Silvia

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SILVIA

Un día, volviendo a la casa de Manuel después de visitar los bazares, Silvia me volvió loco. No había manera de quitarle la vista; creo que la amé desde el primer día que la vi y aún la amo. Sólo su presencia detonó mi corazón en miles de piezas que he pasado mi vida recogiendo y ensamblando. Nunca permití que alguien más entrara en mi vida; esas piezas le pertenecieron desde esos días y lo seguirán haciendo hasta el final de los míos.

Aunque Manuel no me dejaba verla –era una niña de 13 años y yo, un niño de 16– ya contábamos con la suficiente conciencia para saber que mi corazón estaba hecho un rompecabezas, sabiéndola a ella como la única con la guía para armarlo.

Yo no dejaba de pensar en Silvia, que se ponía cada vez más guapa. No había forma de sacarle una sonrisa o una mirada: ni me pelaba. Para ella, yo sólo era un amigo de su hermano. Por más que me gustaba no me atrevía a acercarme, estaba en ese casillero nefasto: amigo-de-mi-hermano.

Con parte de lo que ganábamos, le compraba cosas. Deambulaba por el bazar un rato más y, sin que ni Manuel ni Alex lo vieran, adquiría cualquier detalle para ella, ya fuera una pulsera, una libretita o esas plumas de varias tintas que tanto le gustaban.

—Pasé por el bazar y vi esta pluma. Este… es… de las que usas, ¿verdad? Mira, en la compra me regalaron esta pulserita, ¿te gusta? Quédatela…

—Sí, ¡muchas gracias! —decía, y se iba.

Nunca la vi usar nada de lo que le regalaba, aunque años después me confesó que cada vez que me veía llegar con algo en las manos, se emocionaba mucho. En ese momento no lo demostraba, qué bueno que no desistí, pues algo planté en ella.

—Estás tirando tu lana —Me regañaba Manuel cuando me pillaba comprando algo para Silvia; afortunadamente no le hice caso. Manuel era brillante para todo, excepto para cuestiones de amor. Atraía a cualquiera, pero no lograba retener a nadie; le costaba mucho trabajo. Se aislaba al poco tiempo de iniciar una relación y así perdía buenas oportunidades para formar una familia. Pensaba mucho, analizaba todas las posibilidades y concluía que su soledad era lo más conveniente para él. Su perfección fue su fiel compañera de vida. Lo acompañó hasta su último suspiro, y yo fui testigo.

INVITACIÓN

Mis regalos seguían fluyendo con regularidad, cada semana había un detalle. Me pasaba los días decidiendo cómo invitarla a salir o decirle que me gustaba, y salirme de ese casillero de amigo. La tenía tatuada en mis pensamientos, y cualquier pretexto era bueno para ir a casa de Manuel, incluso sin él allí. Estar al pendiente de ella se volvió aire para mis pulmones. Más tarde sabría que yo me había impregnado en la mente de ella también.

Pero, ¿cómo lograr estar juntos? Había algunos obstáculos que saltar: el principal era Manuel, que, estoy seguro, me quería demasiado, pero no tanto como para entregarme a su hermanita. Ambos sabíamos que sería incómodo que Silvia saliera conmigo, ¿pero qué mejor que tu mejor amigo fuera parte de la familia en lugar de un extraño? Para mí, su aprobación era muy importante, no sólo para salir con Silvia, sino para todo. Si alguien me conocía y sabía cuándo estaba yo a punto de cometer una idiotez, ese era él. Era algo así como mi conciencia. Todos los días agradezco el tiempo que lo fue. Con su integridad y valores supo ser el amigo ideal; más que un hermano.

Para mí, Silvia era muy importante, pero no sabía cómo ponerlos a los dos en la balanza. Desafiar a Manuel y arriesgar su amistad era un precio que no estaba seguro de pagar. Ese capricho mío de salir con Silvia habría podido dividir el grupo que se había formado desde la niñez.

—Manuel, no seas cabrón y acompáñame a comprarle un regalo a Silvia, ya va a ser su cumple y no quiero que se me pase.

—¿¡Su cumpleaños!? ¡No chingues! Faltan más de cinco meses —Me contestó Manuel medio molesto y un poco en tono de burla.

—Sí, ya sé, pero no quiero estar corriendo después. Por cierto, ¿crees que si la invito a salir venga con nosotros un día de estos? —Me atreví a preguntarle para ver su reacción, ya que viendo su cara sabría de inmediato a qué atenerme.

—Uy, no se me había ocurrido. La verdad no me gustaría que mi hermana me vea en pleno ligue y mucho menos que alguien se le acerque, ya sabes que es mi consentida.

“¡Puta la madre!”, pensé, “¿ahora cómo le doy vuelta al asunto?”.

—No creo que sea incómodo, yo la puedo entretener. Tú por tu lado y nosotros por el nuestro, y así nadie se le acerca —respondí intrépidamente, a ver qué decía. Me atreví a usar la palabra “nuestro” y utilicé el “Tú por tu lado”, para que no hubiera ninguna duda y saber si eso sería un problema.

—Perdón, pero no me late nada… No mezcles las cosas. ¡Es mi hermana!

—Yo sé que es tu hermana, no jodas…

—Aparte, tiene 16 años, está chica… ¿Y qué tanto me dices a mí? Falta que mis papás la dejen.

—Y si la dejan, ¿tú tendrías bronca en que venga?

—Sí, claro que la tendría. Ya te dije, es mi hermana. No me hagas repetir. Qué flojera que venga con nosotros; es una chavita, y si sus amiguitas, que me cagan, vienen, de seguro nos echan a perder el plan.

—¿Y si sólo viene el sábado? Tenemos la fiesta de despedida de la escuela y estaría bien, ¿no? —Tenía que negociar de alguna forma, o íbamos a acabar en pleito.

—¡El sábado y ya! No me estés jodiendo cada fin con que viene. Bueno… si es que la dejan.

Unos días después de mi plática con Manuel, fui a su casa con el pretexto de llevarle a Silvia su regalo de cumpleaños adelantado. Cuando se lo di, me sonrió con naturalidad y luego dio un suspiro que aún recorre mis nervios, calmándolos cuando necesitan una anestesia o un relajante natural. A partir de allí, aceptó siempre mis regalos con tanto cariño que yo no podía esperar el momento de llegar con otro. Se me secaba la cabeza pensando qué darle, pero ella era tan trasparente que lo que le llevara lo recibía igual. Para mí, estar cerca de ella era suficiente, escuchar su respiración, verla mirar. Pero esa tarde mi regalo la emocionó más que otras veces, lo que me dio la fuerza necesaria para invitarla, y así lo hice.

—¿Entonces qué? ¿Te animas a venir con nosotros a la fiesta de este sábado? Digo… a menos de que tengas otros planes.

—No, no tengo ningún plan, ¡pero no conozco a nadie ahí! No creo que mis papás me dejen.

—Pide permiso y vemos, ¿no? Es más, si quieres yo hablo con ellos —Ofrecí.

—¡Seguro no me van a dejar!

—¿Ni siquiera si Manuel también va?

—No sé… además creo que tengo los 15 años de la hermana de una amiga.

—¿Qué amiga?

—¡Una!

—¿Por qué mejor no me dices que no quieres ir en vez de poner pretextos?

—No son, de verdad. Sí tengo esa fiesta. Déjame pregunto y te aviso.

Desde que era muy chica, los padres de Silvia tenían otros planes para ella, y la habían criado de acuerdo con ellos. Por ejemplo, a diferencia de sus hermanas y Manuel, la inscribieron en un colegio americano. Pretendían darle esa herramienta bilingüe, algo así como un pasaporte para poder, a su mayoría de edad, no antes, estudiar en cualquier lugar del mundo.

Dos días después la llamé, tenía pánico de que alguien que no fuera ella contestara. Lo hice a media tarde, cuando asumí que ni su papá ni Manuel estarían en casa, las restantes posibilidades serían más fáciles de sortear. Descolgué el teléfono y mientras presionaba los dígitos que me comunicarían con ella, estaba seguro de que no correría con la suerte de que ella contestara. Y así fue. Sintiendo que hacía algo malo y después de la pena de saludar a su hermana Miriam, por fin la tuve del otro lado de la bocina.

—¿Bueno? —contestó frescamente. ¡Qué bueno que no podía verme!

—Hola… qué onda. ¿Cómo estás?

—Bien —Así de seca me dejó mudo.

Contaba con que me preguntara como estaba yo y de ahí partir con la conversación.

—Mmmmmm… oye… este... eh, eh, eh… oye… este... ¿qué haces?

—Nada.

—Qué bueno —¿“Qué bueno”? ¡Qué tontería había dicho! Pero ella no daba ni media entrada.

—Silvia, ¿pediste permiso?

—Sí.

—¿Y?

—Pues no me dejaron —Después supe que ni siquiera había pedido el permiso.

—Pero… O sea… ¿No hay forma?

—Es decir, les dije, pero como que no les latió mucho que vaya a la fiesta de Manuel.

—¿No les latió por Manuel, o porque yo te invité?

—Me dijeron que era por Manuel.

—¿Crees que si yo les digo algo, te dejen?

—No sé.

—¿Quieres que les diga?

—Mmmm. Sí… si quieres, sí.

Aunque mi querido Manuel se enojara, me decidí a ir en la noche y pedirle permiso a Tomás. Lo agarré desprevenido. De entrada, no creyó que hablara en serio; él y yo vacilábamos mucho. Era un hombre de un carácter muy simpático. Pero cuando insistí, noté que miró a Manuel de reojo y que este miró hacia el piso. Sin una posición firme al respecto, Tomás dejó la decisión a su hija. Ella accedió y, para mi sorpresa, le dio un beso en la mejilla a su padre.

Manuel no me dirigió la palabra esa noche ni las que le siguieron a la fiesta.

CITA

Nunca había tenido una noche así. Realmente, desde allí fuimos el uno para el otro. Poco a poco Manuel fue dejando de venir con nosotros. Como nuestros papás compartían una partida de dominó una vez a la semana, hablaron sobre el tema. Según mi papá, la idea de que Silvia y yo saliéramos era algo que a Tomás no le incomodaba.

 

—¿Bailamos? —Me preguntó Silvia durante la fiesta, y me atacó el pánico. ¿Cómo decirle que no? No sabía bailar y nunca aprendí. Cuando lo he intentado, mis piernas se convierten en dos palos de escoba.

Aun así, me animé y dije que sí, por supuesto. Si una chava así de guapa te invita a bailar, es imposible decirle que no. Así que me aventé y en lugar de concentrarme en bailar aproveché para hacerla reír. Me acuerdo de que sonaba “November rain”, de Guns and Roses, lo que ayudó a que bailáramos más despacio y más pegados. Cuando acabó la canción salimos de la pista y fuimos a tomar algo.

“Qué alivio”, pensé, y seguro que ella lo pensó también, porque después de ese día nunca más me pidió que bailara. Quizás se dio cuenta del terrible bailarín que llevo adentro.

Así pasó la noche del 16 de junio de 1992. Nunca lo he olvidado; cada detalle vive en mi memoria. Fue una noche que cambió mi vida, una línea que divide mi antes y mi después. El antes carece de valor y el después, hasta el día que deje de respirar, será Silvia.

—¿Me llamas mañana? —Se despidió cuando llegamos a su casa.

—¡Claro! Te llamo a las seis treinta de la mañana —le dije, muy serio.

—¿Queeeé? No, estás loco; es muy temprano —Me dijo con asombro.

—¡Je! Era broma. La verdad es que si por mi fuera te llamaría ahorita llegando a mi casa. Esta fue una de las mejores noches de mi vida —Me aventuré a confesarle sin miedo al rechazo. Ella me respondió con una sonrisa y me dio un beso en la mejilla.

Ya eran más o menos las ocho de la mañana y daba vueltas en mi cama. Veía el reloj cada dos minutos a la espera de que llegara una hora decente para llamarla sin que el sonido del teléfono despertara a todos en su casa. Sus hermanas me intimidaban, y lo que menos quería era causar una mala impresión. Así, contando los minutos y los segundos, esperé hasta las once. Con las manos sudadas marqué y me contestó Miriam de nuevo, la mayor de sus hermanas, que tenía 26 años y estaba a punto de casarse con Álvaro, quien me parecía un gran tipo, empresario y licenciado en economía, con una carrera en acenso en el mundo de la bolsa de valores. Álvaro tenía casi 30 años y todos lo veíamos ya como un verdadero hombre. Aunque tenía su lado infantil, porque aprovechaba cada ocasión para escaparse de Miriam y venir a cotorrear con nosotros. Claro que esto no le duraba mucho; normalmente, a los 15 minutos se escuchaba un grito que levantaba a Álvaro en fracción de segundos. Esto nos hacía reír y siempre decíamos que a nosotros ninguna mujer nos mangonearía así.

—Mmm… este… hola, Miriam, ¿está Silvia? —¿Qué no se despega del teléfono?, pensé.

—¿Más bien querrás hablar con Manuel? —Me preguntó y me dejó helado, mudo.

—No, otra vez busco a Silvia, ¿ya estará despierta?

—Déjame ver. No cuelgues.

Eternos minutos pasaron y mis nervios iban en aumento, hasta que la siguiente voz que escuché fue la de Silvia.

—¿Bueno? —contestó, y sentí que el estómago se me iba a salir del cuerpo.

—Eh… hola, ¿cómo andas? —Alcancé a decir con la voz cortada— Acaban de estrenar una película. Se ve que está muy buena y quería preguntarte si quieres venir conmigo. Hay una función a las cuatro.

—¡Claro! —Me contestó de inmediato— Déjame preguntar a mis papás, ¿me esperas un segundito? —Ese segundito sería la segunda eternidad que esperaría en la mañana, pero cuando Silvia habló de nuevo y me dijo que sí la habían dejado, mi cuerpo se relajó y sentí una emoción como nunca.

—Paso por ti a las tres, ¿te late? Así antes de la película comemos algo.

—Perfecto, aquí te espero. Bye.

Pequeño detalle: no tenía cómo pasar por ella; ni coche ni un burro que me llevara. No me quedaba otra opción más que pedirle a mamá su coche, aunque era domingo y ella siempre pasaba por mi abuela para llevarla a dar un paseo a Chapultepec –disfrutaba ver los patos del lago–. Con un poco de suerte, mamá llegaría antes de las tres y, si me apuraba, podría estar a tiempo en casa de Silvia.

Me quedé sin uñas esperando. Eternidad número tres del día. Mareé a Lolita, nuestra cocinera, con muchas preguntas sobre mamá. Tenía que llegar antes, al menos media hora antes de las tres, para irse con mi papá a comer; esa era su rutina.

Pasaban los minutos y nada, el destino jugaba conmigo. De todos los domingos del año, este era en el que tenía que haber cambios. De verdad…

Era nuestra primera cita y llegue tarde, muy tarde. Apenas nos daría tiempo de llegar al cine. Poco me faltó para agarrar a mamá de los pelos y bajarla de su coche. “Siempre tu abuelita quiso un ratito más”, me dijo. “Sí, sí, sí, luego me cuentas”, le dije con las manos ya en el volante, listo para iniciar la cruzada tras mi doncella, si es que saldría conmigo ya. Para no variar, como llevaba prisa, se me cruzaron todos los altos imaginables; eternidad número cuatro. Llegué con casi una hora de retraso; para mi suerte, Silvia no se había ido, por algún motivo me esperó. No le di muchas vueltas al asunto, no había tiempo. Llegaríamos al principio de la película y nos perderíamos los cortos de los próximos estrenos. Odio perdérmelos.

Me estacioné en la entrada de su casa, toqué el timbre y anuncié que venía por ella. Esperé ahí parado en la escalera de la entrada. Conté los segundos que pasaron, no recuerdo cuántos, pero sentí como si fueran días. Había entrado cientos de veces allí, pero ese día me percaté de cómo eran la puerta y los arbustos que la rodeaban. Eternidad número cinco.

Hasta que al fin Silvia salió. Vestida como muñeca me sorprendió con un beso y un abrazo. Su olor era lo más placentero que mis sentidos habían captado. Como todo un caballero, la escolté hasta la puerta del coche, la abrí y no la cerré hasta que Silvia estuvo sentada y cómoda. Adentro la esperaba una rosa, simple y solitaria, que fue su compañera durante toda la tarde.

—Perdón por la hora. Mi mamá llego tardísimo con el coche. ¿Comiste ya?

—No te preocupes, ya comí con mis papás, que se quedaron en casa.

—En serio, mil perdones, odio ser impuntual…

—Ya estamos aquí, ¿no? Relájate ya. ¿Te peinaste diferente? Más bien te peinaste... te ves bien.

—¡Sí! ¿Cómo ves?

—Vaya… siempre traes el pelo todo levantado. Igual, de cualquier manera se te ve bien.

—¡Gracias! Tú también te ves muy bien.

—¡Gracias!

Vimos Mi Primo Vinny, con Joe Pesci y Marisa Tomei. Entre la trama de la película y si le agarraba la mano a Silvia o no, pasaron los minutos hasta que encendieron las luces. No logré tomarla de la mano por más intentos que hice. La acompañé al baño y la esperé afuera. La quería conmigo todo el tiempo. Eternidad número seis.

Me sentí tan bien que me esforcé para estirar esa tarde con ella lo más que pude. Manejé muy lento hacia su casa. La despedida fue normal: simplemente quedamos en que “nos estaríamos viendo”, así nada más. Oculté mi efusión por la tarde tan increíble que habíamos tenido. De cualquier forma, no se iba a librar de mí tan fácilmente: su hermano era mi mejor amigo.

A partir de ese fin de semana empecé a llamarla a diario y ella contestaba primero que sus hermanas. Un día no pude llamarla y al siguiente me hizo un fuerte reclamo. Empezamos a ser una pareja.

En cada salida, una rosa la esperaba en el coche. La tomaba antes de sentarse y luego no la soltaba; guardaba uno de los pétalos en su bolsa. Debió haber juntado varios.

Nos besamos por primera vez un día afuera de su casa. Regresábamos después de haber ido a tomar un jugo. Esa tarde ella quería eso –y cuando Silvia quería, yo proveía–. Me acerqué a ella lentamente. Mi mano izquierda permaneció en el volante y con la derecha acaricié su mejilla con suavidad. Despacio, la dirigí hacia mí para hacer que sus labios aterrizaran en los míos. Permanecimos juntos por unos instantes, sin movernos. Nuestros labios juntos y mi mano en su mejilla: mi corazón y mi vida en sus manos.

AVENTURA

Ese verano pasó sin novedades. Para Manuel, Alex y para mí. Fue el fin de un ciclo. Terminaba la época de la preparatoria e iniciaba nuestra era universitaria. Mis clases empezaban en agosto y, con tiempo de sobra, decidí buscar trabajo.

Conseguí un empleo en una dulcería en la Central de Abasto. Era toda una aventura llegar hasta allá. La primera vez que lo hice me perdí y estuve toda la mañana intentando llegar; me habían advertido que quedaba en una colonia muy peligrosa, por lo que preguntar direcciones no era una opción. Según lo que me habían dicho, la Central de Abasto era un grupo de edificios inmensos; no era fácil perderlos de vista, además había seguido las instrucciones al pie de la letra. Ya habían pasado dos horas después de mi hora de entrada cuando se me cruzó un taxi al que, con todo el miedo del mundo, pedí que me guiara hasta allá.

La rutina era sencilla: trabajaba por las mañanas hasta las tres de la tarde; al salir me dirigía sin escalas a ver a Silvia. Veíamos alguna película o una telenovela, a veces salíamos a tomar algún helado o un café.

Entonces, la distancia que Manuel puso entre él y yo fue abismal. Cada uno siguió su camino. Antes, la preparatoria nos unía, pero desde que, para él, lo había cambiado por su hermana, nos veíamos poco.

Nuestro negocio de ventas había terminado meses atrás y ahora dedicábamos tiempo completo a la universidad. Alex se enfocó en la logística, le gustaba organizar cosas, eventos, procesos, lo que fuera.

Manuel entró a la licenciatura en Administración de empresas en la Anáhuac, su clara vocación. Para ese entonces ya trabajaba en una cadena pequeña de tiendas de ropa.

En cuanto a mí, como lo que mejor se me daba era el verbo y quería ponerlo por escrito, decidí aplicar para ingresar a la Facultad de Filosofía y Letras en la unam. No había forma de poder ver a Silvia, trabajar y estudiar al mismo tiempo, así que el trabajo, sin lugar a duda, fue lo primero en salir disparado por la ventana. Así es cuando se es joven: se ven las cosas grandes, inmensas. Más adelante entendí lo que es estar realmente ocupado y lo poco que hacíamos cuando éramos estudiantes. Ahora lo comparo con la sensación que tuve un día en el que regresé de visita a mi antiguo preescolar; cuando era niño, ese era el lugar más inmenso del mundo. Recordaba un arenero del tamaño de la playa de Ipanema, cuando en realidad medía menos que mi recámara actual.

Se quedaron Silvia y la universidad como mis dos prioridades. Y como la universidad era pública, mi papá podía permitirse darme una modesta suma de dinero a la semana. De muy mala gana, pero me la daba.

En ese entonces no quería separarme de mis amigos, y mucho menos de Silvia, que aún cursaba la preparatoria. Así que me disponía a aprovechar el tiempo.

El sueño de Silvia era estudiar en el extranjero, pero aún no tenía planes concretos ni había decidido a dónde quería irse. De lo que estaba segura era de que quería conocer el mundo y aprender más idiomas, lo que me tenía aterrado. Mi tiempo con ella estaba contado, ¿se pausaría nuestra relación mientras ella estuviera lejos? ¿Cabría continuar con nuestro amor?

Después de algunos insomnios decidí aprovechar cada minuto y no preocuparme más, posponer la angustia de no tenerla cerca. Y ¿por qué no? en uno de esos días la haría cambiar de opinión. No había que irse tan lejos para tener una buena educación: era el mensaje subliminal que debía enterrar en sus pensamientos.

Después de juntar algunos sueldos y con un par de adelantos, me compré mi primer coche. Era un Volkswagen viejo que pertenecía a uno de los amigos de mi papá, quien lo cuidaba como al hijo que nunca tuvo. Me lo vendió únicamente con la condición de que lo cuidara mucho y, a pesar de su relación con mi papá, no me bajó ni un centavo; sólo pude lograr un poco de plazo. Durante seis meses, cada semana le llevé la mitad de mi sueldo a su casa de Tecamachalco. Lo difícil no fue pagarle, fue tener que tolerar que cada pago terminara en una partida obligada de ajedrez: odio el ajedrez. Pero con tal de pasear a Silvia en mi carro, lo hacía.

La primera salida en mi carrito, sin embargo, no fue con Silvia. Corrí a ver a Alex. Quería presumirle mi endeudamiento rodante. ¿La gasolina? ¡Qué va! Cuando se es joven nada importa, se toman las cosas como vienen, sin medir. Nunca midas, toma la vida como va llegando; en el camino ajustas.

—Alex, ¿cómo ves mi nave? Bueno, en seis meses será mía.

 

—¡Ándale! —dijo mientras rondaba el coche, analizándolo— Súper, te felicito. Ya para que no dependas de los horarios de tu jefa… y para que no tengas que ir a clases en la pecera.

—Sí, al menos voy a estar más libre.

—También te vas a levantar más tarde, ¿no? Cuánto haces en transporte a la unam, ¿dos horas? Eres necio en tomar las clases tan temprano.

—¿Qué hago? Si no tengo ni tiempo para ver a Silvia y llegar a la chamba.

—¿La chamba? ¿No te habías salido ya de la dulcería?

—Le pedí a mi jefe que me aceptara de nuevo, si no, ¿cómo pago el coche?

—¿Qué onda con tu papá? Nada más no cede, ¿verdad? Ya podría ayudarte un poco, ¿no? Ya le va mejor, según supe.

—No supera que no seré abogado o arquitecto.

—¡Así se habla! Y qué carrazo. ¿Qué? ¿Remojón?

—Vas, mi Alex, dale una vueltita.

Subimos al auto, donde Alex empezó a probar todo y a fisgonear en todos los compartimentos.

—¿Y estos folletos de universidades? ¿No estás bien en la unam? Te dije que quedaba hasta casa del carajo.

—No, Alex. Los guardo para que Silvia los vea.

—Ay, manito… La esperanza es lo último… Ahora sí veamos qué tanto corre tu nave.

Iba por lo menos tres tardes a la semana a casa de Manuel, pero sabía que él estaría trabajando. Siempre fui muy bien recibido, allí me sentía como en casa. Sin pena alguna podía abrir el refrigerador y agarrar lo que quisiera, subir los pies al sillón del estudio al ver la televisión; era una familia muy cálida. Alex y yo éramos tan miembros de ella como cualquiera de los hijos.

—¿Cómo estás, hijo? Pásale. Me imagino que vienes a ver a Manuel —Me decía Julia, la madre de Silvia, con una risita malévola, pues sabía perfectamente a lo que iba. Con los años descubrí que a Julia le encantaba la idea de que Silvia y yo saliéramos; me quería como a un hijo más. Todas las tardes que pasaba en su casa dizque visitando a Manuel, terminaba cenando con toda la familia. Tomás siempre nos preguntaba cómo íbamos en la carrera y nos hablaba de su época de estudiante. Era un verdadero catedrático

—Miren, hijos, tengan cuidado de las malas amistades. Yo por un pelo no estoy aquí sentado… Me salvé de milagro de la matanza del 68. Mis padres, al ver tanto desorden, no me dejaron salir de la casa ese día. Yo me enojé porque, junto con todos mis amigos, quería reclamar lo que era justo para nosotros; pero no pude estar ahí…

Nos contaba esa historia a menudo y siempre lo escuchábamos con atención. A lo largo de nuestros años universitarios entendimos la importancia que había tenido que sus papás no lo hubieran dejado ir, pues fue así cómo lo salvaron. Incluso, en ese año, Tomás había cambiado de carrera y se había inscrito en Economía, lo que fue un gran acierto porque luego se convirtió en un asesor de alto nivel. Al menos eso era lo que nos decía, aunque a mí la cuenta de los años no me daba y nunca supe si la historia era real.

Mi relación con Manuel era cada vez más y más distante. Estábamos en una especie de pausa. Entre su trabajo y sus elegantísimos amigos de la Universidad Anáhuac, nos tenía en segundo plano. Además, Manuel odiaba la idea de mi noviazgo con su hermana; no le parecía buena idea que su hermanita saliera con su mejor amigo. Lo supe años después cuando me lo confesó y me describió su proceso de resignación. Me dijo que, muy en el fondo, le gustaba, pero que algo en él sabía que no llegaríamos a nada; éramos unos niñitos jugando a ser novios de manita sudada.

“Casi le atinas, Manuelito”, fue lo único que pude contestar ante semejante revelación.

Alex salía mucho con Silvia y conmigo. Le costaba trabajo relacionarse con gente nueva y para nosotros era un gusto que nos acompañara. Estábamos los tres el día que conoció a Maribel. Recuerdo que me dijo que sentía que era la mujer de su vida.

—Manito, ¿ya viste a esa chava? —Me dijo, señalando hacia la taquilla del cine.

—Acércate y dile algo; no seas güey —Lo animé.

—¿Y si viene con alguien?

—Pues ni pez, te regresas y ya. No pasa nada.

Y sí iba con alguien: con sus papás; pero igual Alex le sacó el teléfono de la casa. Maribel tenía 18 años y vivía muy cerca de nuestros rumbos y, en efecto, no tenía novio ni compromisos. Estaba guapísima, rubia de ojos azules, no muy alta y con un cuerpazo. Alex quedó cautivado de inmediato y ella también.

Durante nuestras salidas, Maribel y Silvia se hicieron buenas amigas. Parecían un par de niñas-buenas-jugando-a-tener-novios. Así los cuatro íbamos a todos lados, lo que era conveniente para todos, excepto para Manuel, que se sentía incómodo. Él de plano no lograba mantener una relación con nadie y cada vez pasaba más horas en el trabajo, en donde pronto se convertiría en socio.

Para ese entonces, Manuel se encargaba sólo de dos tiendas de tamaño medio. Sus socios no se imaginaban que Manuel las convertiría en más de 200 y que llegarían a ser una de las cadenas más importantes del país, a costa del tiempo y de la salud de mi amigo. Manuel siempre conservó su don de sencillez y carisma, y nunca dejó de ser la voz interna que me guiaba, porque, aunque no lo veíamos seguido, no hacía falta; los tres éramos inseparables incluso cuando estábamos separados.

Cuando terminamos el primer año de universidad, Alex, Manuel y yo decidimos hacer un viaje. Nos urgía estar solos, sin interrupciones y sin novias, así que Manuel nos convocó en el Vips de Palmas a las nueve de la noche, pidió un café y una ensalada, y nos comunicó su idea. Esta vez no era para ganar dinero, más bien para gastarlo.

“Vámonos de viaje juntos”, dijo con emoción y, conociéndolo, por supuesto que ya tenía todo listo y planeado. La idea era comprar un boleto redondo a Europa y, con una mochila a la espalda, pasar tres semanas conociendo los puntos más importantes.

—A ver, cabrones, este es el plan: volamos a París y de ahí nos vamos en tren a conocer toda Europa, ¿quién se apunta?

—¿Cuándo? A mí sí me late, ¿pero con qué dinero? No sé si mi papá pueda o quiera darme dinero para un viaje. ¿Sabes? Anda enchilado porque no voy a ser abogado o arquitecto, además piensan ir a visitar a mi hermana y si les salgo con que me voy a Europa me van a decir que más bien me vaya a Canadá con ellos.

Alex y Manuel abrieron los ojos como si les hubiera nombrado una tortura china, que era exactamente lo que significaba pasar unas vacaciones con mi hermana. Desde que yo estudiaba la prepa había sacado cuanta excusa había podido para zafarme del plan y con el paso del tiempo y tanta tontería dicha para no ir, ya no tenía nada más que inventar.

—¿Estás loco? Con lo aburrido que es hablar con tu cuñado —insistió Alex, nombrando al tipo más seco e insípido que alguien podría conocer jamás: la pareja de mi hermana.

—Tú diles que es hora de que salgas al mundo con tus amigos. Ándale, carnal, sabes que tu mamá va a decir que sí a lo que le pidas —dijo Manuel sin una pizca de duda.

Y era verdad, ser el niño pequeño de la casa y llevarme más de seis años con mis hermanas mellizas, a quienes mi mamá idolatraba, había sido siempre una ventaja para mis caprichos. A veces se sentía como hijo único, con todo lo que eso conlleva.

Entonces Alex salió con alguna tontería sobre esperar a ver qué onda con Maribel.

—¿¡Maribel!? —interrumpió Manuel— ¿Le tienes que pedir permiso, o qué?— Se le veía enojado.

Alex no dijo nada más, pero al día siguiente nos llamó temprano para decirnos que sí le entraba. En la tarde ya estábamos en una agencia de viajes comprando los boletos.

Para conseguir el dinero no quise acudir a mi papá directamente. Le dije a mi mamá la idea del viaje. Ella respiró hondo e intuí sus pensamientos cuando alargó los labios. Tan sólo dijo: “Pero cuando se trata de ir a Guadalajara o a Canadá a visitar a tus hermanas ahí sí estás pegado con cemento al D.F.… Habla con tu papá”, y entonces supe que no intercedería por mí.

—Papá, Manuel me está invitando junto con Alex para irnos de mochileros a Europa, y como son vacaciones de la facultad, pues… estoy… pensado a ver si puedes darme permiso.