La Tradición Constitucional de la Pontificia Universidad Católica de Chile

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Su ensayo “Los marcos de la contienda política”, de 1984, es especialmente relevante en esta materia. En este elabora de manera sofisticada su acercamiento a la idea de democracia, una idea que, como veremos, es la de democracia constitucional, democracia bajo el imperio del derecho. También es importante porque es el vehículo intelectual para cuestionar el artículo 8° de la Constitución, en una época en que no era fácil hacerlo.

Para el profesor Evans, la democracia se trata “esencialmente”, de “un régimen de génesis, organización y atribuciones de las potestades estatales de la comunidad nacional. Ella supone generar la autoridad civil o crear el Derecho mediante la designación de gobernantes en procesos electoral eso actos plebiscitarios plurales, libres, informados, secretos y sinceros”.177 Ello importa que, por un lado, las autoridades, todas ellas, que ejercen potestades estatales, actúen estrictamente conforme a derecho, y, por el otro, que reconozca y respete la preexistencia de un conjunto de atributos de la persona y de las entidades que le son naturales, esto es, los derechos humanos”.178

Una dimensión relevante de lo anterior es que, naturalmente, en una democracia el orden jurídico admite el pluralismo y “el consecuente enfrentamiento pacífico de ideas y tendencias, de organizaciones, grupos independientes y partidos, todos los cuales pretenden el favor del electorado, del pueblo, para asumir el poder estatal”.179 Ello requiere, en consecuencia, que “tanto el ordenamiento jurídico vigente como la práctica política admitan o reconozcan el derecho del pueblo a organizar partidos o grupos políticos de variadas tendencias doctrinarias, de múltiples expresiones locales y gremiales o de cualquier naturaleza legalmente lícita”.180 Así, el reconocimiento de las libertades políticas básicas, de conciencia, expresión o asociación son esenciales a la democracia.181

Así, cuando se discute acerca del pluralismo político y sus límites, la pregunta es el límite que pueden cruzar (violar) los partidos o grupos políticos respecto de los valores y bienes jurídicos de general aceptación en la vida colectiva que dan identidad a una nación y las instituciones que los expresan.182

En primer lugar, es lícito rechazar y cuestionar la acción del gobierno y la actuación de los gobernantes.183 Luego, también lo es rechazar una o más estructuras concretas de los regímenes político, económico y social. 184 En tercer lugar, asumir una actitud crítica que busca el reemplazo del régimen político. A su juicio, ello no es objetable en la medida en que se hace dentro del cuadro de los sistemas de organización democrática de la sociedad. Inhibir un debate como este afecta tanto la libertad como el pluralismo ideológico.185 Finalmente, ¿es posible limitar un proyecto fundado en valores distintos, que pretende la instauración de un nuevo orden político, económico y social?

La respuesta a esta última interrogante, a juicio de Evans, consistirá en distinguir la comisión de actos antijurídicos, de buscar aplacar simplemente ideas críticas. Y es que la democracia “es un mecanismo político, es cierto, pero su consolidación y perfeccionamiento han producido otra realidad en los pueblos que la practican: la decisión de seguir ejerciéndola y, sobre todo, viviéndola”.186 Porque el sistema democrático es el único que constituye una forma de estructuración y manejo del poder, pero que, “además, contiene valores que trascienden al Estado y que penetran, se desarrollan y se difunden en el medio social. La constitución de esta realidad no debe confundirse con la adoración del gobierno democrático por sus mecanismos puramente jurídicos. Eso es ‘democratismo’ inútil”.187

Y es que la democracia es protegida por los valores en que se inspira: “Para defender su estabilidad, no necesita de la fuerza desatada, ni de la consigna estridente, ni de la represión humillante del hombre gobernado. Por todo ello, la democracia se abre al debate, al diálogo, al encuentro, a la controversia, por fuerte que sea, y no teme que se escuchen las ideas”. Pero, por los ideales que encarna y por los bienes institucionales que contiene y que el hombre requiere para convivir en sociedad, para Evans “la autoridad de este sistema es la más eficaz y la más perdurable, y por estar siempre provista de la legitimidad que brinda su origen, es la más racional”. Y es que “mientras existan las democracias y mientras existan ideas totalitarias, estas constituirían el más grave riesgo para aquellas. Tanto la tentación totalitaria, en la frase de Revel, como la tentación dictatorial amenazan a los gobernantes y a los gobernados. Pero ni una ni otra podrán nunca asumir la tarea de paz que sí han desarrollado, en un mundo complejísimo, las democracias de este siglo: conciliar y respetar las diferentes versiones y opciones de bien común que separan, pero también vinculan e integran, a los seres humanos”.188

En una entrevista del mismo periodo es posible observar una serie de reveladoras afirmaciones en esta materia, especialmente a propósito del controversial y cuestionado artículo 8°, original, presente en la Carta de 1980:

¿La Constitución del 80 es democrática? Le contesto, es democrática. Ahora bien, dentro de ella existen algunos preceptos como el artículo Ocho –dice y busca el texto para ratificar–, comentando: “Como sé que si no hay auténtica concordia nacional esta Constitución no va a durar después de Pinochet, no la estudio”. Establece que todo acto de persona o grupo destinado a propagar doctrinas que atenten contra la familia, propugnen la violencia o una concepción del Estado de carácter totalitario fundado en la lucha de clases, es ilícito y contrario al ordenamiento institucional de la República. Ese artículo, a mi juicio, puede transformarse en el peor enemigo del sistema democrático. En virtud de él, se puede perseguir a quien sea partidario del divorcio, por ejemplo. Es un precepto extremadamente amplio. Puede desembocar en la persecución contra las ideas. Con este artículo se puede llegar a restringir o anular la actividad opositora y, en consecuencia, dejar la democracia establecida en la Constitución absolutamente inoperante.189

Bajo este contexto, es claro que el profesor Evans tiene un concepto de democracia constitucional robusto que no solo se basa en exigir el respeto de los derechos fundamentales, y especialmente las libertades políticas esenciales a la democracia, sino que, además, considera que no hay democracia posible sin pluralismo amplio que debe admitir, incluyendo sus formas más críticas, las ideas más controversiales, poniendo límites solamente cuando existen conductas que atentan directa y esencialmente contra los valores, bienes jurídicos e instituciones que forman parte de la identidad colectiva.

4.6. Régimen de gobierno. Hacia un presidencialismo integrador

Los artículos “La modificación del régimen presidencial chileno” (1990) y “El poder político, hoy y mañana” (1994) entregan elementos valiosos para evaluar el enfoque de Evans a la cuestión del régimen de gobierno y, de manera más precisa, a la evolución constitucional del régimen presidencial en nuestro país y a superar el régimen hiperpresidencial consagrado en la Carta de 1980. Como alternativa, propone un modelo que, sin querer denominarlo semipresidencialismo, se le asemeja bastante y que el profesor Evans denomina “presidencialismo integrador”.

Respecto a la evolución constitucional en nuestro país sobre el régimen de gobierno, Evans destaca el periodo 1891-1924, en los siguientes términos:

En Chile se produjo un cambio institucional, sin una consagración constitucional explícita… algunos han denominado la República parlamentaria, calificativo que queda extremadamente grande para un ensayo mantenido por la dirigencia política y cuya fuente puede encontrarse en dos elementos… el debilitamiento progresivo del autoritarismo presidencial consagrado en la Carta de 1833, especialmente a través de las llamadas Reformas liberales… El segundo elemento, es un fenómeno socio- político muy bien analizado por Alberto Edwards en su obra La fronda aristocrática, en el que la clase política dirigente buscó y obtuvo el real ejercicio de la potestad gobernante mediante una mecánica de relaciones Congreso-Ejecutivo que originó una caricatura de parlamentarismo. Un régimen así debía fracasar.190

Refiriéndose a la Constitución de 1925, sostuvo, que “estableció un sistema presidencialista expreso preceptuando que la fiscalización de los actos de gobierno por la Cámara de Diputados, única rama con esa facultad, no afectaría la responsabilidad política de los Ministros de Estado, los que permanecerían, por tanto, en sus cargos mientras contaran con la confianza del Presidente de la República. Las reformas de 1943 y de 1970 acentuaron la fortaleza institucional del Poder Ejecutivo”.191

La Carta de 1980 también consagró un régimen presidencial, pero “ahora ampliando aún más las atribuciones del Poder Ejecutivo y cercenando o restringiendo facultades tradicionales del Congreso”.192 Examinando la regulación de las potestades del Presidente en la Carta actual, concluye que existe “un desequilibrio entre dos Poderes del Estado y exagera tanto la preeminencia legislativa como el ámbito de la potestad reglamentaria del Presidente de la República disminuyendo, a la vez, la relevancia y trascendencia institucional del Congreso. Así, nuestro régimen político puede calificarse, por tanto, como un sistema Hiperpresidencial”.193

En consecuencia, cree indiscutible atenuar el hiperpresidencialismo existente a la búsqueda de “un encuentro constitucional de las funciones del Presidente de la República y del Congreso. La separación institucional rígida, tajante, excluyente entre ambas potestades, no parece aconsejable en una sociedad civil que debe procurar el encuentro de fórmulas institucionales que aseguren, cada día con mayor eficacia, la existencia de una real ‘democracia gobernante’ como decía Burdeau. Solo así se garantizará la subsistencia de un sistema político querido y sostenido, en todo evento, por el pueblo”.194

 

El punto de partida de este debate debe iniciarse, a su juicio, por la aceptación de que el Presidencialismo chileno instaurado por la carta de 1980 constituye una estructura de poderes “claramente desequilibrada en favor de las facultades del Poder Ejecutivo” y “notablemente teñida de una franca disminución de atributos del Congreso que eran tradicionales, que no presentaron graves problemas y cuya desaparición redunda en un desequilibrio ostensible en la prestancia constitucional de las dos Cámaras legislativas”.195 Por ello, un primer esfuerzo debería consistir en “realizar un estudio objetivo acerca de cómo y para qué sustituir la preceptiva constitucional que permite calificar al régimen político chileno como Hiperpresidencial para transformarlo en un Presidencialismo similar al que existió hasta 1973, con las necesarias correcciones en la mecánica de generación de autoridades, una de las cuales debería ser la segunda vuelta en la elección presidencial para que siempre el Primer Mandatario resulte electo por la mayoría absoluta de los votos populares”.196 El regreso al Presidencialismo, además, “suprimiría variadas fuentes de controversias jurídicas y de pretensiones de superioridad institucional entre esas potestades, abriendo camino para otras instancias de colaboración Ejecutivo-Congreso que los requerimientos de la realidad vayan aconsejando”.197

Luego, recomienda que, en una segunda etapa, “más o menos cercana”, se debe abrir la discusión acerca de “cómo procurar una más estrecha vinculación entre las atribuciones gubernamentales y administrativas del Poder Ejecutivo, de las que está totalmente marginado el Congreso en un Régimen Presidencial, admitiendo formas de participación de aquel en esas atribuciones”. 198

En su proyecto de reforma hacia lo que él denomina presidencialismo integrador, el profesor Evans manifiesta:

Se trata de acercarse a estructuras de cooperación Ejecutivo-Congreso en el ámbito político gubernativo, sin llegar al Parlamentarismo, porque este solo será debatible en Chile luego de un extenso proceso de evolución constitucional, de asentamiento de las instituciones, de fortalecimiento orgánico de los partidos políticos y de perfeccionamiento de la educación cívica de los electores… No se trata, como sucede de hecho en el sistema parlamentario, de “fusionar” Congreso y Gobierno. Se trata de obligar a una colaboración entre los dos Poderes Legisladores que abarque también lo gubernamental y lo administrativo ¿Efectos? Una mejor posibilidad de apoyo político estable para los actos de gobierno. Una mayor eficiencia de las tareas de un Ejecutivo con alguna forma de respaldo congresal. Una disminución de presión ciudadana sobre el Presidente de la República y el reparto de esa presión entre el Poder Ejecutivo y el Congreso. Una limitación a la exigencia colectiva tradicional, que a muchos ha hecho creer que por ello Chile es presidencialista, de que todos los problemas los debe atender y resolver el Presidente de la República. Una mayor probabilidad de estabilidad ministerial, ya que podría estructurarse un instituto de colaboración entre potestades políticas que no implique que el Congreso pueda hacer efectivos votos de desconfianza o de censura a los integrantes del Gabinete Presidencial, los que solo tendrían responsabilidad política ante el primer Mandatario. Un régimen constituido sobre estas bases, con los debidos resguardos para hacer operante el sistema, despojándolo de los elementos que hoy lo hacen Hiperpresidencial, pasaría a ser expresión de un Presidencialismo Integrador cuya existencia, vigencia y subsistencia permitiría ponderar la conveniencia de nuevas instancias de colaboración Ejecutivo-Congreso que, eventualmente y con el tiempo, pudieran llegar a un sistema parlamentario dotado de la solidez institucional que exige el mundo contemporáneo.199

Junto con esbozar la dimensión conceptual de su propuesta, el profesor Evans plantea las “bases institucionales” de este modelo, para darle fisonomía jurídica. Sus modelos centrales descansan en la creación de un Poder Ejecutivo dual, integrado por el Presidente de la República elegido por el pueblo con el mecanismo de doble vuelta cuando fuere necesaria y un Primer Ministro designado por aquel, con acuerdo de la Cámara de Diputados y del Senado, acuerdos que requerirían de la simple mayoría de los miembros presentes;200 la división de las atribuciones que la Constitución entrega hoy al Presidente de la República, entre este y el Primer Ministro, con algunas materias en que se requeriría su actuación conjunta;201 el nombramiento de los ministros de Estado en las carteras de Interior, Relaciones Exteriores, Defensa Nacional, Economía y Hacienda requerirían el acuerdo del Senado.202

A su juicio, no se trata de sentar “las bases de un régimen preparlamentario”, en que el gabinete debe contar con la confianza de la Cámara política, que en Chile es la Cámara de Diputados puesto que tiene las atribuciones de iniciar los juicios políticos y de fiscalizar los actos de Gobierno. “Parece preferible, en un verdadero ensayo de ‘difusión de atribuciones’, buscar la participación del Congreso en las tareas de gobierno y administración solo en el nombramiento del Primer Ministro en que deberían participar ambas Cámaras y de algunos ministros en que parece más procedente la necesidad del pase del Senado, sistema este último, que, con éxito, consagró y mantiene la Constitución de Estados Unidos”. 203

Junto con lo anterior, para hacer viable este esquema, propone como necesario complemento el estudio de

un conjunto de mecanismos y sistemas constitucionales para evitar demoras y tramitaciones injustificadas en los pronunciamientos de las ramas del Congreso cuando deban intervenir en los nombramientos de Primer Ministro y Ministros; para impedir que las facultades que se concederían al Congreso impliquen o supongan para algunos parlamentarios una participación direccional en la potestad gubernamental; para atenuar el riesgo de que por la vía del juicio político se busquen cambios ministeriales en circunstancias que la remoción del Primer Ministro y de los integrantes del Ministerio continuaría como atribución exclusiva del Presidente de la República, para lo cual parece adecuado eliminar la suspensión en sus cargos de los Ministros cuando una acusación constitucional fuere aprobada por la Cámara de Diputados, y, finalmente, para incentivar la existencia de pocos partidos políticos, homogéneos, disciplinados y verdaderamente representativos de amplios sectores ciudadanos.204

En su oportunidad, el profesor José Luis Cea, examinando la propuesta del profesor Evans, llegó a las siguientes conclusiones:

Creo que el Poder Político, hoy y mañana, tópico que aborda el profesor Enrique Evans de la Cuadra, se comprende mejor a la luz de las consideraciones históricas precedentes. Allí la reflexión del señor Evans propugna para Chile, con clara intención, un presidencialismo equilibrado, que incentive la cooperación del Poder Ejecutivo y el Congreso, obligándolos a la colaboración “también en lo gubernamental y administrativo” (p. 44). En esa interesante vertiente y si he captado bien su planteamiento, el catedrático y amigo citado sugiere, aunque por cierto en sus rasgos matrices únicamente, un tipo de “presidencialismo integrador de las potestades públicas, de naturaleza política” que, en mi opinión, se aproxima al semipresidencialismo (pp. 45 y 46), sin llegar a coincidir por completo con este.205

Más adelante, en su artículo de 1994, será más cauto en su aproximación al debate, no en cuanto al fondo, pero sí en la forma. En efecto, sostendrá que “solo desde 1990 se está practicando y, por tanto, poniendo a prueba, la bondad de la institucionalidad concebida por la Constitución de 1980 para las vinculaciones orgánicas entre el Presidente de la República y el Congreso”. En consecuencia, “[n]o hay una experiencia acumulada que permita sostener la necesidad, evidente o imperiosa, de una transformación del sistema. El planteamiento de algunas ideas que hablan de la consagración de un régimen semipresidencial, y aun de un sistema parlamentario, debe ser analizado con la frialdad que permite la circunstancia de que no nos encontramos enfrentados a la urgencia de un cambio y con la racionalidad que exige la búsqueda del que pueda parecer la mejor preceptiva para las relaciones institucionales de los órganos políticos colegisladores”.206

Finalmente, a pesar de que el profesor Evans expresó con claridad su crítica al hiperpresidencialismo consagrado en la Carta de 1980, resultante interesante, o al menos anecdótico, destacar que en las discusiones de la CENC, fue partidario de establecer la fórmula de que “[e]l Gobierno en Chile es democrático, representativo y presidencial”,207 a la vez que promovió la idea de “asignar al Poder Ejecutivo la función de cautelar la independencia de los poderes del Estado”.208

4.7. Revisión judicial de la ley. Crítica a la práctica de inaplicabilidad de la Corte Suprema

En este ámbito, el profesor Evans desarrollará planteamientos sofisticados respecto de la inaplicabilidad por inconstitucionalidad y su ejercicio en manos de la Corte Suprema, como respecto del Tribunal Constitucional, su rol, y el debate sobre su reforma hacia mediados de los 90.

Para el profesor Evans, la atribución de la Corte Suprema de conocer y resolver sobre recursos de inaplicabilidad por inconstitucionalidad, esto es, la “facultad exclusiva de la Corte Suprema, para, procediendo de oficio o a petición de parte, declaren inaplicable para un asunto judicial determinado, cualquier precepto legal por ser contrario a la Constitución” es, a su juicio, “uno de los mecanismos más importantes para asegurar en Chile la supremacía constitucional”. 209

No obstante la importancia asignada a esta institución, es también crítico de la forma en que la Corte la ha ejercido, señalando que se está limitando a “un proceso en que se compara, simple y escuetamente, lo literal de la letra de la Constitución. Pensamos que, para penetrar adecuadamente en lo que se dice en la Constitución, es preciso detenerse en su letra, pero también descubrir su espíritu y desentrañar su historia”.210 En efecto, si, eventualmente, “la Corte Suprema resuelve completar la sola comparación de la literalidad de la ley impugnada y de la Constitución por un estudio que abarque también el espíritu y la historia de la Carta Fundamental, el Alto Tribunal habrá dado un paso trascendental para el robustecimiento del Estado de derecho y para una real cautela de los derechos que la Constitución garantiza a todas las personas”.211

Desde una perspectiva más técnica, para Evans resulta de la mayor importancia la amplitud de la expresión “preceptos legales” en esta materia. Así se planteaba, al indicar que “el concepto de ‘preceptos legales’ es utilizado por la Constitución de modo muy genérico”,212 comprendiendo “las disposiciones y normas contenidas en las Leyes, en los decretos con fuerza de ley, en los decretos leyes y en los tratados internacionales ratificados, aprobados, promulgados y publicados en nuestro país”. En este respecto, destacaba que “en los regímenes de facto que en este siglo han existido en nuestro país… se ha gobernado por medio de decretos leyes, norma jurídica excepcional que reemplaza a la legislación producto de una institucionalidad ratificada o aprobada por el pueblo”, y que igualmente, “la Corte Suprema, amparada por la expresión tan amplia de ‘preceptos legales’ nunca renunció a su facultad constitucional de declarar inaplicable por contrarios a la Constitución o a lo que pudiere quedar vigente de ella, los textos contenidos en decretos leyes que vulneraran la Carta Fundamental”.213

También en el plano técnico, destaca la novedad introducida por la Constitución de 1980 consistente en que “la Corte Suprema tiene ahora la facultad de ordenar la suspensión del procedimiento en la gestión judicial en que recae la cuestión de Inaplicabilidad, mientras esta se tramita y sentencia en la Corte”.214

Asimismo, destaca que en la discusión del mencionado instituto en la CENC “entre los años 1973 y 1977, se aprobó, con el asentimiento de la Corte Suprema, que en el evento de que un precepto legal fuere declarado inaplicable por inconstitucional en tres sentencias de la Corte Suprema, ese precepto quedaría expresamente derogado”. Sobre esta propuesta asegura haber sido partidario, por parecerle “razonable, justa y productora de una evidente economía procesal”,215 precisando dicha opinión:

 

Razonable y justa porque impedía el doble tratamiento jurídico entre quienes recurrían de Inaplicabilidad y obtenían sentencia favorable y los demás habitantes a quienes se les continuaba aplicando un precepto legal declarado reiteradamente inconstitucional. Fuente de economía procesal porque evitaba el tener que plantear, en algunas situaciones de masiva vigencia para muchas personas de preceptos legales inconstitucionales, decenas, o más, de recursos similares que, necesariamente, serían resueltos con las mismas sentencias… Lamentamos que, con posterioridad a 1977, la Comisión referida haya cambiado de opinión, en detrimento, a nuestro parecer, de la seguridad jurídica de la población, elemento tan esencial para la real existencia y subsistencia del Estado de derecho.216

Por otra parte, desde la perspectiva de su valoración del Tribunal Constitucional y su rol institucional, sostendrá que “como órgano del Estado encargado de velar por la supremacía jerárquica de la Constitución, ha contribuido desde la vigencia de esta última a consolidar su aplicación efectiva, constituyéndose, en más de una ocasión, en una institución fundamental para la vigencia del sistema democrático institucional que la Carta Fundamental inspira”.217

Ahora bien, en el contexto de mediados de los 90, cuando se discute una reforma constitucional en materia de composición del Senado, integración del TC y atribuciones del COSENA, el profesor Evans hará importantes contribuciones a pensar la integración del TC.218

En efecto, a su juicio, “la única forma de integración” de este Tribunal que “eliminaría las suspicacias que crea una generación a través de órganos políticos” sería una que dejara en manos de la Corte Suprema la designación de la mayoría absoluta de sus integrantes eligiéndolos de ternas presentadas por las facultades de derecho de universidades estatales, o particulares y privadas autónomas que lo deseen.219 Con todo, considera que su idea “es demasiado innovadora en este momento”.220

Para llegar a una propuesta más realista de integración al TC, tomará como base las ideas de su hijo (y socio de estudio), el profesor Eugenio Evans, las que lo llevarán por un extenso análisis comparado del TC en relación a sus pares español y francés, respecto del estatuto de los ministros. Tras examinar la génesis del TC chileno en la reforma constitucional de 1970, examinar la regulación en la Carta de 1980 y estudiar el mensaje presidencial objeto central de su análisis, formulará interesantes recomendaciones, precisando que, desde la perspectiva de la integración, es “absolutamente única” a nivel comparada la influencia de las instituciones armadas en la designación de los ministros, lo que se debió no al trabajo de la CENC sino a la revisión por parte de la Junta.221 Si bien pueden existir argumentos factuales e históricos que explican tal integración “única”, esas disposiciones, “sin embargo, no desvanecen la solidez de las críticas que en torno a la mencionada influencia puedan formularse”.222 Lo anterior no obsta a que, tras la experiencia de quince años de funcionamiento, el TC haya teniendo una positiva influencia en el “devenir histórico-político reciente del país”, y que los ministros designados por el COSENA no hayan realizado una buena labor desde la perspectiva de sus sentencias.223

5. IDEAS E INSTITUCIONES RELEVANTES PARA LA TRADICIÓN CONSTITUCIONAL DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA

5.1. Dignidad de la persona humana. Bases del humanismo cristiano y principios libertarios del pensamiento laico

Para Evans, es la persona humana el fundamento último de los derechos humanos. Y cuando decimos “la persona”, hablamos del ser humano inmerso en una sociedad, viviendo, trabajando, creando una familia, asociándose, informándose, educándose, instruyéndose, buscando el estado de salud y de felicidad para sí y los suyos, aspirando a realizarse y a existir sin temor a la arbitrariedad, a la imposición y a la injusticia”.224

Siguiendo Pacem in Terris, sostendrá que “en toda humana convivencia bien organizada y fecunda hay que colocar como fundamento el principio de que todo ser humano es persona, es decir una naturaleza dotada de inteligencia y de voluntad libre, y que, por tanto, de esa misma naturaleza directamente nacen al mismo tiempo derechos y deberes que, al ser universales e inviolables, son también absolutamente inalienables”.225

Así, para el profesor Evans, la concepción de derechos humanos cubre no solo aquellos específicamente definidos en declaraciones y convenciones entre Estados, sino que representa la consecuencia de un valor ético superior, como es la dignidad natural fundamental del hombre, ser racional, libre y social. Junto con ello, la vigencia de los derechos humanos lleva implícito un deber: “el ser humano, amparado por un cuadro de derechos, igualdades y libertades, debe usarlos para su propio desarrollo personal y para el progreso social; pero en caso alguno puede servirse de ese cuadro ético y jurídico, fruto de tan largos y difíciles esfuerzos de la humanidad, para conculcar con ellos los derechos y libertades de otros hombres”.226

De ello da cuenta, a su juicio, el artículo 1° de la CPR que contiene una afirmación inicial de extrema importancia y que debe extenderse, asimismo, como precepto rector del Capítulo III. Al disponerse que “[l]os hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, estamos ante un “ideario” que “viene de la concepción cristiana del hombre y de la sociedad y fue tomado, con redacciones más o menos similares, en diversos documentos que hemos citado, desde la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 1789, artículo 1°. Luego, el mismo artículo contiene otros preceptos que, por su naturaleza inspiradora, deberán servir para interpretar el texto en materia de derechos constitucionales”.227

En efecto, el rol fundamental del inciso 1° del artículo 1° de la CPR, y el resto de sus incisos, como criterio inspirador de la totalidad de la Carta, importa, asimismo, un ideario que se conecta especialmente con el capítulo III sobre derechos constitucionales, en el que también existe: “una clara inspiración humanista cristiana y los principios libertarios del pensamiento laico”. En efecto, comisionados de “diferentes concepciones ideológicas prácticamente terminaron ese capítulo en la Comisión de Estudios de la Nueva Constitución entre 1973 y 1977 e, igualmente, cristianos y laicos lo aprobaron, casi sin modificaciones en el Consejo de Estado de 1980… Es un antecedente que debe recordarse, al margen de otras banderías, actuales o futuras, que pudieren separar esperamos que solo el terreno de las ideas a los chilenos”.228

5.2. Naturaleza social del hombre, subsidiariedad y bien común. Énfasis en la dimensión activa del Estado

Tempranamente en la discusión al interior de la CENC, Evans será partidario de incorporar el principio de la subsidiariedad. Sin embargo, piensa que ese concepto está incorporado en la idea de la participación. Precisamente, agregó, “lo que distingue una sociedad estatista de otra caracterizada por la desconcentración de poder, es el proceso de participación, porque en esta última, el Estado solo ejerce su poder en aquellas actividades en que los particulares no participan, ya sea por falta de medios, por inactividad o por otras razones”.229