de hacer algo diferente cada día está bien, es buena idea, pero no es suficiente. Sigue un camino largo y duro por recorrer. Date la oportunidad de ser tú, toma esa pasión que tienes por Silvia y úsala para crear algo que te ayude a retomar tu sendero. Tienes mucho talento, aprovéchalo ya, o luego se pasan los años y, sin darte cuenta, no serás tan joven. Maestro, el tren de la oportunidad pasa pocas veces, si no es que sólo una vez por la estación de la vida, no vayas a perder el tuyo sufriendo por algo que aún no pierdes. Da pasos firmes, si son lentos, mejor; se pegan más al piso y entre más pegado estés, siempre estarás mejor plantado. Y si te caes, te levantas una y otra vez, no importa; así se aprende mejor: lo más importante no es cómo te caes, sino cómo te levantas, eso hace la diferencia.

 

Me quedé helado. Las palabras de Álvaro habían penetrado en mis oídos para alojarse directo en mi alma; me dolía. No era un dolor común en el cuerpo, era algo mucho más profundo, mezcla de realidad e incertidumbre. No supe qué decir. Pasé algunos minutos pensativo frente a él hasta que creí que lo mejor era aceptar que no podría descifrar la solución solo, y mejor agaché la cabeza y pregunté:

—Álvaro, pero ¿cómo? ¿Cómo dejar de sentirme así, con un vacío que no me deja vivir? No estoy contento conmigo. Tengo mil dudas y mucho miedo de quedarme a la mitad de todo. A veces sueño que corro sin avanzar ni un milímetro; que golpeo sin atinar al objetivo. No sabes qué frustración. Con el único que he platicado esto es contigo, no tengo a nadie más con el que pueda compartir este sentimiento sin ser criticado o aconsejado a ponerme a hacer cosas que nada más no quiero. No quiero trabajar con mi papá, no quiero trabajar con Manuel y por nada del mundo quiero estar solo.

—Comienza con un cambio más drástico. Cambia tu rutina por completo. ¿Cómo pretendes que las cosas cambien si sigues haciendo lo mismo? Salte de casa de tus papás, renta un departamento pequeño, compra una computadora y comienza a escribir. Si escribir es lo que más deseas, pues manos a la obra. Creo que ya tienes mucha preparación teórica y ya es hora de ponerte a la práctica. Y por el amor de Dios, ¡baja unos kilos! Te ves muy mal así.

Así como él lo pintaba sonaba demasiado fácil, pero entendí que lo que sentía no era un dolor común, sino que era miedo.

—¿Y cómo verías un trabajo de medio tiempo? Por lo menos para sacar para mis gastos —Le propuse creyendo que, con sus recursos, algo podía recomendarme. Un trabajo alivianaría el sentimiento de inutilidad que recorría mis pensamientos a diario.

—No es mala idea. Mira, conozco al dueño de unas cafebrerías que estamos financiado y si le pido, seguro te ayuda, ¿te gustaría un trabajo ahí de ayudante?

—¿Harías eso por mí? —Le pregunté con lágrimas en los ojos. Sus palabras me habían llegado al fondo del corazón. Le debo tanto a ese hombre que me dijo lo que veía sin rodeos y que sin saberlo fue la clave para enderezar mi camino.

—¡Claro! Lo que sea por un amigo, y ¿por qué no? podríamos ser familia algún día. ¿No tenías planeado ir a ver a Silvia? Me habías dicho que luego de acabar tus estudios estarías allá, ¿qué paso?

—Al principio las cartas venían con más frecuencia, pero con el tiempo creo que nos acostumbramos a estar separados. No te miento, la extraño, aunque el día que la vea no sé cómo voy a reaccionar. Por cierto, Álvaro, ¿qué sabes de ella?, ¿cuándo regresa? —Me atreví a preguntar.

—La verdad no sé bien cómo están sus planes. Lo único que sí sé es que cuando termine debe regresar, al menos en su casa fue la instrucción que le dieron. Pero ya la conoces, cuando se trata de sus ideales, no se detiene. Es Silvia, no tengo que describirla y menos a ti.

—Eso es lo que más me temo —Le respondí, confesando un temor que tenía desde el día en que se había ido.

Álvaro hizo una pausa, bebió el último sorbo de su cappuccino, llenó de aire sus pulmones y al exhalar, me dio su opinión; ciertamente no era de los que por no ofender o no hacer sentir mal, se reservaba.

—De seguro no regresa —contestó, moviendo la cabeza de un lado a otro con los labios apretados con fuerza— ¿Tú regresarías? No me contestes nada —prosiguió—. Te voy a decir qué haría yo en tu lugar: voy lo antes posible y lucho por lo que quiero.

Después cambió el tema, me preguntó cómo estaba mi papá. Ellos se conocían muy bien porque la constructora se financiaba con préstamos del banco de Álvaro, quienes ayudaban a papá a reestructurar sus deudas para poder terminar algunos desarrollos y retomar el negocio. Mi papá lo tenía en alta estima, y ahora también me estaba ayudando. Álvaro fue una especie de ángel para mi familia.

Álvaro sonrió y al mismo tiempo pidió la cuenta. Al pagarla se despidió, caminó dos pasos y se detuvo. Me llamó y, susurrando, me pidió que no olvidara lo que habíamos platicado.

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