Todo lo que la democracia no es y lo poco que sí

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En definitiva, en tanto religión política secular contemporánea, la democracia tiene su propia “Sagrada Trinidad”, de manera similar al cristianismo. La Sagrada Trinidad Democrática la conforman tres elementos normalizados muy familiares para el demócrata creyente: la voluntad del pueblo y el bien común, que son las dos caras de una misma moneda ficticia (sección 2.2); la representación democrática, una ficción que, como se estudiará (secciones 3.4 y 3.5), carece de existencia práctica en todas las democracias contemporáneas, espuriamente denominadas “representativas”; y la igualdad política, aspiración físicamente irrealizable entre los hombres por las razones que se acaban de ver en este acápite. Tres ficciones distintas y una sola gran mentira verdadera. Se trata, en suma, de tres inobservables empíricos que operan como premisas del discurso democrático convencional, pero que están ausentes del fenómeno político real.

1.4. Miserias de las mayorías

“Colón no buscó una nueva ruta a las Indias en respuesta a una directiva mayoritaria”12.

MILTON FRIEDMAN

Obviando la imposibilidad empírica (por razones que se verán en detalle) de materializar tanto la voluntad popular como la representación democrática y, por lo tanto, un verdadero “gobierno del pueblo”, si quisiéramos hacer una ponderación histórica de las bondades de la democracia y de la sapiencia política de las mayorías, habría que inventariar tanto sus aciertos como sus miserias, en términos de resultados.

Para comenzar, es verdad que la democracia ha servido de armadura institucional a proyectos de Estado exitosos desde el punto de vista económico –aunque socialmente muy defectuosos– como Estados Unidos, la gran democracia más estable y vieja del mundo; que pavimentó la vía alternativa –imperfecta, desde luego– de escape a los totalitarismos depredadores del siglo XX; que aumentó el grado de libertad de muchas sociedades haciéndolas más vivibles para grupos tradicionalmente discriminados, en especial en países que adoptaron el constitucionalismo y los derechos humanos como paradigma de interpretación del derecho, instituciones que, sin embargo –no hay que perderlo de vista–, son contra-mayoritarias y por lo tanto, en buena lógica, antidemocráticas; y que en los países socialistas nórdicos ha probado ser compatible con niveles de bienestar social antes inimaginables, que hoy son un modelo de desarrollo humano.

El caso estadounidense es de particular interés porque ilustra muy bien los límites del desempeño en términos de bienestar social, tanto del régimen presidencialista como del modelo democrático, a pesar de tratarse del país con la economía más fuerte del planeta. En lo que hace al presidencialismo, el Government Shutdown, que tuvo lugar en Estados Unidos entre el 1.º y el 17 de octubre de 2013 como consecuencia del bloqueo presupuestal parlamentario, permite sacar cuando menos dos grandes conclusiones. La primera –deplorable desde una perspectiva moral– es que la derecha estadounidense prefiere “apagar el Gobierno” a permitir el establecimiento de un sistema de salud medianamente solidario en el país más rico del mundo, donde, sin embargo, el 1% de la población posee el 40% de la riqueza (STIGLITZ, 2011), mientras el 80% más pobre es dueña de apenas el 7%13. El índice de Gini estadounidense promedio entre 1999 y 2009 alcanzó 0.47, cifra de desigualdad superior a la de Irán, Turquía y, desde luego, cualquier país europeo (STIGLITZ, 2012).

La segunda conclusión es que el régimen político estadounidense está tan mal diseñado que la extorsión parlamentaria al ejecutivo, a través del “vote trading”, puede llegar al extremo de paralizar el funcionamiento del Estado mediante el bloqueo presupuestal. En este aspecto específico de las relaciones entre el legislativo y el ejecutivo, el régimen colombiano habla en contra del mito de la superioridad del presidencialismo estadounidense sobre sus epígonos latinoamericanos: en Colombia, en caso de negligencia del Congreso en el trámite del Presupuesto General de la Nación rige el presentado por el Gobierno para su discusión, con el monto propuesto (art. 348 de la Constitución del 91). Con razón escribe SARTORI (1994: 109; 2004: 104) que lo verdaderamente sorprendente del régimen político estadounidense es que funcione no gracias sino a pesar del nefasto sistema de incentivos que establece la Constitución.

La democracia no es entonces, por fuerza, sinónimo de buen desempeño estatal, tampoco de prosperidad y menos aún de prosperidad bien distribuida. Muchas democracias contemporáneas presentan niveles aberrantes de desigualdad social, desempeño estatal mediocre, corrupción, clientelismo, discriminación y violencia, entre muchos otros problemas. Paralelamente, unos pocos países autocráticos, como por ejemplo Singapur, son verdaderos estados de bienestar que brillan incluso por la transparencia de la gestión pública14 en medio de la prosperidad económica.

Por su parte, el récord histórico de la democracia no es inmaculado. En diferentes momentos el “gobierno del pueblo”, o en su defecto la mera ejecución por modelos autocráticos de la “voluntad popular” entendida como la preferencia de la mayoría15, cometió crueldades tan impresentables como asesinar a SÓCRATES y a JESÚS DE NAZARET; prohijar el antisemitismo en varios países de Europa; promover la quema de brujas aun a pesar de la reticencia de la Iglesia Católica y la oposición frontal de los jesuitas; apoyar, azuzada por la propaganda, el fascismo, el nacional-socialismo, el estalinismo y otros totalitarismos militares depredadores.

La crucifixión de Jesús es un episodio (histórico o fantástico16) singularmente representativo de las contradicciones de las mayorías. Aunque el procurador PONCIO PILATOS representaba la opresión del imperio romano para la teocracia judía, esta desde el comienzo quiso procesar al Mesías por el crimen de blasfemia. Sin embargo, como los delitos con pena capital estaban reservados para la jurisdicción romana, JESÚS terminó siendo juzgado por la autoridad imperial, que hizo encajar la imputación judía de blasfemia en el delito de lesa majestad por sedición, castigado por la ley romana. En el juicio de JESÚS, primero ante el Sanedrín judío y luego ante el pretorio del procurador romano, se respetó el debido proceso establecido para la época (RIBAS, 2007 y 2013), año 30 d. C., aunque en medio de un ambiente político de presión por los sumos sacerdotes y la agitación de las masas que exigían la liberación del bandido BARRABÁs en lugar del Mesías.

Si seguimos los evangelios sinópticos, la pena de muerte fue dictada por el máximo Tribunal de Justicia judío, con el fervoroso apoyo del pueblo que prefirió al zelote BARRABÁS. En el fondo se efectuó de acuerdo con el ordenamiento jurídico vigente entonces y sobre todo, con el sentimiento religioso judío. Tradujo, en verdad, un sentimiento ampliamente extendido en el pueblo, sobre todo en Jerusalén. Inclusive ya antes en Nazaret se salvó del apedreamiento popular cuando reveló su origen divino (ANDÚJAR, sf: 126 y 127).

En el imaginario cristiano, el “lavatorio de las manos” por PONCIO PILATOS, ritual más judío que romano, pasó a la historia como símbolo de desdén frente a un asunto de importancia; pero podría también interpretarse como un gesto de honradez democrática por haber respetado el deseo de las masas a pesar de no compartir el contenido de su veredicto por considerarlo injusto. Es cuando menos curioso que el famoso brocárdico que ensalza la sabiduría popular y el sentido común afirme que “la voz del pueblo es la voz de Dios”, cuando históricamente fue en realidad el pueblo su victimario. De ahí lo oportuna la observación de ALCUINO DE YORK (735-804) en su carta dirigida a CARLO MAGNO:

Nec audiendi qui solent dicere, Vox populi, vox Dei, quum tumultuositas vulgi semper insaniae proxima sit17 (Epistolae, 166, para. 9).

Históricamente, el pueblo se ha mostrado proclive no solo a la injusticia, sino también a convertirse en su propio verdugo. En las elecciones de la primavera de 1848 para la Asamblea Constituyente, los republicanos franceses celebraban la adopción, por primera vez en la historia europea, del sufragio universal masculino directo. Sin embargo, la celebración sólo duró hasta el momento en que conocieron el triunfo de las fuerzas conservadoras en las urnas. Poco después, en las elecciones locales que se realizaron en otoño del mismo año, los legitimistas volvieron a ganar e incluso decuplicaron su votación en relación con la que obtuvieron durante la vigencia del voto censitario. La elección de LUIS NAPOLÉON como presidente de la República el 10 de diciembre de 1848 fue la culminación de una tendencia electoral que dejó estupefactos tanto a demócratas como a republicanos.

“El pueblo habló como un borracho”, escribió PROUDHON; “el sufragio universal solo pareció sobrevivir un instante para hacer su testamento de puño y letra a los ojos del mundo entero y poder declarar, en nombre del propio pueblo: todo lo que existe merece perecer”, fue el comentario de MARX (ambos citados por PAZÉ, 2013: 43). Finalmente, el sufragio universal fue abolido por la Asamblea Legislativa elegida en mayo de 1849, conformada en su mayoría por monarquistas y bonapartistas, pero fue restablecido luego del golpe de Estado perpetrado por LUIS NAPOLEÓN el 2 de diciembre de 1851. Es bien conocido el uso revolucionario que luego haría el bonapartismo de las técnicas de la propaganda para mantener el favor popular.

Pero no hay que retroceder tanto en el tiempo para encontrar ejemplos de la particular incompetencia y la mala memoria de los electorados al momento de elegir a sus gobernantes. El único dictador militar que padeció Colombia durante el siglo XX18, GUSTAVO ROJAS PINILLA, dio un golpe de Estado que lo mantuvo en el poder entre 1953 y 1957, cuando con su renuncia el 10 de mayo cedió el mando a la Junta Militar de transición que serviría de preludio a la alternancia bipartidista altamente excluyente que inauguró el Frente Nacional el 7 de agosto de 1958.

 

Aunque inicialmente el general ROJAS PINILLA perdió sus derechos políticos en 1959 como consecuencia de un juicio en el Congreso a su gobierno ilegal, pudo recuperarlos en 1967 gracias a la revocatoria de la sentencia por parte de la Corte Suprema de Justicia. Esto le permitió presentarse a las presidenciales de 1970, que habría ganado, de no ser porque a última hora de la noche del 19 de abril se fue la luz y a pesar de que ROJAS se acostó ganando las elecciones por amplio margen (más de cien mil votos), al día siguiente despertó perdiéndolas en favor del candidato conservador MISAEL PASTRANA por una diferencia de más de 63 mil sufragios. El fraude electoral conocido como “El Chocorazo”19 parece haber rescatado a Colombia en 1970 de la “sabiduría del pueblo”, que había decidido premiar en las urnas a un antiguo dictador con la máxima dignidad del Estado.

Peor suerte corrió el pueblo venezolano, que recompensó con la presidencia al teniente coronel exgolpista HUGO CHÁVEZ, quien anteriormente había intentado derrocar a sangre y fuego el gobierno del presidente CARLOS ANDRÉS PÉREZ el martes 4 de febrero de 1992, tomándose por la fuerza el Palacio de Miraflores en el ataque fallido conocido como “4F”, que lo llevaría a pagar dos años de cárcel hasta ser indultado por el presidente RAFAEL CALDERA en mayo de 1994. Sin embargo, lejos de significar su muerte política, este episodio violento (para muchos incluso un intento frustrado de magnicidio) le sirvió a CHÁVEZ de plataforma política para consolidar su liderazgo, aumentar su popularidad y conquistar posteriormente la presidencia en las urnas el 6 de diciembre de 1998. Posteriormente, CHÁVEZ fue reelegido presidente de Venezuela tres veces (2001, 2006 y 2012) y permaneció en total más de catorce años en el poder (1999-2013) que le bastaron para destruir –siempre con el favor popular– la economía e institucionalidad de un país cuya democracia hoy se encuentra en el estado de postración más lamentable del subcontinente.

El corolario de ambas anécdotas en países vecinos lo expresa muy bien GÓMEZ DÁVILA (2005) en uno de sus afilados escolios: “El pueblo no elige a quien lo cura sino a quien lo droga. Errar es humano, mentir, democrático”. Y esta adicción popular a las falsas promesas y la mentira, que con frecuencia se traduce en el culto por los dictadores, trasciende incluso generaciones. Según un estudio encargado por el Carnegie Endowment for International Peace en octubre de 2012, JOSEPH STALIN (autor intelectual del desplazamiento, encarcelamiento, tortura y asesinato de millones de sus compatriotas) conserva una imagen favorable entre el 28% de los rusos, mientras el 42% lo considera la figura pública más influyente en la historia del mundo –porcentaje que llegaba solo al 12% en 1989, en pleno auge de la era GORBACHOV–. Es decir que Rusia asiste hoy a un sorprendente resurgimiento de la popularidad post-mortem del dictador, desde la caída de la Unión Soviética. Casi la mitad de encuestados rusos estuvo de acuerdo con la afirmación de que “STALIN fue un líder sabio que trajo poder y prosperidad a la Unión Soviética”, en tanto que dos tercios coincidieron en que “a pesar de todos los errores y fechorías de STALIN, lo más importante es que bajo su liderazgo los soviéticos ganaron la Gran Guerra Patriótica”, o sea la Segunda Guerra Mundial (LIPMAN, 2013).

Y en verdad las perspectivas para la memoria histórica del pueblo ruso no son alentadoras, pues la “desestalinización” de Rusia está lejos de producirse bajo el estilo de gobierno que hoy impulsa VLADIMIR PUTIN, cuyo modelo paternalista de Estado viene edulcorado con elementos típicos del mito de la superioridad soviética, como la creencia en un Estado infalible, el patriotismo exacerbado que supone lealtad incondicional a las autoridades y la criminalización de la oposición.

En la actualidad, las mayorías a lo largo y ancho del mundo continúan fomentando miserias mediante la discriminación de individuos en condición de inferioridad social porque constituyen minorías. Así, el movimiento feminista, la comunidad LGBTI, los inmigrantes, los indígenas, los afro-descendientes y toda suerte de minorías étnicas y religiosas aún siguen soportando tensiones segregacionistas en las democracias contemporáneas. Por fortuna, la labor hermenéutica de los tribunales constitucionales y la defensa de los derechos humanos, que en realidad son “correctivos” o “límites” a la democracia y no sus “profundizaciones”20, como algunos lo pretenden con mala lógica, han contribuido enormemente a impedir los atropellos de las mayorías.

En conclusión, el número de personas que apoyan una idea no aumenta ni disminuye por sí mismo su valor intrínseco de corrección. Y así como varias mayorías han destruido países, los éxitos relativos de algunas formas autocráticas son innegables. Para apenas mencionar un ejemplo, el despotismo ilustrado de Carlos III de Borbón (conocido por los sobrenombres de “El Político” y “El Mejor Alcalde de Madrid”) llevó a España por la senda de la modernización económica y educativa a finales del XVIII.

También es posible identificar episodios históricos en los que las decisiones impuestas por organismos no democráticos resultaron mucho más digeribles –y eficientes– para el colectivo, en la medida en que facilitaron la transacción entre intereses que de otra forma hubieran resultado irreconciliables. El consulado napoleónico (una dictadura militar para todos los efectos), gracias a su alta legitimidad entre la opinión pública21, le permitió a Francia resolver pacíficamente las tensiones postrevolucionarias entre Iglesia y Estado que habrían podido llevar nuevamente a un derramamiento masivo de sangre22. Gracias a la firma del Concordato con el Papa (1801) y a los “Artículos orgánicos” (1802), NAPOLEÓN logró un equilibrio sostenible entre la libertad de cultos y la autoridad estatal, en medio de un escenario aún exacerbado por el sentimiento anti-eclesiástico (que no era exclusivo de los jacobinos derrotados), así como un acuerdo entre la clase campesina y la Iglesia por la propiedad de la tierra.

En síntesis, los resultados que se muestran con el tiempo satisfactorios para el pueblo no son necesariamente la consecuencia del gobierno por el pueblo: así como la fórmula defendida por LINCOLN (“Government of the people, by the people, for the people”) no conduce indefectiblemente a buenos –ni malos– resultados, la aplicación de la consigna del despotismo ilustrado (“Tout pour le peuple, rien par le peuple”) tampoco.

Sin ir tan lejos, en las denominadas “dictaduras desarrollistas”, cuyo cas d’étude suele ser la chilena de AUGUSTO PINOCHET, conviven envidiables indicadores económicos y de infraestructura con las vergüenzas en materia de derechos humanos de gobiernos depredadores e incluso genocidas. En la actualidad, en términos meramente económicos, China es una autocracia rotundamente exitosa, mientras el Estado nobiliario petrolero de Emiratos Árabes Unidos figura en el puesto 40 del Índice de Desarrollo Humano de la ONU publicado en 2015 (el Reino de Arabia Saudita en el 39 y Singapur, un régimen de partido dominante, en el 11), al mismo nivel de desarrollo “muy alto” que varias democracias con buena reputación.

El análisis de las bondades de las democracias modernas se complica aún más si consideramos que en ellas la “opinión pública” –su zócalo legitimador– puede ser “endógena” al sistema político, es decir, un output manipulable por quienes dominan los recursos idóneos para modelarla: las mayorías pueden fabricarse mediante la utilización de los medios masivos de comunicación , el framing mediático y la técnica de las encuestas. A su vez, la interferencia de los recursos económicos y mediáticos, con su influencia preponderante en los procesos electorales, es objeto de juiciosos y alarmantes estudios (para el caso estadounidense cfr. NICHOLS y MCCHESNEY, 2013 y FERGUSON, 1995). Una vez conquistado el poder por las élites, el consentimiento del pueblo, al igual que la popularidad de los gobernantes, se puede manufacturar a través de la propaganda (HERMANN y CHOMSKY, 2002) para todo tipo de políticas públicas, incluso para promover guerras a todas luces injustificadas. El trabajo de BERINSKY (2007) muestra que el apoyo de la opinión pública a las intervenciones militares de Estados Unidos en el exterior, desde la Segunda Guerra Mundial hasta la guerra de Irak, no es el resultado de una evaluación racional de los ciudadanos sobre la relación costo-beneficio de la acción militar, sino apenas el reflejo del acuerdo o desacuerdo de las élites políticas sobre su conveniencia. En otras palabras, “cuando las élites llegan a una interpretación común de la realidad política, el público les da una gran libertad para hacer la guerra”. Venderle al público una guerra, por injusta que sea, parece apenas un asunto de marketing con independencia de los seres humanos muertos que conlleva.

Por su parte, el principal objetivo del marketing político que informa las campañas electorales es seducir al elector en lugar de persuadirlo: hacerle creer que el candidato piensa como él, sin importar que esté equivocado, y no convencerlo de que piense como el candidato. Una vez conquistado el cargo en elecciones, la popularidad de los gobernantes se ve favorecida por la teoría de la disonancia cognitiva (FESTINGER, 1957), según la cual, cuando las personas ven refutadas sus creencias por los hechos, la mayoría prefiere ajustar los hechos a las creencias en lugar de lo contrario, como correspondería en términos racionales. En el campo político esto se traduce en que muchos ciudadanos se vuelven inmunes a los escándalos de corrupción y a los bajos indicadores de gestión de un gobierno que eligieron en las urnas (en mayor medida si caen presas del personalismo político, que supone un apoyo incondicional al líder carismático, con frecuencia aceitado por un manejo eficaz de manipulación mediática), pues prefieren el autoengaño a asumir el costo psicológico de admitir que se equivocaron, tanto al ejercer su derecho al sufragio como al apoyar a un gobernante que a la larga se reveló incompetente o corrupto.

No sería entonces descabellado definir la ingeniería electoral (Electioneering), ese nuevo campo del conocimiento cuyo objetivo es ganar elecciones, como la ciencia que se encarga de aprovechar racionalmente la ignorancia del elector mediante el uso de las herramientas que proveen el neuromarketing y otras ciencias sociales: cerca del 80% de la investigación de campo relevante se efectúa previamente a la campaña y se dirige a hacer un profiling del ciudadano medio, no para intentar persuadirlo de quién es el mejor candidato sino para construir un “producto electoral” acorde con los prejuicios predominantes en el electorado que constituye el target.

En definitiva, no es que las preferencias ciudadanas no jueguen ningún papel en las democracias, sino que dista de coincidir con el que tradicionalmente se les atribuye de ser el “motor” de las decisiones políticas. Pueden eventualmente serlo, pero también sirven con frecuencia de mero catalizador y galvanizador de otros intereses elitistas. Con algo de razón escribió SCHUMPETER (1983) que “la voluntad del pueblo es el producto y no la fuerza propulsora del proceso político”.

1.5. Excesos de democracia

“Nada es más peligroso para la democracia que el exceso de democracia”.

NORBERTO BOBBIO (2010)

SCHUMPETER (1983) señaló con acierto que, siendo la democracia solo un “método político” –entre otros posibles– para llegar a decisiones colectivas, que pueden ser buenas o malas, no debe constituir un fin en sí misma sino un medio que se debe criticar como si fuera un producto de limpieza. Pero cometió el error, por omisión, de no resaltar la enorme ventaja que ofrecía la democracia comparada con los demás métodos decisionales y de legitimación del poder, graduándola de “engañifa” (p. 338). Una engañifa, según el Diccionario de la Real Academia Española, es un “engaño artificioso con apariencia de utilidad”. La democracia, según la línea argumentativa que aquí defiendo, no es una engañifa puesto que presta una utilidad, una enorme utilidad social, además, aunque distinta y mucho más reducida que aquella que la teoría democrática clásica le atribuye.

El valor agregado de la democracia en tanto modelo político se puede rescatar desplazando su fundamento filosófico de la pretendida corrección de las decisiones, que empíricamente está en incapacidad de garantizar (cfr. infra 3.2 y 3.3), a su demostrada eficacia como método de solución pacífica y periódica de los conflictos sociales, capaz de satisfacer el mayor número de voluntades individuales posible gracias al uso de la regla de mayoría. Puesto de otra manera, lo que justifica la predilección por la democracia sobre otras formas de gobierno es su gran valor pacificador y transaccional. Cuando FRANK UNDERWOOD afirma en House of Cards que “la democracia está tan sobrevalorada”, tiene razón, pero no porque carezca de cualquier valor sino porque se le cuelgan artificialmente un montón de virtudes que en realidad no tiene.

 

Existe abundante literatura sobre las condiciones que favorecen la supervivencia y prolongan la duración de las democracias como método político de solución de los conflictos sociales. DISKIN et al. (2005), por ejemplo, evaluaron once variables institucionales (federalismo, presidencialismo, proporcionalidad del sistema electoral y debilidad constitucional), sociales (clivajes o escisiones, economía disfuncional e historia desfavorable), “mediadoras” (fragmentación del sistema de partidos, polarización, estabilidad del gobierno y las coaliciones) y, por último, la intervención extranjera, como posibles predictores de la longevidad de las democracias. Encontraron que mientras el federalismo es irrelevante para el quiebre democrático, la proporcionalidad del sistema electoral está asociada al colapso democrático pero en sentido opuesto al tradicionalmente defendido: la alta proporcionalidad del sistema electoral, que en principio aumentaría la fragilidad del sistema de partidos debido al aumento de la fragmentación, está sin embargo correlacionada con gobiernos más estables. Este hallazgo parece corroborar empíricamente la hipótesis de que una mayor representatividad parlamentaria contiene la erupción de los conflictos sociales por fuera del sistema y por lo tanto redunda en una buena salud democrática. Por lo demás, los cinco predictores analizados que tienen mayor incidencia en el destino de las democracias, en su orden de significancia, son los siguientes: los clivajes sociales, el mal funcionamiento de la economía, una historia desfavorable para el sistema democrático (evaluada con base en los antecedentes democráticos, la cultura política y el grado de desarrollo de la sociedad civil), la inestabilidad gubernamental y la influencia extranjera. Cuando cuatro de estos factores negativos coinciden simultáneamente, el colapso del régimen democrático es casi inevitable, al tiempo que la presencia de apenas uno solo de estos parámetros es muy poco probable que lo produzca. De su lado, PRZEWORSKI et al. (1996) encontraron que entre 1950 y 1990 los principales predictores de longevidad democrática fueron la riqueza, el crecimiento económico con moderada inflación, el declive de la desigualdad, un “clima internacional” favorable (en términos de la existencia de un mayor número de democracias tanto a nivel regional como global) y las instituciones típicas del régimen parlamentario.

Lo que me interesa resaltar a este respecto es que son más las condiciones que necesita la democracia para su supervivencia que aquellos logros sociales –distintos de la solución pacífica periódica de los conflictos políticos– que está en capacidad de garantizar por sí sola. Por eso la “democracia sustancial”, llena de emotivas aspiraciones pero, en la práctica, colmada de promesas incumplidas, sería una idea plausible de no ser porque carece de existencia empírica, lo que la convierte en una fantasía de filósofos maximalistas que piensan con el corazón en lugar de con las neuronas.

Si la democracia como método político estuviera por sí misma en condiciones de realizar todo lo que las diferentes versiones del maximalismo democrático le atribuyen (representación de los intereses ciudadanos, igualdad económica, bienestar social, racionalidad de las políticas públicas, transparencia de los procesos decisionales, protección de las minorías, paz nacional e internacional, entre otras aspiraciones), no habría necesidad de estar inventando “democracias ideales” sino que sencillamente su existencia, luego de casi dos siglos de normalización del modelo democrático representativo, ya sería verificable en todos los países democráticos del mundo.

Lamentablemente, las buenas intenciones no conducen necesariamente a buenos resultados (LEVY , 2008). No basta con querer mejorar las cosas para conseguirlo. Muchos reformadores idealistas, que quieren “profundizar la democracia” tous azimuts, no parecen entenderlo. El mundo, en especial el político, es mucho más complejo que eso. A pesar de sus, por lo general, buenas intenciones, el maximalismo democrático idealista (aquella tendencia teórica a atribuirle a la democracia aspiraciones y virtudes que no está en capacidad de satisfacer en la práctica) es altamente nocivo para la comunidad científica, y para cualquier sociedad, porque sólo contribuye a oscurecer el concepto de democracia como observable empírico. La convierte en “religión” que “todo lo puede” y anula las posibilidades para su cabal comprensión como lo que realmente es: un método político útil pero altamente defectuoso.

Por lo demás, las buenas intenciones del maximalismo democrático no siempre parecen obvias. Es razonable preguntarse, por ejemplo, si los defensores de la teoría de la paz democrática interestatal, como se verá más adelante (sección 4.4), promueven la expansión del modelo porque aumenta la paz interestatal entre democracias o si más bien la homogeneización del tipo global de gobierno ha sido en buena medida el resultado del etnocentrismo político occidental, no pocas veces impuesto por la fuerza a otros países mediante procesos de “democratización” precedidos por supuestas “intervenciones –militares– humanitarias” que por lo general dejan tras de sí una larga estela de civiles asesinados. A este respecto cabe también cuestionar a los teóricos de la “democracia constitucional” que exigen la protección de ciertos derechos como condición sustancial para su existencia. SALAZAR (2007: 181), por ejemplo, considera que “el reconocimiento de (al menos algunos) derechos sociales como derechos fundamentales de rasgo constitucional” es atributo imprescindible de este tipo de democracia. Es importante aquí señalar que la adquisición del estatus de derechos humanos por parte de toda suerte de contenidos, que varían según el tiempo y el lugar, evidencia sobre todo que los derechos fundamentales en últimas apuntan a la normalización, al más alto nivel de protección constitucional, de luchas e intereses políticos específicos –cuyo valor de corrección es necesariamente relativo en términos axiológicos– que aspiran a consolidarse institucionalmente, y no, como el discurso oficial de los derechos humanos lo sostiene, a reivindicar capacidades supuestamente “inherentes a la persona humana” por el mero hecho de su existencia. Todo derecho tiene un ascendente político, por más que se intente ocultarlo (para una crítica demoledora de la “universalidad” de los derechos humanos cfr. HOOPGOOD, 2013).

Aceptado que el modelo democrático tiene defectos hay que concluir que es susceptible de introducirle correctivos. En ese orden de ideas, la solución a los problemas de la democracia no es necesariamente más democracia. Mejorar la democracia, con frecuencia, puede consistir en acotarla. El “democratismo” a ultranza puede convertirse en un vicio que solo agudiza los defectos de la democracia. “Nada es más peligroso para la democracia que el exceso de democracia”, escribió BOBBIO (2010: 33), quien, sin embargo, antes, en otro artículo célebre23, había defendido la democratización ya no sólo del Estado y la política sino de la sociedad en general como algo plausible.

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