Silvia

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—¿Permiso? Ya estás grande, ¿no? ¿Acaso lo necesitas? ¿Me pediste permiso para estudiar Letras Hispánicas? No, ¿verdad? ¡Ya te mandas solo! ¿Por qué ahora sí me lo pides?

—Pues porque eres mi papá, ¿no? —Quería ver si por el lado sentimental lograba algo. En realidad, mi papá no era tan ogro como se comportaba en esos momentos, pero yo no la tenía fácil.

—Exactamente, soy tu papá y tú eres mi hijo. ¿Sabías que los hijos pueden seguir los pasos de los padres? La mayoría de mis amigos tienen a sus hijos preparándose para seguirlos; en cambio tú no piensas en mí.

—Okey, ya entendí que no me vas a apoyar… Pero algún día tendrás que superarlo. ¿Si consigo el dinero, me dejas?

—¿Otra vez con lo mismo? Haz lo que quieras. Nada más si te vas, por favor no hagas locuras. Ya sabes a lo que me refiero.

Permiso ya tenía, de la misma mala forma en la que lo tuve cuando decidí estudiar con el ánimo de ser escritor. Ahora me faltaba lo fácil: el dinero para irme. Subí a mi cuarto y abrí el cajón con cerradura en donde guardaba mis ahorros, las ganancias que aún no había gastado de los suéteres. Conté como mil veces lo que contenía el sobre. Según lo que la agencia de viajes nos había cotizado, apenas alcanzaba para el boleto. Me faltaría algo de dinero para llevar en la bolsa, pero no había otra opción.

VERANO, 1993

Llegamos hechos trizas. Nunca había estado en un vuelo de diez horas; lo único que me salvó fue la música que mi Walkman reproducía. Ninguno de los tres conocía Europa, y al bajar del avión nos ganó la emoción. Salimos del aeropuerto y, aunque estábamos cansadísimos, ese día no paramos ni un minuto.

Caminamos por todos lados sin parar, queríamos conocer todo París en un día y nada nos detuvo hasta que se hizo de noche. Ya no aguantábamos los pies y el agotamiento era tremendo. Encontramos un hotel que se veía bueno, bonito y barato, y estaba muy cerca del Arco del Triunfo. No queríamos alejarnos tanto de la zona turística porque al otro día planeábamos subir a la torre Eiffel, ir al Museo de Louvre y pasear un rato por las tiendas y cafés. Íbamos a estar sólo cuatro días en París, así que no había tiempo que perder.

Habían pasado dos días y Manuel ya no nos aguantaba. Alex y yo nos la pasábamos compre y compre souvenirs para las novias; pero Alex estaba peor, le hablaba a Maribel todos los días y se gastaba una fortuna en llamadas de larga distancia. Yo en cambio era un poco más abusivo: cuando Manuel hablaba a su casa, le pedía que me dejara hablar con Silvia, y así ya no me costaba.

Salíamos todas las noches con rumbo indefinido, a donde la calle nos llevara, y nos emborrachábamos. Tan buenas eran nuestras borracheras, que siempre que regresábamos al hotel ya era de día.

Lo que vivimos en esos días nunca se repitió. Viajé mucho a lo largo de los años, pero la sensación de libertad de ese viaje fue única. Sin duda lo considero uno de los mejores momentos de mi vida. Éramos muy jóvenes e inocentes, y con la vida por delante fuimos a vivirla sin más, a descubrir y explorar; a alejarnos de la burbuja en la que estábamos para salir al viejo mundo. Al pasar por los puestos de flores, no podía resistirme a comprar una rosa; la hacía pedazos y guardaba todos los pétalos para Silvia. Uno por cada lugar al que iba y así la sentía conmigo.

De París viajamos a Ámsterdam. Tomamos el tren y en menos de cuatro horas nos dejó en plena ciudad. No fueron en vano las advertencias que nos habían dado sobre el lugar. Fuimos a la famosa Zona Roja, como cualquier turista de la edad, y sí, fue impactante. Todas esas vitrinas con mujeres ofreciéndose eran todo un espectáculo y, entre miedo y curiosidad, Manuel preguntó quién se animaba. Alex y yo nos volteamos a ver y le mostramos a Manuel las bolsas vacías de nuestros pantalones, aunque, claramente la pregunta no estaba dirigida a mí y yo jamás hubiera soñado con hacer eso mientras tenía una relación con Silvia. Nos decidimos por dormir. Yo había leído sobre los museos en Ámsterdam y realmente quería ir, por lo menos a uno, pero entre tanta gente, bares y poco tiempo, no hubo forma de convencer a Manuel y a Alex de “perder” unas horas viendo alguna exposición. Mi mamá me había recomendado ir al Museo de Van Gogh y, cuando convencí a Alex, quien era el más renuente, la cola era tan inmensa que no hubo forma de entrar.

En Berlín estuvimos dos días caminando por las avenidas y disfrutando de la historia que la cuidad nos ofreció. Continuamos hacia Praga, por recomendación de Tomás, “no pueden dejar de conocer Praga”, nos dijo, “¡les va a encantar!”, y la verdad, no exageró. Una ciudad llena de bares y gente trasnochando en las calles. No teníamos que entrar y pagar en las discotecas para tener fiestas. Con cerveza en mano caminábamos por calles estrechas y plazas concurridas. Recuerdo especialmente nuestro paso por el Puente Carlos, que no logramos ver porque estábamos tan apretados entre la gente que no hubo manera de disfrutarlo. Aun así, para mí fue un momento formativo, donde sólo tenía que ver la gente, los edificios y las calles para tener algo que poner en el papel.

Terminamos el viaje en Roma, donde estuvimos cuatro días. Fue el lugar que más me cautivó. Sólo caminar por sus calles es suficiente para dejar marcado a cualquiera. Ver toda esa gente en sus Vespas, andando a toda velocidad, como moscas pasado tan cerca uno del otro, y sin rozarse, daba envidia. Deseaba esa libertad: tener mi moto e ir por todos lados, vestir como me diera la gana y disfrutar la vida a mi antojo. Roma me dejó marcado, algo había en ella que estaba predestinado para mí.

VOLVER

Lo único malo de viajar es tener que regresar. Y aún más a los 18 años. Qué depresión. Lo primero que hice al llegar –más bien, la primera cosa importante que hice después de pasar lista con mis papás y aventar, literalmente, mis cosas– fue ir directo a casa de Silvia. Tomás me recibió y, en tono de burla, me preguntó que si ya tan rápido extrañaba a Manuel. “No han pasado ni una hora separados”, dijo. Pero Silvia bajó corriendo y lo interrumpió al abrazarme. Me saludó como si me hubiera ido por dos años y me dio una tarjeta que había escrito. “Para ti”, así empezaba el escrito, en donde me decía lo mucho que me había extrañado. Silvia tenía 16 años, pero escribía como si tuviera 20. Era sorprendente la forma en la que me narraba sus días sin que yo la visitara. No podía estar más enamorado de ella. Agarrados de la mano, con los dedos entrelazados, Silvia escuchó atenta mis anécdotas del viaje. Para escuchar mi narrativa se sumaron Julia y Tomás, mis suegros. “Se ve que este viaje les sirvió mucho para madurar”, dijo Julia con orgullo en sus ojos, “pero se terminó el verano y ahora hay que estudiar, ¿eh?”. Asentí. Ella sabía lo que decía y la consideraba como una segunda madre.

“¿Qué me trajiste?”, me preguntó Silvia, y saqué de mi mochila todas las postales, una por cada ciudad que habíamos visitado; todas tenían dedicatoria. Las leyó y las guardó. Cuando nos quedamos solos le di los pétalos, había rojos y blancos, algunos ya medio marchitos. Suspiró y los metió en su cofre de regalos. Años después los volví a ver, en casa de su papá. Pensé que los había perdido, tirado o algo, pero, para mi sorpresa, allí estaban todos y cada uno de los recuerdos de nuestra relación, amarrados con un listón amarillo en una cajita metálica casi del mismo tamaño que las postales, como mandada a hacer para conservarlas en el tiempo, para hacerlas eternas.

Regresé a la rutina y a la universidad. Me enfrasqué en la lectura y asistía a las clases con mucha devoción. La universidad y la literatura eran lo más importante para mí en esos días y, como quedaba lejos y tenía clases en las mañanas y en las tardes, no me daba tiempo de regresar a casa de Silvia, así que los fines de semana era lo que quedaba para vernos. Desde el viernes por la tarde hasta el domingo nos separábamos sólo para dormir.

Finalmente llegó el día en el que Silvia se graduó de la preparatoria con honores y se ganó una beca para estudiar en la universidad de Oxford, lo cual fue una gran noticia… para ella. No tanto para mí, porque significaba que se iría a Inglaterra por, mínimo, cuatro años y yo no sabía qué haría sin ella. Sabía que ese día llegaría, pero no quería que se fuera. Todos mis esfuerzos habían sido en vano.

—La novia del estudiante nunca será la esposa del profesionista —comentó mi mamá una noche, sin que nadie le preguntara.

—¿Qué? ¿No ves que estoy sufriendo, y todavía me dices eso? ¡Ay, mamá! De verdad qué ganas de joder, las tuyas.

—Mira, hijo, es que estás muy chamaco, y tienes tu vida por delante. Sal y diviértete. Eres joven y muy guapo; y si Silvia es para ti, nadie te la quitará, ni la distancia, ni sus estudios, ni nada.

—No, mamá, no es así. Se va, por más que traté de que no se fuera.

—Ya verás que pasa rápido. En una de esas, pues vas a verla.

ADIÓS

Como dicen que no hay día que no llegue ni plazo que no se cumpla, finalmente, su avión salía esa noche. Nada de lo que había hecho durante dos años para retenerla había servido.

Estaba inconsolable. No quise ir al aeropuerto el día que se fue. Me dejó una carta en la que me decía que nos escribiríamos a diario y que la distancia no nos separaría. Me sonó más bien como una plegaria; no me la imaginaba escribiendo todos los días desde Oxford. Con nueva vida y gente diferente, seguro me olvidaría.

Manuel me sorprendió: fue más que mi hermano en esos momentos, se sentía culpable de mi sufrimiento. Aproveché para verlo más seguido. A Alex, en cambio, casi no lo veíamos, pues Maribel lo había distanciado de nosotros. Eventualmente nos dimos cuenta de que estaba saliendo con los amigos de ella, lo que hizo a Manuel rabiar de coraje, pero Alex se veía feliz, y eso estaba bien.

 

“Ahora sí te tengo para mí solo”, me decía Manuel, y como él no lograba retener a ninguna mujer, nos hicimos inseparables otra vez. Claro que él estaba más que ocupado en su empresa, había logrado ya inaugurar su tercera tienda mientras aún era estudiante. Nunca dejó de sorprenderme la habilidad que tenía para hacer dinero, ni la que tenía para gastarlo; lo hacía especialmente invitando al “intento de escritor de universidad pública” como me llamaba el muy canijo y, claro, con sus amiguitos pesados de la Anáhuac yo no podía competir. Siempre que se burlaba de mi carrera me hacía reír.

De Silvia, sabía que le iba muy bien. Estaba concentrada en sus estudios y yo le di su espacio. Pero, aunque salí con otras chavas, nunca me sentí cómodo; sabía que mi lugar estaba con ella. Me quedaba claro que su papá no la dejaría quedarse eternamente en el exterior. Lo que nunca contemplé fue la realidad de la participación de él en sus decisiones: educada para sobresalir y ser independiente, acatar una orden iba en contra de todos los valores que le habían inculcado. Muy dentro de mí sabía que no volvería, no acorde a los planes originales; no estaba en ella seguir un itinerario. Esto me dolía profundamente, y por más anestesias que me aplicaba la gente que me decía que tenía juventud y vida por delante, mi corazón quería vivir el futuro con Silvia. Una vez al mes le enviaba una carta en la que le contaba mis cosas y aprovechaba para incluir un pétalo, como recordatorio de su vida en México.

Álvaro nunca dejó de referirse a mí como “cuñado” y hasta me invitaba a comer de vez en vez. Le gustaba mucho leer y nos pasábamos horas discutiendo sobre algunos títulos que a ambos nos habían llamado la atención. Desde que nos conocimos me identifiqué con él, en mis épocas de videojuegos y en las tertulias en las que hablábamos de libros en su casa. Podíamos pasar veladas enteras debatiendo sobre los Aurelios Buendía de Cien años de soledad. Nos divertíamos, y de alguna manera yo aprendía mucho de él que, aunque era banquero y provenía de una familia muy adinerada, era un tipo de lo más sencillo y noble; le gustaban las cosas simples y la gente derecha.

—Cuando hayas publicado y seas un gran escritor, no pierdas tu sencillez. Hay muchos lambiscones que sólo te hacen creer que eres algo distinto… Aguas con eso.

—Que Dios te oiga, Alvarito, y que yo llegue a ser escritor… y ya luego vemos si me hago famoso o no.

—Claro que Dios te va a ayudar, pero al final Él no es tu pluma ni tu cerebro. El que tendrá que pensar y escribir letras que formen palabras, palabras que se conviertan en frases y frases que se transformen en historias, eres tú.

Recuerdo que quedé sumamente motivado con esa conversación. Con el tiempo me di cuenta de que además de tener mucha fe en mí, Álvaro era adicto a formar talentos. En su banco tenía todo un departamento de formación académica para capacitar a sus empleados. Un verdadero visionario y gran ser humano que se convirtió en mi mecenas, pues ese mismo día se ofreció para ser el patrocinador de mi primera novela. Le tomé la palabra.

Después de varios meses me llegó una carta de Silvia. La verdad, yo nunca me involucré mucho en lo que hacía o en dónde estaba, porque no quería sufrir más. Yo era muy joven y no quería desperdiciar mis mejores años en un amor de juventud. “Un clavo saca otro” –más anestesia–, me decía mi mamá a diario. “Búscate una chamaca guapa, si no, ¿a quién le vas a dedicar tus escritos? Y esa música que escuchas, no creo que sirva de mucha inspiración”. Ace of Base retumbaba en toda mi recámara; repetía miles de veces “All that she wants” y cuando tenía un poco más de melancolía cambiaba por la cinta de Richard Marx y escogía “Now and forever”. Música para mi tristeza.

—¡¡¡Mamaaá!!! ¡Qué cosas dices! No te oigo nada.

—Tienes 21 años y tu corazón es una esponja. De seguro te enamoras de otra muchacha si tu Silvia no regresa pronto. Pero eso sí te digo, a vestir santos no te quedas. No te eduqué para que seas un solterón… Tú te me sales de esta casa vestido de novio, nada de andar viviendo solo. Además, vete… andas comprando rosas a una novia que está lejos, si es que sigue siendo…

—No sé qué decirte, madre, te confieso que sí ando tronado… la extraño mucho.

—Pues ¿cómo no? Estás encerrándote en tu cuarto lee y lee todo el tiempo… ¿De verdad tienes que leer tanto para la facultad? No vaya ser que con los libros te estés perdiendo de vivir tu propia vida —Me dejó mudo—. No tengas miedo, sal a vivir y ¡aprovecha tu juventud!

—Va, te propongo un trato —Le dije ya payaseando—, si cuando acabe la carrera no he dejado de pensar en ella o no he conocido a otra chava, me invitas el boleto de avión a Oxford para ir a ver a Silvia.

—¡Qué chistosito!

Me faltaban dos años. En 1998 yo ya habría terminado mis estudios y para entonces Silvia ya estaría muy avanzada en su carrera, así que sería un buen momento para reunirnos. Claro, si nada se cruzaba en nuestro camino.

LETRAS

La tenía en mis manos y no sabía si abrirla, o no. La mandó a casa de Manuel junto con otras cartas para su familia. Él me llamó y me dijo que tenía en las manos un sobre con mi nombre… no esperé ni a que terminara de hablar cuando ya estaba tocando el timbre de su casa.

—¿Dónde está? ¡Dámelo! —Le grité.

—Hola, manito, primero salúdame, ¿no? —Me dio la mano y no me la soltaba. Yo estaba tan ansioso como nunca y mi corazón estaba a punto de explotar cuando lo puso en mi mano. Era un sobre pesado, al parecer tenía varias hojas. “¿Será que narró todas sus historias, desde que se fue, en una sola carta?”, reflexioné. “¿Y por qué no lo mandó directo a mi casa?”. Tenía sentimientos encontrados; por un lado, estaba enojado, toda esta intriga, y sin saber nada de ella en tanto tiempo… Pero por el otro, tenía un sobre en mis manos y me moría de curiosidad por abrirlo.

—¿Qué? ¿No lo vas a abrir? —Me preguntó Manuel— Órale, mano, quiero saber qué te dice mi hermanita, ¡ábrelo!

—No, la voy a leer solo, cuando llegue a mi casa. Después te cuento qué dice.

Ya casi se completaba un año desde su partida. Se había ido en el verano de 1994 y esta era su primera carta. ¡Tantas cosas habían pasado!, pensé; nada más la famosa crisis del 94 había dejado a muchas de nuestras familias muy mal económicamente. Yo era estudiante, así que cuando subía el dólar me daba igual, pero en casa la perspectiva era diferente. Mi papá tuvo que reducir su personal a una secretaria. Era arquitecto y se dedicaba a la construcción, y siempre me decía que me entretuviera un rato, si así lo quería, escribiendo, pero que de seguro terminaría trabajando para él, continuando con el legado que él aún estaba construyendo.

“¿Letras Hispánicas? ¿Qué es eso? Si lo que necesito aquí son arquitectos y abogados… Cuando te aburras, ya sabes, nunca es tarde para enderezar el camino”, me repetía en cada sobremesa. Comíamos juntos todos los sábados y siempre se echaba el mismo sermón, hasta mayo de 1995, cuando su constructora se redujo a nada. Los bancos se quedaron con casi todo y mi papá cambió su discurso “mijo, ¡ojalá escribas un libro de los buenos, para que nos saques de pobres!”.

Era lunes cuando pasé por el sobre a casa de Manuel. Me regresé corriendo a mi casa, llovía fuerte esa tarde, así que llegué hecho una sopa. Pero no me importaba; me urgía estar solo para leer qué me había escrito Silvia. Abrí el sobre sin mucho cuidado y saqué una hoja doblada, de cuaderno amarillo, escrito a tinta azul. De inmediato reconocí su letra y me palpitó el corazón. Iniciaba con un “Para ti”.

No había tenido la fuerza para escribirte antes. Perdóname por tenerte tan olvidado. Realmente aquí casi no hay tiempo para nada personal y hasta los fines de semana nos traen cortos con los trabajos. Desde que aterricé en Londres no veo el momento de tomar un avión para ir a verte, pero sabes que tenía que hacer esto y que ya habrá tiempo para nosotros. Mi roommate, Chris, me dice que aún somos muy jóvenes y que tenemos tiempo para todo. No sabes la impresión de llegar aquí; estuve tres días en Londres y decidí venirme en tren desde ahí. ¡Tienes que conocer! Estoy segura de que en cualquiera de los parques y monumentos encontrarías inspiración para tu novela. La gente es súper cool y todo mundo camina por las calles; te mueves en trasporte público para todos lados. Mi hotel estaba muy cerca de Piccadilly Circus, una plaza llena de gente y tiendas, no creas que no te compré nada, ¿eh? El Palacio de Buckingham es espectacular y la verdad no quería irme de Londres, pero tenía que presentarme en la universidad así que tuve que irme.

Comencé mi carrera de Historia del arte. ¡Un sueño! Como sabes, siempre me ha gustado, y creo que me voy a especializar en arte del Imperio Romano. Tengo ya muchos amigos, una compañera de la que te hablé, Alexa, es española. No sabes lo bueno que ha sido que me tocara cerca alguien que habla mi mismo idioma. Somos muy buenas amigas y vamos juntas a todos los eventos, nos hemos hecho casi hermanas… como si me faltara tener más. Aquí se estudia en las mañanas, y en las tardes, cuando no tenemos clases, nos vamos a la biblioteca a investigar –y creo que paso más horas allá que durmiendo, porque me queda muy cerca–. Esto está lleno de museos, pero me falta ir a muchos todavía. Me compré una bicicleta y ando de un lado para otro en ella y así puedo conocer todo el campus y hacer un poco de ejercicio al mismo tiempo.

¡¡¡TE EXTRAÑO MUCHO!!!

¿Tú cómo estás? ¿En qué andas? No me has cambiado, ¿verdad? Ya le escribí a Manuel que si te ve con otra, me diga.

Escríbeme… Te quiero… Silvia.

Leí la carta, fácilmente, unas diez veces. Me encerré en mi recámara con la música a todo volumen y cada vez que la leía regresaba a la canción de “Only wanna be with you”, de Hootie and The Blowfish. Cuando se hizo de noche ya estaba cansado de estar encerrado, pero nadie estaba dispuesto a salir un lunes más que Manuel. Minutos más tarde oía ya la clásica tonadita de su claxon llamándome para bajar; había que apurarse porque Manuel no paraba de tocar hasta que me veía salir. Pero esta noche estaba ya tan desesperado y solo, que no terminó el primer pitido cuando ya me encontraba casi casi subiéndome. Abrí la puerta del copiloto de su coche y, para mi grata sorpresa, Alex estaba allí. Tenía semanas de no verlo, de no saber qué pasaba con su vida a excepción de “Maribel aquí” y “Maribel allá”.

—¿Adónde vamos? —pregunté al subir al coche.

—A echar algo de comer, ¿no? ¡Me muero de hambre! —dijo Alex.

—Ustedes disfruten del camino, que los voy a llevar a un buen lugar. Además, yo invito hoy —Ofreció Manuel, quien era el único con sobrantes de dinero en la cartera.

Arrancó rumbo a Polanco y llegamos a Masaryk, donde Manuel tuvo que dejar el coche con el valet, en contra de su voluntad, pues odiaba que alguien más lo manejara, porque además era nuevo; recién sacadito de la agencia. Pero aún llovía fuerte y no le quedó otra alternativa.

Nos sentamos en el restaurante y yo pedí mi clásica torta de tres quesos y un café.

—¿Y tú qué te traes? ¿Por qué esa cara? —Me preguntó Manuel.

—Ya sabes… tu hermana… la extraño mucho, y me pegó leer la carta que me escribió. Se ve que está muy bien por allá y, por lo que describe, es una universidad muy grande. Se ha de estar gastando un lanal, tu papá, pero la verdad es que le dio una buena oportunidad a Silvia para irse a estudiar tan lejos… y sola. A tus otras hermanas ni de broma las hubiera dejado —Seguí desahogándome—…y tengo ganas de ir a visitarla a Oxford. Mi mamá me prometió que me va a ayudar para ir a verla.

—¿Qué son unos años? —Me interrumpió Alex.

—Sí, no es mucho tiempo; sólo espero que las cosas sigan así y que ni ella ni yo estemos viviendo cosas diferentes… En fin, ya estoy cansado de estar tristeando todas las tardes, tengo que cambiar mi actitud. ¿Y tú qué onda, Alex, cómo vas?

—¿Yo? Pues muy bien. Ya sabes, de aquí para allá con Maribel, que por cierto les manda salud…

—¿Saludos? —interrumpió Manuel—, mejor que ya devuelva a nuestro amigo, ¿no? Te tiene secuestrado. Ya ni vienes a mi casa; mi mamá dice que ya ni se acuerda de cómo es tu cara.

Así vivimos esa cena. Los tres juntos otra vez, y la disfrutamos, pues pasaría mucho tiempo para que volviéramos a estar hablando de nuestras vidas, y lo sabíamos.

 

Después, cada uno tomó su rutina y hasta cultivamos círculos sociales diferentes. Aunque los tres éramos muy amigos, ninguno tenía la misma vocación; sin embargo, teníamos una especie de conexión sensorial que habíamos desarrollado desde niños y que mantuvimos hasta el último día de cada uno, ignorando si la muerte la sesgaría.

De Silvia, cada vez sabía menos. Entendía que ella estaba en otro mundo y lo que menos quería era ser molestada por mí. Decidí dejarla ser y estar allá; disfrutar esos años de estudios, porque a su regreso sería sólo mía. Escribiría únicamente en contestaciones si ella me lo pedía. Después de su primera carta recibí algunas más. Luego no llegó ninguna. Me autoconvencí de que no le sobraba tiempo para escribirme por todas las asignaturas que debía estar tomando, y más en una de las mejores universidades del mundo. Silvia era una mujer muy ambiciosa y seguro competía tanto allá como lo hacía en la prepa. De vez en vez Manuel me hacía algún comentario al que yo no respondía: si iba a darle su espacio, sería incondicionalmente e incluso con su familia. Ya tendría tiempo para reponer estos años sin ella. Claro que me corroían los celos sólo de pensar que estuviera saliendo con alguien. Nunca quise preguntar. Darle su espacio me pareció la mejor opción para mantener viva la relación. Así, sin saber nada, estaba seguro de que seguíamos juntos.

Sólo había que esperar su regreso y continuar con lo que habíamos dejado en espera.