Todo lo que la democracia no es y lo poco que sí

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INTRODUCCIÓN

LA NECESIDAD DE DEVELAR

“La democracia está muy sobrevalorada”4.

FRANK UNDERWOOD (2014)

El artículo de HANS NOEL (2010) titulado “Diez cosas que los politólogos saben y usted no” es tal vez la mejor introducción a la ciencia política que conozco. Sostiene que el principal objetivo de la disciplina es “asegurarse de que las cosas que pensamos que son ciertas realmente lo sean” y que, por lo tanto, el más grande desafío que la ciencia política les plantea a sus practicantes es desarrollar la capacidad de “reconocer lo que no saben”.

No podría imaginar una mejor descripción de la función que en general cumplen las ciencias sociales. Validar empíricamente lo que en principio creemos verdadero y, cuando no, desmitificarlo, probar que lo obvio es cierto, pero también descartar que lo sea cuando lo contra-intuitivo se revela más acertado, es justamente a lo que le apuntan la mayoría de hallazgos científicos de importancia. Difícil encontrar una observación más aguda a este respecto que la de GÓMEZ DÁVILA (2005): “Quien tenga curiosidad de medir su estupidez, que cuente el número de cosas que le parecen obvias”.

El acervo de falsas obviedades que circulan sobre la democracia no creo que tenga parangón en la historia de la ciencia y la filosofía política. No existe un vocablo semánticamente más ultrajado que el sustantivo “democracia”, ni un adjetivo más oportunistamente explotado que “democrático”, no sólo en el lenguaje corriente sino incluso en los textos de teoría democrática. Sólo en la literatura especializada, COLLIER y LEVISTKY (1997) identificaron más de 550 definiciones de democracia, confeccionadas para designar arreglos institucionales con características específicas que corresponderían a “plenas” democracias, así como una amplia gama de subtipos utilizados para enmarcar formas “disminuidas” de democracia. El catálogo de definiciones abarca incluso casos de oxímoron, como, por ejemplo, “democracia autoritaria” y “democracia militarmente dominada”. Debido a su capacidad milenaria de supervivencia en varias lenguas, y al margen de ambigüedad tan amplia que ha podido soportar la misma voz para designar una enorme multiplicidad de objetos, no existe, entonces, en la historia universal del galimatías, una trayectoria semántica que cause tanta perplejidad como la descrita por la palabra democracia (DUNN, 2005).

La confusión en torno al verdadero alcance de la democracia, en tanto observable, responde además al uso estratégico que hacen de la palabra las élites para justificar su dominación. “Gran parte del ejercicio del poder depende de un condicionamiento social que trata de ocultarlo. Se enseña a los jóvenes que, en una democracia, todo el poder reside en el pueblo”, escribió KEN GALBRAITH (1984: 30) en su magnífica Anatomía del poder. Cuando el poder se basa en la persuasión más que en la fuerza, por lo general viene edulcorado con una buena dosis de engaño. No hay método más efectivo para justificar la sumisión de muchos a unos pocos que hacerles creer que consintieron en ella o, aún más perverso –y eficaz–, que la sumisión en realidad no existe porque el poder permanece en sus manos pues apenas fue delegado. Para ponerlo en la terminología de MERTON (2002), la principal “función latente” del mito de la soberanía del pueblo es engañar al elector sobre el alcance real de su influencia en el proceso democrático. La personificación del Estado, su apariencia como persona inmaterial distinta de los ciudadanos, sirve también, entre otros fines, para disfrazar la dominación, porque “oculta el hecho del dominio del hombre sobre el hombre, intolerable para el sentir democrático” (KELSEN, 2005: 26).

G. K. CHESTERTON publicó en 1904 El Napoleón de Notting Hill. La trama se desarrolla ochenta años más adelante5, en una Londres futura que decidió –en apariencia– abandonar la democracia para adoptar un sistema aleatorio de elección del Rey mediante sorteo por orden alfabético. AUBERON QUIN (un sujeto que “cuando entraba en un lugar de gente desconocida, lo confundían con un niño de corta edad y todos querían montarlo en sus rodillas, hasta que se ponía a hablar y comprendían que un niño diría cosas más inteligentes”) resulta beneficiado por el azar y una vez escogido monarca se dedica a hacer desde el trono toda suerte de estrambóticas imbecilidades. La idea que plasma CHESTERTON en su parodia, con genio literario e ironía punzante, es que no existiría diferencia sustancial entre la democracia y la autocracia, pues a la larga ninguna logra garantizar mejores resultados. De ahí que, en últimas, el modelo de gobierno por sorteo fuera “la más pura de las democracias”, pues no habría nada más democrático que dejar la elección de los gobernantes librada enteramente al azar, de forma que incluso el individuo más escandalosamente estúpido pudiera llegar a mandar sobre los demás (algo no muy distinto de lo que ocurre en las elecciones). Se trató sin duda de una crítica exquisita al principal límite de la democracia: su incapacidad de instrumentar la elección de gobernantes competentes. El problema planteado por CHESTERTON es de viejo cuño, pues se remonta a PLATÓN y su defensa del protectorado o “gobierno de los mejores” como modelo de gobierno alternativo y superior a la democracia. Sin embargo este debate es tan complejo que, como se verá en detalle más adelante, desde la perspectiva de la teoría democrática ni siquiera es posible discernir quiénes serían “los mejores” gobernantes, pues, debido al enorme grado de contingencia y contenido moral que encierran las decisiones de naturaleza política, su valor de corrección escapa a criterios absolutos de racionalidad.

Es muy grande el nudo de confusiones, lugares comunes abiertamente falsos pero sólidamente arraigados en el imaginario colectivo, e importantes preguntas aún sin respuesta definitiva con la evidencia disponible, que rodean el debate sobre las posibilidades de la democracia; abarca desde problemas analíticamente tan elementales como entender que la “voluntad popular” es un inobservable empírico, algo que no existe en la práctica política, porque el proceso de agregación de voluntades individuales que impone la regla de mayoría es necesariamente defectuoso, en el sentido de que no logra satisfacer al mismo tiempo imperativos de racionalidad colectiva tales como la inexistencia de restricciones en el tipo de intereses agregables, la ausencia de dictadura, la independencia de alternativas irrelevantes, la monotonía y la regla de no imposición o soberanía ciudadana (ARROW, 1951), condiciones que reunidas harían posible la democracia tal como la concibe la doctrina clásica; hasta debates académicamente mucho más complejos, porque implican el análisis longitudinal y transversal de un volumen masivo de datos para intentar establecer vínculos causales, como, por ejemplo, dilucidar si el modelo democrático de gobierno es realmente “causa” de mayores niveles de paz tanto interestatal como interna, así como de desarrollo económico.

En este libro me aproximo en forma crítica y sistemática a las principales cualidades que el maximalismo le ha atribuido al modelo democrático de gobierno, sin detenerse lo suficiente a ponderar su razonabilidad, entre ellas: la representación de los intereses ciudadanos, la racionalidad de las decisiones colectivas, el favorecimiento de la paz internacional e interna, el impulso del desarrollo económico, la realización de la igualdad social y la protección de los derechos humanos. Previo a ello hago, en la sección primera, una breve presentación del aura mítico-religiosa que hoy envuelve a la idea democrática, operando como principal mecanismo de normalización global y reproducción intergeneracional de ideas espurias sobre las características y capacidades reales del modelo democrático, de manera muy similar a como lo hace cualquier otra “religión”. En la sección segunda presento los dos grandes enfoques de que es susceptible el problema de definir la democracia y el debate “Maximalismo idealista vs. Minimalismo realista” que han suscitado ambas metodologías. Lo anterior para abordar con detalle en las dos siguientes secciones las inconsistencias tanto teóricas (sección tercera) como empíricas (sección cuarta) que plantean algunas perspectivas maximalistas. En la sección quinta desarrollo lo que denomino “democratización del pensamiento”, la dialéctica desviada que tiende a valorar toda suerte de fenómenos sociales en términos de más o menos democráticos a pesar de ser por completo ajenos al criterio que define el modelo, proceder que a mi juicio ha contribuido a oscurecer enormemente la discusión sobre el contenido de la democracia. En la sección sexta formulo una definición mínima pero realista (verificable en la experiencia) del gobierno democrático para, finalmente, en el epílogo, explicar por qué la aproximación realista no sólo es intelectualmente superior en virtud de su mayor valor descriptivo, sino que presta utilidad social porque produce conocimiento aplicable para la racionalización de la democracia.

La pregunta que dirige toda mi pesquisa intelectual es cuál debería ser el contenido de una definición racional de democracia, a la cual procuro responder siempre con el mismo leitmotiv: el que describa con el mayor rigor solo lo que la democracia realmente es en la práctica y no lo que tanto sus detractores como sus promotores aspiran a que sea para desdecir de ella o promoverla.

FRANK UNDERWOOD6 tiene razón cuando señala que “la democracia está muy sobrevalorada”. Pero no porque la democracia carezca de valor, sino porque el vasto cuerpo de cualidades que hoy se le atribuyen a consecuencia de su normalización global como ideal de buen gobierno –que redunda sobre todo en su mala comprensión–, está lejos de ser verificable. Por esta razón, este libro busca precisar todo lo que la democracia no es y lo poco –pero crucial– que sí. La democracia dista de ser un estupendo modelo de gobierno, pero sin ella… el mundo sería más violento, para empezar.

 

1. EL CREDO DEMOCRÁTICO SECULAR

El objetivo de este primer acápite es develar que el discurso democrático tradicional funciona hoy como una religión política; valga decir, como una suma de lugares comunes y dogmas que no resisten la verificación empírica ni tampoco responden a la crítica racional. Para el efecto precisaré los alcances de la teoría democrática empírica y sus diferencias con la teoría democrática normativa y la ideología democrática (sección 1.1). Luego me centraré en mostrar que la democracia es un modelo imperfecto de ejercicio del gobierno para evidenciar que tiene virtudes pero también defectos y límites estructurales (sección 1.2). A continuación presentaré la tríada de ficciones (“Sagrada Trinidad democrática”) que sirve de zócalo al discurso democrático tradicional (sección 1.3), así como una selección de las grandes equivocaciones e injusticias que han cometido las mayorías a lo largo de la historia (sección 1.4). Por último, planteo que los excesos de democracia atentan contra la funcionalidad del sistema democrático, que con frecuencia necesita ser limitado para racionalizarse. Por ello, el objetivo final de los reformadores políticos no debe ser propugnar indiscriminadamente “más democracia” sino modelar una “mejor democracia” (sección 1.5).

1.1. Objetivo de la teoría democrática contemporánea

“Las democracias no son viables a menos que sus ciudadanos las entiendan”7.

GIOVANNI SARTORI (1987)

El objetivo de la teoría democrática empírica como campo específico del conocimiento es entender y describir la democracia tal como es en tanto realidad observable, y no como debería ser con base en los ideales y valores que la inspiran, lo cual es tarea propia de la teoría democrática normativa. Mientras la primera trabaja con afirmaciones descriptivas que deben resistir la verificación empírica, la segunda lo hace con proposiciones prescriptivas cuyo valor no reside en que sean verificables sino en la solidez argumentativa de sus premisas y su viabilidad práctica. Cabe también distinguir la teoría democrática de la “ideología democrática”, que se centra, como todas las ideologías, en defender las bondades de un conjunto de ideas sin atender a su valor de verdad ni a las posibilidades de realizarlas.

La teoría democrática normativa tiene además un alcance macro, porque se construye sobre proposiciones generales que contrastan con la “microevidencia” (estudios de caso) que ordinariamente alimenta a la teoría democrática empírica y hace que el material probatorio en el que se basa sea inidóneo para justificar grandes generalizaciones. Esta tensión entre ambas vertientes de la disciplina puede resumirse en la siguiente pregunta: ¿cuánta microevidencia se requiere para confirmar o refutar una macroteoría? (SARTORI, 1987: 6)8.

Ahora bien, como consecuencia del avance tecnológico las técnicas estadísticas y de análisis cuantitativo en ciencias sociales se han perfeccionado y hoy permiten hacer estudios empíricos de alcance macro-teórico. Piénsese, por ejemplo, en el impresionante trabajo de PREZWORSKI et al. (2000) sobre el impacto de las democracias y las dictaduras en el desarrollo económico, que cubrió 141 países en un lapso de 40 años (1950-1990): en total fueron analizados 1.645 años de democracia (1.022 de parlamentarismo, 147 de sistemas mixtos y 476 de presidencialismo) y 2.481 años de dictadura (1.812 de burocracias y 669 de autocracias); y, más recientemente, en el estudio de ACEMOGLU et al. (2014) sobre el mismo tópico, donde se analizó la variación del Producto Interno Bruto –PIB– en 175 países entre 1960 y 2010, para concluir que las democratizaciones aumentan el Ingreso Per Cápita –IPC– en un 20% a largo plazo. O también en investigaciones como la de BREMER (1992), quien, para validar la teoría de la paz democrática interestatal, analizó datos de todos los pares de estados en el sistema internacional entre 1816 y 1965, realizando un total de 202.778 observaciones.

En el campo de los estudios electorales, está establecido que los estratos sociales más bajos y menos educados son también los más afectados por el abstencionismo (cfr. para Estados Unidos, JACKSON, BROWN y WRIGHT, 1998; así como LEIGHLEY y NAGLER, 1992; sobre Holanda, IRWIN, 1974; con respecto a Finlandia, MARTIKAINEN, MARTIKAINEN y WASS, 2005; y en general TINGSTEN, 1937). Tiene entonces sentido pensar que una participación electoral incrementada por leyes de obligatoriedad del voto mejoraría la representación democrática de los segmentos más vulnerables de la población y, por lo tanto, favorecería la adopción de políticas públicas que contribuyan a la reducción de la desigualdad económica. Esta hipótesis, inicialmente formulada por LIJPHART (1997) en un trabajo seminal sobre la materia, fue avalada empíricamente por CHONG y OLIVERA (2008) durante el período 1960-2000 para una muestra de 91 países, donde la adopción del sufragio obligatorio, cuando se acompañó de medidas coercitivas significativas, estuvo asociada a una mejor distribución del ingreso medida por el coeficiente Gini y los quintiles inferiores de ingreso de la población. Como los países más pobres presentan también la mayor desigualdad en el ingreso, los autores concluyen que “tiene sentido promover el voto obligatorio en regiones en desarrollo, como Latinoamérica”, siempre que “los costos burocráticos relacionados con el diseño y la implementación no sean excesivos”.

Como se ve, gracias al vertiginoso desarrollo del software de análisis estadístico, en la actualidad es posible manejar volúmenes masivos de datos transnacionales que permiten establecer nexos causales relativamente robustos a través de regresiones lineales y logísticas. Por esta razón, erradicar la mera especulación (las conclusiones “gratuitas” sin datos que las soporten) de la teoría democrática contemporánea es un imperativo que responde al momento histórico que atraviesan las ciencias sociales. Discurrir in abstracto, con total ausencia de evidencia, en forma metafísica y sin la capacidad de comprobar las diversas relaciones, no es, como con frecuencia se cree, un “don” reservado a las grandes inteligencias, sino apenas una limitación tecnológica de la teoría política antigua. En el presente cualquier teoría seria se sustenta en un conjunto de ideas idóneas para explicar los fenómenos en términos causales. Por lo tanto, una teoría es acertada en la medida en que sus afirmaciones pueden verificarse empíricamente y con base en ellas formularse incluso predicciones respecto de situaciones futuras similares a las que explica. Lo demás es literatura de ciencia ficción, algo que sin embargo una buena porción de pensadores de la democracia aún sigue sin entender. Ni siquiera en el nivel prescriptivo de la reflexión, el de la teoría democrática normativa, es posible prescindir actualmente de la evidencia para formular recomendaciones que respondan a estándares mínimos de racionalidad.

Un buen ejemplo de avance teórico en la compresión de la democracia gracias al desarrollo estadístico aplicado en ciencias sociales lo ofrece la popular “teoría de la modernización” defendida por LIPSET (1959) y sus continuadores (HUNTINGTON, 1968; y KAPLAN, 2002). Según este cuerpo de pensamiento, la democracia sólo podía florecer en un estadio avanzado de desarrollo caracterizado por condiciones mínimas favorables como la urbanización, el alfabetismo extendido y una clase media fuerte representada por un IPC superior a US$ 6.000 (ZAKARIA, 2007), razón por la cual aconsejaba apoyar sistemas autocráticos en los países en vía de desarrollo mientras alcanzaban un ambiente deseable para la democratización. Sin embargo, la escuela modernizadora fue refutada posteriormente por varios trabajos estadísticos. En primer lugar, PRZEWORSKI et al. (2000) probaron que no hay evidencia de que las dictaduras hayan generado mayor crecimiento económico en estadio alguno del desarrollo de una nación entre 1950 y 1990. De su lado, HALPERIN et al. (2010), tomando como indicador la esperanza de vida, el alfabetismo, el acceso al agua potable, la productividad agrícola o la mortalidad infantil, encontraron que las democracias, en todos los niveles de ingreso, obtuvieron resultados entre 20 y 40% superiores a aquellos de las autocracias en los últimos cuarenta años, y por ello defienden la existencia de una verdadera “ventaja democrática” constatable empíricamente. Más recientemente, ACEMOGLU et al. (2014) mostraron, con base en una muestra todavía más amplia (observando la variación del PIB en 175 países entre 1960 y 2010), que las democratizaciones aumentaron el ingreso per cápita en un 20% a largo plazo porque estimulan la inversión, impulsan la escolaridad, inducen reformas económicas, mejoran la provisión de bienes públicos y reducen el malestar social; descartando así que la democracia sea un obstáculo para el crecimiento económico por debajo de algún umbral de desarrollo (cfr. sección 4.1).

1.2. Un modelo, no un ideal

“Una de las condiciones fundamentales para que la democracia funcione es que los ciudadanos no lo esperen todo de ella”.

RALF DAHRENDORF (2009: 116).

Sentadas las anteriores premisas epistemológicas, el obstáculo más grande que hoy enfrenta la teoría democrática empírica como disciplina es que su objeto de estudio, la democracia, se convirtió en “religión política secular” que ya no reacciona ante la crítica racional. La normalización mundial de la democracia como modelo institucional prevalente9 y deseable de ejercicio del poder político conlleva que cualquier crítica a las bondades del autogobierno del pueblo sea automáticamente considerada –sin someterla al filtro de la argumentación racional– ya no solo un error sino un “pecado”, una ofensa a una verdad absoluta revelada y consolidada en el imaginario colectivo global como ideal supremo de gobierno, y por lo tanto, incuestionable.

Una vez convertida en religión política, quien ose criticar la democracia es linchado por la tribuna con el argumento de que niega a “Dios”, es decir, la voluntad y la sabiduría popular; y como se supone que quien no cree en Dios “adora al diablo”, entonces el crítico insobornable de la democracia es inmediatamente tachado de autocrático, mientras se refrenda el falso dilema de que lo que no es democrático es dictatorial, a pesar de que en materia económica, por ejemplo, la anarquía es una alternativa viable cuando se opta por confiar en las fuerzas del mercado (CAPLAN, 2007, loc. 198)10.

Lo grave de esta sacralización de un particular modelo de gobierno es que solo se puede ser demócrata racional a partir de la crítica sistemática de la democracia, la cual es condición para entenderla como lo que realmente es: un método político o modelo de gobierno con virtudes, pero también con defectos y posibilidades de ejecución limitadas. Lo demás es fanatismo que alimenta la actitud del “demócrata creyente”, quien, incluso ante pruebas incontrovertibles de la inexistencia de sus ídolos, sigue rindiéndoles culto. Ningún diseño institucional es perfecto en el sentido de responder a todas las demandas que cabe formularle, sino que se caracteriza por la existencia de compensaciones (trade-offs) entre las diversas aspiraciones que podría realizar.

Una gran virtud de la democracia es su valor pacificador. La “teoría de la paz democrática” ha sido validada empíricamente por la literatura especializada para refrendar la hipótesis de que las democracias no sólo son menos proclives que las autocracias a hacer la guerra entre ellas, sino que son menos violentas con los ciudadanos que las habitan (cfr. secciones 4.3, 4.4 y 4.5). Otra valiosa cualidad de la regla de mayoría, procedimiento que se encuentra en el corazón de la estructura democrática, es su capacidad de satisfacer en forma efectiva el mayor número posible de voluntades individuales en medio de escenarios decisorios caracterizados por el choque entre intereses políticos contrapuestos. Sin embargo, esta capacidad tiene su contrapartida negativa en el hecho de que, salvo en los rarísimos casos de unanimidad, no es posible complacer todas las preferencias individuales en los procesos democráticos, lo que sin duda puede entenderse como un desperfecto del modelo. Otro defecto estructural de la democracia liberal, representado por el fenómeno del abstencionismo, es la imposibilidad de garantizar la participación plena en los procesos electorales. Las diferentes modalidades de sufragio obligatorio adoptadas alrededor del mundo, que incrementan la participación electoral en un promedio de 11 puntos porcentuales (BLAIS, 2000: 27), suponen un sacrificio más o menos intenso de la libertad ciudadana, según el tipo de medidas coercitivas establecidas como sanción al elector por abstenerse de votar. Por su parte, dos límites11 claros de la democracia electoral son: i. Que no resulta idónea para garantizar la escogencia de gobernantes competentes, y ii. Que tampoco asegura la toma de decisiones colectivas de mayor calidad, ni siquiera en ambientes ideales de intercambio de argumentos, por lo que la deliberación en realidad carece de valor epistémico, con desmedro de las aspiraciones de sus defensores más entusiastas (cfr. sección 3.6). De ahí que KELSEN (2005: 86) caracterice con lucidez la regla de mayoría como un método transaccional “dialéctico-contradictorio” que permite tomar decisiones colectivas respetando el mayor número de voluntades individuales, pero inadecuado para encontrar “verdades más elevadas” o absolutas (por lo que no debe sorprender la promulgación histórica incluso de “leyes atroces” a pesar de que hayan sido aprobadas democráticamente). Igualmente, el modelo democrático específicamente representativo tiene límites infranqueables en cuanto a la cantidad de participación ciudadana efectiva en el ejercicio del gobierno que puede materializar, pues es inevitablemente elitista (cfr. sección 2.3); de donde resulta que, en el contexto moderno, el “autogobierno del pueblo” es una aporía irrealizable que sin embargo aún nutre el discurso democrático.

 

1.3. La Sagrada Trinidad Democrática

“Todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados”.

CARL SCHMITT (2009: 37).

Convertir la democracia en dogma de fe entraña el mismo peligro que advertía BORGES (2007: 445) en sus Nueve ensayos dantescos sobre el amor: “Enamorarse es crear una religión cuyo Dios es falible”. Enamorarse de la democracia es perder la perspectiva porque equivale a idealizarla, a convertirla en religión.

No es raro advertir la presencia de elementos teológicos en el fenómeno estatal moderno cuando se conocen los antecedentes religiosos del Estado secular. El ensayo clásico sobre Teología política de CARL SCHMITT develó los rastros de la noción teológica de potencia absoluta de Dios en el concepto político de soberanía: en el Estado contemporáneo, el Dios omnipotente se transmutó en legislador todopoderoso y el “estado de excepción”, que autoriza al soberano para actuar en situaciones de emergencia, incluso contra la ley con el fin de conservar el orden estatal, tiene un significado análogo al del “milagro” en la teología. La secularización del aparato conceptual legitimador de la dominación política sólo se produjo en el campo analítico con la revolución operada por MAQUIAVELO, a quien con justicia se considera el padre de la ciencia política moderna por haber abierto la caja de herramientas de la disciplina al realismo y al método científico (FLÓREZ, 2012). En la dimensión institucional, solo el renacimiento de la democracia después de las revoluciones americana y francesa despojó el ejercicio del poder político de legitimaciones no terrenales. Puesta en perspectiva histórica, la “universalidad” de los derechos humanos aparece también como el remplazo de la autoridad moral del Dios cristiano. La erosión de los valores cristianos y de la potestad religiosa para regular la conducta, llevó a la burguesía europea de mediados del siglo XIX a idear un nuevo cuerpo de instituciones y prácticas sociales con vocación universalista. En ese sentido, la emergencia de los derechos humanos como paradigma global de regulación del comportamiento fue una estrategia para lidiar con el vacío de autoridad que dejó lo que NIETSZCHE llamó “la muerte de Dios” (HOPGOOD, 2013).

El ascendente religioso de la idea democrática, y el rol preponderante de esta aureola mística en su normalización como mito de buen gobierno, fue develado con talento por JOSEPH SCHUMPETER en los años cuarenta. El autor austriaco señaló que la democracia contiene rasgos esenciales de la fe cristiana, pues realizaría “el plan del Creador” en el campo político a través de la supuesta igualdad que materializa el voto. La idea de que todos somos iguales ante Dios, y la fórmula de que “cada uno cuenta como uno, nadie cuenta como más de uno”, encontraría expresión perfecta en el sufragio universal. En adelante, “la voz del pueblo es la voz de Dios” porque consuma la igualdad entre los hombres, sin importar que ninguna de las dos “voces” exista como fenómeno empírico. Dicho de otra manera, la democracia supondría una transposición del orden divino, igualitario para los mortales, en el plano político humano.

No importa al mito democrático la evidencia incontrovertible de que la igualdad política plena está lejos de realizarse gracias al voto. En las democracias conocidas los ciudadanos siguen siendo políticamente desiguales a pesar de la limitada igualdad que impone el sufragio universal. Esto porque los recursos políticos disponibles, entendidos como “todo a lo que tenga acceso una persona o grupo y de lo que puedan valerse para influenciar directa o indirectamente la conducta de otras personas” (DAHL, 1999: 199), generan asimetrías insuperables en el ejercicio político para los miembros de cualquier sociedad.

En esta medida, toda democracia es apenas una realización imperfecta del ideal de igualdad, pues los recursos políticos distintos del voto pueden provenir de parámetros tan diversos como: fuerza física, armamento, dinero, riqueza, bienes y servicios, recursos productivos, ingresos, status, honor, respeto, afecto, carisma, prestigio, información, conocimiento, educación, comunicación, medios de comunicación, organizaciones, posición, orden legal, control sobre doctrinas y valores, entre otros.

Habría que agregar a la anterior lista no exhaustiva la belleza, en tanto recurso político particularmente eficaz en ciertos contextos electorales que se ve favorecido por el “efecto halo”, sesgo cognitivo establecido en varios experimentos sociales en virtud del cual los juicios emitidos hacia las acciones de las personas más atractivas son sistemáticamente más favorables (KAHNEMAN, 2013). La belleza es un recurso de tal importancia en el tráfico social, que está establecido que las personas guapas consiguen más fácilmente empleo, son ascendidas y reciben aumentos salariales con mayor frecuencia. A lo largo de su vida, los trabajadores más atractivos recibirán una remuneración entre 10 y 15% superior que las personas de edad y preparación similares pero más feas (HAMERMESH, 2013). Desde una perspectiva económica, la belleza debe entenderse como un recurso exiguo y por lo tanto “el término ‘belleza escasa’ es redundante –por su naturaleza, la belleza es escasa–” (p. 6). En ese sentido, la fealdad no es distinta de la raza, la orientación sexual o la discapacidad, y genera discriminaciones sociales que, a juicio de HAMERMESH, deberían incluso dar lugar a protección legal. La celebridad y la fama son también recursos políticos que se movilizan con eficacia cuando la farándula llega a cargos de elección popular. Por eso no es raro encontrar actores, deportistas y exreinas de belleza entre las élites políticas más ignorantes de varias democracias.

Gráfico 1

La Sagrada Trinidad Democrática