Las aventuras del jabalí Teodosio

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Temas tratados

•Usar diferentes fuentes de información.

•Disfrutar del camino tanto como del destino.

•Modales en la mesa.

•Higiene personal.

•Competitividad bien entendida.

Comentarios

El primer capítulo de las aventuras de Teodosio sirve como introducción a los personajes que le acompañan en el bosque y también como una descripción de la vida del jabalí y de su mundo. No se produce una introducción de conceptos muy complicados, sino que está caracterizado por un buen número de episodios de tropezones y coscorrones, en cantidad superior al de capítulos posteriores. Aun así, contiene algunas ideas interesantes de transmitir.

La primera de ellas es la conveniencia de acudir a varias fuentes para estar bien informado. Teodosio había oído diversas historias sobre los tres cerditos y el lobo, pero decide ir a visitar a los protagonistas y piensa que ellos le relatarán de primera mano los sucesos del cuento. Aunque a primera vista parezca un consejo elemental, resulta más necesario y actual que nunca.

Existe hoy en día una sobreexposición a información sin contrastar y a fuentes de dudosa procedencia y credibilidad. El reto actual y futuro es ser crítico con todo aquello que se recibe, analizarlo y cuestionarlo, y verificar que la procedencia es completamente fidedigna. Elegir bien significa buscar varias alternativas fiables. En algunos países se está legislando para obligar a los grandes gigantes de Internet (Facebook, Twitter, Youtube, etc.) a revisar los contenidos que los usuarios publican, haciéndolos responsables de posibles discursos de odio, racistas, engañosos o peligrosos para la salud. El problema radica en que a veces es difícil determinar cuándo o qué pasa la raya de lo peligroso, y es fácil caer en exceso de celo y acabar en recortes injustificados de la libertad de expresión. Lo ideal, por supuesto, es que el lector o internauta tenga toda la capacidad crítica para filtrar él mismo la información falsa o perniciosa. Si las futuras generaciones no son capaces de discernir por sí mismas, acabarán por delegar estas tareas en organismos gubernamentales, con el consiguiente riesgo de manipulación por parte de esas administraciones y de pérdida de libertad de información, que es una de las bases de las sociedades libres.

La segunda idea presente en el cuento es la de disfrutar del camino en un viaje y no solo del destino, como hace Teodosio al tomarse tiempo para parar en su recorrido a la casa de sus primos. El turismo en las décadas finales del siglo XX e iniciales del XXI no ha hecho sino crecer continuamente. Los viajes al extranjero, que eran completamente infrecuentes hasta bien entrada la centuria pasada, se han convertido en moneda corriente en países desarrollados y en vías de desarrollo. Sin embargo, esta evolución hacia el turismo de masas ha llegado a veces a convertirse en una carrera sin sentido por llegar a un destino, hacerse varias fotos y compartirlas en las redes sociales, como si fuera un concurso televisivo de la caza del tesoro.

En contraste con esa tendencia, uno de los aspectos que más me gustaba de los viajes del coro universitario, en los años en los que fui cantante aficionado, era que cuando viajábamos a un país para una gira lo hacíamos con bajo presupuesto y ello nos obligaba a recovecos, tramos largos en autobús sin otro plan mejor que mirar el paisaje por la ventana o charlar con los otros cantantes y, sobre todo, a hospedarnos en lugares insospechados, desde clubes deportivos en Rosario (Argentina), hasta un seminario en Málaga o una residencia universitaria en Portugal o Polonia. Incluso a veces nos alojábamos en las casas familiares de los coralistas con los que hacíamos el intercambio. Eso nos hacía penetrar en la vida de la gente común de la región que visitábamos y conocer el país como ningún turista de turoperador podría hacerlo. A ello se unía el dar conciertos en una iglesia ortodoxa búlgara o en un salón del Teatro Colón de Buenos Aires (Argentina), también en un auditorio universitario de Lille (Francia) o de Valdivia (Chile). A ninguno nos importaba hacernos la foto en un punto turístico conocido porque el destino del viaje nunca era un lugar famoso. Sin embargo, todos disfrutábamos increíblemente con esos giros inesperados y lugares imprevistos encontrados durante la expedición. Quizás sea mejor volver a esas aventuras en los que el destino no es tan importante como el viaje en sí.

En este capítulo se habla también de un tema que puede parecer pasado de moda y provocar un alzado de ceja escéptico en algún lector, como son los modales en la mesa y la higiene personal. Recuerdo que un grupo de compañeros de carrera fuimos en alguna ocasión a la segunda residencia que los padres de uno de nosotros tenían en Peñafiel (Valladolid). Era una casa de campo entre cuyas estanterías de libros, con décadas de antigüedad y polvo en sus lomos, se encontraba uno de urbanidad y buenas costumbres. Mientras asábamos las chuletillas de lechazo en una parrilla, nos reíamos muchísimo leyendo en voz alta aquellas normas tan anticuadas, que dictaban hasta la disposición que había que adoptar para caminar por la calle en grupo. Tenía en consideración cualquier combinación de personas como, por ejemplo, dos hombres y una mujer, o dos mujeres y un hombre, de según qué edades.

En el extremo contrario, en la sociedad norteamericana, donde ahora vivo, se prima el sentido práctico y se ignora el juicio que los demás puedan hacer del comportamiento, modales o aspecto de uno. Si bien esta actitud puede ser muy liberadora, también puede llevar al espectáculo de personajes en pijama comprando en el Wall-Mart o comiendo en un restaurante y vistiendo una camiseta con varios rotos. Incluso hay una página web (www.peopleofwalmart.com) que colecciona fotografías de clientes estrafalarios de estas grandes superficies.

Creo que los modales deben adquirirse desde niño buscando la virtud en el punto medio. Si bien no deben llevarse al extremo de ser esclavizantes o exagerados, o de no poder romperse cuando la ocasión lo aconseje, una persona que carezca de ellos causa una mala impresión, a veces inconscientemente, de la que es difícil librarse. Siguiendo el dicho, no hay una segunda oportunidad para causar una primera buena impresión.

Por último, este primer capítulo dedica una buena parte al juego (en este caso el parchís) como metáfora de la competencia. Hay una corriente de pensamiento actual que contrapone la competitividad a la colaboración, colocando a la primera como la actitud a evitar y la segunda como la que, de adoptarse por la mayoría, libraría a la humanidad de todos los males que la aquejan. Naturalmente, cuando vamos a comprar un bien o contratar un servicio, todos, incluidos los detractores de la competitividad, elegimos el que nos ofrece una mejor relación calidad-precio y es, por lo tanto, el más competitivo. Es más, en entornos como el deporte o el juego, si desaparece la competencia se pierde por completo el propósito de la actividad.

Tras discutir y pensar largamente sobre el asunto, he llegado a la conclusión de que el problema de la competitividad mal entendida viene de tomar ante la competencia una actitud de ganar a toda costa y de caer en la desesperación, o llevar incluso a la trampa, si se pierde. Lo que intenta explicar este capítulo es cómo ser competitivo, pero manteniendo el fair play y aprendiendo tanto a perder como a ganar con elegancia. Para mí, lo ideal es colaborar para competir, hacerlo de manera sana y justa, utilizando las derrotas para aprender y las victorias para dar ejemplo de ganar con elegancia.


Teodosio y sus primos, de compras en el súper

I

Cuando Teodosio se despertó, la luz matutina ya entraba por las rendijas de la persiana y dibujaba rayas oblicuas en la pared. Al principio creyó que estaba en su cueva del bosque, pero enseguida se dio cuenta de que se encontraba acostado sobre un colchón, mucho más blandito que su cama de paja. Entonces se acordó de que estaba en casa de sus primos, a donde había ido a pasar el fin de semana, y del día tan divertido que había vivido, comiendo con ellos en el jardín, contándoles detalles de su vida en el bosque y jugando al parchís.

Se incorporó de la cama de un salto y estiró las pezuñas hacia el techo mientras bostezaba. La habitación en la que había dormido estaba en el piso de arriba de la casa de Adolfo -la famosa vivienda de ladrillo y cemento del cerdito mayor, que el lobo no había podido derribar con sus soplidos-. Tenía las paredes decoradas con árboles pintados, que le recordaban al bosque, y había un aparador de madera donde había guardado su ropa. Por la escalera subía un suculento olor a tortilla de calabacines que procedía de la cocina, atravesaba por debajo de la puerta de su dormitorio y pasaba por debajo de su hociquillo.

Sabía que era tortilla de calabacines porque era uno de sus platos favoritos y su primo Venancio, el cerdito más pequeño, le había prometido que cocinaría una para desayunar. Entonces se dio cuenta de que sus tripas rugían y de que tenía mucha hambre, así que, sin esperar más, salió en dirección a la puerta, la abrió y empezó a bajar las escaleras, que arrancaban justo al salir de su dormitorio. Desde arriba pudo ver que sus primos ya se encontraban sentados a la mesa y charlaban animadamente. Pero solo pudo ver eso porque, con las prisas por bajar a desayunar, al salir de la habitación la sábana se le había enredado entre las pezuñas. En cuanto bajó el primer escalón, se tropezó y se cayó rodando escaleras abajo, mientras la sábana se iba enrollando alrededor de su cuerpo.

 

Mientras tanto, sus tres primos, que estaban tomándose unas naranjas antes de hincar el diente a la tortilla, oyeron un estrépito en la escalera, miraron hacia allá y vieron una especie de bola blanca que venía hacia ellos a toda velocidad y desde la que se oía “uhhhh, ahhhh, uuuyyy”. Se pegaron un susto de muerte, pensando que era un fantasma que les atacaba. Incluso Lolo, normalmente muy tranquilo, se había incorporado de su asiento, muy nervioso, dispuesto a salir corriendo. Teodosio llegó rodando hasta la mesa, se incorporó de un salto, se quitó la sábana de encima de un tirón y, mientras se frotaba su dolorido trasero, dijo:

–¡Buenos días!

Sus tres primos le miraron con los ojos muy abiertos y fue Venancio el que habló.

–Buenos días, Teodosio. ¿Siempre haces este tipo de entradas espectaculares en todos los sitios?

–Sí. Digo no –replicó Teodosio–. Bueno, a veces. La verdad es que no lo tenía planeado. Tenía mucha hambre, olí la tortilla, la sábana se me quedó pegada y… En fin, que quería bajar las escaleras deprisa. ¡Pero no tanto!

Lolo meneó la cabeza lentamente para los lados, mientras lo miraba y lamentaba el aspecto que presentaba, aún medio dormido, un poco legañoso, magullado y con parte de la sábana enredada a sus pies.

–Nos hemos dado cuenta -le comentó-. Por poco te rompes la cabeza.

–De verdad que no pensábamos comernos toda la tortilla. Te hubiéramos guardado una buena ración. No era necesario que bajaras la escalera como una avalancha de nieve. Casi te matas -añadió Adolfo.

–Ya –reconoció el jabalí un poco avergonzado–. Siento el susto.

–No pasa nada –replicó Adolfo con el objeto de quitar hierro al asunto–. Mira, mejor subes otra vez arriba, te lavas la cara para que puedas abrir bien los ojos, te peinas esos pelujos revueltos que tienes entre las orejas y vuelves a bajar. Tranquilo, sin prisa, que nosotros te esperamos para desayunar.

Teodosio se había dado cuenta de que se había precipitado un poco con lo del desayuno. Está muy bien levantarse con energía, pero hay que asearse un poco antes que nada. Subió las escaleras con la sábana arrebujada bajo el brazo, la estiró cuidadosamente sobre su cama y luego pasó al baño a acicalarse. Una vez terminada esa tarea, se reunió con sus primos alrededor de la mesa del desayuno, se sirvió un vaso de zumo y empezó a dar cuenta de la ración de tortilla que le acababan de servir en su plato.

Los tres cerditos tenían la costumbre de organizar los alimentos muy bien en la despensa. Todos ellos estaban perfectamente colocados en fila. Detrás de un paquete de arroz había varios más. Tras una botella de zumo de naranja estaban las demás de ese mismo zumo. Al lado de la de naranja, estaba la de manzana y después de esa, en fila, el resto. Colocaban un papelito rojo antes del último paquete o botella y así, al usar el penúltimo, el papel rojo aparecía y les advertía de que tenían que comprar más.

–Se nos está acabando la comida –advirtió Adolfo entre mordiscos al pan, mirando de reojo varios papelitos rojos que se veían en la despensa–. Tenemos que ir al supermercado hoy, sin falta.

Sus dos hermanos asintieron con la cabeza y Teodosio los miraba sin decir nada. Él nunca había ido a uno. Siempre encontraba la comida que necesitaba en el bosque. Pero claro, ahora no estaba en su casa. Las cosas en las vidas de los tres cerditos seguramente funcionaban de otra manera.

–¿Puedo ir yo también? –preguntó Teodosio–. Nunca he ido a un supermercado.

–¡Claro! Así nos puedes ayudar a traer las bolsas –dijo Venancio.

–En cuanto terminemos de desayunar, nos preparamos y salimos –propuso Adolfo.

Justo a continuación y sin tiempo para que nadie pudiera decir nada más, el cerdito mayor puso su atención en Teodosio, a quien iba a darle más explicaciones acerca del plan previsto:

–El súper, que así se pueden llamar a esos establecimientos, está cerca. No es necesario coger el bus. Caminando diez minutos estaremos allí y así hacemos un poco de ejercicio. No nos vendrá mal –relató mientras se pasaba la mano por la tripa y miraba de reojo la de Lolo. Este dejó de masticar y se miró la barriga durante dos segundos. Debió de pensar que no tenía mucha porque se encogió de hombros y siguió masticando la tortilla de calabacín parsimoniosamente.

II

Cuando terminaron de desayunar, Teodosio y sus primos recogieron los platos. El jabalí les ayudó encantado. Pensó que, ya que se estaba quedando en casa de Adolfo, era bueno echarles una mano, a pesar de que él no estuviera acostumbrado a fregar la vajilla y los cubiertos. Así acabaron antes de recoger y pronto estuvieron en la puerta, con las bolsas de la compra listas.

Hacía un día estupendo, soleado, pero sin demasiado calor, y había muchos animales por la calle. Los cuatro iban charlando animadamente cuando llegaron a un semáforo. Estaba rojo para los peatones, así que los tres cerditos se detuvieron. Teodosio, sin embargo, no había visto nunca uno y dio un paso adelante. Un autobús venía a toda velocidad. En el último momento, Venancio le agarró por los pelos de la espalda y tiró de él hacia atrás. Adolfo y Lolo observaron la escena con los pelos de punta y un susto monumental.

–¡Cuidado, Teodosio! –gritó Lolo, que se vio obligado a salir de su calma habitual.

–Uy, uy, uy. ¿Habéis visto ese autobús? –dijo el jabalí–. ¡Casi me atropella!

–Pues claro que lo hemos visto –sentenció Adolfo temblando todavía del susto–. Pero no es que fuera deprisa, es que tú estabas cruzando en rojo. ¿Es que te has vuelto loco?

Teodosio no entendía muy bien lo que había sucedido y, precisamente por ello, Venancio intentó explicárselo:

–No se puede cruzar cuando el muñeco del semáforo está en rojo. En ese momento es cuando los coches pasan. Si te pones a hacerlo puede que no les dé tiempo a frenar y te pasen por encima.

–Picadillo de jabalí –añadió Lolo dramáticamente mientras movía el brazo de izquierda a derecha como si el autobús estuviese pasando-. Y se acabó Teodosio. Caput. Se fini.

Teodosio estaba asustado y temblaba un poco, sensación provocada por los nervios que había pasado por esa situación tan peligrosa. Mientras se preocupaban por el estado de su primo el jabalí, el semáforo, ahora sí, había cambiado tanto para vehículos como para peatones. Hecho que anunció Venancio:

–Ahora que está verde podemos cruzar.

Y se pusieron a atravesar la calle. El problema fue que, entre interesarse por Teodosio y darle una explicación, se entretuvieron demasiado y, cuando empezaron a cruzar, el muñeco ya llevaba unos segundos en verde, de manera que antes de llegar a la acera de enfrente el semáforo se puso rojo de nuevo. Los tres cerditos aceleraron el paso para alcanzarla, pero a Teodosio le habían dicho que en rojo no se podía cruzar, así que se quedó como congelado donde estaba, antes de llegar al otro lado de la calzada.

El semáforo se iluminaba de nuevo en verde para los coches, pero allí estaba el jabalí en el medio, plantado como un árbol, así que los conductores empezaron a pitar insistentemente y a gritar por la ventanilla: “¡fueeeraaaaa! ¡largo de ahiiiií!”.

–¡Teodosiooooo! –chillaba Venancio–. ¡Sal de ahí! ¡Ven a la acera inmediatamente!

El jabalí, muy quieto y sin apenas mover la boca murmuró:

–No puedo avanzarrrr. El muñeco está rojooooo.

–¡Que se quite de ahí ese cerdooo! –gritaba el conductor que estaba detenido justo frente al jabalí, incapaz de poder esquivarlo para continuar con su marcha.

Teodosio dio un respingo, se giró hacia el conductor, puso sus brazos en jarras y, marcando muy bien todas las sílabas, le aclaró:

–No soy un cer-do. ¡Soy un ja-ba-lí!

Lolo se dio un palmetazo en la frente. No se podía creer lo que estaba pasando. Venancio volvió atrás y empujó a Teodosio para llevarlo a la acera. Los tres cerditos hablaban a la vez y le explicaban a su primo nerviosamente que había que cruzar cuando vieran el muñeco verde, pero que, si cuando ya estaban cruzando se ponía rojo, lo que había que hacer era cruzar a toda prisa a la acera más cercana. NO quedarse plantado en el medio de la calle.

Adolfo fue más allá y le añadió que podía fijarse en cuándo los coches tenían el semáforo en amarillo porque eso quería decir que pronto estaría en rojo y se pondría verde el de los peatones. Teodosio miraba a sus tres primos alternativamente y se iba poniendo del color de una lombarda. Bajó los brazos, apretó lo puños y soltó buena parte de los nervios que aún tenía acumulados:

–¿Rojo?¿Amarillo?¿Verde? ¡Morado! ¡Morado me estoy poniendo yo de oíros a los tres hablarme a la vez! Grrrr.

Los tres cerditos se dieron cuenta de que se habían alterado, aunque con razón. Ya más calmados, Adolfo le explicó que lo único que tenía que hacer era esperar a que el muñeco estuviera verde, comprobar que los coches se habían parado y entonces cruzar ligerito.

Ya, sin más sobresaltos, los cuatro llegaron al súper. Decidieron dividirse para ser más eficientes. Adolfo se fue a la sección de lácteos, Lolo a la de frutas y verduras, y Venancio se encargó de ir a comprar algunos utensilios de cocina que necesitaban. El jabalí decidió acompañar a Lolo. Se verían, dijeron, en quince minutos en la sección de panadería. Teodosio y su primo mediano fueron caminando hacia su zona, empujando un carrito, que le pareció muy divertido al jabalí. Propuso a Lolo hacer una carrera por el pasillo, pero el cerdito consiguió convencerle de que no era buena idea.

–Podemos atropellar a alguien y, además, antes de que eso ocurra, probablemente nos acabarían echando del súper –advirtió–. Aquí hay más gente. Hay que pensar en los demás. ¿Sabes?

Habían llegado a la sección de frutas y verduras, y Lolo estaba decidiendo si llevarse unos puerros o, en su lugar, unas cebolletas, cuando detrás de él oyó a alguien masticando. Temiéndose lo peor, se giró y comprobó con horror que Teodosio estaba zampándose tranquilamente una lechuga. La sujetaba con las dos manos y se la iba metiendo en la boca con una gran sonrisa de felicidad.

–Pero Teodosio, ¿qué…qué estás haciendo? –dijo Lolo.

El jabalí empezó a masticar cada vez más lento hasta que se paró y se quedó mirando a su primo con cara de sorpresa. Una hoja de la lechuga se le había quedado colgada de uno de sus enroscados colmillos.

–¿No lo ves? Me estoy comiendo una lechuga.

–¡No puedes hacer eso!

–¿Por qué no? Está muy rica.

–Pero es que esa lechuga no es tuya.

–Entonces –le rebatió Teodosio– ¿para qué hemos venido al súper? Yo pensaba que habíamos venido a por comida.

Lolo empezaba a ponerse nervioso por lo surrealista de la situación que estaba viviendo. Casi no le salían las palabras adecuadas para ese momento:

–¡No! Digo sí. ¡Pero así no! Deja esa lechuga donde estaba, por favor.

–Es que ya me la he comido –le explicaba mientras cogía una hoja de lechuga que estaba colgada de su colmillo–. Puedo devolver esto.

Lolo le aclaró que ni de broma. Que estaba babeada y rota, que mejor se la terminara. Así que Teodosio se la comió, sintiéndose un poco culpable.

–Entonces, ¿me vas a decir a qué hemos venido al súper? –preguntó Teodosio.

–Hemos venido a coger comida, pero no a comérnosla aquí.

–Está bien, está bien –Teodosio alzó sus pezuñas en señal de paz–. Ya no comeré más.

Al cabo de un rato, se reunieron todos en la sección de panadería. Adolfo traía en una cesta leche, yogures y un queso enorme. Venancio tenía un juego de tenedores y un encendedor para la cocina. Lolo y Teodosio traían mandarinas, peras, un melón, una lechuga, puerros y pimientos. Cogieron pan y se dirigieron todos hacia las cajas. El jabalí iba en cabeza y pasó delante del cajero con su cesta, mirando hacia adelante. Este lo miró atónito, como si no pudiese creer que alguien tuviese la caradura de pasar delante de él con una cesta de la compra sin pagar.

–Teodosio, espera –oyó decir a Adolfo.

–¿Qué pasa? –contestó sorprendido.

–Se te ha olvidado pagar.

–¿Se me ha olvidado el qué? –consultó Teodosio confuso.

El que ya no se lo podía creer era Adolfo, que tuvo que explicarle que antes de irse del súper tenía que pagar en la caja por todo lo que iban a llevarse. Al jabalí le pareció un poco raro. Primero no podía comerse la comida y luego tenía que pagarla antes de tan siquiera haber podido hincarle el diente. Es lo que tiene vivir como animal salvaje en el bosque, que uno no se entera de las costumbres de la civilización. Teodosio no sabía lo que era el dinero y sus primos tuvieron que explicárselo. Afortunadamente, los tres cerditos se hicieron cargo del pago y pudieron salir del establecimiento sin problemas.

 

III

De vuelta a casa y respetando todas las luces de los de semáforos, según le habían enseñado sus primos, Teodosio iba pensando que la vida civilizada era, sin duda, mucho más complicada que la del bosque. Allá no existían los semáforos ni los autobuses, ni se necesitaba dinero. Pero se alegraba de haber ido a visitar a los tres cerditos. Era divertido estar con ellos y aprender todas esas cosas nuevas.

Cuando llegaron a casa, Teodosio se sentía cansado, así que se dejó caer en el sofá, soltando un soplido. Los tres cerditos subieron al piso de arriba a lavarse y a ponerse cómodos para pasar el resto del día en casa. El jabalí, por su parte, estaba muy tranquilo, con las pezuñas delanteras entrelazadas sobre la tripa, la cabeza echada hacia atrás en el sofá y mirando al techo, donde había una arañita tejiendo su tela.

De repente sonó un timbrazo en la puerta y Teodosio se puso de pie de un salto. Menudo susto. ¿Quién podría ser? Se dirigió a la puerta y echó un vistazo por la mirilla. Quería asegurarse de que quien llamaba no era una amenaza para sus primos ni para él. A través del agujero pudo ver que era una garza, así que abrió la puerta sin miedo. Era una hermosa ave que estaba plantada delante de la puerta. Tenía unas plumas blanquísimas y muy alisadas, un cuello muy largo y elegante, se apoyaba solo en una pata y con una de sus alas sujetaba un tarro de cristal vacío. La garza habló:

–Buenos días. No tengo el gusto de conocerle, pero quería saber si podrían darme un poco de sal porque…

No pudo terminar la frase porque Teodosio la interrumpió:

–¡Me ha dado un susto de muerte! Si quiere sal vaya al súper a por ella. ¡Ah, y no se le olvide pagar antes de salir!

¡Pammm! Dio un portazo y se volvió al sofá muy dignamente, farfullando algo sobre caraduras que querían comida gratis y daban timbrazos en las puertas. Antes de que pudiera sentarse de nuevo, vio a Adolfo y Lolo que bajaban por la escalera preguntando quién había llamado al timbre. Teodosio les explicó que solamente era una garza pesada que pedía no sé qué cosa, pero que ya no tenían de qué preocuparse porque le había dado con la puerta en las narices, o más bien en el pico. Sus dos primos le miraban con cara de espanto.

–¿Una garza? ¿En la puerta? –preguntó Adolfo–. ¡Pero si es la garza Eufrosina, la vecina!

Y corrió a la puerta para abrirla de nuevo y encontrarse con ella. Estaba plantada aún allí con cara de asombro. No sé podía creer que le hubieran dado con la puerta en las narices. O en el pico.

–Esto es indignante –no paraba de repetir–. Ni siquiera he podido terminar de hablar. Me ha dejado aquí plantada. ¿Qué clase de cerdo es este?

–¡No soy un cerdo! –saltó Teodosio desde el sofá–. ¡Soy un jabalííííí!

–Está bien, está bien –replicó Venancio, que también había llegado a ver qué pasaba–. No lo pongas peor.

–Yo solo quería saber si me podían dar un poco de sal. Se me ha terminado la mía y las tiendas están ya cerradas. Pero este cerdo, o jabalí, me ha cerrado la puerta en las narices. Digo en el pico.

–Discúlpele usted, señora Eufrosina –suplicó Adolfo–. Es que es un jabalí y no está acostumbrado a vivir en la civilización. Ahora mismo le llenamos su tarro. No faltaba más.

Venancio estaba escondido detrás de una lámpara muriéndose de la risa. Mientras, Lolo llenó el tarro de Eufrosina de sal y se lo entregó. Teodosio se sintió avergonzado y le pidió disculpas por su maleducado comportamiento anterior y la garza se fue, ya más tranquila, caminando armoniosamente con sus largas patas y el tarro bajo una de sus alas.

Adolfo le explicó a Teodosio que uno debe ser amable con los vecinos y ayudarlos cuando lo necesiten, no mandarlos a la porra a la primera de cambio. Claro que el jabalí no podía saber que la garza era su vecina, pero al menos podía haberle dejado explicarse. Sin duda, Teodosio aún tenía cosas que aprender.

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