Cinco puertas al infierno

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—A nosotros no nos necesitan aquí, cariño —le susurró.

En eso estaban cuando se oyó un fuerte chiflido: era Enrique que les llamaba desde la esquina. Pedro exclamó su nombre con alegría y corrió hacia él abrazándole efusivamente, mientras los otros tres se encaminaban hacia ellos. El chofer les guio para abordar el Daimler, en tanto le refería a Pedro que él también había pasado por el hospital para una cura en la pierna. Del vehículo descendieron José y Ester, suspirando con alivio al ver a su hijo y nieto a salvo. Todos se abrazaron emocionados por el terrible suceso que acababan de presenciar y, acto seguido, a instancias de Pedro, se acomodaron en el interior.

—Enriquito, qué agrado verte, ¿podrás conducir? Entonces sácanos de aquí a toda máquina.

El gran vehículo de alto techo, también un poco golpeado por los escombros que le cayeron encima, arrancó con gran suavidad y, evitando las calles principales, consiguió tomar el camino paralelo al río con rumbo a Viña Sol. Por el camino se les unieron otros coches con invitados al gran almuerzo que los esponsales iban a celebrar en la viña, donde se alzaba la casita de veraneo que Pedro poseía en el campo.

Mientras el potente coche rugía con fuerza, Pedro, sin soltar la mano aún enguantada de Julia, relató a sus padres cómo había tenido que desposarla dentro de la sacristía, tras el terremoto. Entretanto, Pedro se dio cuenta de la barbaridad que acababa de hacer en la sacristía, ofendiendo al obispo de ese modo. Y miró a Julia con azoramiento, pero ella estaba observando el paisaje. Nada de lo que estaba ocurriendo era capaz de distraerla de sus silenciosas oraciones. No me importa, Virgen Santa, de mí no te ocupes, pero te ruego con toda mi alma que cuides de los dos y no permitas que se vayan de este mundo sin que yo les abrace, les bese y les pida perdón por lo que les estoy haciendo, y dame las fuerzas para esperar ese momento…

José, el abuelo, estaba rojo como una langosta y para que no lo notaran, se giró por completo y miró atentamente por la ventanilla, pero Ester, su mujer, se tapó la boca para contener una exclamación iracunda, demudada de furia. Su rostro empalideció de indignación y, justo cuando abría la boca para recriminar con acritud a su hijo Pedro por su total falta de sensibilidad hacia el sagrado voto del matrimonio y la tremenda desconsideración hacia ella, su mirada se cruzó con la de la aterida Julia, su inesperada y silenciosa nuera.

Sorprendida, Ester no vio en sus ojos a la chica atemorizada y sumisa que se acurrucaba en los brazos de su hijo, sino a la perfecta efigie de una desconocida, fría y calculadora, que acababa de atrapar al pez más gordo del goloso río de los ricos casamenteros de la región. Sus manos hicieron ademán de agitarse para increparla duramente por lo que hizo, pero sus palabras quedaron sin voz, se arrepintió y prefirió acercarse a su hijo y acariciarlo, pensando en que un matrimonio de semejante laya no podría nunca ser validado por las autoridades eclesiásticas. Conque, se dijo sonriendo, esta raposa no logrará su propósito, de este matrimonio ya me encargo yo que no prospere, ¡pero si no hace mucho en mi casa esta era una mosquita muerta! La mujer que conviene a Pedro es la que yo le había escogido, reflexionó iracunda Ester, clavando las uñas nacaradas sobre el bolso dorado de croché.

El atronador ruido de la marcha y el abundante polvo tampoco facilitaron una conversación familiar sobre el matrimonio recién celebrado.

—Seguro que habrá una mejor ocasión de hablar de esto —le dijo a José, con voz queda, tirándole de la chaqueta.

En cambio, Julia Rivas, la recién desposada, luchaba para apaciguar sus torbellinos interiores. Su relación con Pedro Marcial había transcurrido a una velocidad de vértigo, pues conocerlo, intimar, besarle y casarse fue cuestión de pocas semanas. Miró la ventanilla nuevamente y se vio la cara por primera vez tras horas de asedio y de carreras sofocantes: estaba horrible. Pero no le importó en lo más mínimo. Hasta consiguió arrancarse una sonrisa ante un pensamiento definitivo: había logrado que nadie viera su rostro y así, logró cruzar con éxito la tercera puerta hacia el infierno que le esperaba; y continuó todo el viaje retrepada en el regazo de su esposo, dejándose acariciar el pelo y las mejillas.

Eran las tres y media de la tarde cuando el Daimler llegó a Viña Oro.

Ella lo recordaría siempre como un día atormentado, porque Proteo también quiso tomar parte de él, trocando una blanca boda en un sainete polvoriento que a punto estuvo de acabar como un negro funeral.

Episodio 2. Los fastos esponsales

El nutrido y ruidoso cortejo de parientes y autoridades provenientes de la catedral se detuvo finalmente en la puerta de entrada de la casa de Pedro Gonzales, bajo un enorme arco con un letrero de oxidada caligrafía que rezaba Viña Sol.

Viña Sol, bautizada así por el pionero José Gonzales, era el viñedo más rico de la región, situado justo en el centro de un valle encajonado por la cordillera y el océano. Hacia el norte, las verdes y ondulantes plantaciones ocupaban cerca de cincuenta hectáreas y por el oeste, morían en las faldas de los montes costeros, entre los cuales descollaba el Cerro Polvoriento, cuya cara marítima era un muro calizo roto por innumerables calas que se abrían ante el espumoso mar. En una de esas, se encontraba escondida la minúscula caleta pesquera conocida como Las Cañas, donde nació y se crio Julia Rivas, la dulce novia.

Ella contempló con pánico los soberbios portones de hierro fundido de la entrada principal a la viña —otra puerta que cruzar— que ahora estaban excepcionalmente abiertos de par en par, a la espera de la comitiva nupcial procedente de Talcuri. El chauffeur llevó el Daimler lentamente hasta colocarlo bajo el imponente pórtico, desde donde hizo sonar repetidas veces el grave claxon. En la explanada de la casa de campo, llena de toda clase de vehículos, los recién casados esperaron unos minutos teatrales y, cuando se hubieron congregado los comensales en el corredor y en el jardín, descendió Enrique, muy envarado y con la gorra bajo el brazo, para abrir ceremoniosamente la puerta trasera de la limousine. En primer lugar salió Pedro Gonzales y, tras responder sonriente a los entusiastas vítores, alzando los brazos y empuñando las manos, se giró e introdujo medio cuerpo dentro del vehículo. La expectación era máxima entre todos los convidados al banquete, que clavaron la vista en la portezuela que venía con la cortinilla lateral bajada.

Primeramente, apareció la delgada y blanca manga del vestido, sostenida por el consorte con delicadeza, evitando obstruir la vista del gran brazalete de esmeraldas; a continuación, empezó a brotar la amplia campana almidonada del vestido, bellamente bordado con mariposas y palomas y rematado en un zapatito puntiagudo de charol gris que se posó dulcemente en la reluciente estribera. Todo ello aún rociado con delicadeza con el rojizo polvillo del techo de la catedral. La gente soltó una ahogada exclamación cuando apareció la abundante cabellera ensortijada, tocada con una pequeña diadema plateada. Al alzar la vista, con el velo rasgado echado sobre la cabeza, la esbelta figura de Julia Rivas se completó radiantemente. Por unos segundos se quedó azorada y confundida ante tanta gente desconocida que le parecía que la desvestían con la mirada, y se tuvo que apoyar con fuerza en el brazo de su marido, quien estaba contemplándola con arrobo.

Los fotógrafos corrieron hacia ellos portando sus trípodes de madera, buscando el mejor ángulo para satisfacer la orden de don Pedro de obtener una pose especial de los recién casados; les rogaron que se detuvieran y a ella le solicitaron una y otra vez que sonriera y saludara. Julia, todavía alelada ante el jubiloso recibimiento, logró por fin esbozar una mueca de alegría y abrir la boca para corresponder educadamente a la calurosa bienvenida; sin embargo, estaba sorda a la oleada de murmullos de admiración, ahogadas exclamaciones y maledicentes comentarios de los convidados y ciega a los fogonazos del mercurio. Ella solo oía la apresurada cabalgata de su corazón.

—¡Qué bonito color de ojos! Parecen avellanas.

—Y qué delicados pómulos

—Tiene que ser muy jovencilla…

—¡Y virgencita!

—¡Vivan los novios!

—¡Qué bonita la chiquilla!

—¡Qué grácil! Es como tener una princesa en la cama.

—Ay, caracho, ¿cómo se puede tener tanta suerte en la vida?

Don Pedro intentó entrar directamente con ella en casa, pero sus entusiasmados amigos no se lo permitieron; los fieles compadres Rufo y Tola, portando dos grandes ramos de rosas silvestres, se acercaron y besaron con cariño a la pareja. Al contemplar tamaño recibimiento, el patrón tuvo que contenerse durante un buen rato. Suspirando con resignación, Pedro Marcial tuvo que detenerse a saludar y a cruzar algunas palabras de agradecimiento con muchos de los que les esperaban y que deseaban una presentación inmediata de su joven desposada. Por fin, se estiró el chaleco gris de doble abotonadura y, ofreciendo gentilmente su brazo a Julia, pasaron revista a la servidumbre que esperaba en fila delante de ellos; Dorotea, la vieja jefa de la cocina y su joven hija; una doncella; los dos Emeterio, padre e hijo; y cerrando el grupo, Jacinto, el jefe de la bodega junto a sus dos enólogos.

Hasta que hastiado, apretó la mano de su esposa y se abrió paso con ella para penetrar en su casa cuanto antes, mientras farfullaba algo ininteligible, sonriendo con la mitad de la boca; se la llevó corriendo por el pasadizo hasta la habitación matrimonial y la arrastró dentro cerrando con doble llave, en medio de los aplausos, gritos y bromas de algunos mirones.

De pie en el centro de la estancia, ambos se quedaron mirando el uno al otro por un instante. La anonadada chiquilla de traje blanco y de cara enrojecida lo contemplaba sin parar de parpadear. Pedro se abalanzó sonriendo sobre la aturdida chica y, mascullando algo sobre su maltratado y polvoriento traje de novia, la empujó hacia el ropero, abrió sus puertas de par en par y le mostró el abundante vestuario preparado para la ocasión.

 

Entonces, se colocó detrás de Julia para empezar a desvestirla con suavidad, pero los 39 botones del traje de novia consiguieron que perdiera la compostura. Cuando por fin consiguió quitárselo, no sin antes clavarse varios alfileres, arrojó las prendas al suelo con impaciencia. Ella, aterida, se tocaba sus muslos ásperos como cáscaras de naranja bajo la suave enagua de seda rosa, dejando entrever el reborde de las medias blancas engarzadas por el broche metálico de los ligueros; con el pelo agolpado sobre el rostro húmedo, ocultando su angustia tras los ojos como almendras tristes, empezó a musitar el perdón por estar ahí ante su vista. Pedro, mudo y tembloroso, como a punto de cometer una canallada, se quedó admirándola por un breve instante. Era la primera vez que la veía así y eso fue precisamente el combustible que avivó el fuego interior del enardecido cónyuge; esa visión maravillosa fue mucho más de lo que sus sentidos pudieron soportar. Se dejó llevar enteramente por la lujuria desatada.

Sobre el vestido cayeron, uno tras otro, la levita, el chaleco y sus pantalones de rayas, e incapaz de reprimirse por más tiempo, la empujó con decisión sobre la cama para cobrar el tan deseado trofeo.

—¿No vamos a comer antes? —preguntó ella con un hilillo de voz.

—No, porque así, lo consumato ya no puede ser anulato… —farfulló el enardecido esposo buscando sus labios con ansia.

Pedro no podía ver la expresión de aturdimiento de la pobre Julia mientras yacía aplastada bajo el poderoso varón, que entre jadeo y jadeo, le dedicaba algún que otro piropo y no se cansaba de alabar la blancura de su tersa piel íntima y de suspirar satisfecho por la coyunda con una virgen tan bella; enloquecido tras cada embestida que le propinaba a la infeliz muchacha, en pocos minutos cayó rendido a su lado, bufando como un jabalí herido.

Julia, completamente inerte y desmadejada, incapaz de gesto alguno, estuvo todo el tiempo con los ojos cerrados, contemplando un dulce rostro que le sonreía con amor, despidiéndose para siempre de su recuerdo. Y sin poder reprimirse más, empezó a sollozar en voz baja por el alto precio que había decidido pagar.

—Me alegro tanto de que seas feliz conmigo —musitó Pedro muy complacido, observándola con amor y volviendo con sus lengüetazos y sobeos en cara y cuello.

El enfebrecido Pedro quiso volver a subírsele encima pero entonces ella reaccionó con fuerza y le empujó con brusquedad a un lado, con un gesto de repugnancia. El sorprendido macho la miró, no obstante, con renovadas ansias, pero ella se le escapó ágilmente y corrió hacia el cuarto de baño, cerrando la puerta bajo llave. Pedro puso la oreja y oyó sus sollozos desconsolados.

—¿Estás bien, amorcito? Ya sé que duele muchísimo la primera vez, pero se te pasará pronto. Siempre recordarás con placer este gran momento de amor que estamos viviendo juntos.

No hubo respuesta. Pedro sonrió complacido por su tremenda potencia masculina y le gritó que no se preocupara por nada, que para eso estaba él a su lado, para cuidarla y quererla. Mientras se vestía para el almuerzo del casamiento, añadió que la amaba profundamente, que como él, no había otro marido tan amante, que sería tan feliz a su lado y que ya se ocuparía él de cuidarla y adorarla de por vida. Añadió, victorioso:

—Mi amor, estarás recuperada para esta noche, ya verás. Esto solamente ha sido la bienvenida a mi casa y a la noche te marcaré profundamente con mi amor. Ni te imaginas el placer que me das… —susurró en tanto que escogía cuidadosamente ropa de sport que fuese elegante—. Ahora tengo que dejarte para atender a mis amigos. Vístete pronto, querida Julita, me muero por ver la expresión de amigos míos que jamás te han visto antes. Me voy para organizar a los fotógrafos para tu entrada triunfal al banquete. ¡No tardes!

Eran las cinco de la tarde ya pasadas cuando dio comienzo el banquete de esponsales, aunque ya los impacientes convidados habían acabado con todas las empanadas, las de carne y las de cebolla, dando muy buena cuenta de, al menos, diez jarras de

pichuncho. Al aparecer en el jardín delante de ellos, Pedro Marcial alzó los brazos con fuerza y les gritó:

—¡Dentro de unos minutos tendremos aquí a la novia y vamos a recibirla como se merece! —Y se acercó al director de la orquestilla para darle secretas instrucciones.

A su orden comenzó entonces el desfile de criados y pinches, unos portando grandes bandejas con ensaladas para las mesas y otros, abriendo las cajas del Cabernet y del Merlot, que especialmente había escogido para acompañar la extraordinaria comida. Sus más allegados corrieron a su encuentro para palmotearle la adolorida espalda, abrazarle y besarle. Todos le agobiaban a preguntas sobre la maravillosa Julita, ansiosos por caerle encima y avasallarla con preguntas capciosas, queriendo saber todo de ella, dónde había nacido, de qué familia provenía y en qué colegio se había educado. En la mente victoriana de las más destacadas matronas de la ciudad ardía la curiosidad malsana por hablar con la intrépida joven que había sido capaz de cazar y casarse con el solitario león de Talcuri para que les relatase los pormenores de su estrategia para conseguirlo en tan pocas semanas. Toda una hazaña de conquista para una desconocida, porque el premio principal había sido un viudo pertinaz y, por añadidura, un platudo; por tanto, Julia era en ese instante el más jugoso objeto de inquisición en toda la historia de la provinciana ciudad sureña.

Mientras tanto, en la alcoba nupcial, ella entreabrió la puerta del cuarto de baño para comprobar que por fin estaba sola; miró la cama desordenada con un escalofrío y se envolvió en una sábana; se asomó sigilosamente al pasillo y acto seguido se encerró bajo doble llave. Desde el patio entraba la música de los acordeones, los vítores y los aplausos de toda aquella vociferante gente desconocida, y se puso roja de vergüenza de solo pensar que iba a enfrentarse indefensa a ese hervidero de extraños. El agua perfumada del baño y un duro restriego por todo el cuerpo con esparto jabonoso devolvieron poco a poco la calma a su trastocado espíritu juvenil. En tanto elegía ropa, gimió al mirar las paredes, porque en esa misma habitación, dos meses atrás, ella había cruzado victoriosamente la segunda de sus particulares puertas al infierno, la que la condujo directamente a esta misma alcoba, ahora nupcial. Se desplomó en el sillón y se quedó un instante traspuesta.

Todo comenzó precisamente cuando ella percibió con claridad que Pedro ya no la consideraba una chiquilla desordenada, sino una mujer. Fue así, inesperado, simple y perturbador.

Al abrir los ojos al momento actual, sonrió brevemente y se preparó para enfrentarse a una nueva y terrible prueba para su juventud, su presentación en sociedad. El mayor gentío al que ella se había expuesto en su vida fueron las fiestas invernales de su escuela en la caleta, con dieciséis años, cuando había recitado poesía ante casi cincuenta personas. Muy despacio comenzó a vestirse delante del espejo y comprendió lo que había sucedido. Su hermosa adolescencia y su dorada juventud yacían ahora muertas entre esas sábanas revueltas y sucias. De improviso, a la joven Julia le había llegado el tiempo futuro, sin entender muy bien cómo. Se hizo el propósito de no olvidar nunca aquellos primeros episodios amorosos que había vivido de muchacha entre los bosquecillos de su querida casa natal.

—Aquel fue mi verdadero mundo y siempre lo conservaré fresco en mi memoria hasta que sea una vieja pelleja, balbuceó Julia suspirando profundamente—, esto de hoy es mi penitencia.

Más tranquila salió de su habitación y se encaminó hacia la puerta de la entrada, aspiró profundamente y salió al exterior, sonriendo.

Una gruesa andanada de vítores y aplausos la recibió, a la vez que los músicos se arrancaban con una marcha nupcial. Se quedó pasmada al ver el inesperado recibimiento, y cuando buscó ansiosamente a su marido, este saltó como un puma a su espalda, la levantó con vigor entre sus brazos en señal inequívoca de potencia masculina y gritó con vulgaridad:

—¡Qué vivan las mujeres hermosas! ¡Y vírgenes! ¡Vamos a brindar por el amor! —Y sus más amigotes le aplaudieron a rabiar—. Y después, ¡a devorar!

De pronto, no se le ocurrió nada mejor que cargarla hasta la mesa principal del banquete, pese a sus airadas protestas, y cuando la bajó con torpeza, a la azorada novia se le vio toda su primorosa ropa interior color rosa. En un momento, los más allegados ya la habían empezado a conocer más a fondo.

En cuanto la pareja finalmente pudo sentarse en la mesa principal, sobre la descomunal parrillada giratoria instalada al fondo del patio cayeron decenas de trozos de rojas carnes de vacuno; las ristras de chorizos parrilleros ya se quemaban y las prietas negras humeaban con fuerza atufando el jardín e invadiendo las mesas, alborotando gravemente las papilas de los hambreados comensales. La jovencita Dorotea se acercó a los esposos llevando las dos primeras y gruesas chuletas en una bandeja de loza, chorreando humeante y espeso jugo y con el aroma de carne aún crepitando.

A continuación, se acercó Jacinto, el capataz de la bodega, quien fue el primero en saludar a Julia con un largo beso en la mejilla, acompañado de los enólogos, que escanciaron un luminoso Chateau Canet que llenó de rubí las copas de la pareja. Todos guardaron silencio para que Pedro hiciera toda la ceremonia de la cata. Cuando dio el visto bueno con entusiasmo, fue el punto de partida de un tráfico endemoniado de mozos con bandejas de carne y pinches con botellas de vino, sirviendo a destajo; enseguida dieron comienzo los bulliciosos fastos, con abundantes libaciones en honor a los recién casados y a su futura vida en pareja.

—¡Por el amor eterno!

—¡Por una larga vida plena de hijos y nietos!

—¡Por el león herido!

—¡Por las doncellas del mundo! ¡Qué nunca se acaben!

Pedro estaba exultante y, sin soltar la mano de Julia, saludaba sin parar a todos los comensales, dedicando a cada uno frases apropiadas y cariñosas. En la mesa principal, a la izquierda de la pareja, se sentaban Rufo y Tola, padrinos de casamiento del novio, también recién casados. A la diestra, había dos sillas vacías.

—¿Dónde está mi tío Samuel? —inquirió Julia a voces.

—Se retrasa, seguro que tiene trabajo con los heridos en la ciudad —le contestó uno.

Julia les miró a todos con la mirada hueca. Mi pobre padrinito que ni siquiera pudo estar en el casamiento, parece que tampoco llegará para el banquete. Mi pobre papi, abandonado en el sanatorio y mi amor, perdido en el océano, qué otra cosa peor puede pasarme en este día. Y encima tengo que divertirme. Haciendo como que comía con ganas, sonreía a los desconocidos y se quejaba de la ensalada de cebollas y del ají cachocabra.

—¿Alguien sabe algo del alcalde Mancilla? —preguntó un funcionario.

—No vendrá, tiene trabajo con el orden público y la atención a las víctimas del temblor.

—¿Cómo que temblor? Perdona, pero ha sido un terremoto feroz…

—El epicentro estuvo a unos quinientos kilómetros al norte, cerca de Puerto Grande —informó un edil, aplicado a una enorme empanada de pino.

—Aquí en Talcuri nos han informado de más de veinticinco heridos, pero solamente se habla de dos muertos.

Cuando Julita oyó eso, soltó los cubiertos tapándose la boca atemorizada.

—Mi papá, Dios mío, cómo he podido olvidarme de él, pobrecito, qué susto tiene que haberse llevado… y qué solo se tiene que sentir en el mundo.

—Ya lo he preguntado, en las montañas donde está ese sanatorio apenas se ha sentido, no te preocupes mi vida —la tranquilizó el marido. Y añadió—. Mañana temprano dejaré todo e iremos juntos a verle sin falta, te lo prometo, mi amor. Y ahora come, por favor, te noto muy desmejorada.

—También hay bastantes daños en edificaciones viejas, de esas de adobe —seguía informando el edil.

—Ya sabes que se cayó tu famoso campanario, ¿no, Pedro?

—¡Caramba, con tanto ajetreo hasta me había olvidado de ese desastre! Lo he sentido caer casi sobre mis espaldas, Rufo, todavía me duelen las orejas con el estruendo que tuve que sufrir. Menos mal que yo estaba junto a mi mujercita para protegerla… Bueno, ¡qué le vamos a hacer! Es nuestro sino como país. También mañana me ocuparé personalmente de eso… Y ahora, ¡un brindis por nuestra valiente y dura ciudad…!

 

—Voy a buscar unos pañuelos —susurró Julia al oído de Pedro y se separó cuidadosamente de la mesa, dirigiéndose a la casa con estudiada lentitud, cimbreando la cintura todo lo posible.

En cuanto entró a la casa, corrió hasta la habitación para encerrarse otra vez en su baño, aquejada de incontenibles arcadas, sintiendo que su pequeño estómago era una tormenta. Al rato salió de la habitación y pasó por la cocina a prepararse un enorme vaso de agua tibia azucarada. Maldita comilona, refunfuñó, sobándose el vientre.

En el comedor del patio, todos daban cumplida cuenta de las estupendas carnes junto con las mazorcas recién cocidas y untadas con mantequilla fresca, el ají verde y el rojo en salsa, las fuentes repletas de ensaladas de lechuga, tomate, achicoria y aros de cebolla cruda. Cinco músicos, pintorescamente vestidos, tañían la guitarra y el acordeón, acompañando a un desabrido cantante que casi se caía del proscenio con todo el vino que llevaba encima.

Cuando la desposada volvió a su sitio, Pedro ya se había parado para visitar a sus amigotes. En la mesa principal solamente quedaban sus padres, doña Ester Toledo y don José Gonzales, sentados justo delante de ella, mirándola con una indefinible mirada, entre ternura y desprecio, a la que Julia respondió sonriendo ampliamente, mostrando una actitud entre cariño y aprensión.

—Oiga, Julia, ¿le conté como escapé de Francia justo el día que llegó la filoxera? —le espetó el viejo José apenas la chica se hubo sentado a la mesa.

Y le soltó la larga historia, así, sin más, sin reparar en que la joven comía a duras penas un pellizco de cada cosa para que pareciera que lo devoraba todo. Al cabo de un rato apareció Pedro Segundo, el hijo primogénito de Pedro, que se acomodó entre sus abuelos José y Ester. Al inclinarse la joven sirvienta para servir el plato de Pedrito, este le metió disimuladamente la mano izquierda bajo las enaguas, mientras con la derecha abrazaba a su abuela, sonriéndole encantado. Desde la cocina, el hermanastro de la sirvienta, que lavaba los platos, se lo quedó mirando con odio contenido. También regresaron a la mesa las tías Angustias y Evelyn, provenientes del cuarto de baño, pero ninguna de ellas escuchó nada de lo que les ofreció la sirvienta como postre.

En la mesa principal, se hizo un momento de pesado silencio, pues hasta don José se calló. Todos miraron a Julia de soslayo. Era su turno de incorporarse a la familia política rompiendo su silencio con algo importante que decir. Haciendo un esfuerzo supremo, dejó los cubiertos y le sonrió forzadamente a doña Ester.

—¡Cuánta gente, ah!

La chica recibió una mirada desinteresada de la señora por toda respuesta.

—Yo nunca había visto tanta comida… y tan rica —insistió Julia valerosamente.

Pero no consiguió romper la gélida acogida de la madre de Pedro. Julia iba a interpelarla nuevamente cuando vio con sorpresa que se incorporaba con dificultad y se alejaba de la mesa cojeando. La mujer había sido muy amable con la chica el año pasado, sin embargo, ahora se había convertido en su antagonista, una suegra que iba a ser casi imposible de tratar. Dirigiéndose entonces a Pedrito Segundo, la desposada le sirvió una copa de vino e intentó cambiar impresiones con él acerca de los nuevos estudios que el joven iba a comenzar muy pronto.

—Sí, claro, ahora me metis conversa, después que no me hubieras dado ni boleto en todo el mes… Galla traidora —masculló el joven alejándose en busca de sus amiguetes en la mesa del pellejo.

Menos mal que entonces apareció la tía Sabina, la esposa del doctor Rivas, muy alterada y sofocada, acompañada por un teniente de la guardia que la había conducido hasta allí desde Talcuri. La tía se sentó de inmediato a la derecha de Julia y, apenas consiguió calmar su agitación, se abalanzó sobre la joven y la abrazó con gran ternura; separándose un palmo, la miró a la cara con gran preocupación y la volvió a estrechar entre sus brazos.

—No le pasa nada malo a tu tío —le dijo adivinando la preocupación en los ojos de la chica—, pero él no va a poder estar contigo hoy, tiene mucho trabajo en el hospital, por eso he venido yo en su lugar —dijo toda compungida—. No dejaré que nadie ni nada te perjudique hoy en este, tu día.

Por suerte, la interesante, suave y amable conversación maternal de su tía Sabina pudo distraer a Julia lo bastante como para resistir el resto de la larguísima tarde. Poco a poco fue sintiéndose mejor, gracias a unos pequeños sorbos de vino, y empezó a participar más animada en las conversaciones con sus vecinos de mesa. Pero sin dejar de mirar con ansiedad hacia las demás donde estaban instaladas las más conspicuas damas de la comarca y de la región, todas ellas mirándola con hambre, pretendiendo echársele encima con ferocidad para arrebatarle todos los secretos de sus entrañas y echarla de nuevo al camino yermo por donde había llegado.

Tras los postres, Julia advirtió que una señora madura se dirigía hacia ella con rapidez. Sabina le dijo al oído:

—¿Ves a esa señora tan elegante que viene hacia aquí? Es doña Cuca, la señora del intendente Riesco, ella te cuidará tanto como yo, no temas nada. Ahora tengo que dejarte, me voy a tender un rato, estoy que me caigo… ¡Hola, Cuca, qué gusto verte! Mira, ella es mi sobrina Julita Rivas.

Doña Cuca se acomodó, con toda displicencia, en el sitio dejado por Sabina, lo que fue la señal que todas las importantes señoritas convidadas estaban esperando ansiosamente para empezar su labor de acercamiento a la protagonista del convite. Casi sin hacerse notar, algunas empezaron a levantarse despreocupadamente de sus mesas para acercarse con cuidado a la principal y rodear a doña Cuca, con la pretensión de ser presentadas a Julia. Pero su esfuerzo fue en vano, porque Cuca, una mujer ya madura, sensible y, sobre todo, muy lista, la prohijó de inmediato y no la presentó a nadie, salvo a dos de sus mejores amigas que no necesitaban ceremonia alguna, las que formaron un parapeto alrededor de las dos mujeres. Las anhelantes señoras que pululaban cerca de la mesa comenzaron a retirarse con discreción, perdida la esperanza de someter a la pobre Julia al feroz interrogatorio que cada una había preparado.

La mujer del intendente, con la mirada llena de satisfacción, ejerció todo su poder de primera dama regional no permitiendo que nadie más asediara a Julita, quien agradeció la protección contándole algunos detalles sobre su vida en la caleta de Las Cañas, y lo más jugoso de todo, le reveló cómo había conocido a Pedro Marcial.

—Fue aquí en esta viña precisamente, cuando unos bandidos del vecindario intentaron matarle —le contó Julia, sin concederle demasiada importancia. Y, disculpándose, se levantó en seguida para correr nuevamente a encerrarse su habitación.

En cuanto hubo terminado de palmotear a sus amigos, el dichoso marido regresó a la mesa principal y se dispuso a oír lo que le quería decir Rufino Contreras con tanta alarma. Abogado y principal amigo de la familia Gonzales, estuvo un buen rato hablándole en voz baja, usando la espalda de Tola su esposa, a modo de pantalla. En un momento, enfadado, Rufino explicó algo referido a unos documentos.

—Apenas me ha dado tiempo de redactar el acuerdo que me pediste anteayer, con tantas carreras en estos días se me amontona el trabajo en el bufete.