Diario de Nantes

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... unas líneas nomás para agradecerte mucho el texto de Michel de Certeau que me mandaste. Terminé de leerlo, con dificultad, por cierto, esta misma noche. Me aclaró muchas cosas, me obligó a pensar en dos categorías nuevas, por lo menos, para sumar a las ocho/nueve de mi clasificación de los precipitados de contactos lingüísticos: glosolalia creativa y experimental, glosolalia disolvente del sistema semiótico general de las lenguas.

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20 de octubre

Por la mañana muy temprano, Santiago y yo partimos a la estación donde tomamos el tren de las nueve hacia Angers. Antes de las diez, llegamos a destino y fuimos sin etapas hasta el castillo de los duques de Anjou. Messieurs, dames, la féodalité. Nunca vi un castillo donde estuviese más claro el poder gigantesco de los nobles frente a la pequeñez de los campesinos [07, 001-004]. Cuando nos asomamos al foso, había tres personas que trabajaban en el jardín (después supimos que jamás hubo agua en el foso, que siempre había servido como sitio de plantas y flores para esparcimiento de los habitantes de la fortaleza-palacio). La diferencia de escala entre las torres macizas, altas como un edificio de diez pisos, y los cuerpos de los trabajadores decía casi todo de cuanto se necesita saber acerca del feudalismo y el sistema de la servidumbre. Me invadió el magín la miniatura del mes de septiembre, pintada por los Limbourg para el duque de Berry cerca de 1410, en la que se ve a los vendimiadores al pie de otro edificio angevino en Saumur. Cito un pasaje de La forma de una ciudad, en el que Gracq describe el efecto que le causó la visión del castillo de Angers:

... desmoldado hace un instante como si hubiese salido del molde de arena de un niño, es la masa más bella de albañilería maciza que conozco en Francia junto a la catedral de Albí; la pizarra apretada entre hiladas de piedra subraya una decoración que resulta agradable al ojo y se ha retomado muy bien en el café de la nueva estación: la mirada que se lanza por la vertical de los fosos en sombra del castillo, tapizados por un verde prerrafaelita, produce la sorpresa encantadora y un poco feérica de ver cómo pasta en el lugar una tropilla de ciervos de grandes ojos.

Reconocimos a pocos metros de la mole, por el arpa céltica que se encontraba a sus pies, un monumento al rey René de Nápoles, de la casa de Anjou, autor del maravilloso Livre du coeur d’amour épris [Libro del corazón atrapado por el amor]; sus manuscritos de mediados del siglo XV contienen las miniaturas en las que, por primera vez, los pintores europeos experimentaron con los efectos de iluminación nocturna y la visión de la madrugada cuando se alza el sol [07, 005]. Caminamos hasta la entrada oriental de la muralla y pasamos al jardín interior. En el palacio pequeño, observamos las maquetas del conjunto que ilustran su desarrollo desde el siglo XI hasta el XV. La capilla, erigida igual que esa morada en tiempos del rey René, tiene una sola nave gótica de bóvedas de crucería límpidas y sencillas. Es muy blanca y espaciosa en el interior [07, 006]. Hace tres años, el artista Sarkis realizó en el sitio una instalación que consiste en un andamio dorado a la hoja. Bello objeto, pero me resultó algo exagerado el sentido que Sarkis le asigna: “El andamio sublimado por un ropaje de oro resume con sutileza una nueva teoría platónica de las formas inteligibles; [...] armazón monumental que apunta a resacralizar el espacio”. Troppo!

Claro que era la contemplación de la tapicería del Apocalipsis el objeto principal de nuestra visita a Angers. Ese monumento del arte tardomedieval se encuentra en un ala moderna especial del castillo, donde se han desplegado los poco más de cien metros de tapices, encargados por el duque Luis I de Anjou, hermano del rey Carlos V de Francia, en 1373 al tándem Hennequin de Brujas, pintor de la corte real, y Robert Poisson, tejedor en París. Hennequin realizó los dibujos y los cartones, que Poisson trasladó a las telas [07, 007]. Las imágenes eran ochenta y cuatro escenas, ilustraciones del Libro del Apocalipsis de san Juan, de unos dos metros cuarenta de largo por un metro cincuenta de altura cada una. Faltan total o parcialmente dieciséis telas. Agreguemos seis tapices de formato vertical, de dos metros de ancho por cuatro metros cincuenta de altura, donde se ve al apóstol en el acto de escribir su libro dentro de un edículo gótico en el que vuelan mariposas (¿símbolos de las almas benditas, acaso, contrapuestas a las moscas que, según se dice, pueblan el aire del infierno?). De estos seis tapices, faltan dos. Cada uno de ellos iniciaba una pieza de catorce escenas, agrupadas según los grandes temas y la secuencia de acontecimientos narrados en el Apocalipsis. Siete escenas de sucesos del cielo ocupan el registro alto de cada pieza y se corresponden con otras tantas de hechos de la Tierra en el registro bajo del conjunto. Se alternan estrictamente los fondos azules y los fondos rojos, en ambos sentidos, vertical y horizontal. Los grandes temas de las piezas son: la visión de las iglesias y del Cristo de la revelación, seguida por la apertura de los siete sellos, en toda la primera pieza y parte de la segunda; el sonar de las siete trompetas y las calamidades que provocan, en parte de la segunda y parte de la tercera pieza; la mujer del Apocalipsis y el episodio de los dos testigos (no parece que ya estuviera vigente la interpretación de los dos personajes como Enoc y Elías, patriarcas del Antiguo Testamento, quienes, por no haber muerto y ser arrebatados al cielo aún vivos, debían regresar a la Tierra para morir y dar testimonio de virtud en el final de los tiempos), en el resto de la tercera pieza; adoración del dragón, de las bestias del mar y de la tierra en parte de la tercera pieza y parte de la cuarta; anuncios del triunfo de Cristo en el resto de la cuarta pieza; el tercer ciclo de las calamidades provocadas por los ángeles que vuelcan el contenido de los siete cántaros sobre la Tierra y la visión de la prostituta de Babilonia, en la quinta pieza [07, 008]; la victoria del Verbo divino, el encierro del demonio en las profundidades durante un milenio [07, 009]; el combate definitivo después de los mil años, el triunfo del Bien, el Juicio Final (tapiz faltante) y la instauración de la Jerusalén celeste en la sexta y última pieza [07, 010-011]. No hay duda de que todo el ciclo está impregnado por la violencia y los horrores de la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra. Carlos V prestó sus rasgos a la figura de Cristo y Carlos VI niño a la figura del cosechador en el tapiz de La cosecha de los elegidos. Por su parte, los aborrecidos ingleses aparecen para representar al caballero jefe de las langostas (el rey Eduardo III) y a los caballeros que masacran a la humanidad tras el sonar de la sexta trompeta (el jinete con la pluma erguida en el casco podría ser un retrato del Príncipe Negro, hijo de Eduardo III). La figura de san Juan, como visionario y protagonista, no falta en ninguno de los tapices. El Apocalipsis me resultó hasta hoy un texto intrincado y confuso, demasiado sublime como para que no me inspirase miedo al caos significante. Debo decir que la narrativa pictórica de la tapicería de Angers me ha permitido seguir, con la mayor coherencia posible, el relato alucinante de las revelaciones de san Juan.

Nos concentramos largo rato en los detalles plásticos y técnicos del ciclo. Las caras, las manos, los cuerpos y sus vestiduras, los edificios, las plantas del paisaje, los animales reales e imaginarios, benéficos y malditos, los ángeles y los seres humanos, sus perfiles, siluetas y detalles han sido todos delineados con precisión en arabescos delicados, portadores al mismo tiempo del desasosiego y del retorcimiento expresivos del drama cósmico que se representa. Tales efectos deslumbrantes de la línea, de los claroscuros, de los saltos y también modulaciones de colores, son el producto de la técnica de tejido más refinada de toda la Edad Media sobre la que tenemos noticia. La organización de la trama horizontal (formada por los hilos que se pasan, dos de un mismo color a través de dos reforzados de la urdimbre) y de la urdimbre vertical (conjunto de hilos paralelos ya tendidos en el marco del telar) permite hacer varias operaciones que garantizan la creación de mezclas de colores, el paso progresivo de un color a otro en las superficies de los objetos, el escalonamiento de los matices, la alternancia de zonas de luz y sombra. Por ejemplo, la alternancia sistemática de los tonos en los hilos de la trama produce el efecto de aquel pasaje suave de colores; el empleo de hilos de grosores diferentes genera los claroscuros sutiles. Y así percibimos, en la escena culminante de la Jerusalén celeste que flota en el aire, moverse los paños y los pliegues en la túnica y en la capa de san Juan o en la túnica de Cristo, fluir las aguas, desenvolverse la cenefa de las nubes, exhibir volumen y, por lo tanto, sugerir peso las formas de la arquitectura y, sin embargo, la ciudad bendita está suspendida sobre el mar, contra un fondo azul oscuro enhebrado de sarmientos y hojas de vid.

Tuvimos que regresarnos a Nantes antes de las dos de la tarde. Mi huésped tenía una cita con el profesor de historia moderna de Poitiers, François Brizay. Por mi parte, volví al Instituto lo más pronto posible. No quería perderme la proyección de la película El rey y el pájaro, un film de dibujos animados de 1980, dirigido por Paul Grimault, con diálogos de Jacques Prévert, inspirados en el cuento “La pastora y el deshollinador” de Andersen, y música del polaco Wojciech Kilar. Es la historia del rey Carlos V más III igual VIII más VIII igual XVI, rey de Taquicardia, un déspota al que le gusta cazar aves y tiene, por eso mismo, su único oponente en un pájaro vivísimo, padre de cuatro pichones. El monarca se aísla en un recinto secreto en lo alto de una torre. Cierta noche, los personajes de las pinturas colgadas en el refugio cobran vida y se desprenden de los cuadros. Se trata de una pastora y un deshollinador enamorados más un doble del rey, salido de uno de los tantos retratos de ceremonia. Los jóvenes están enamorados y huyen por la chimenea. El doble quiere casarse con la muchacha; está decidido a todo para lograrlo. Ocurre que el rey se despierta y se enfrenta con su doble, quien termina por aniquilar al original. Sombra del viejo déspota, usurpa su lugar sin que nadie lo note, manda perseguir a sangre y fuego a los enamorados, con el objeto de eliminar al deshollinador y quedarse con la pastora. El pájaro zumbón ayuda a los fugitivos, quienes, no obstante, caen en poder de la policía del doble de Carlos V más... etcétera, gracias a la intervención de un robot que los apresa. La joven acepta unirse al rey si eso salva la vida de su amado. Entre tanto, el pájaro y el muchacho van a dar a una mazmorra donde hay presos tigres y leones para solaz del tirano. El pájaro, risueño y bastante demagogo, cuenta una historia inventada de la pastora que cuidaba a las ovejas para asegurar la buena alimentación de las fieras; ya no puede hacerlo pues el rey la arrebató del campo porque desea casarse con ella. Los tigres y leones se sublevan, avasallan a su carcelero y van en tropel al palacio real con el fin de impedir el casamiento. El estropicio es enorme. El malvado Carlos V más... etcétera se monta con la novia en el robot, pero el pájaro traslada al deshollinador a la plataforma de la máquina y se apodera de los comandos. Comienza entonces la destrucción sistemática de la ciudad de Taquicardia por parte del autómata que maneja el ave. El rey es lanzado al espacio fuera de la Tierra. Los enamorados se han reunido y el pájaro se da dique, ante sus hijos, de haber solucionado las cosas. Pero nada queda de Taquicardia. El paisaje es desolador. El robot se pone a pensar y en eso termina la película. Espectacularmente bellos son los personajes, sus movimientos, sus colores, la música que acompaña todo el relato. Alain Supiot fue quien propuso la proyección del film y lanzó la primera interpretación: una alegoría del poder, de sus abusos, de la resistencia que engendra, de los medios técnicos que utiliza y terminan destruyéndolo, sin el más mínimo vislumbre de la organización futura tras el derrumbe. Rimli Bhattacharya, esposa de Kumar, agregó a ese cuadro el detalle inteligentísimo de que el gobierno del doble simboliza el vacío esencial de todo poder, que sólo es un sistema de opresión sin contenido. La ciudad, aparentemente hermosa, era una creación diabólica y paranoica del monarca que merecía ser destruida. Rimli encontraba en ella un paralelo de la ciudadela verdadera de Sigiriya, construida por el rey Kashyapa I (473-495), en Sri Lanka, para encerrarse allí y conjurar el miedo a ser asesinado que le provocaba el recuerdo del parricidio, cometido por él mismo, contra su predecesor Dhatusena. No intervine en el debate, si bien coincido con la postura de Jubé, según quien el pájaro era un tipo ambiguo y gran demagogo, no el héroe de la libertad que se tiende a ver en él. Quizá, el mensaje de la película nos precave frente a los riesgos de la revolución, que puede destruirlo todo sin proponer nada creativo en su lugar. En todo caso, el pájaro cómico y desenvuelto me trajo el Momus de Alberti a la memoria. Momus era el numen de la risa, la burla y la sátira. Sus críticas a los dioses, ciertas y demagógicas al mismo tiempo, justas e irresponsables, desencadenan catástrofes en la Tierra de los hombres y en el cielo. Igual que en el film de Grimault y Prévert, el final queda abierto. Nada sabemos del modo en que se podrá reconstruir el mundo.

 

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21 de octubre

Santiago partió hacia Burdeos. Quiere llegar hasta la casa de Montaigne. Por mi lado, leo, estudio y tengo una conversación de temas espirituales con Sudhir Chandra. Hubiese querido que Ciocchini, Schenone y Castellan estuviesen en Nantes, junto con nosotros.

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22 de octubre

9VW9I2 Almuerzo de rigor en el Instituto. Comparto la mesa con Fernando, Gad, Mor, Hoda y la profesora Huri Islamoğlu, politóloga. Mi estancia en Nantes me lleva a reivindicar, cada día un poco más, la transmisión oral del conocimiento. Escucho, tomo nota y parezco una aspiradora. Mor volvió al tema del papel de las cofradías en Senegal, que todavía son un buen dique contra la infiltración del radicalismo religioso. El sufismo, la forma más libre del islam, confiado en la relación personal que todo ser humano puede establecer con Dios según su naturaleza, impregna aún la vida religiosa de las comunidades en el oeste de África. Los extremistas del tipo del movimiento Boko Haram combaten bastante más ese tipo de islam laxo, al que llaman “islam negro”, que el cristianismo. Fue la primera vez en mi vida que escuché el nombre del sheik Amadou Bamba, marabú de Tuba, ciudad que él mismo fundó en el centro de Senegal en 1887. Místico sufí y poeta, creador de la cofradía de los muridas, predicó la paz entre sus seguidores, pero los funcionarios coloniales franceses lo vieron como un peligro, lo arrestaron y, en 1895, lo deportaron por siete años a las junglas de Gabón. Tuvo un regreso apoteótico a Dakar, por lo que fue arrestado nuevamente y enviado a Mauritania. En 1910, los franceses se percataron de que Bamba no promovía la guerra antiimperialista, sino una suerte de resistencia pacífica a la situación colonial. Le fue ofrecida entonces la Legión de Honor, que nuestro marabú rechazó. Tras su muerte (1927) y sepultura en la mezquita de Tuba, esta se convirtió en la ciudad santa de Senegal y el principal sitio de peregrinación del sufismo africano.

Huri me enseñó también, durante el almuerzo, un par de cosas importantes. En primer lugar, describió los caracteres del otomanismo, la ideología del Imperio turco tardío que procuró crear una identidad otomana por encima de las diferencias religiosas y nacionales entre los súbditos del sultán (mi memoria voló a la conferencia de Ussama Makdisi en el WiKo de Berlín). Sin embargo, hubo un cambio en el protocolo de la monarquía que parece haber ido en sentido contrario. Me explico: aunque resulte increíble, el primer título adoptado por Mehmet II tras la conquista de Constantinopla fue el de “César de los Romanos”, seguido de los de “emperador” y “califa de los creyentes”. Mehmet sabía leer y hablar el italiano y el latín, de manera que la dudosa carta del papa Pío II al sultán, en la cual lo exhortaba a convertirse al cristianismo y asumir el papel de un nuevo Constantino, adquiere rasgos de verosimilitud. De todos modos, el título de jefe de los turcos, khan, se encontraba en el quinto o sexto lugar de la lista ceremonial. Y el nombre padisahlari, que solemos traducir por “sultán” y significa gobernante, no figuraba en la fórmula oficial; es una palabra procedente del persa que tiene ese mismo sentido, pues utilizar el persa era exhibir un rasgo de gran refinamiento en la Turquía del 1500. Los sultanes y toda su familia solían emplear esa lengua cuando componían poemas, pues era prácticamente un deber de Estado que el monarca fuera un poeta hábil. Hacia fines del siglo XIX, según el relato de nuestra colega, la dignidad de “califa” pasó a encabezar el protocolo, una forma de compensar, tal vez, a los súbditos musulmanes del sultán frente a la generalización de la ciudadanía otomana a todos los habitantes del Imperio, fuera cual fuese su credo. Aparte de estos datos que conciernen a la nacionalidad de Huri, uno de los campos más fértiles de su trabajo de investigación es el de los regímenes políticos de la segunda posguerra. Ahora estudia, por ejemplo, los partidos de Japón durante la ocupación militar norteamericana después de 1945 y compone un cuadro en el que el partido comunista exhibía una preponderancia y una capacidad de movilización tales como para alcanzar, en 1949, el 10% de los votos en las elecciones generales y enviar treinta y cinco diputados a la Dieta. La responsabilidad de los comunistas respecto de los actos de sabotaje, cometidos para minar la colaboración japonesa con los Estados Unidos durante la guerra de Corea, hizo que su partido viera derrumbarse las expectativas y nunca más pudiese superar un exiguo 3% de los votantes en comicios nacionales.

Por la tarde, fui al barbero, a unos pasos de la Place Royale. Un profesional extraordinario, el hombre. No sólo me cortó bien la barba, sino que me puso una toalla caliente en la cara y luego me la refrescó, como lo hacían los peluqueros de Buenos Aires cuando yo era un párvulo. Di una vuelta por el interior de la basílica neogótica de San Nicolás; me llamó la atención la iconografía del púlpito decimonónico, centrada en un Triunfo de Jesús que muestra al Cristo sobre un carro tirado por los seres del Tetramorfos. Mientras María se coloca en la parte delantera del carro, dada vuelta para mirar a su hijo, dos santos obispos impulsan las ruedas. No recuerdo haber visto antes nada similar. A la salida del templo, busqué el pasaje de la Pommeraye, inaugurado en 1843, una galería comercial espectacular, en un estilo ecléctico muy parisiense, con escaleras de mármol, barandas de bronce, esculturas bajo las lámparas. Ha de haber hecho las delicias de Benjamin, si acaso visitó Nantes. Las mías las hizo, pues me trajo el recuerdo del Passage de San Petersburgo sobre la Nevski, donde tan bien la pasamos Aurora, los Reboratti y yo en julio de 2013. Julien Gracq dedicó al edificio nantés unas páginas de La forma de una ciudad. Las traduzco en parte:

Es curioso que el pasaje Pommeraye, que sigue siendo la singularidad más notable del barrio, y que induce con tanta espontaneidad al sueño (en André Pieyre de Mandiargues para empezar) entre sus visitantes desprevenidos, no haya tenido más lugar en el equilibrio del paisaje imaginario, mitad soñado, mitad habitado, que nacía para mí a partir de una prospección destartalada de la ciudad. La seducción ligada a los “pasajes” tiene afinidades eróticas que son estructurales y evidentes: deseo acuciante de los orificios y conductos secretos, sombríos, cálidos, que dan sobre el laberinto visceral, escondites íntimos del vasto cuerpo urbano. Todos los comercios, todos los intercambios que allí se alojan flotan –para la imaginación mucho más que para el ojo– en una penumbra de alcoba (y, en la realidad, es posible observar que todos quienes carecen de una connivencia natural con el secreto femenino se excluyen por sí mismos de ese lugar, donde se encuentran peleteros, zapateros, joyeros, peluqueros, fabricantes de guantes, floristas; rara vez una ferretería, una farmacia o un almacén). Aun cuando se trata de un pasaje muy nuevo, igual al que hoy une la calle de Sèvres con la calle del Cherche-Midi, nunca me aventuro en él sin que el mismo encanto, algo clandestino, de zoco secretamente erótico caiga de repente sobre mí: nada logra que el paso, por sí mismo, no sea más lento, que el ojo no sondee el claroscuro de los negocios, donde a veces se mueve y se desplaza una sombra lánguida, como sondearía los compartimentos de un acuario. Todas estas casillas, ensombrecidas como bajo una tienda, que bostezan sobre el corredor central por todos los vidrios de sus vitrinas, son las habitaciones equívocas de un palacio de librecambio, en el que el comercio de los objetos, silencioso, algodonado, impregnado de privacidad, parece un pretexto y una cobertura para otro comercio, sutilmente regulado, más voluptuoso: creemos sentir, por cierto, que una confraternidad menos laxa que la que une a los comerciantes de una misma calle reúne a los servidores silenciosos de tales grutas: los sorprendemos cuando se pasan de un negocio al otro, y conversan a media voz, con la familiaridad de las proveedoras de agua y de las duchadoras que parlotean bajo las galerías de una terma.

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23 de octubre

El doctor Yann Lignereux, profesor de historia moderna en la Universidad de Nantes, me invitó a almorzar en un restaurante simpático frente a su facultad. Denis Crouzet, maestro de Lignereux, hizo el contacto, que resultó algo estupendo. Yann organiza un coloquio, a fines de marzo, sobre los imperios coloniales y la búsqueda de identidades locales en los siglos XVI y XVII. Me pidió que diese, desde mi perspectiva de estudioso del humanismo, la conferencia inaugural. Me siento muy honrado, pero el tema me excede. No obstante, mi cabeza empezó a maquinar un poco y pensé en una confrontación posible entre la identidad del conquistador del Perú, que se subleva contra la Corona después de las Leyes Nuevas hasta llegar al punto de plantearse la independencia de Castilla (debo consultar para ello el libro sintético y excelente de Ana María Lorandi sobre la guerra civil del Perú), y la elaboración de varias identidades pacíficas en la segunda mitad del siglo XVII en los Andes, la criolla española, la criolla mestiza y la indígena promovida por los curacas. Para la primera, cabría mencionar la historia de la canonización de Santa Rosa; para la segunda, referirme al cuadro cusqueño del matrimonio entre Martín de Loyola y Beatriz Ñusta; para la última, usar materiales clásicos de historia social y terminar con una referencia al papel de la relectura de los Comentarios Reales en ese medio cultural a principios del siglo XVIII. Un ejemplo de radicalismo violento podría brindármelo la historia del Inca Bohórquez, para lo cual recurriría otra vez a un libro, muy bello, por cierto, de Ana Lorandi, su biografía del falso Inca. Sería bueno hacer algún paralelo con el desarrollo de una cultura barroca de alto vuelo en Nueva España (Sor Juana, Sigüenza y Góngora, etc.). ¿Por qué no pensar también en referencias a procesos parecidos que pudiese encontrar en Décadas de Asia de João de Barros, un texto que conozco bien y me atrae? Nicolás tendría que ayudarme, hallar los libros pertinentes en el caos de mi librería y mandármelos con Aurora el 18 de diciembre. Pero aquí se produjo una nueva vuelta de tuerca. Porque conté al profesor Lignereux qué tipo de investigación está haciendo ahora Nico respecto de la imaginación sobre los bárbaros entre el Renacimiento y las Luces. El colega se mostró más que interesado. Prometí mandarle un PDF del último artículo de Nicolás, así como darle una respuesta definitiva a su honrosa invitación el 3 de noviembre, día en que nos encontraremos en el Instituto. Así las cosas. Quería simplificarme la existencia y me la estoy complicando demasiado.

 

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24 de octubre

El día se nubló pero está tibio. Doy vueltas por el parque magnífico de la isla Versailles en medio del Erdre, el afluente del Loira que canalizó el alemán de la historia de los cincuenta rehenes. De hecho, el paseo que conduce hasta ese paraíso otoñal lleva el nombre que rinde homenaje a las víctimas: 50 otages. La isla es un jardín japonés de árboles verdes (pinos enanos, pinos blancos, cedros, enebros, tejos, árboles pagoda o glicinas), rojos (arces de todos los tamaños), amarillos (ginkgos, cerezos), de cañaverales de bambú, cascadas, estanques y puentes curvos [08, 001-003]. Una vergüenza lo miserable que es mi conocimiento de la botánica, sobre todo si pienso que mis dos abuelos, uno por ser naturalista, el otro hombre del campo uruguayo, conocían cientos de árboles y especies vegetales. Tantos animales que puedo enseñarles a mis nietos y sólo unos pocos árboles. Debo ponerme a estudiar esa ciencia. Prometo ir mañana, si no llueve, al Jardin des Plantes, por el lado norte de la estación de trenes. En la isla, una casa nipona encierra un jardín seco como el que visitamos con Aurora en el santuario templo shinto-budista de Ryōan-ji en Kioto. Se distinguen perfectamente las dos piedras que representan islas en el mar de la que representa una montaña más allá de las nubes [08, 004-005]. Cruzo el Erdre, que es un río angosto pero transitado como una avenida para carruajes. Me dirijo hacia el Este, camino por calles desiertas, me percato de cuán provinciana es Nantes (el tout Nantes está en el centro histórico) y veo por fuera la basílica consagrada a los hermanos mártires de la ciudad, san Donaciano y san Rogaciano, muertos durante la persecución atroz de Diocleciano [08, 006-007]. Existe todavía el sarcófago marmóreo del siglo IV en el que dizque reposaron sus cuerpos. La primera iglesia, construida en el mismo lugar de la basílica actual sobre los restos de una villa romana, se levantó en el año 490. El edificio actual, obra de los arquitectos Émile Perrin y François Liberge, fue erigido entre 1872 y 1902 en un estilo neogótico de arcos románicos, una rareza. El 15 de junio de 2015, un incendio devoró la totalidad del techo. Hace exactamente cuatro días, comenzaron las obras de restauración. Está prohibido el acceso al interior. Me asombra la labilidad perenne de las bóvedas en las iglesias cristianas. Ocurre como si nuestras pretensiones de subir al cielo quedasen siempre truncas. Los incendios serían símbolos de que el proyecto de divinización que Jesús trajo al mundo se revela, una y otra vez, como la mayor de las ilusiones. Y nosotros volvemos a empezar. No nos resignamos a morir del todo.

Sigue nublado. Camino hasta el cine Gaumont, donde veo Las pruebas, segunda parte de la saga El corredor del laberinto, una de esas películas de futuros apocalípticos muy en el fondo esperanzados, que tanto me gustan. Un grupo de jóvenes se enfrenta a la organización Wicked (¡vaya nombre!) y sale del lugar donde los tienen presuntamente protegidos, para enfrentar la posibilidad de reconstruir el afuera de la civilización hecha añicos. ¡Buenísima! Como ya escribí, espero que las princesas y los caballeros feudales de mis nietos no tengan que hacer muestras parecidas de coraje, ni tampoco los hijos de sus hijos. Por el momento, pure entertainement, que eso también es el cine.

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25 de octubre

Sueño: Nada tuvo que ver con las elecciones en la Argentina. Tampoco fue una pesadilla. Al contrario, me causó tanta diversión el soñarlo que me desperté riendo a carcajadas. Resulta que estaba toda nuestra familia, incluida mi suegra, en el Tigre. Llegó un alerta de tsunami y había que evacuar la casa donde nos alojábamos. Meme dijo que ella no podía irse porque estaba desnuda y le faltaba bastante para bañarse. Salió de la casilla del baño a hablar en una galería como si tal cosa. Los agentes de Defensa Civil quedaron pasmados. Yo decía: “No se preocupen, la señora es rumana y en ese país no existe el pudor de la desnudez. Muchas veces ya me dijo mi suegra, al presentarse como Dios la trajo al mundo: ‘Aj, déjame en paz, Gastón, que no verás nada extraordinario ni que no hayas visto mejores’”. Fin del sueño. Ignoro si hubo tsunami.

Día muy soleado en Nantes. Pude cumplir con la palabra dada a mí mismo. Visité el Jardin des Plantes, una jornada completa dedicada a desasnarme, mínimamente, en el campo de la botánica. En 1687, los boticarios de la ciudad tuvieron un huerto para cultivar plantas medicinales y legumbres. Pierre Chirac, intendente de los jardines del rey, cayó pronto en la cuenta de la importancia que podía tener Nantes como lugar de ingreso y de aclimatación de especies tropicales y plantas de Oriente, transportadas por los armadores de la ciudad. En 1719, el tocayo de apellido del expresidente de la República Francesa al que todos conocemos logró transformar el jardín de los boticarios en jardín real. Es más, en septiembre de 1725, Luis XV decretó la obligación de los capitanes de los navíos franceses que recalasen en Nantes “de aportar granos y plantas de las colonias en los países extranjeros” al vivero de la ciudad. En 1793, la Convención resolvió reorganizar todos los jardines botánicos de Francia. El de Nantes encontró su lugar definitivo sólo en 1806. El primer director de esta etapa, Jean Alexandre Hectot, plantó tres años después la primera magnolia de flores grandes, llegada desde América del Norte, que todavía luce recortada contra el cielo. A partir de 1822, Antoine Noisette, un paisajista de París, se instaló en Nantes y comenzó el trabajo de parquización con vistas a abrir el lugar al público. El hombre que dio al Jardin su aspecto definitivo fue el profesor de botánica Jean-Marie Écorchard, director desde 1840 hasta 1880. A él debemos los agrupamientos de plantas sobre la base de dos principios, uno científico referido a la reunión de especies por climas y lugares de procedencia, otro estético que tuvo en cuenta las combinaciones de colores, sobre todo en las estaciones de la primavera y el otoño. Por ejemplo, no hay rincón del parque que carezca del contrapunto otoñal entre el rojo, el amarillo y el verde. Deberé preguntar a Sonia Berjman en Buenos Aires si acaso Carlos Thays no conoció a fondo y se inspiró en el jardín de Nantes. Pero aquella impronta global de comienzos del siglo XVIII no desapareció en absoluto. Al contrario, se vio reforzada por el arribo de plantas del Lejano Oriente, al calor del dominio colonialista francés en Indochina. La propia China y el Japón proveyeron una cantidad de especímenes, sólo equivalente en su variedad a las colecciones vivientes de los Royal Botanic Gardens en Kew. Una faceta aparentemente simpática de los grandes imperios coloniales europeos, comenzada, a decir verdad, ya por los españoles en el siglo XVI. El asunto fue bien estudiado por Mary Louise Pratt y nuestra Marta Penhos.