Cinco puertas al infierno

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—No te preocupes —respondió el enfiestado Pedro—. Ponlo todo a mi nombre y ya veremos la manera de firmarlo mañana o pasado; ahora no tiene importancia, lo más duro ya ha pasado. En tres semanas he organizado el casorio más importante de la región, ¿qué te parece?

—Precipitado, pues.

—Estoy más feliz que un chiquillo con zapatos nuevos —repuso Pedro palmoteándole la mano—, conque no me vengai a cagar el resto de la velada, ¿está claro? Ya tuve bastante con el terremoto.

—Oye, Pedro, tengo que consignar la existencia de una carta dotal, o sea, hablamos de la dote. ¿En qué términos la tengo que extender?

—No lo sé, Rufito, en cualquier caso, me importa un bledo.

—Cierto, ahora que estás un poquito pasado… No lo ves claro.

—¡Mírame bien, amigo! ¿Es que me ves muy necesitado? Oye, Rufo, hoy no es para nada el día de hablar de la plata; además, eso tiene que ser el tío Samuel quien lo diga, porque el padre de Julita está incapacitado.

—Eres tú con tus malditas prisas quien me hace trabajar siempre en fin de semana, y encima no me cuentas nada… —se quejó Rufino.

—Mira, tú pon en el contrato una aportación mía de 30000 pesetas oro en efectivo, el valor de las tierras según las escrituras y las propiedades y cultivos, y deja espacio para la dote que tiene que ofrecer Samuel, no creo que más de dos líneas sean necesarias, hasta que me dé tiempo de hablar con él. A mí también se me acumula la pega en la bodega y en cuanto se acabe esta fiestoca me tengo que meter a preparar la vendimia. Ya voy con una semana de retraso y así no se puede hacer el vino más importante del país.

—Oiga, compadre, esto es una perfecta huevada con patas —

rezongó Rufino.

—Efectivamente. Así que ya tienes algo más de qué ocuparte, amigo. —Y se volvió hacia la orquesta haciendo señas de revolución con el dedo índice hacia abajo.

—Así no se hacen los contratos matrimoniales —siguió protestando el abogado—. Tengo que redactar el derecho de administración y disfrute, ¿oíste, güevon? Y sobre todo hay que establecer cuanto antes las herenciasfuturas…

—No seas pesado… ¡Ey! Ya ha llegado el intendente Riesco… Julia, Julia. ¿Dónde está mi señora? Vayan a buscarla.

El intendente Riesco Nogales entraba efectivamente en el jardín de la casa, seguido de cinco dóciles ediles de sufrido aspecto. En cuanto divisó a Pedro se fue directamente a su encuentro.

—Buenas tardes, don Pedro, y perdóneme por el retraso…

—Bienvenido, estimado intendente. —Y ambos se abrazaron efusivamente—. Perdonado, lo comprendemos todos, el deber es lo primero en la autoridad pública, no habrá sido fácil venir hasta aquí en este día tan movidito. Mire, le voy a presentar a Julia, mi esposa, a quien usted todavía no ha logrado conocer.

—Señorita, es un inmenso placer… —saludó el intendente bastante azorado por la presentación.

—Señora, señora Julia de Gonzales —repuso ella con una firmeza inusual.

—Nos hemos casado esta mañana en medio del terremoto, ¿qué le parece? —explicó Pedro—, pero pase, intendente, adelante, haga el favor. Estaráabrumado de tantas complicaciones…

—¡Es verdad entonces lo que me han contado! Su sangre fría es admirable, Pedro —exclamó fascinado el intendente mientras se acomodaba—. Usted siguió adelante con su propósito, con independencia de los obstáculos, incluidos los pertenecientes a una naturaleza furibunda.

—Bueno, fue relativamente sencillo, ya se lo contaré un día más tranquilo que el de hoy —musitó Pedro, abrumado—, lo importante ahora es que nuestra ciudad está bajo la mejor tutela posible.

—Afortunadamente no surgieron mayores inconvenientes, ni administrativos ni militares. Todo está bajo control, ya que para eso tengo una bandada de funcionarios bajo mi mando, muchos torpes e inútiles, pero hay algunos que trabajan el doble, para contrarrestar.

—He ordenado una mesita privada, especial para usted y sus ayudantes, en el comedor de la casa; acompáñeme si es tan amable. Caballeros, tengan la bondad ustedes también —pidió Pedro a los recién llegados.

—Gracias, don Pedro, para mí hubiera sido imperdonable no asistir a esta celebración… Mis felicitaciones por su enlace y también mis parabienes para usted, Julita, si me permite la familiaridad.

—Aquí donde la ve. —Pedro la señaló orgullosamente—. Esta hermosa chiquilla salvó mi vida y mi propiedad, pero no vaya a pensar que me he casado solo por agradecimiento, bueno, ya se lo contaré más despacio.

—Pedro, ya pues, córtela con lo de la salvación —suplicó Julia por lo bajo, azorada ante los importantes personajes políticos que la rodeaban—. Perdóneme, señor, pero creo que me necesitan en las cocinas, con su permiso.

—Lamentablemente no podré estar demasiado tiempo con ustedes —decía la autoridad sin poder quitar la vista de la cimbreante Julia mientras se alejaba—. Lo siento, ya sabe, Pedro, obras son amores, pero antes de irme debo hablarle personalmente de algo de su interés.

—Faltaría más, intendente, pero lo primero es lo primero. ¡Vino para la primera autoridad! —, gritó estentóreamente a un mucamo—. Discúlpeme, se lo ruego, tengo que dar algunas instrucciones al personal y enseguidita estoy con usted.

Cuando el intendente Riesco, provisto de un grueso puro en la boca y una gran copa de coñac en la mano, vio entrar a Pedro, mandó salir a los ayudantes y les pidió que no le interrumpieran. Una vez a solas en el comedor, directamente y sin preámbulos le ofreció el cargo de contralor de la Intendencia, «una verdadera atalaya desde donde disfrutar del avance imparable del progreso en esta región». Pedro se le quedó mirando durante unos segundos con profunda admiración, le tomó de la mano y, agradeciendo calurosamente la confianza, le manifestó su entusiasmada aceptación, preguntando para cuándo debería estar disponible.

—Desde ahora mismo —replicó el abogado Riesco sonriendo intrigantemente—, porque ayer se accidentó gravemente el titular del cargo y no podrá volver a la Administración. Antes que me pregunte por lo sucedido, se lo diré: metió la manita donde no debía y se la aplastó una pesada roca.

—Entiendo.

—No, no lo creo. Se ve a la legua que es usted nuevo en esto de la administración pública, mi estimado Gonzales —le dijo la autoridad mientras clavaba sus ojos pardos en los de Pedro—. Aquí tratamos diariamente con la abnegación, la renuncia y, sobre todo, con la competencia.

—Lo puedo imaginar, intendente Riesco, y además, si me permite, seguro que tiene su razón de ser en la llamada poderosa que muchos sentimos para servir a los conciudadanos y no a los amigos, ¿verdad? — declamó Pedro.

—Así es, mi estimado contralor —manifestó el intendente, remachando el título—, pero sin pasar por alto a esos conciudadanos escogidos que son los buenos amigos. En este caso, la fidelidad y el sacrificio son requisitos fundamentales para merecer un cargo de mi confianza, y en usted he visto claramente esas virtudes.

—Y para ese cargo que menciona, ¿yo tendré que ir en alguna terna? —inquirió Pedro con gran satisfacción.

—La respuesta es sí, aunque eso sea un procedimiento torpe y mal pensado, pero déjeme decirle un secretito, yo tengo una varita mágica que permite que sea elegido quien convenga a los altos intereses territoriales, porque por la acera caminan muchas honestas y excelentes personas, pero ¿qué sabemos de ellas? —explicó el funcionario mirando atentamente la licorera.

—En tal caso —respondió Pedro con reverencia, sirviéndole una generosa copa de su mejor coñac francés—, no se hable más, estoy a sus órdenes, intendente. Me llena usted de satisfacción y debo decir que también me gustaría participar más activamente en el gobierno para organizar mejor todo el asunto de la expansión de los viñedos. He pensado que ahora mismo el…

—Mire, Pedro —interrumpió el intendente pasando el brazo por el hombro y omitiendo ya el tratamiento—, es que una cosa conlleva la otra. Si todo va como espero, dentro de un año de duro trabajo sería usted el candidato ideal para secretario general de la asamblea de empresarios y vitivinicultores de mi región. Pero lo verdaderamente interesante y seductor es que también ese secretario sería automáticamente ungido presidente de un club agrícola que pretendo crear dentro de poco; para que se conozca en detalle mi gran labor a favor de esta región, que es tan mía como suya, Gonzales. Así sabré de primera mano cuáles son las necesidades más acuciantes de mis mandados.

—Estoy abrumado, intendente.

—Usted es el primero a quien le hablo de esto, mi caro amigo, hoy me ha dejado usted muy impresionado por su temple y su arrojo… Por no mencionar la extraordinaria valentía de su preciosa y juvenil esposa; es que puedo verla jugándose la vida encerrada dentro de esa sacristía, con los techos a punto de desplomarse sobre su cabecita… todo por su deseo de unir su destino al suyo, una gran historia, créame, ¡qué escena tan extraordinaria! Y eso que a mí no es nada fácil impresionarme, debo decirle. Me he dado cuenta del tirón que tiene usted en esta ciudad y, si acepta y su bonita esposa le apoya, le puedo asegurar que esta es la antesala de una fulgurante vida entregada a la función pública. Hay mucho para conquistar. Y ahora el deber me llama. Vengan ambos a visitarme dentro de una semana a mi casa. Hasta luego y gracias por todo.

Las puertas del cielo se acababan de abrir ante Pedro, al son de trompetas. El príncipe-intendente le hacía señas para que se acercara a compartir la conquista, la lucha por ganar a los demás. Y él no pensaba resistirse ni un ápice. No habría nada ni nadie que le impidiera ahora sojuzgar a sus contrarios. Y se precipitó a los brazos de su nuevo mentor, a quien despidió con efusivas muestras de adhesión, respeto y acatamiento. Sonrió empachado de satisfacción; ya era un hombre público, un protector, un padre de la patria. Por lo tanto, se dijo enardecido, mi comportamiento y mi vida familiar ya serán de dominio público, por consiguiente, han de ser intachables. Mi esposa y yo estamos llamados a ser ejemplos de personas que viven sin mácula.

 

Cuando volvió al lado de Julia en el banquete ya eran más de las seis de la tarde, y los menos allegados estaban inquietos porque de la torta nupcial no se decía nada. Julia se lo recordó suavemente a su marido.

—Tienes mucha razón, ¡es que tengo que estar en todo, por las rechuchas del mono! —le contestó Pedro con voz pastosa y se incorporó de su asiento con cierta dificultad—. ¿Qué pasa con el vino en esta viña? ¿Ya se ha terminao? — gritó a voz en cuello, a la par que aporreaba una jarra de cristal vacía con un cucharón de plata—. No se preocupen, si es necesario lo traeré de la viña del Aravena, aunque tu vino sea imbebible, como todos sabemos, ¿no es cierto, amigo?

Las risotadas de muchos achispados comensales resonaron por toda la propiedad, mientras los dos viñateros se abrazaban, palmoteándose fuertemente en la espalda. Pedro levantó una botella y se dirigió a todos:

—Bueno, ahora que estamos bien surtidos que entre el champagne, pues vamos a llenar las copas para brindar por esta linda chiquilla que me ha tocado en suerte como esposa y con la que espero desbordar esta familia de hijos y nietos. —Y levantando de golpe a su esposa de la silla, intentó, torpemente, besarla en el cuello en busca de la boca y, al fracasar, se animó todavía más—. Ahora vamos a bailar y enseguida cortaremos la torta más grande del país. —E hizo un ademán de director a los músicos que se arrancaron de inmediato a todo meter con los primeros compases de Der shoenen blauen Donau.

Dos reposteros vestidos de albo delantal con un vistoso bordado de la Gran Pastelería Ribalta entraron en escena portando un palanquín sobre el que descansaba la espléndida torta nupcial de catorce pisos. En el momento que el flamante marido cogió la mano de la esposa, que sostenía la gran paleta de plaqué, se hizo patente la primera lluvia de finales de febrero, la que llevaba horas anunciando sordamente que también se dejaría caer por el banquete. Descargó como una catarata de gruesos goterones que en un minuto empaparon la plataforma de madera para el baile, provocando que muchos inestables invitados comenzaran a correr en busca de refugio dentro de la casa; entre tanta batahola, la tía Angustias tastabilló y, no hallando nada mejor donde agarrarse para no caer que el mantel de la mesa, arrastró la grandiosa torta de novios en su despatarrado tropezón. Ambos, la señora y los catorce pisos, rodaron por el entablado estrechamente abrazados. En cuestión de minutos el violento chaparrón disolvió el chocolate y la nata por el piso. Desde el porche Julia miraba con desolación el cómico cuadro, pero estaba lejos de reírse.

«¿Hasta esto te parece mal?, preguntó, mirando a la tormenta a la cara.

La banda tuvo que correr a guarecer los instrumentos dentro de la casa. Todos los invitados permanecieron en el corredor a esperar que escampara.

—En este matrimonio lo tenía previsto todo, todo, menos esta inoportuna lluvia de mierda.

—Tienes razón, Pedro, sí que tiene gusto a mierda —dijo uno, completamente empapado.

—Esta sí que es lluvia, joder —aplaudió el viejo José buscando la jarra de ponche romano—, como las de Langreo, de las que levantan a sus muertos.

—Esto es el colmo. Mañana mismo voy a hacerme aquí una galería acristalada —prometió Pedro.

No quedó nadie en el jardín, solamente la gruesa lluvia que repiqueteaba sobre la tarima para bailar, las grandes mesas desnudas del casorio más grande que se había visto en la ciudad en mucho tiempo y un par de chopos viejos en la tapia del fondo, chorreando de agua.

—A mí no me gusta este patio, tan grande y pelao como una alfombra vieja —interrumpió Julia, dirigiéndose a José y a su mujer—. A mí me encantan los árboles, el agua, el sol, el mar, por supuesto.

—Pues entonces, haberte quedado por allá —masculló doña Ester.

—¡Cuánta razón tienes, Julita! Esto es mesetario, pero para eso yo soy el patrón, especialmente si es para dar gusto a mi querida niña. —Y se dirigió voceando hacia la cocina—: A ver, que llamen a Emeterio de inmediato, aunque esté durmiendo la mona, que seguro lo estará, me lo reportan aquí al tiro. Vámonos dentro, cariño, que la tarde se está quedando que dan tiritones. ¡Flori, prende la chimenea del comedor! Adentro todo el mundo…

La fuerte lluvia y el viento dieron cuenta de la mayor parte de los invitados quienes, educadamente, optaron por despedirse haciendo cola para saludar a los recién desposados y, al fin, poder besar a la novia, mirarla a los ojos y, con suerte, hablarle algunas palabras.

Sin embargo, unos pocos allegados que aún se resistían a dar por terminada la fiestoca del casorio intentaban prolongarla a toda costa, disculpándose con un cuando escampe un poquito, aprovechamos. Mientras tanto, se entretenían dando el bajo a cuanto líquido se pusiera a tiro, excepción hecha del agua de los floreros.

—Te voy a mostrar los regalos de casamiento que nos han llegado —dijo Pedro, asiendo a la chica por el talle y besándole la mano—. Pedrito, ¿dónde estás? Ven aquí enseguida.

—Mmhh, mmhh —negó mudamente la vieja Dorotea apuntando con el mentón hacia el río.

Realmente aquello fue como abrir la cueva de los tesoros, porque allí todo lo que había relumbraba con fuerza, testimoniando la preeminencia, proximidad y el cariño por el novio. Lámparas de colgar y de pie, peroles de cobre bruñido, cuchillería de plata, loza inglesa, espejos venecianos, cuadros con marcos repujados en plata, un bargueño traído de Lima, esculturas de bronce, candelabros, relojes, mantelería bordada en Brujas, cojines de petitpoint, etc.; una infinidad de objetos acumulados sobre las mesas y regados por el suelo alfombrado, como si fuera una grandiosa tienda de antigüedades y regalos. Julia miraba con la boca, no abierta, sino desencajada, los ojos casi saltándosele y la mano en la garganta. Le asaltó la triste sensación en el estómago que esa sería la única vez que vería junta toda esa enormidad de riqueza, y que al fin y al cabo, tampoco le importaba demasiado porque ni siquiera era suya.

Pedro, alborozado, empezó a mostrar a Julia cada obsequio en particular, leyendo las tarjetas, explicando detalladamente quién lo enviaba y por qué lo hacía, hasta que ella, al límite del aburrimiento ante tantísimo nombre y razones desconocidas, le susurró a Pedro su deseo de retirarse un momento a la habitación.

—Te refieres a nuestra habitación —le espetó Pedro sonriendo—, conque ve acostumbrándote a tu nuevo estatus. ¿Qué te pasa, cariño? Pareces cansada.

—Debió ser el vino —exclamó Julia sobándose la barriga—. Me siento bastante mareada y muy molida.

—¡No estarás insinuando que MI vino pone mala a la gente! Seguro que ha tomado el de Aravena —dijo riendo Pedro y mirando a sus amigotes mientras abrazaba a su mujer con fuerza.

—Yo solo digo que tengo que retirarme, ¿o tengo que contarle todo lo que voy a hacer? Ahora mismo vendré. —Y sin esperar más comentarios, ella se desprendió del abrazo y salió presurosa hacia la alcoba matrimonial.

—¡Qué le vamos a hacer! —, le explicó Pedro a Jacinto, que aún bebía a su lado—. Es demasiado joven, pero ya aprenderá a apreciar nuestros grandes vinos, como casi todo el mundo, ¿no te parece? ¡Qué viva Viña Oro! Y a beber como es debido. Vamos a cantar todos, vamos, ¡alegría, amigos!

Julia penetró en la alcoba y se fue rectamente a la cama, atenazada por el recuerdo de su querido padre, enfermo y solo, ignorante de todo, y quiso soltar una lágrima pero no le quedaba ya ninguna. El cansancio y el agobio del larguísimo día pudieron con ella y, adolorida, apenas pudo subir las piernas a la cama, quedándose tal cual, casi atravesada, vestida hasta con los zapatos puestos. A sus oídos apenas llegaba la ahogada música de los agotados cantantes tratando de animar una fiesta ya moribunda por falta de combustible de calidad humano.

Al cabo de unas dos horas o así, se despertó sobresaltada; estaba segura de haber oído el ruido de un vehículo saliendo de la casa. Aguzó el oído, pero nada.

Imaginaciones mías, tengo que arreglarme, seguro que me están buscando. Ahora debería peinarme y pintarme, para volver con una cara más presentable. ¡Qué asco de vino y de comida! No sé cómo toda esa gente puede estar tanto tiempo con lo mismo, una y otra vez. ¡Dios santo, se me parte la cabeza, pero si son más de las doce! Y ahora, ¿qué ropa me pongo? ¡Qué día, con todo lo que tengo que hacer mañana temprano encima! ¿Pero dónde estarán todos? Están muy silenciosos… ¿Se les habrá acabado la cuerda ya? Ojalá que esta comilona espantosa se haya acabado… Por Dios, como me huele el pelo a cebolla y a humo… y esta ropa está ya toda transpirada… Esta blusa irá estupenda…

Julia se apresuró en acabar de arreglarse todo lo bien que pudo y abrió la puerta del cuarto, asomándose al largo pasadizo. La casa estaba envuelta en el silencio y la oscuridad, pero dentro de la cabecita de ella la música de la fiesta le daba vueltas y vueltas como un carrusel. Conteniendo la respiración, pegada la espalda a la pared, se deslizó cuidadosamente a lo largo del pasadizo, pasando por delante de varias puertas cerradas, hasta que llegó a la puerta principal. La abrió suavemente esperando sorprender a Pedro bebiendo con sus amigos, pero allí no había nadie. La lluvia recién había cesado. Cerró y se dispuso a regresar a su cuarto caminando de puntillas, no fuera que el bruto amo de casa apareciera de pronto reclamando su noche de boda.

En cuanto llegó, se metió dentro y echó el pestillo soltando un potente suspiro. ¡Mejor así!, se dijo sonriendo aliviada, mientras se ponía un delicado camisón de primorosos bordados que le había comprado especialmente Sabina para la ocasión. Esta vez no me romperás mi ropa, desgraciado, bruto, musitó, metiéndose entre las fragantes sábanas nuevas.

Pero la chica no logró conciliar el sueño de inmediato, sus ojos estaban cerrados pero la mente le bullía como una colmena. Repentinamente, su mente se detuvo al reparar en algo muy importante: pero, ¡qué tonta soy! ¿De qué tengo que preocuparme? ¡Ya estamos a salvo! Otra puerta más y casi habré llegado, se dijo con alivio, consolándose por completo.

Sentada en la cama, cerró los puños y se mordió el labio. Efectivamente, lo peor de su desventurado afán por sobrevivir ya había pasado. Pero el frío oleaje de la caleta le volvió a azotar la cara y la garganta se le llenó de sal, sintió otra vez el pánico indescriptible de no poder respirar: tienes que olvidarte del mar, como sea, tuviste suerte de que no te tragara… Eres una estúpida cabeza de chorlito…

Julia se apretó las sienes intentando detener las punzantes escenas de su malogrado intento por ahogarse: la virgen te salvó entonces, ahora tienes que pensar solo en la estupenda vida que podrías tener, tontorrona… ¡Pero si ya he visto claramente cómo va a ser mi vida junto a este guatón tan pesado! Ayayahi, ¿y si él llegara ahora mismo? Bueno, nada más, libro cerrado y fin de la historia. A dormir se ha dicho.

Durante unos instantes a oscuras, evocó las tres semanas recién pasadas, y la extraordinaria tensión que había tenido que sufrir para poder llegar al día de hoy. Sonrió pensando cómo solamente había tenido que ceder a los besos vinosos de Pedro para que este se lanzara desesperadamente por el camino del casorio; cerró los ojos satisfecha de su hazaña.

Julia llevaba varias horas disfrutando de un reparador sueño cuando dentro de la habitación resonó un seco golpe que disparó todos sus miedos; desconcertada, la aturdida Julia comprendió dónde estaba y despertó con un salto. Habían golpeado en la puerta de la alcoba justo cuando la primera lucecilla del alba empezaba a rasgar la negra cortina. Se levantó despacio, se calzó las pantuflas con el pompom blanco sin dejar de temblar, corrió a la puerta de la habitación para asegurar el cerrojo y puso la oreja en la madera. Estaba segura que era Pedro, terriblemente enfadado al no poder entrar en la habitación. Si abría, la recriminaría por haberlo abandonado abruptamente en la grandiosa celebración matrimonial y, encima, sin despedirse de los invitados que aún quedaban. Pero si no lo hacía, sería capaz de derribarla. Descorrió lentamente el cerrojo y luego giró la manilla del picaporte, esperando la entrada brutal del cónyuge, borracho hasta los pies.

 

Pero no tuvo que disculparse porque, al abrirse suavemente la puerta de la alcoba matrimonial, quien apareció en el umbral fue un muchachote de unos dieciséis años, con el pelo húmedo, desordenado, en mangas de camisa, respirando ansiosamente, con los ojos casi desorbitados, los puños crispados y el cuello enervado. Julia le observó atemorizada y, muy alarmada, le interrogó:

—¡Pedro Segundo! ¿Qué quieres a estas horas? ¿Le pasa algo a Pedro? Di, ¿qué haces aquí?

Pedrito estaba sordo a todo. Julia le vio dar un paso decidido hacia ella, e instintivamente, se protegió el pecho con las manos. De improvisto, el muchacho levantó el brazo y le espetó a la cara:

—¡Nunca, nunca! —Tras lo cual se dio media vuelta y se encerró en el cuarto de enfrente tras propinar un soberano portazo.

La joven desposada miró con extrañeza la puerta cerrada y, encogiéndose de hombros, decidió que no había ningún motivo por el que preocuparse. Cerró su puerta lentamente y se quedó cavilando en la absurda visita que acababa de recibir: o me quería asustar, o es que a este chico le está pasando algo muy raro… Hoy apenas le he visto, parece que me evita… Claro, como está en la edad del pavo, pobrecito…

Julia se sumergió al instante en el sueño reparador que su frágil naturaleza venía exigiéndole desde hacía varias semanas.