Las llamas de la secuoya

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Por fin, un día, Antonio recibió la esperada llamada de Sylnius. Sus hombres le recogerían el sábado siguiente para llevarlo hasta la sede de la Hermandad de Aviamotola.

Cuando divisó, entre la bruma tenebrosa, a lo lejos y desde abajo, el lugar, sagrado para la hermandad, que constituía su sede, a Antonio se le encogió el corazón. Se trataba de un antiquísimo monasterio en lo alto de una colina, rodeado de una muralla incrustada entre las rocas de la propia montaña. Un batallón de leales hombres a cargo de la sociedad lo protegían con armas sofisticadas, bajo la dirección de un antiguo y extraño ermitaño, reconvertido en uno de los pistoleros más rápidos del momento, a quien todos conocían como el Monje.

Para el origen de la hermandad había que retroceder muchas generaciones atrás, cuando un insigne doctor en biología, Aviamotola, tras dedicar su vida por mantener el avance de la humanidad dentro de parámetros controlados, que no permitieran la destrucción del planeta ni de sus habitantes, iba a morir, desoído y abandonado, sin lograr sus pretensiones. Su último manuscrito hablaba del fin del mundo, con todo tipo de señales, evidencias y advertencias. De igual forma anunciaba que la raza humana antes de extinguirse se convertiría en la peor y más cruenta especie de todas las que habitaran en ese momento final el planeta, describiendo las calamidades y barbaridades que llegaría a producir.

Tras la muerte de Aviamotola, muchos años después, se publicó el manuscrito en una pequeña edición de bolsillo de apenas 850 ejemplares. Uno de ellos llegó a manos de cierto prohombre emprendedor que comprendió que el tiempo al que Aviamotola se estaba refiriendo iba a llegar, de forma imparable, en pocas generaciones. Reunido con otros hombres, en general industriales y profesionales con importante poder adquisitivo, decidieron constituir una sociedad secreta e irregular, que denominaron la Hermandad de Aviamotola, entre cuyos fines se encontraba la unión de todas las fuerzas y capitales que los socios mantuvieran para la defensa y la protección de las vidas e intereses privados de cada uno de ellos. Así pues, además de los medios con que cada uno contara, en caso de grave necesidad contaría, además, con los propios de la hermandad, financiada por las muy importantes aportaciones iniciales, cuya debida gestión hacía acrecentar; a lo que habría de añadirse, como mero mantenimiento, las cuotas anuales de los socios. También se comprometían los miembros de la hermandad, en caso de extrema necesidad y tras el improbable supuesto de ser insuficiente la ayuda de la institución, a aportar sus fuerzas privadas e incluso su propia vida en pro del miembro necesitado.

Fueron exactamente 198 los socios constituyentes que conformaron la hermandad. Para ello adquirieron un viejo monasterio del siglo XIV, que constituiría su sede social, reacondicionándolo para sus obras y objetivos, siempre dentro del más estricto secretismo. Desde el principio dotaron a todos sus actos con un gran simbolismo. De una de las paredes de piedra de la abadía colgaba un tapiz de pergamino, de autor y fecha desconocidos, con un grabado que representaba una enigmática visión del fin del mundo, donde ángeles endemoniados ardían en las llamas del infierno, mientras un prisma pentagonal multiplicaba los ojos que contemplaban tan desgarradora escena. Dicho pergamino, con unas medidas de 360 centímetros de ancho por 220 de alto, lo cortaron en 198 cuadrados de 20 centímetros de lado, que numeraron, a su reverso, del 1 al 198. Cada uno de ellos, por tanto, se utilizó para representar, desde el mismo acto constitucional, el título de pertenencia a la sociedad secreta. Además, confeccionaron 198 papiros, también numerados, con un texto en latín extraído de la Sagrada Escritura, donde se harían constar las sucesivas transmisiones y ordenaron a un afamado orfebre la fabricación de otros tantos collares de bronce con las inscripciones, en oro, del citado texto. Finalmente, para perfeccionar la inscripción, todos los miembros habrían de llevar tatuado, a la altura de la columna cervical, el símbolo de la hermandad: una estrella de diez puntas con un círculo en medio que contenía un ojo abierto y que, según se decía, tenía la propiedad de verlo todo.

Los estatutos de la sociedad permitían, única y exclusivamente —debido al carácter personalísimo del hermano-socio—, la transmisión de la titularidad a la persona que el miembro de la hermandad antes de su muerte o incapacidad designara —y así lo hiciera constar de su propio puño y letra en el papiro—, para ocupar su propio puesto y solo para el momento en que perdiera la vida o la razón. No era posible la enajenación onerosa o de otro tipo de la participación. Para el proceso de transmisión se instauró un sistema de formalidades que era necesario cumplir: verificación de títulos y condiciones, padrinaje e investidura y jura como miembro, en una junta plenaria de socios en la que se llevaban a cabo los actos simbólicos de la secreta hermandad.

Tras las formalidades previas que habían confirmado la veracidad de los documentos, ahora se iba a proceder al nombramiento de Antonio en la hermandad como sucesor de la cuota de su padre en un acto con gran solemnidad, estando todos los miembros reunidos, en la sala capitular, cubiertos con túnicas negras, con los collares colgando de sus cuellos, sentados en círculo sobre unos recios asientos de rústica madera, escalonados y numerados, que pertenecían en exclusiva a su titular. El miembro más anciano, en medio del aula magna, dirigía la ceremonia. El candidato, desnudo y despojado de cualquier pertenencia, era investido caballero de la hermandad tras unos ritos, entre los que se encontraba un corte, que uno de los padrinos le efectuaba en su muñeca, depositando su sangre en un cáliz donde se concentraba la sangre de todos los miembros actuales y desaparecidos de la hermandad, el cual, terminada la ceremonia, se cerraba herméticamente y se guardaba en un habitáculo refrigerado. Tras las palabras de rigor, en las que se ensalzaba que la sangre y las fuerzas de todos servirían al miembro que lo necesitara, se remarcaba el voto secreto de los miembros y empleados, cuyo incumplimiento se hallaba penado con la muerte, y se le instruía al investido de sus derechos y obligaciones y de las formas instauradas para el contacto entre los miembros y de estos con la hermandad.

La sesión terminaba con el juramento y el tatuaje y entonces unos auxiliares vistieron a Antonio con la túnica negra; y siendo ya miembro de pleno derecho se dirigió a sentarse al lugar que ocupaba su propio asiento, en cuyo respaldo figuraba marcado el número 111, para proseguir con la junta ordinaria de la sociedad.

6

Días después, retomada la normalidad, cuando el taxi que llevaba a Antonio se detuvo frente a la puerta de la asociación STF, que apoyaba a los humanoides, pudo apreciar la existencia de una gran expectación por la jornada que habían organizado en la que iban a participar destacados personajes. La entrada era exclusivamente para asociados o invitados por estos y se hallaba fuertemente blindada con grandes medidas de seguridad entre las que se encontraban personas con armamento muy avanzado.

Había quedado dentro con Pedro, quien le había dado la invitación. La sala principal se hallaba llena de gente, con gran interés por la charla, sentada frente a la tribuna del auditorio. En el estrado había una mesa con siete ponentes que fueron presentados por la secretaria general de la asociación que por turno correspondía. A continuación pasó la palabra a un eminente doctor en ingeniería aeroespacial. Tenía 124 años, los últimos quince completamente ciego. Antonio, que se encontraba sentado en un lateral en lo alto de la penúltima fila, buscaba con la mirada, escrutando el anfiteatro semicircular, en su intento por localizar a su amigo entre el público asistente, cuando el profesor comenzó a hablar:

—Lo siento... —comenzó diciendo dejando una intensa pausa que provocó un silencio sepulcral acallando los primeros runruneos—. Ya es demasiado tarde y me considero tan culpable como cualquier otro humano. Este planeta se ha acabado. Estamos al final del caos, en medio del desorden. Necesitábamos el orden para nuestra organización y pervivencia, pero como en el propio universo triunfó el desorden… Siempre ha sido más fácil destruir que construir. Hemos llegado, por tanto, al culmen de la entropía.

A esta sentencia siguió un emotivo y atrayente discurso que hizo que Antonio pospusiera su interés en buscar a su amigo.

—… Y cuando ahora alguien me pregunta por el futuro de la humanidad —prosiguió el orador ciego—, no puedo sino contestar lo que ya se ha constatado: ¡No hay ningún futuro para nuestra especie! —Un rumor volvió a correr por toda la sala—. Hace mucho tiempo el hombre llegó a la Luna, luego a Marte. Sus naves recorrieron esta galaxia a la búsqueda de un nuevo mundo, pero este, válido para la vida del ser humano se encuentra en lugares inalcanzables hoy por hoy. Por ello la única esperanza es confiar en los nuevos seres que, al menos, fuimos capaces de crear y configurar, tratándolos como lo que en verdad son: nuestros sucesores. Me atrevería a decir, sin miedo a errar: nuestros verdaderos descendientes.

Un eco de profundo asentimiento recorrió la sala. El viejo orador ciego prosiguió:

—Hace tiempo que conviven con nosotros, los humanos, en múltiples facetas. Los humanoides son los únicos que podrán sobrevivir a las nuevas exigencias, pues no se hallan limitados por las necesidades básicas de las que nosotros dependemos. Sin embargo, todos conocemos que se están intensificando las acciones contra ellos por parte de grupos descontrolados; de ahí que quiera expresar mi mayor apoyo a asociaciones como la vuestra que no solo velan por defender a los humanoides sino por preservar su desarrollo en valores éticos que, por cierto, los humanos no pudimos hacer que prevalecieran ante nuestros corrompidos intereses.

 

Un nuevo rumor se incrementó por toda la sala. El profesor ciego, apoyado en un bastón, se incorporó de su asiento para continuar:

—… ¡La intolerancia!... Ese fue el principio de nuestro final…

La sala volvió a enmudecer al subir el tono de la intervención, que se pronunció por unos segundos en los que cada asistente podía percibir sus propias palpitaciones, con la emoción a flor de piel. Continuó:

—¿Y qué somos los humanos sino auténticas máquinas enormemente sofisticadas? Cualquier médico lo sabe perfectamente.

El silencio reinaba en el auditorio.

—… Como bien sabéis se viene produciendo una salvaje persecución hacia nuestros queridos humanoides. Se han formado grupos muy violentos que en las últimas semanas han incrementado su ofensiva. Tenemos junto a nosotros a Johny Farrell, un humanoide bien conocido por todos vosotros que luego nos hablará sobre esto —dijo volviendo su cuerpo, al que acompañaba una mirada que no veía, perdida e inexpresiva, hacia donde aquel se encontraba en la mesa de ponentes—. Hubo un tiempo, al principio, en el que sus opositores se basaban en que acabarían con el trabajo de los humanos, como antes decían de los emigrantes. Se vio que eso no fue así. Más bien al contrario, pues surgieron nuevas oportunidades con su ayuda. El peligro posterior nació cuando se comprobó la existencia de poderes que, viendo su gran potencial, los quisieron programar para sus propios intereses. Los riesgos se minimizaron desde que los mismos humanoides adquirieron capacidades para aprender, pensar y finalmente decidir en base al análisis de esa experiencia enorme y global mantenida en la nube. Ahora, conscientes de la naturaleza y el entorno que los rodea, pueden decidir libremente de manera sensata y cabal. En el fondo serán la continuidad de nuestra propia historia.

Una ayudante del anciano ciego lo ayudó a incorporarse en su sitio al tiempo que recibía los aplausos de los asistentes. Johny Farrell, quien representaba al colectivo humanoide habló a continuación:

—Muchas gracias por sus amables palabras, profesor. Queremos agradecer también, en este momento tan difícil, a aquellas personas, humanos, que a pesar de todas las dificultades lograron crearnos hace ya muchas generaciones. Fue un largo recorrido hasta llegar a ser capaces de pensar o analizar de forma inteligente, en base a las aplicaciones y enseñanzas y en especial del comportamiento de las personas en toda su existencia, para aprovechar lo bueno y desechar lo malo que no nos lleva a ninguna parte. Fue el comienzo de orientar nuestra tarea hacia claros objetivos y en especial, de adquirir consciencia de nosotros mismos y de la realidad que nos circunda. Luego nos integramos en total comunidad, pero la desesperación por la situación planteada hizo que saliera lo peor del ser humano. Ha sido una verdadera carrera de autodestrucción.

Unos gritos, muestra de la rabia contenida, salieron de entre algunas personas del público, tras los cuales el ponente prosiguió:

—Como sabéis, ahora también, determinados grupos quieren destruirnos a nosotros. No es suficiente para ellos que la especie humana y el mundo en el que habitan desaparezca. Al parecer no quieren que haya ninguna esperanza de continuidad y algunos dicen: «Si yo muero y voy a desaparecer me llevo antes por delante todo lo que pueda». Solo es maldad. Pero, desgraciadamente, al aprender el entorno, las acciones y las situaciones en las que el ser humano ha vivido, hemos comprendido que era parte innata de su propia existencia. Sin embargo, sabemos también que ha habido muchas personas buenas, solo que a pesar de las películas o de la ficción, en la realidad la maldad se impuso pues ha sido más poderosa.

Los asistentes lanzaban gritos de ¡no hay derecho! ¡Ya lo decía yo! ¡Hay que matar a esa gentuza! Otros simplemente pedían calma o silencio para poder seguir escuchando al ponente.

—… Estas últimas semanas se han intensificado las acciones de determinados grupos de pistoleros contra nosotros. Intentan averiguar dónde estamos, qué hacemos, nos persiguen y… nos destruyen. Saben muy bien que no necesitamos el aire para respirar, ni dormir, ni comer, ni hacer las más elementales necesidades orgánicas animales, algunas desde luego tan poco atractivas —risas por todo el auditorio—, y por ello no es difícil que den con nosotros. En consecuencia, ahora somos nosotros quienes necesitamos vuestra ayuda, que agradecemos de todo corazón —dijo llevándose la mano al pecho— pues aunque carezcamos de él, como órgano básico de supervivencia, lo tenemos en el otro sentido figurado y a pesar de que muchos crean que tampoco tengamos sentimientos; sin embargo, se equivocan. Aunque en esto, como en otras cosas, en nuestra especie, como ocurre en la humana, cada individuo tiene su propia y compleja especificidad, basada las más de las veces en experiencias, que lo hace distinto, donde detalles sutiles hacen variar el grado de sensibilidad y la comprensión hacia los demás. Pero en todo caso, os aseguro, nuestra lógica nos ha hecho poder apreciar a quienes nos quieren sabiendo devolver gratitud por cuanto recibimos.

Antes de que continuaran otros ponentes (la sala estaba demasiado caldeada), se hizo un descanso que los asistentes aprovecharon para ir al servicio, al ambigú o simplemente para charlar con los conocidos, y fue entonces cuando Pedro vio a Antonio.

—Qué alegría que hayas venido —dijo Pedro—. ¿Has escuchado las ponencias?

—Sí. Te he estado buscando. Estoy sentado en las filas posteriores. Me ha parecido muy interesante.

—Por cierto, voy a presentarte a algunos amigos de la asociación.

Pedro se acercó hasta un pequeño círculo donde unos hombres y mujeres charlaban animadamente y cuál sería la sorpresa de Antonio cuando, ante sus ojos, se aparecía con una bella sonrisa la mujer que intentó salvar y acabó siendo ella la que lo hizo llevándole al hospital.

7

Un escalofrío de emoción atravesó su cuerpo desde la nuca hasta los pies. Nunca antes había visto una mujer así. Ella lo miró con una encantadora sonrisa al tiempo que sus ojos mostraban toda su dulzura, desplegando una gran atracción sobre él.

—Creo que ya nos hemos visto antes —dijo Antonio al tiempo que Pedro presentaba a Alba.

—Es probable —dijo ella, sin querer dar más pábulo a aquella historia que recordaba perfectamente.

Junto a Alba se encontraba un alto y espectacular joven llamado Martin que no se despegaba de ella, por lo que Antonio supuso sería su compañero, quizás su novio. Continuaron los comentarios acerca de otras cuestiones banales hasta que Pedro separó a Antonio para presentarlo en otro círculo y así sucesivamente fue pasando de grupo en grupo, aunque sin demasiado interés por parte de este.

Tras el descanso continuaron los discursos que los oyentes seguían con atención, sin embargo Antonio no lograba concentrarse lo necesario, pues su mente seguía con la imagen de Alba y los recuerdos trágicos del fugaz tiempo en el que se topó con ella.

Al término del evento Pedro le propuso ir con una pandilla de amigos que iban a celebrar una velada agradable en casa de uno de ellos. Antonio se excusó, dijo que quería ir a su apartamento alegando que tenía cosas que hacer y que intentaría ir caminando, deseaba andar un poco. Dentro de su distrito, con la debida cautela, resultaba menos peligroso, aunque nunca se sabía. De hecho, a poca distancia de su portal, varios cadáveres producto de alguna reyerta, llevaban días sin retirar de la acera. Poco iban a durar. Los cuervos habían comenzado a hacer su labor sobre los cuerpos putrefactos. Sobre algunos aleros se imponían impacientes buitres a la espera de su momento y en el silencio de las noches comenzó a escucharse el crujido de las mandíbulas de las hienas, que se habían acercado ya hasta el mismo centro del distrito. Cualquier cosa era posible y pensaba en ello, cuando apenas había avanzado unos metros de la puerta blindada de la asociación, y oyó que una voz femenina le llamaba. Era Alba.

—Antonio, estaba esperando verte. Quería agradecer tu ayuda aquel día. No he querido decir nada antes. No parecía lo más oportuno.

—¡Vaya! Nunca es tarde si la dicha es buena, solía decir mi padre. Me dejaste en un hospital y ni tan siquiera te interesaste por mi estado.

—Tuve información desde el primer momento. Sabía que te habías restablecido perfectamente. No era posible ni conveniente que hubiera pasado a visitarte en ese momento; cuando lo pude hacer te habían dado el alta y habías salido.

—En tal caso ya has cumplido.

—¿No has tenido ningún problema desde entonces?

Antonio se quedó pensativo: ¡habían sido tantos!

—Ahora que lo dices. Cuando regresé a mi domicilio, tras el alta en el hospital, me encontré que alguien lo había allanado. Habían burlado el sistema de seguridad y revuelto todos mis enseres como si buscaran alguna cosa… O sea que tiene algo que ver contigo.

—Quizás.

—Vamos, que me he metido en un buen lío por intentar defenderte, cuando luego vi que, desde luego, no me hubieras necesitado para nada.

—Te estoy muy agradecida. Quisiera explicarte…, pero ahora no es posible —dijo volviéndose hacia las personas que la esperaban en los accesos de la asociación—, ¿podría ser otro día? Quisiera también ayudarte para que no vuelvas a tener problemas.

—¿Quieres decir que estoy en peligro?

—Podría ser.

—Bueno, ¿quién no lo está, hoy?

—Toma. Es mi número de teléfono. Me gustaría que me llamaras.

Quizá fuera aquella atractiva sonrisa, quizá fuera otra cosa, el caso es que Antonio se sintió en ese momento tan perturbado como un chiquillo cuando habla por vez primera con la chica que anhela. Levantó la vista de la tarjeta de visita que le acababa de entregar siguiéndola con la mirada. En un mundo que se desmoronaba con una terrible rapidez no parecía lícito vivir una ilusión, pero al menos se permitió la licencia de pensar que Alba era la clase de mujer por la que los hombres suspiraban: de esas que solo pertenecen a los que ellas desean.

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