Derecho, derechos y pandemia

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Z serii: Palestra Extramuros #19
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Se trata de tres ampliaciones dictadas por la propia lógica del constitucionalismo, cuya historia es la de una ampliación progresiva de los mecanismo de tutela: desde los derechos de libertad en las primeras declaraciones y constituciones del siglo XIX, pasando por el derecho a la huelga y los derechos sociales en las constituciones del siglo pasado, hasta los nuevos derechos a la paz, al medio ambiente, a la información, al agua y a la alimentación reivindicados hoy en día y aún no todos constitucionalizados. Ha sido una historia social y política, más que teórica, ya que ninguno de estos derechos ha sido creado desde arriba, sino que todos ellos han sido conquistados por movimientos revolucionarios: las grandes revoluciones americana y francesa, luego las revueltas del siglo XIX en Europa por los estatutos, después la lucha de liberación antifascista que dio lugar a las constituciones rígidas actuales, y finalmente las luchas obreras, feministas, ecológicas y pacifistas de las últimas décadas.

Hoy en día, es un verdadero salto de civilización el que requieren los actuales desafíos y emergencias mundiales y que puede beneficiarse de la movilización de millones de jóvenes en defensa de la Tierra. No se trata sólo de una ampliación, sino también de una inversión y actuación del constitucionalismo. Porque los derechos fundamentales son indivisibles o no lo son. O son verdaderamente universales, es decir, de todos, o se convierten en una glosa ideológica, o peor, en privilegios. De hecho, existe una contradicción no resuelta, presente explícitamente en la Carta de la ONU, entre el universalismo de los derechos fundamentales y la ciudadanía, entre el principio de la paz y la ausencia de monopolio de la fuerza en la cabeza de la ONU y en nombre de la soberanía. El paradigma constitucional invertido por su universalización es, de hecho, incompatible tanto con la ciudadanía, que es el último accidente de nacimiento —un derecho a tener derechos— que diferencia a las personas por su estatus, como con la soberanía, ya que las constituciones rígidas no permiten poderes constituidos ilimitados. “La soberanía pertenece al pueblo”, afirman las constituciones democráticas. Pero esto significa, ya que el pueblo no es un macrosujeto, que no es más que la suma de esos fragmentos de soberanía que son los derechos fundamentales de los que todos —los millones, incluso miles de millones de personas que forman los pueblos— son titulares.

Solo la construcción de una esfera pública planetaria establecida y diseñada por una Constitución de la Tierra puede, en definitiva, revertir el universalismo de los derechos fundamentales y hacer frente a las terribles urgencias actuales. Ciertamente, a esta perspectiva de oponen poderosos intereses y arraigados prejuicios. Mas no debemos concebir como utópico o irrealista, ocultando la responsabilidad de la política, aquello que simplemente no se quiere hacer o que, solo por esto, resulta improbable que se haga. Es necesario evitar la falacia determinista del realismo político vulgar consistente en la naturalización de lo que realmente sucede y en una especie de legitimación cruzada de la teoría por la realidad y de la realidad por la teoría: la legitimación científica, por la descripción del funcionamiento de facto de las instituciones, de la tesis teórica de que no hay alternativa a la primacía de las leyes del mercado y, a la inversa, la legitimación política de las leyes del mercado por la teoría como las normas reales, porque efectivas, fundamentales, mucho más que todas las normas jurídicas incluso las constitucionales. Ya que este tipo de “realismo” acaba legitimando y asumiendo como inevitable lo que sigue siendo obra de los hombres y de lo que son responsables los actuales actores de nuestra vida económica y política. La hipótesis más irrealista es en efecto, que, si las acciones humanas no cambian, la realidad seguirá siendo como es indefinidamente: que podremos seguir basando nuestras ricas democracias y nuestros fastuosos niveles de vida en el hambre y la miseria del resto del mundo, en el poder de las armas y en el desarrollo ecológicamente insostenible de nuestras economías.

Esta es la verdadera utopía actual. Es el propio preámbulo de la Declaración de 1948 el que establece de forma realista un vínculo de implicación mutua entre paz y derechos, entre seguridad e igualdad. Y aunque la actual ausencia de una esfera pública global equivalga a las leyes de los más fuertes, a la larga, tampoco beneficia a los más fuertes: ya que la Tierra, dice un viejo lema del movimiento contra la globalización desenfrenada de hoy, es el único planeta que tenemos. De ello se desprende, por el contrario, que el verdadero realismo consiste en la refundación garantista —la promoción de una Constitución de la Tierra, precisamente— del pacto de convivencia estipulado en aquel embrión de constitución del mundo que confromada por las numerosas cartas de derechos existentes, pero que han permanecido inoperantes hasta ahora debido a la ausencia de adecuadas funciones e instituciones de garantía.

1 La frase aparece en la dedicatoria de Giambattista Vico a la edición de 1730 de La Scienza Nova. Fue recordado a menudo por Vittorio Foa, a propósito de sus ocho años de encarcelamiento, por ser disidente, bajo el fascismo: el más reciente en V. Foa y C. Ginzburg, Un dialogo, Feltrinelli 2003.

2 Uno de cada nueve habitantes del mundo, más de 800 millones de personas, sufrió hambre y sed en 2017. Además, muchos millones de personas mueren cada año por falta de medicamentos necesarios para salvar vidas (Cfr. Los datos del hambre en el mundo in http://www.longweb.org/hunger/hung-ita-eng.htm; Acceso a los medicamentos, en www.unimondo.org/Guide/salute/Accesso-ai-farmaci).

3 Me remito a mi Principia iuris. Teoria del diritto e della democrazia, Laterza, Roma-Bari 2007, vol. II, § 13.10, pp. 50-57; Costutuzionalismo oltre lo Stato, Mucchi, Modena 2017; Per una Costituzione della Terra, en “Teoria politica”, 2020, pp. 39-57; La costruzione della democrazia. Teoria del garantismo costituzionale, Laterza, Roma-Bari 2021, § 3.10, pp. 173-175, § 5.4, pp. 239-247 y § 6.2, pp. 279-288 y Perché una Costituzione della Terra? Giappichelli, Torino 2021, § 3, pp. 32-37. Sobre el proyecto de una Constitución de la Tierra, puede consultarse: www.costituenteterra.it.

4 C. Schmitt, Il custode della Costituzione (1931), tr. it. di A. Caracciolo, Giuffrè, Milano 1981, pp. 135 y 241. También en C. Schmitt, Dottrina della costituzione (1928), tr. it. di A. Caracciolo, Giuffrè, Milano 1984, §§ 1, 3 y 18, pp. 15, 39 y 313 ss. e Id., Principii politici del nazionalsocialismo (1933) a cura di D. Cantimori, Sansoni, Firenze 1935.

Noli me tangere - el final del “largo siglo”

Massimo La Torre

1.

Los años mil novecientos, el siglo XX, han sido una época de grandes trasformaciones, de esperanza y de desesperación extrema. Es el siglo en el que se consuma la hegemonía europea, y en el que Europa deja de ser el centro de gravedad del mundo, aunque siga siendo un siglo esencialmente europeo porque es allí, en el Viejo Continente, donde se despliega la gran tragedia de las dos guerras mundiales, de los totalitarismos y el exterminio masivo. Y sigue siendo la pacificación de este continente, a pesar de su división en dos áreas de influencia opuestas, lo que marca los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Y es nuevamente allí, con la caída del muro de Berlín, donde se inaugura una era diferente de relaciones internacionales y de políticas sociales y económicas. Están también los que definieron esa época, el siglo XX, como el “siglo corto”. Es la definición de Eric Hobsbawm, como es bien sabido1.

El siglo XX estaría enmarcado entre el estallido de la Primera Guerra Mundial, el fatídico agosto de 1914 y la Navidad de 1991, fecha en la que se disolvió la Unión Soviética y se bajó la bandera roja en el Kremlin. En resumen, serían solo setenta y siete años, fundamentalmente marcados por dos guerras mundiales, por la Revolución Rusa, y luego por el nazismo y el comunismo soviético. Sería el momento de la gran esperanza en la política, o más bien de su hybris, de la idea de que con la política se puede cambiar el mundo de manera radical, ya sea una política de justicia social, o un intento diabólico de anular derechos, culturas e incluso humanidad y raza. La política lo puede todo, y el Estado con su deidad tutelar, Marte, la guerra, la violencia, es omnipotente. Y detrás de esta violencia una masa de gente, ya sea una masa revolucionaria de proletarios, o un ejército de soldados bien entrenados y motivados, se lanzan contra el enemigo y marcharán hacia la victoria. La economía está sujeta a batallones armados. Marte vence a Mercurio, el dios del dinero y el comercio; lo domina absolutamente, o eso parece. En el “siglo corto” el mercado ya no es el centro de las vicisitudes sociales; la política parece prevalecer sobre las razones del interés privado y los mecanismos automáticos del intercambio de bienes y la circulación del capital. Y el siglo XX termina justo cuando la centralidad de la política es superada por un capital independiente del Estado, capaz de superar la esfera nacional. La globalización y la integración económica supranacional marcan el final del “siglo corto”.

Pero se podría argumentar plausiblemente que el siglo XX duró más allá de 1991. El fracaso del llamado “socialismo real” en los países de Europa del Este va acompañado de un proceso violento que también podríamos definir como “contrarrevolucionario”, una restauración desde arriba, nada desde abajo, de la forma capitalista de producción y distribución económica. La sociedad en donde la vivienda, por ejemplo, se concedió a todos y es un bien social, ve reintroducirse la propiedad privada. Fábricas, empresas, de propiedad colectiva, se reestructuran en sociedades anónimas. La educación pública está privatizada. Lo mismo ocurre con las pensiones y la asistencia sanitaria. Hay un proceso de expropiación del bien público, que no tiene nada que envidiar, por su radicalidad, al período de los enclosures ingleses en el siglo XVIII. La gran transformación de la que hablaba Karl Polanyi, a saber, la domesticación del capitalismo2, se interrumpe; por el contrario, las cosas vuelven a como estaban antes de la crisis del 29 y del New Deal. El capital financiero y la especulación bursátil se convierten en un hecho masivo, y la brecha salarial, la diferencia de ingresos, entre “altos” y “bajos”, se multiplica exponencialmente. El trabajador prefiere los préstamos y el consumo a las huelgas. Todo se mueve de las plazas a los centros comerciales, Aux bonheur des dames, como dice el título de una novela de Émile Zola sobre un muy temprano centro comercial de finales del siglo XIX en París. Y es Zola, y su mundo, quien vuelve a proponer la figura del fin de siècle XX. El final del siglo es casi como su comienzo, celebrando las glorias del “libre comercio”, de la política monetaria independiente, de la política de ciudadanos y gobiernos. Casi parece cerrar el círculo.

 

La brecha abierta en 1914, y con la economía de guerra, ampliamente estatizada y pública, y luego reconfirmada en forma moderada por el New Deal y el Estado social posterior a la Segunda Guerra Mundial, es negada y expulsada de la mesa de posibles estrategias de desarrollo económico. En 1979, la China comunista abolió el sistema de salud pública indiscriminadamente gratuito. Casi nadie lo nota entonces, pero veinte años después aquí está China, piedra angular de la globalización capitalista y la manufactura del mundo. La cuvée, L’argent, Pot-Bouille, todos los títulos de las novelas de Zola podrían adaptarse bien a las historias de principios del segundo milenio. Se comienza celebrando la nueva moneda única europea, el euro. Y luego, inmediatamente después, una guerra de agresión contra un Irak sin armas de destrucción masiva, pero con mucho petróleo; guerra con la que el nuevo imperio mundial, una potencia ahora sin competidores, Estados Unidos, pone el sello al nuevo orden, un orden sin Derecho, pero con mucha fuerza y poder. Todo esto es todavía parte del siglo XX. Es una prótesis. La segunda guerra de Irak es la venganza de la derrota y la ignominia sufridas en Vietnam. Todo se relaciona. Entonces, más que de un “siglo corto”, debemos hablar de un siglo “largo”. El siglo XX se sobrevive a sí mismo en su idea de expansión del poder y la riqueza. La guerra civil que comenzó subrepticiamente en 1917 se perpetúa de otra forma en las exploits de Wall Street y en los diktat del Eurogrupo. La revolución de los ricos tiene más éxito que la revolución de los pobres. A veces sueñan con secesiones, segregando a blancos de negros, emigrantes de ciudadanos, barrios acomodados de suburbios miserables. La separación también es arquitectónica. El barrio rico o la casa de los poderosos están rodeados de altos muros, alambre de púas, guardias armados. Los Ángeles, Miami, Ciudad de México, Bogotá, Sao Paulo están atravesados por trincheras que son todo menos invisibles.

2.

Y llega la pandemia este año. Febrero de 2020. El COVID-19 se distribuye por todo el planeta. Naciones enteras se detienen, se cierran, mientras la muerte golpea a los más débiles, a los más pobres, a los más frágiles, a demasiados ancianos. Y de repente, todo un mundo de relaciones y conductas se derrumba sobre sí mismo. No más lecciones en el aula, no más trabajo de oficina. Ya no viajaremos todas las semanas. El avión es un peligro. El hotel está off limits. Las vacaciones siempre a la vuelta de la esquina ahora se alejan dramáticamente. Discotecas, restaurantes, tiendas y centros comerciales cierran. El cuerpo considerado como máquina de placer se torna en fuente de sufrimiento. No debemos tocarnos, no debemos acercarnos. Sin apretones de manos. Los coches se detienen. La ciudad está silenciosa y desierta. Los árboles respiran. Los pájaros recuperan espacios que antes eran muy riesgosos para ellos. Plazas y calles sin tráfico y ruidos ensordecedores, vacías de multitudes y luces demasiado fuertes, nos ofrecen un espectáculo insólito, triste, a veces lúgubre, y sin embargo recuperan toda su belleza, y nos hacen vislumbrar —como dice Slavoj Zizek— la utopía de un espacio común no consumista3. La globalización se detiene como un flujo de personas y bienes. No más libertad de movimiento. No más sábados para comprar lo último en calzado de moda. Sin incursiones en clubes nocturnos. Pero el miedo se propaga, los conocidos y seres queridos son hospitalizados, la gente muere lejos de la familia. Pasan carros cargados de ataúdes. Nos atrincheramos en la casa. Solo sales a realizar unas breves incursiones en busca de provisiones, y con mascarilla y guantes. Ocurrió lo inesperado, lo inimaginable. La plaga ha vuelto.

Se ha producido un evento. Todavía estamos en él y, por tanto, es difícil de interpretar y comprender. Todavía no podemos medir las consecuencias ni comprender el significado. Porque no sabemos cómo resultará. Ni siquiera sabemos si terminará. Si será posible volver al mundo más o menos despreocupado de antes. Pero ya tenemos reacciones, propuestas de interpretación. Estas se dividen principalmente en pesimistas y optimistas. Ambas se refieren generalmente a la idea no del todo inocente del “estado de excepción”. Hay quienes leen la pandemia como un hecho artísticamente dramatizado por el poder, por el Estado o por quienes lo poseen, para avanzar por el camino de la biopolítica, de reducir al ciudadano a la “vida desnuda”. El impacto del virus sería tan exagerado como para legitimar medidas de control total de la subjetividad. Todos están obligados a ponerse en cuarentena, bajo arresto domiciliario. Estas son las pruebas generales de un estado de sitio aún más global que la gobernanza posmoderna quiere obligarnos a hacer. Incluso nos quitan la percepción de los cuerpos y nos empujan a concebirnos acostados como peligro y riesgo.

Las plagas potenciales son ahora los sujetos. El ciudadano se disuelve en el infectado, mucho más letal y maligno que el homo homini lupus hobbesiano, porque actúa con artificio y de alguna manera incluso con engaño. Además, Hobbes ya había concebido la plaga como uno de los peligros contra los que el Leviatán debe protegernos. Lo puedes ver en la muy famosa portada del Leviatán donde debajo, bajo del “gigante” que es el Estado, el “Leviatán” precisamente, junto a guardias y soldados, puedes ver la figura barroca del médico de la peste, cubierto con la máscara de pico de pájaro4. La peste sería por tanto una de esas situaciones que justifican el traspaso absoluto de soberanía que da lugar al Estado absoluto teorizado por el filósofo inglés. La plaga es aquí una feliz oportunidad, o al menos así podría concebirse. También sabemos que Don Abbondio, movido por la teodicea católica, interpreta benignamente la plaga como la “escoba” que barre a los malvados de la faz de la tierra5. Don Rodrigo es víctima de ella y por eso se hace justicia. Sin embargo, ese optimismo debe alimentarse de una visión providencial del asunto y de la historia humana. En una época postmetafísica y desencantada como la nuestra, quizás sería pedir demasiado. Y entonces la balanza pende de la versión pesimista de la interpretación. La pandemia radicaliza la “jaula de acero”, “das stahlharte Gehäuse”, que Max Weber ya veía como resultado de la era capitalista6. Jack London, anticipándose al sociólogo alemán, había hablado previamente, en una sugerente distopía, de “iron heel”, el talón de hierro7. El destino del liberalismo es un Estado autoritario. Y la pandemia es la “ocasión” de la epifanía de este destino. En mayor medida, esta perspectiva se nutre de una concepción romántica, “demoníaca” del poder, aquella en donde, como dice Masimo Cacciari, “hacer política siempre es (…) saber entrar en el mal”8. ¿Y qué es peor que una plaga? En la enfermedad que se propaga y nos amenaza por contagio, el poder encuentra su terreno más fértil.

Ahora lo dice un filósofo italiano, que desde hace años ya augura un destino de concentración incluso en las fiestas y bacanales de la sociedad del entretenimiento y del consumo. Es Giorgio Agamben quien precisamente hace del estado de excepción la categoría explicativa de toda modernidad y de la salida misma de esta. La pandemia nos condena a una mayor pérdida de aliento. El aire se está volviendo cada vez más enrarecido para la humanidad del nuevo siglo9. Luchamos con un sentimiento de asfixia, como les pasa a los enfermos graves de COVID-19. Esta enfermedad es más que una metáfora, es un momento de asfixia más generalizado. Pero, dice el filósofo italiano, que la asfixia es inducida. La enfermedad, con toda probabilidad, sería solo una invención para prepararnos para esa falta de oxígeno más severa que nos proyecta el Estado posmoderno heredero de Auschwitz, y lo es en sí por esencia cada Estado portador de la tradición racionalista del Occidente de la Ilustración. Como podemos ver, esta es una tesis muy extrema, incluso negacionista. No ve cuántas medidas de prevención, aislamiento, encierro, máscaras, guantes son el resultado no solo de medidas desde arriba, medidas de seguridad de un gobierno, sino también de un movimiento societario desde abajo, de personas que quieren asegurar un mañana, para ellos y sus seres queridos, muchas veces en contra de quienes, en nombre de las razones de la economía, la producción y el consumo, declaran insignificante el peligro o lo minimizan o subestiman, o en la ponderación de derechos colocan en primer lugar la libertad de iniciativa económica y de consumo haciendo que prevalezca esta sobre el derecho a la vida.

Algo parecido a las tesis de Agamben también es sostenido por Bernard Henry-Lévy, en algún tiempo un “nuevo filósofo”, y hoy un poco consumido por sus exploits narcisistas. La pandemia presagiaría un futuro orwelliano, nos dice el intelectual francés, en el que la masa de ciudadanos aceptará precipitadamente restricciones drásticas muy condescendientes a la libertad personal para garantizarse un minúsculo tesoro de seguridad privada10. Pero nuevamente en esta posición se subestima la generosidad de quienes prefieren cerrar el hogar con llave o usar una máscara, renunciando así a la libertad sin demasiado peso, en lugar de poner en riesgo a sus padres, a los mayores de la familia. La seguridad aquí no es una mera razón de Estado, y ni siquiera se evoca como tal, sino que muchas veces es una limitación de un estilo de vida que en el pasado fue extremo, elevando la movilidad y la autoafirmación a costa de una serena conciencia de cuáles son los valores reales en juego de una buena vida. No obstante, se está produciendo una mutación de regímenes democráticos. El endurecimiento de la “gobernanza” neoliberal en un verdadero gobierno autoritario vigilante no debe excluirse. Y las razones de salud pública y privada se pueden fácilmente instrumentalizar con el propósito de sumisión de la ciudadanía11.

3.

También hay una interpretación optimista de la pandemia. En esta segunda perspectiva, la enfermedad, el contagio masivo, tiene los rasgos de una especie de “milagro”, ese nuevo acontecimiento que Hannah Arendt vincula a la acción política y del que este se alimenta. Después de décadas de normalidad, de años iguales, de pasividad, de reproducción pasiva de la mera vida, la pandemia rompe el ciclo reproductivo de una historia que es siempre la misma, y se abre así a la mutación, quizás incluso a la revolución. Se interrumpe el “eterno retorno”; nuevamente se da una dirección progresiva del tiempo. Esto es argumentado, entre otros, por Slavoj Zizek, un filósofo esloveno, también como Agamben, exponente del pensamiento posmoderno, pero menos desesperado, de hecho, y siempre dispuesto a encontrar un pedazo de comunismo a la vuelta de la esquina. De hecho, un fragmento de “comunidad” reaparece con la pandemia. Y sí, ya que todos estamos en el mismo barco, el peligro afecta a todos y el daño causado por la infección se distribuye por todo el territorio social. El impacto es simétrico, el daño también. Y por tanto la solidaridad, la ayuda, debe repartirse de tal forma que los más expuestos reciban más que los menos expuestos, porque en verdad todos están igualmente expuestos. Abandonar a los pobres en esta contingencia es imposible, no salvaría a los ricos. Aunque parece que los estados miembros ricos de la Unión Europea, Holanda, por ejemplo, no lo saben muy bien, proponiendo la austeridad y la deuda como figura de solidaridad comunitaria. Shylock, el mercader de Venecia, no es un buen ejemplo del salvador, y en la pandemia su lógica del pond of flesh, una libra de carne, como prenda de crédito, es decir, lo que en la jerga comunitaria europea se conoce hoy como una “condicionalidad”, no es la estrategia adecuada para aliviar el sufrimiento y la conmoción generada por esta plaga posmoderna.

 

Zizek también tiene razón por otro motivo. La pandemia trae de vuelta a la superficie, por así decirlo, vuelve a atribuir visibilidad, pero sobre todo centralidad, al trabajo. En tiempos de peste, si el confinamiento es la salvación, la seguridad del confinamiento reposa en los hombros de sujetos que no pueden confinarse. En primer lugar, sobre los trabajadores de la salud, médicos y enfermeras, trabajadores que garantizan y aseguran el mantenimiento de la limpieza e higiene del territorio, recolectores de basura, etc. Luego, sobre aquellos otros trabajadores que aseguran la cadena de suministro, por ejemplo, los mensajeros y los llamados riders. Son trabajadores, palabra casi impronunciable para el espíritu de la época, no empresarios, ni siquiera consumidores. En época de pandemia consumimos menos, poco, y emprendemos mucho menos en el mercado, pero seguimos trabajando, de hecho, para muchos trabajamos más y con mayores riesgos. Esto hace que la mentira de la sociedad neoliberal basada en el mito de los negocios y el libre mercado sea inmediatamente perceptible. No es el mercado ni la competencia lo que nos salva del contagio. De hecho, si se dejara solo al mercado, los medicamentos y los respiradores, las mascarillas y los guantes, no se proporcionarían a todos los que los necesitan, sino solo a aquellos que pueden pagarlos. Para cada uno según sus necesidades, una fórmula comunista como ninguna otra, es el principio fundamental de las políticas para salvaguardar la salud pública durante una emergencia.

El modelo neoliberal es entonces cuestionado, de hecho, refutado, por la pandemia por otra razón más. Esta plaga nos revela dos cosas fundamentales sobre nuestra relación con la naturaleza. La primera es que este es nuestro ambiente vital; la vida es nuestro entorno, no la red o las transacciones de capital y ni siquiera la televisión. Y la vida incluye animales, plantas y virus. El virus es vida que retoma sus derechos frente a la usurpación que la ciencia, la tecnología y el mercado han venido permanentemente realizando respecto de esta. Leibniz en un famoso pasaje habla de la ciencia moderna como una práctica de tortura de la naturaleza. ¿Qué es el experimento, si no la tortura de la naturaleza puesta en un estrado y sometida a dolorosas pruebas a fin de que finalmente se confiese y nos revele todos sus secretos? Pero la naturaleza se rebela contra este trato cruel. Puede ser que su grito pase por la liberación de virus con los que comunica su horror por nuestro estilo de vida.

La segunda verdad que nos muestra la plaga posmoderna, sin posibilidad de réplica, es que somos, como seres humanos, sujetos muy frágiles. La fragilidad es el carácter primordial de nuestro ser en el mundo. Es cierto que nos rodeamos de acero, plástico y hormigón, y difundimos ondas magnéticas y señales luminosas. Pero seguimos siendo del mismo material de una planta, incluso de un virus, que se manifiesta fácilmente en nosotros, se convierte en nuestro cuerpo, nos doblega y nos mata. No somos criaturas de acero o pantallas brillantes, y mucho menos algoritmos. Estamos hechos de la misma materia que el virus, que nos duele porque es como nosotros; se puede transformar en carne y hueso y así nos asfixia y nos quita el aire. Esta verdad va acompañada de esta otra. Necesitamos aire, y este aire lo envenenamos permanentemente, lo ensuciamos, lo oscurecemos, y luego la negrura de la contaminación, provocada por ser competitivos y obedecer a los mercados, la encontramos en los pulmones, y el virus se aprovecha, nos mata. Recordando que estamos hechos de aire y sí también de agua, esa agua que se infiltra en nuestros pulmones, sus intersticios, destruyéndonos y aniquilándonos. El aire y el agua son bienes comunes, bienes de la vida, pero el mercado quiere apropiarse de ellos. A quienes le preguntaron cuánto durará el capitalismo, Max Weber respondió: Mientras haya carbón para quemar y acero para fundir. Podríamos aclarar esa afirmación y decir que el capitalismo quiere perdurar hasta el punto de consumir todo el aire y el agua que nos hace vivir. En resumen, hasta que nos quite la vida. La plaga nos los recuerda con un agudo dramatismo.

Si la plaga que describió Camus fue básicamente una metáfora del fascismo12, del nacionalismo excluyente y genocida, que era rampante en la sociedad del “mundo de abajo”, una cloaca fétida llena de bajos instintos de dominación y muerte, la que hoy nos golpea tiene muchos rasgos de gran capital globalizado, de la loca y descontrolada circulación de la mercantilización y del dinero que cubre todo el planeta con su red logística, quemando recursos, bosques y finalmente vidas. El dinero por medio del dinero, la absoluta libertad de circulación del capital y su producción por medio de productos financieros creativos, capital que se alimenta del capital y de la promesa de este13, sobrepasa fronteras, límites y controles. La tierra aplastada por este movimiento perpetuo se abre dando la bienvenida a cualquier infección. El virus biológico se replica y se propaga tan fácilmente como un virus informático a lo largo de las primeras vías virtuales, luego muy reales, de las cadenas productivas y comerciales del new brave world global. La plaga se cuela en la fiesta e interrumpe trágicamente las vacaciones, como le sucede al protagonista de Muerte en Venecia de Thomas Mann, el escritor Gustav von Aschenbach14. En la Venecia descrita por Mann, a diferencia del Orán de Camus, la epidemia empuja hacia la anarquía, el desencadenamiento de un deseo de vivir que rompe la norma porque sabe que es atacado con furia. En cambio, en Orán las calles están desiertas y silenciosas, y todos están en su habitación como esperando una sentencia. Pero, tanto en Venecia como en Orán, la plaga manifiesta ce qu’il y a d’inquietant et de jamais reposé dans le monde15.

La pandemia trae de vuelta al orden del día la cuestión del Estado y la soberanía. El Estado se reafirma como actor clave. En caso de emergencia, es él quien toma las riendas de la acción colectiva, no el mercado. Las fronteras se levantan de nuevo. Hay límites. Se multiplica. Las calles están vigiladas. De hecho, hay demasiado control. Y debe haber un solo comando, incluso si esto luego resulta ser algo irregular y disputado entre el gobierno central, las regiones, los municipios, cada uno con su propio derecho a la gestión de la seguridad pública. Se atenúa la dimensión supraestatal, aunque sea aquella de la que se espera una solución a la crisis de suministro de materiales y medicamentos, y luego la ayuda decisiva frente a la crisis económica que inevitablemente se anuncia. Y estamos asistiendo a una metamorfosis de la soberanía. Esto ocurre en forma de “inmunidad”16. La distinción de amigo y enemigo que, según algunas versiones dramatizadas de la soberanía, es la clave de esta, su “línea divisoria”, esta distinción que se presta fundamentalmente del discurso de la guerra se traduce ahora como la distinción entre sanos y enfermos. Y estamos interesados en mantenernos saludables, “inmunes”. No te dejes contagiar por los “enfermos”, por el otro que representa un peligro. La diferencia entre interno y externo se remodela según una disciplina de control médico. “No me toques”, noli me tangere.