Las aventuras del jabalí Teodosio

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Teodosio es un jabalí

I

Teodosio es un jabalí que, como todo el mundo sabe, es algo así como un cerdo salvaje. Eso no quiere decir que sea muy bruto, sino que vive libre en un bosque, lejos de las ciudades. No es muy grande, aunque está un poco gordito, como casi todos los animales de su misma especie. Tiene pelos largos y tiesos de color marrón rojizo, y dos colmillos un poco retorcidos que le sobresalen de la boca aun cuando está cerrada. También su cola es enroscada y corta, y las pezuñas son de color oscuro, casi negro, brillantes. Destaca en él su mirada de pillo, a veces un poco desafiante y, en otros momentos, inocente y tierna.

A Teodosio le gusta comer frutos del bosque. Vive en uno donde hay abundantes bellotas, que ingiere crudas, solas o acompañadas de otros alimentos que encuentra. Cuando come, suelta pequeños e intermitentes gruñiditos, que son como cuando a los humanos les gusta la comida y dicen “mmm”. Tiene una cama de paja en una pequeña cueva en un lugar apartado del bosque. Por las mañanas, cuando se despierta, se despereza, se estira, gruñe, se frota los ojos y sale de su guarida para que el sol de la mañana le acaricie tibiamente. Cerca de ella pasa un riachuelo tranquilo del que bebe agua cuando tiene sed, pero en el que, sin embargo, no se baña. Para hacerlo, se reboza en el polvo. No es que se refresque mucho, pero así los insectos se marchan y lo dejan en paz. Cosas de jabalíes.

Aunque vive solo, no se puede decir que Teodosio sea solitario. Tiene muchos amigos, que se encuentra en sus caminatas en búsqueda de bellotas o de lugares que explorar. Son otros animales del bosque, claro. Todos salvajes como él.

Vive feliz en el bosque, pero es un jabalí inquieto al que le gusta explorar y conocer cosas nuevas, y que se pregunta qué habrá más allá de aquellas colinas o cómo vivirá la gente en esas casas de las que sale humo en la lejanía. Por eso, un día decidió que estaría bien visitar a sus primos, los tres cerditos. Sí, los famosos protagonistas del cuento “El lobo y los tres cerditos”. Aunque había leído y oído muchas cosas de esa historia, lo mejor era escucharla directamente en voz de sus protagonistas. Así que, sin pensárselo dos veces, se puso en marcha. Simplemente empezó a caminar hacia donde se pone el sol, donde sabía que vivían sus primos, con paso decidido, braceando con energía y silbando una canción alegre, que le salía por entre los colmillos, como de una flauta de madera un poco rota. Teodosio decidió disfrutar del camino y, de cuando en cuando, se paraba para saludar a un pájaro carpintero que estaba picoteando en un tronco, para refrescar sus patas en el río o para oler unas flores que crecían junto al árbol.

Llegó a la casa de sus primos, los tres cerditos, un poco antes de la hora de comer y llamó a la puerta con energía.

–¡Priiiimooos! ¡Priiimoooos! Abrid la puerta, que soy yo, vuestro primo Teodosio –dijo en voz muy alta. Tardaron en responder y a Teodosio se le pasó por la cabeza decir aquello de “si no abres, soplaré y soplaré...”. Pero le pareció que no tendría ninguna gracia, así que esperó hasta que Lolo, el cerdito mediano, abrió la puerta. Llevaba puestas unas zapatillas de estar en casa con un pompón que imitaba a una bellota, que encantaron a Teodosio.

Su primo se mostró eufórico al verlo y se lanzó a la carrera para saludarlo. Desafortunadamente, Lolo estaba aún más gordito que Teodosio, así que, antes de que pudieran llegar a abrazarse, sus tripas chocaron como dos balones gigantes de aire: se comprimieron, se expandieron y Teodosio salió disparado hacia atrás, aterrizando en el huerto de lechugas que los tres cerditos tenían en el jardín. Al mismo tiempo, Lolo rodó hacia el interior de su casa, como un bolo en una bolera, derribando a su paso sillas, jarrones, lámparas de pie y otros objetos decorativos que solo los cerdos usan en sus casas, como fotos de forraje o de cochinillos haciendo surf.

Al oír el estrépito, Adolfo, el cerdito mayor, bajó corriendo la escalera muy asustado y preguntó:

–¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

Los tres cerditos tenían los nervios a flor de piel desde que el lobo intentara entrar en su casa sin permiso y con muy malas intenciones.

Lolo salió de detrás del sofá, donde había finalmente ido a parar, y pudo decir unas palabras tras el pequeño accidente:

–Estoy bien, estoy bien –dijo mientras se frotaba la espalda y el lugar de la cabeza donde se había golpeado con la lámpara.

Adolfo miró hacia la puerta abierta y vio en el marco una especie de monstruo de melena verde.

–¡Aaarggg! –gritó.

Venancio, el cerdito menor, que estaba en el baño, no pudo esperar más y salió corriendo, a trompicones, subiéndose los pantalones apresuradamente sin mirar, tropezándose con Adolfo, que en ese momento se incorporaba, y aterrizando sobre la alfombra de paja. Los dos miraron aterrados hacia la puerta, donde se perfilaba una silueta regordeta y con pelo verde.

–Tranquilos. Calma –señaló Teodosio–. Soy yo, vuestro primo del bosque, el jabalí –afirmó mientras extendía sus pezuñas pidiendo tranquilidad.

–Pero, pero… –balbuceó Lolo– ¿por qué tienes melena verde?

Teodosio se tocó el cabeza extrañado para descubrir qué tenía sobre ella. Era una enorme lechuga del huerto. Se la quitó muerto de risa y comentó a sus primos:

–Pero si es solo una lechuga.

Arrancó una de las hojas y le dio un mordisco, sin más, en parte para probar que era una lechuga y también porque ya empezaba a tener mucha hambre.

II

Tras el susto de la lechuga, los tres cerditos y su primo se sentaron en el sofá y se pusieron a charlar animadamente. Se reían de la confusión ocurrida a la llegada de Teodosio, pero también porque les había hecho mucha ilusión verse de nuevo. Hablaban sin parar, contándose cómo les había ido en esos meses pasados, cómo se encontraban ahora y qué planes tenían para el futuro. Como ya se había hecho la hora de comer, Adolfo propuso hacerlo fuera de la casa. A todos les pareció bien, así que sacaron una mesa plegable al jardín y empezaron a prepararlo todo. Justo en ese momento, Lolo se dirigió a su primo:

–Hazme el favor de poner los cubiertos.

Teodosio, muy contento de poder ayudar, agarró la mesa y la metió trabajosamente dentro de la casa. Adolfo lo miró extrañado.

–Pero, ¿qué es lo que estás haciendo? ¿no íbamos a comer fuera?

–Sí, pero es que Lolo me ha dicho que la ponga “a cubierto” –contestó Teodosio.

La incredulidad se adueñó de Adolfo en esos momentos, que no daba crédito a lo que estaba viendo con sus propios ojos.

–No puede ser, si ni siquiera está lloviendo –recalcó extrañado.

–Pues eso me ha dicho –replicó Teodosio.

En ese momento de la conversación, cuando intentaban ponerse de acuerdo en este malentendido, apareció Lolo y no pudo permanecer ajeno a ese pequeño intercambio de pareceres. Con la intención de poner remedio a una situación que no avanzaba, hizo una pregunta en el momento en el que el silencio se adueñaba del ambiente.

–Pero…, por todos los cochinos, ¿qué estás haciendo?

–Pues poner la mesa a cubierto –respondió el jabalí, aún sin ser consciente de su error.

Lolo resopló y su hocico de cerdito hizo un gruñido de fastidio. Dejó caer los brazos, miró hacia el cielo e intentó aclararle a su primo el porqué de su equivocación.

–¡Los cubiertos! Te he dicho que pongas “los cu-bier-tos” -pronunciaba casi sílaba a sílaba.

Teodosio puso cara de no entender absolutamente nada, entrecerró los ojillos y preguntó:

–¿Y se puede saber qué es eso?

Adolfo hizo notar a su hermano que Teodosio vivía en el bosque y que, por lo tanto, no conocería muchas de las cosas que se usaban en la civilización. Deberían tener paciencia y enseñarle. Lolo estuvo de acuerdo. Sacaron un cuchillo, un tenedor y una cuchara, y se pusieron a explicarle. Teodosio miraba los cubiertos como si los hubiera hecho aparecer un mago, recién salidos de su imaginación, pero al cabo de un rato ya creía que sabía usarlos.

Se sentaron todos a la mesa y empezaron a comer la ensalada. Teodosio intentó pinchar una aceituna, pero era tan redonda y lisa, que el tenedor se resbaló y la aceituna salió rodando por la mesa. Empezó a perseguirla, intentando clavarle el tenedor, pero la aceituna parecía estar viva. Nunca lograba ensartarla y seguía girando. ¡Pam, pam, pam! Teodosio seguía clavando el tendedor por todas partes, en pos de la aceituna y para espanto de sus tres primos.

–¡Basta, basta! –le urgió Venancio–. Vas a acabar clavándonos el tenedor a alguno de nosotros.

Teodosio se detuvo con el cubierto en la mano, apuntando para arriba como si fuese un espada de ceremonia.

–Mira –añadió Lolo– no puedes aprender a manejar los cubiertos en un día. Ten paciencia.

Su primo se calmó y se volvió a sentar. Tenía el hocico sucio, pero como estaba en una casa pensó que no sería oportuno limpiarse con el brazo, así que agarró un extremo del mantel y se frotó. Sus primos abrieron los ojos a la vez y, armados de paciencia, le sugirieron que utilizara la servilleta.

–Ah, pero… ¿este trozo de tela no era para taparse y no tener frío? –preguntó sorprendido Teodosio.

Adolfo meneó la cabeza suavemente de lado y dijo, mientras realizaba una demostración de lo que estaba explicando:

–No, mira. Es para limpiarse la boca. Así, pasándola de un lado a otro del hocico y luego dejándola sobre las piernas.

Teodosio hizo lo propio con la servilleta por la boca como si fuera a hacer un truco de magia pero, en vez de una paloma, al pasar la servilleta lo que salió fue un hociquillo reluciente.

 

–Aaasí. Muy bien –resaltó Lolo.

Como ya habían terminado de comer, se levantaron, recogieron todo y volvieron a entrar en la casa.

–Vamos a sentarnos un rato en el sofá para que nuestro primo nos cuente las novedades del bosque –sugirió Venancio. Todos estuvieron de acuerdo.

–Pero antes –interrumpió Adolfo– vamos a lavarnos los dientes.

Los tres cerditos subieron al piso de arriba para ir al baño, pero Teodosio se quedó sentado en el sillón con cara de disgusto. Ninguno de los tres hermanos se dio cuenta hasta que bajaron, ya con sus dientes relucientes, a sentarse en el sofá.

–¿Ya te has lavado los dientes? –le preguntó Adolfo.

–No –contestó su primo. Y se quedó callado.

–Puedes subir cuando quieras –añadió Lolo.

–Ya, pero es que…–dudaba Teodosio, que no encontraba las palabras exactas para expresar sus sentimientos.

–¿Qué pasa? ¿Cuál es el problema? –se impacientó Venancio.

–Pues que no me apetece nada lavarme los dientes.

–Aunque no te apetezca, lavarse los dientes es importante para mantenerlos sanos y que no empiecen a picarse e incluso acaben por caerse –afirmó Adolfo–. Estarías muy feo sin ellos y no podrías masticar ni comer muchas cosas ricas.

–Pero… –titubeaba Teodosio.

–No lo entiendo –se extrañó Lolo–. Antes de comer te lavaste las manos y la cara, y tú mismo dijiste que era importante asearse para no meterte suciedad en la tripa.

–Ya, pero los dientes son otra cosa. ¡El jabón sabe muy mal! –replicó Teodosio muy disgustado.

–¡Acabáramos! –soltó Lolo palmeándose el muslo varias veces mientras sus hermanos se echaban hacia atrás en el sofá, entendiendo por fin lo que estaba pasando–. Los dientes no se lavan con jabón, hombre, sino con pasta de dientes. Mira, ven. Sube conmigo al baño que te enseñaré cómo hacerlo.

Lolo le dio un cepillo a Teodosio, le puso un poco de pasta de dientes y, cogiendo su propio cepillo, le enseñó cómo debía moverlo: de arriba abajo en la hilera superior de los dientes, pero de abajo a arriba en la inferior. El jabalí se frotó con energía, enseñando mucho los dientes, como los monos cuando intentan sonreír. Luego se enjuagó ruidosamente, haciendo un sonido como el de una tromba de agua bajando por un desfiladero, y escupió el agua, por suerte, toda dentro del lavabo. Se miró al espejo satisfecho y preguntó:

–¿Así está bien?

–Eeerr. Muy bien –valoró Lolo– pero la próxima vez intenta hacer un poco menos de ruido al enjuagarte, ¿vale? Si lo haces así en el bosque vas a asustar a todas las ardillas.

– Vale –contestó su primo–. La verdad es que siento la boca mucho más fresquita y me he quedado muy a gusto.

–Claro. ¿Ves? –dijo Lolo.

Y a continuación le explicó que eso de lavarse los dientes, como otras buenas costumbres, costaba un poco al principio, pero que luego, una vez se habituaba uno a hacerlo, saldría solo.

III

Una vez finalizada la clase práctica sobre higiene bucodental, Teodosio y Lolo bajaron al piso de abajo, donde los otros dos cerditos esperaban en el sofá.

Durante un buen rato, Teodosio les habló de su vida en el bosque. Las mañanas frías del invierno, pero agradablemente frescas del verano; el riachuelo del que bebía agua cuando tenía sed; cómo se refugiaba de las tormentas en su cueva; sus exploraciones por el bosque... Les contó que Aurelio el zorro seguía tan activo como siempre y que Valentina, su vecina la ardilla, saltaba de árbol en árbol como la mejor trapecista. También que cerca de su cueva había una encina que daba muchas bellotas, aunque a él le gustaban más las que se podían encontrar en un claro del bosque, a media hora de camino. Los tres primos le escuchaban encantados. Ellos siempre dormían dentro de la casa, en sus camitas, así que lo de hacerlo en una cueva, oyendo por la noche el ulular de los búhos, les parecía una aventura fascinante.

–Podéis venir cuando queráis –les propuso Teodosio–. En mi cueva hay sitio para los cuatro.

–Vale –contestó Lolo casi al instante–. Lo tendremos en cuenta para las próximas vacaciones.

Después de una larga charla, los cuatro primos decidieron jugar al parchís. Teodosio no conocía el juego y, cuando empezaron a explicarle las reglas, el muy glotón se entusiasmó al saber que durante la partida se podía comer.

–No te hagas ilusiones –le advirtió Venancio–. Lo de comer es en sentido figurado. En realidad no te comes la ficha. Solo la sacas del tablero.

–Pues vaya…–se decepcionó el jabalí–. ¡Ya me veía poniéndome las botas!

Sus tres primos se rieron de las ideas de Teodosio y, sin más, se pusieron a jugar, sorteando los colores de las fichas. Tiraron los dados una vez para ver quién obtenía el número más alto y comenzaba el juego. Lo sacó Lolo y empezaron a tirar uno tras otro. Ninguno sacaba un cinco, así que nadie había conseguido sacar ninguna ficha a las casillas. El jabalí se impacientaba.

–Tranquilo –comentó Venancio–. Por mucho que te inquietes no vas a conseguir que te salga un cinco. Solo conseguirás pasar un mal rato. Simplemente respira hondo y aprende a ser paciente.

Y tenía razón. Al cabo de pocos minutos, a Teodosio le salió un cinco y pudo empezar a mover su ficha por el tablero. Los cuatro primos ya habían entrado en juego. Al principio solo había 5 o 6 fichas, pero pronto se llenó el tablero y las dieciséis corrían por turnos, se atascaban en barreras o se perseguían unas a otras. Un jaleo. Lolo comió una de Adolfo, pero a continuación este hizo lo propio con una de Teodosio. Dos o tres tiradas después, fue Venancio el que se comió otra ficha de su primo. El jabalí se puso rojo de enfado.

–¡Esto es injusto! –farfulló Teodosio–. ¡Me habéis comido dos fichas casi seguidas!

Venancio se doblaba de la risa. Era muy contagiosa y la acompañaba de una de sus expresiones favoritas: “oink, oink”. La pronunciaba a golpecitos cortos, como si estuviera dando saltitos sobre su culo. Lolo también se empezó a reír, pero el jabalí cada vez se enfadaba más. En ese momento Adolfo intervino:

–Cálmate, Teodosio. Nadie ha hecho trampas.

–Ya –reconoció el jabalí mientras intentaba pronunciar más palabras, aunque entrecortadas-. ¡Ppp pero es que así no voy a meter nunca las fichas en su casa!

–Jijiji –se oía a Venancio–. Cuando uno no está en su casa siempre puede venir alguien a intentar comerte ¡Si lo sabremos nosotros!

–Y qué más da que te hayan comido dos fichas, hombre –dijo Lolo–. Tú sigue jugando como si tal cosa.

A Teodosio no le convencía la idea. Seguía estando un poco nerviosito. Adolfo lo calmó, explicándole que, a fin de cuentas, solo se trataba de un juego. Que en ellos, uno ha de hacerlo lo mejor que sepa pero que, de todos modos, ya sea uno cerdo o jabalí, puede tener mala suerte ese día y perder, y que no por eso se cae el mundo.

–Hay que tomárselo con calma. ¿Entiendes? –dijo Lolo–. Se trata de pasárselo bien y reírse un rato, no de ponerse de los nervios.

El jabalí respiró hondo dos o tres veces y pareció tranquilizarse, con lo que el juego se reanudó como si nada hubiera pasado. Las fichas empezaron a correr de nuevo por el tablero. Teodosio le comió una a Venancio, quien se rio de la acción:

–Ya veía yo que acabarías por comértela. Le vendrá bien un rato de descanso en su casa. Había corrido demasiado -comentó animadamente. Y siguió jugando como si nada.

Teodosio empezaba a pasárselo bomba. Cada vez estaba más emocionado jugando y cuando sacaba un 6, hacía gala de su alegría con una frase que, afortunadamente para él, comenzó a repetirse:

–¡Seeeisss! Uno, dos, tres, cuatro, cinco y seeeis ¡Y vuelvo a tirar!

Cuando metió la primera ficha en la casa dio un salto tal que casi tira el tablero. Luego le comió una a Lolo y otra a Adolfo. Iba como un tiro. Lo que en un principio había comenzado mal, había cambiado con el paso de los minutos. Ya no era un desafortunado que veía cómo los otros jugadores avanzaban a pasos agigantados mientras él seguía aún a la espera de comenzar a moverse. Ahora era Teodosio quien estaba consiguiendo sacar, casi en cada momento clave, el número que necesitaba.

Su fortuna ya no cambió y terminó por ganar la partida. Estaba eufórico y empezó a dar saltos por la habitación.

–¡He ganado! ¡He ganado!

Los tres cerditos lo miraban con asombro, mientras él seguía pegando saltos por la habitación, de un lado a otro, desde la alfombra o desde una silla, hasta se subió al sofá y dio un brinco. Aterrizó sobre los muelles del sofá, pero se impulsó hacia arriba con todas sus fuerzas, que se sumaron a la de los propios muelles, con lo que salió disparado hacia arriba como un cohete y se pegó un coscorrón con el techo. ¡Croc! Se oyó y aterrizó sentado sobre la alfombra, con las piernas muy abiertas, un poco aturdido y frotándose la cabeza mientras no paraba de dolerse:

-¡Ay, ay, ay!

Adolfo, vista la situación y el tremendo golpazo, fue corriendo a por unos hielos para ponérselos en el chichón que empezaba a sobresalir entre los pelos de la cabeza, mientras Lolo le consolaba diciendo que no había sido nada y Venancio se tiraba por el suelo pataleando de la risa.

–Jajajaja. Me troncho. ¡Vaya coscorrón! ¡Teodosio, eres la monda!

A Teodosio no le hacía ninguna gracia. Seguía frotándose la dolorida cabeza, mientras Adolfo le aplicaba el hielo.

–¡Uuuy! ¡Ayyy! –decía el jabalí.

–Espero que esto te haya enseñado algo –le comentó Adolfo.

–Sí –respondió rápidamente–. Que el techo está ¡durísimo!

Adolfo suspiró, sin compartir la conclusión de su primo. Él no estaba hablando de la dureza del techo de su casa, sino de la enseñanza que había podido aprender tras ese golpe.

–Mfff. No me refiero a eso. Sino a que no te tomes las cosas de manera tan exagerada.

–Pues no sé lo que me dices –replicó Teodosio.

–Pues sí, hombre –amplió Adolfo–. Primero te agarraste un enfado monumental cuando te comimos dos fichas y luego, cuando ganas, te pones a dar saltos como un loco. Ni tanto ni tan poco. Hay que ser un poco más moderado, primo, un poco más tranquilo.

–Puede que tengas razón –reconoció por fin el jabalí.

–¡Claro que la tengo! –agregó de nuevo Adolfo–. Al menos ya te has calmado, aunque haya sido gracias a un coscorrón enorme. En cualquier caso, ya casi es la hora de dormir. Será mejor que nos vayamos a la cama.

Los tres cerditos le prestaron un pijama a Teodosio. Era uno viejo de Venancio, le quedaba un poco pequeño y se le salían un poco los pelos entre los botones. Parecía una morcilla marrón y peluda. Pero no tenían otra cosa y, por otro lado, era muy suavecito y olía muy bien, así que se lo dejó puesto y se fueron a dormir.

Teodosio se quedó muy tranquilo, tumbado boca arriba sobre la cama, con el chichón un poco dolorido aún y pensando en todas las cosas que había vivido ese día con sus primos. Cerró los ojos y se durmió, soñando con fichas de parchís, que se cepillaban los dientes después de comerse a otra ficha.