Diario de Nantes

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Durante la cena, me senté junto a mis dos amigos senegaleses, Babacar Fall y Mor Ndao, el holandés Jan Houben, el director Jubé y el fellow emérito Alain Supiot, compañero de Roger en el Collège de France. Los africanos tuvieron la palabra. Describieron el retroceso cualitativo de la educación formal, desde la escuela primaria hasta la universidad en el Senegal de hoy, producido más que nada por el deterioro económico de las clases medias que habían comenzado a formarse en el país después de la independencia. Al sistema educativo del Estado lo reemplaza poco a poco la red de las escuelas coránicas a cargo de marabúes, sostenidas desde hace generaciones y generaciones por las cofradías musulmanas en las comunidades del campo y de las ciudades pequeñas, que ahora extienden su acción a los barrios periféricos de los grandes centros urbanos como Dakar. Hay jóvenes de clase media cuyos padres pueden afrontar los gastos de los estudios coránicos en los países árabes del Magreb. Buena parte de esos muchachos regresa al Senegal para discutir la legitimidad del sistema de cofradías y la enseñanza de los marabúes; arrastran con ellos la influencia del radicalismo islámico, un fenómeno no visto hasta nuestros días en esa región de África. Estamos lejos de la Ilustración escocesa.

* * *

14 de octubre

Hoy es el cumpleaños de Constanza. La llamé muy temprano, demasiado, me parece, para felicitarla. Le mandaré de regalo el libro de Kumar Shahani. Trabajé todo el día en la presentación, salvo un trámite de banco que hube de hacer, sin demasiados resultados. Volveré el lunes por la tarde. Entré y salí, fui varias veces a la biblioteca y me detuve, más que en otras ocasiones, en los textos impresos sobre las paredes del Instituto. En el hall de entrada, hay una biografía de Jacques Berque (1910-1995), el personaje a quien homenajea la calle, allée, donde se encuentra el IEA y que, además, fue el promotor de los acercamientos igualitarios entre culturas dispares, como la francesa o la europea y las de países islámicos, la India y el África negra (aquí la expresión es de uso corriente, ¡y cómo!, entre los propios africanos, quienes no tienen empacho en utilizarla y suelen fastidiarse cuando los políticamente correctos andamos buscando circunloquios para evitarla). En rigor de verdad, este lugar de serendipity se inspira en los combates que Berque protagonizó para abrir la cabeza de los europeos, de un modo creativo y moral que aplastase sus intereses, nunca satisfechos, siempre dirigidos a las riquezas materiales de sus antiguas colonias, y los reemplazara por una colaboración fraterna consagrada a reparar los efectos deletéreos del imperialismo. Nuestro numen nació en Argelia, fue elegido profesor del Collège de France en 1956 y allí desempeñó la cátedra de Historia del Islam Contemporáneo. Tuvo un gran respeto por la ciencia, el laicismo y la racionalidad de la Ilustración, al mismo tiempo que reivindicaba el valor de las emociones. Decía a propósito de los saberes que él amaba: “No quiero una ciencia complaciente so pretexto de la acción, ni una acción dogmática so pretexto de la ciencia. Nuestro papel consiste en comprender. Sólo que el análisis, para ser eficaz, para descender lo suficientemente profundo, no debe disociar los hechos de su contexto de emoción, ni del sentido con que les da color la experiencia vivida”. Me llama la atención y me complace que los dos institutos de altos estudios en los que trabajé y trabajo, el de Berlín y el de Nantes, hayan elegido de espíritus guías a intelectuales salidos de los mundos que sus pueblos respectivos persiguieron. El WiKo no hubiera existido sin el entusiasmo del filósofo de la ciencia Yehuda Elkana, un húngaro-israelí cuya familia estuvo muy cerca de morir en Auschwitz. El IEA eligió al antropólogo e historiador argelino Jacques Berque como su gran maestro. La flânerie de hoy también me hizo leer un texto mural de Julien Gracq, extraído del libro La forma de una ciudad (1985), donde ese escritor evoca sus años de adolescencia en Nantes, a comienzos de la década del veinte:

Es el empaque, desdeñoso a la hora de consolidarse, de una ciudad marítima y comerciante en pleno sueño rural, en plena agricultura de subsistencia, parecido al de una ciudad de la Gran Grecia asediada por la malevolencia indígena, lo que confiere a Nantes la autonomía cortante, el aire de arrojo y de independencia mal definible, pero perceptible, que sopla en la calles. [...] Intenté dar cuenta del aire de libertad, semejante al que impulsa una vela, que yo respiraba por instinto en las calles de la ciudad y que aún respiro. Por cierto que, a la edad de cuando viví en ella, me sentía naturalmente de paso y muy poco deseoso de encariñarme, pero ninguna otra ciudad estaba mejor concebida para desarraigar desde muy temprano una vida joven, para abrir el mundo antes que otra frente a sus ojos: todas las navegaciones imaginables, bastante más allá de las de Julio Verne, encontraban de modo complaciente su punto de partida en esta ciudad aventurera.

* * *

15 de octubre

Hube de despertarme temprano, enterarme de las arcaicas obscenidades argentinas, desayunar y llegar a tiempo al Instituto para asistir al coloquio “Leyes de los dioses, de los hombres y de la naturaleza”, preparado por Giuseppe Longo, director de investigaciones del CNRS. El profesor Longo presentó la primera ponencia, deslumbrante en verdad, tanto que creo hubiese sido necesaria una conferencia o, mejor aún, una clase de dos horas para entender mejor sus ideas sobre la filosofía de la ciencia, francamente revolucionarias. Habló del “Papel de la historia: biología vs. ciencias humanas y la ideología de los big data”. Comenzó por explicar hasta qué punto el reduccionismo de la física ha procurado separar esa ciencia de cualquier consideración histórica, al ceñirse a las determinaciones del estado de los objetos y, cuando incluye el tiempo en tanto fenómeno esencial, aceptar la irreversibilidad, describir los procesos como idénticos e invariantes absolutos en su propio movimiento y, sobre ellos, fundar un mecanismo de previsión de los hechos. Ni siquiera los estudios de la llamada path determination, es decir, del itinerario de un objeto, condicionado por los sucesos previos que le permiten dirigirse hacia un punto y no otro del espacio, tienen nada de históricos ya que terminan siendo reducidos a manifestaciones de la conservación de la energía. Con Galileo, Newton y Einstein, la ciencia física ha sido capaz de proporcionar una representación fundamental y simple del mundo natural, pero ello no ha implicado el conocimiento de los elementos básicos de la naturaleza. Vale decir, lo fundamental y lo elemental no se superponen en absoluto. Tampoco lo hacen lo elemental y lo simple. Ocurre más bien lo contrario con la teoría de los quanta y el modelo estándar de las partículas subatómicas, cuestiones ambas elementales y muy complejas. Y bien, la biología es una ciencia que se encuentra entre la física y la historia, pues se ocupa de organismos y fenómenos para los cuales el pasado no sólo es relevante sino diferente en cada caso y, en consecuencia, la irreversibilidad del tiempo no siempre es describible en términos de invariantes.

Tres son los campos de la biología donde mejor se advierten las que podríamos llamar determinaciones históricas, es decir, variables e impredecibles, de los objetos bajo análisis. El primero atañe a la producción de un conocimiento en las especies vivas a partir de la memoria. Dos etapas se distinguen en el proceso: la retención preconsciente de invariantes en el medio y la protención (o expectativa) que mueve al ser vivo hacia una acción basada en una experiencia anterior. No hay protención sin retención y, para que esta sea productiva, capte y conserve los invariantes, el olvido aparece como una necesidad ineludible. Sólo si un organismo vivo olvida los detalles sujetos a las mayores variaciones de objetos o individuos que lo amenazan, puede reconocerlos en una segunda instancia y evitarlos, huir o atacarlos. No hay memoria sin olvido, por eso Longo se indigna frente a la denominación trivial que se hace de la capacidad de almacenamiento de datos en las computadoras en términos de memoria de la máquina. Un ordenador no puede tener memoria al carecer de la función del olvido. Hasta los gusanos llamados planarias poseen memoria biológica y aprenden: tienen retención de sus condiciones corporales y, a la hora de sufrir cortes y mutilaciones, son capaces de reconstruir sus cuerpos a partir de la experiencia anterior, sin equivocarse acerca de qué parte es la que debe regenerarse. El segundo campo donde despunta la historicidad de lo biológico es, por supuesto, el de la evolución darwiniana. Los fenotipos no se conservan sin modificaciones en su descendencia, que luego la selección natural incorpora al genotipo. Para que la estabilidad biológica se conserve, se requieren cambios permanentes de las especies y del espacio donde se desarrollan, esto es, el ecosistema. El tercer horizonte se refiere, finalmente, a la genética y a la estructura del ADN, la doble hélice de prótidos en la que se conservan huellas del pasado que determinan el futuro, rastros de las influencias sucesivas de los contextos en la construcción de la cadena que son, a su vez, producto de la transferencia horizontal de genes o de la variación genética críptica (CGV). La fusión de retrovirus en los genomas ha causado asimismo grandes modificaciones evolutivas, por ejemplo, ha dotado a ciertas células de los mamíferos de la capacidad de acoplarse sin destruirse; parece muy probable que así haya aparecido la placenta entre ciertos mamíferos hace alrededor de cincuenta millones de años, tras la extinción de los dinosaurios.

Longo atacó entonces el problema, no sólo científico, sino social y político, de la administración por medio de los big data (BD), una cultura que pretende transformar la historia de la ciencia y sus aplicaciones en mera manipulación de BD. El punto de partida de esta tendencia parecería haber sido un artículo de Chris Anderson, publicado en 2008, cuyo título traducido transmite el siguiente disparate: “El fin de la teoría. El diluvio de datos torna obsoleto el método científico”. Tal aluvión nos llevaría a encontrar patrones, según Anderson, que la ciencia no puede lograr. Así se establecen correlaciones absurdas e inútiles del tipo: la curva de las tasas de gente ahogada al caer de un bote en los lagos, ríos y costas marítimas de los Estados Unidos se superpone con la curva de las tasas de matrimonios en Kentucky, hasta un 95% de coincidencias en sus perfiles. O bien: las crisis financieras tienen siempre su origen en una sola causa, la deuda pública. Longo cree que la propia ciencia matemática viene a socorrernos de tanta estupidez. Los teoremas de Van der Waerden y de Ramsey establecen que, dada cualquier secuencia lo suficientemente larga y densa de valores de una variable, siempre es posible encontrar una secuencia correlativa referida a otra variable cualquiera, sin relación física, formal o causal entre ellas. Frente a aquellas estupideces, Longo propone volver a la sencillez metodológica de Demócrito, quien, al ver el desgaste de los escalones de un templo y verificar que el paso de uno o dos fieles por allí no cambiaba en lo más mínimo el aspecto visible de los escalones, dedujo que el desgaste debía ser un proceso muy lento de pérdida de partículas imperceptibles, detectado sólo al cabo de larguísimos períodos. De allí concluyó Demócrito que la materia había de estar formada por átomos tan diminutos que los sentidos comunes no alcanzaban a distinguirlos, salvo si mediase algún efecto de desprendimiento como el sugerido por el tránsito de los caminantes en las escaleras de un templo. Hubo dos respuestas, a las muchas preguntas formuladas a nuestro primer ponente, que retuve, admirado de su sencillez y contundencia. 1) La investigación emprendida por Longo tiene por objeto definir los mejores términos del diálogo a establecer entre la historia y las ciencias naturales, de modo tal que haya un enriquecimiento y no un aplastamiento mutuo (él cree que buena parte de la situación actual se debe al empobrecimiento cultural, literario, filosófico que afecta a los científicos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial). 2) La matemática interactuó casi cuatro siglos con la física, un maridaje que ha fertilizado a una y otra ciencia; decenas de nociones matemáticas nuevas, inéditas, inesperadas, nacieron de esas relaciones (para empezar, el cálculo infinitesimal, conocido en principio como “cálculo de fluxiones”, que buscó encontrar las herramientas para entender y medir los movimientos del cielo y de la Tierra). Sin embargo, a pesar de que la matemática lleva setenta o más años interactuando con la biología, no ha salido de allí ni una sola idea matemática nueva, se trata sólo de aplicaciones ultracomplejas de lo ya bien inventado en su reino.

 

A Longo siguió nuestro conocido Andreas Rahmatian, quien disertó sobre “La naturaleza de las leyes en el derecho y la economía”. Buena ponencia, pero sin el esplendor ni la novedad radical de los cincuenta minutos (nada más que eso), iguales a los de Andreas, empleados por el organizador del coloquio. La diferencia mayor entre ambas disciplinas respecto de las leyes es que los economistas dicen haberlas encontrado y los juristas, haberlas creado. Interesante. Rahmatian arrancó con la definición de nuestros objetos en el sentido jurídico (básicamente desde la perspectiva del derecho penal): conjunto de reglas que ordenan a las personas cómo han de comportarse. Hans Kelsen, figura mayor del positivismo legal, pretendió fundar una ciencia estricta del derecho y, para ello, entendió que las normas debían ser analizadas sin efectuar consideración alguna de sus contenidos ni de sus propósitos sociales. Por lo tanto, era necesario separar estrictamente la ley de la moral y pensar que el objetivo de una ciencia legal no podía ser nunca el de justificar ni mejorar un sistema legal concreto, cualquiera fuese. Aunque algo desacreditado, el positivismo de Kelsen todavía es aplicado por jueces y abogados en todo el mundo. El británico Herbert Hart quiso suavizar ese punto de vista en su libro El concepto de derecho, de 1961, donde intentó definir el contenido mínimo de la ley natural y referirlo a la noción de justicia, cosa que Kelsen rechazó por entender que la justicia no era un objeto abordable por parte del pensamiento científico. En 1971, John Rawls publicó la Teoría de la Justicia y rescató la legitimidad de emitir afirmaciones sobre lo justo y lo injusto, basadas en el uso del pensamiento racional. De allí extrajo su idea de la justicia como equidad, tributaria del moralismo de Adam Smith. Andreas prosiguió su recorrido con el examen de los antecedentes históricos de las aproximaciones científicas al concepto. Boyle y el propio Newton investigaron las posibilidades de lograr una ciencia legal que fuese tan racional como la ciencia de la naturaleza. Cesare Beccaria no se preguntó acerca de los contenidos de las leyes, sino de la predictibilidad de las decisiones de un juez según lo establecido por los códigos, lo cual sería el primer reaseguro de un pueblo contra la arbitrariedad. Beccaria pensaba que los jueces estaban obligados a resolver las causas criminales mediante una operación silogística: la premisa mayor la daba la ley general; la premisa menor, la conformidad de la acción juzgada a las leyes; la conclusión debía ser el otorgamiento de la libertad o la prisión por el tiempo establecido en el código. Lord Kames, de quien casi sabemos todo cuanto merece la pena gracias a Rahmatian, anhelaba construir científicamente el derecho para conseguir que el ejercicio de la autoridad quedase sometido a la razón. Nuestro expositor aludió al uso peculiar que las escuelas norteamericanas hacen de las teorías jurídicas, a las que pasan siempre por el tamiz de lo que habría sido la voluntad de los Padres Fundadores de la nación. Hubo algo más que un dejo de ironía europea en la acotación. Andreas pasó entonces a examinar la cuestión de los fundamentos metafísicos de todos los puntos de vista reseñados hasta ese momento. Dios fue la base y fuente de la ley hasta el siglo XVII; la naturaleza lo sería en el siglo XVIII, tanto en los partidarios franceses de la religión natural como en los pensadores escoceses, para quienes existe un amor universal de los seres humanos hacia lo justo. Hasta el positivismo de Kelsen tendría un apoyo metafísico último, por cuanto subyace en su ciencia la idea de la necesidad de una organización social, sin ser puesta en discusión. Hasta Hume entendió que tal necesidad estaba implícita en cualquier argumento de fondo sobre las leyes y, por eso, aceptó el valor de la jurisprudencia, garante segura del orden social, frente a las pretensiones de la razón natural. Por último, Andreas desembocó en la distinción que nuestro coloquio necesitaba: la ley en el sentido jurídico es un “debe”, hecho por el hombre, y cambia con el tiempo; la ley natural es un “es”, independiente de la volición humana, que el ser humano descubre a partir de la observación del mundo. El jurista prescribe y el físico describe. No obstante, hay dos casos importantes a señalar en los que se da una combinación del “debe” y el “es”: Galileo la imaginó en el horizonte de la física, Adam Smith la usó para enunciar las leyes del mercado y estatuir la “mano invisible”, de la que salieron tanto un desideratum moral de organización económica cuanto la economía matemática. A la hora de los comentarios, Alain Supiot nos recordó la conveniencia de aunar panoramas tan exhaustivos de la tradición occidental y otras visiones de la ley como la de la Common Law o la del dharma, según el cual las leyes cambian constantemente, no sólo en el curso cíclico de las reencarnaciones, sino en la vida de un hombre cuando pasa de una edad a la otra. Sigamos el ejemplo del análisis comparativo de Montesquieu en tal sentido y no imitemos a Condorcet, para quien esos trabajos de Montesquieu debían descartarse, pues la razón era una y universal, de modo que no podía haber más que un corpus de leyes buenas y verdaderas fundadas en ella.

Tocó el turno a Gabriel Catan, un compatriota afincado en París, físico y ahora filósofo, cuyo tema era “Hacia una teoría poscrítica de la representación”. Al principio, expuso de manera muy personal el sistema kantiano. Se preguntó cómo extraía Kant las leyes generales y universales de la naturaleza a partir de la perspectiva del sujeto en la que él mismo había encapsulado la experiencia científica. Mediante el método de las variaciones, se contestó Gabriel, que implica la identificación de los objetos del conocimiento por dos vías, la de la extensión y la de su comprensión, así como se hace necesario partir de un sujeto indeterminado que permite alcanzar la intersubjetividad y extraer de ella la objetividad del saber; recíprocamente, de una indeterminación del objeto, se obtiene la interobjetividad de la que se desprende la subjetividad. He ahí, según Catan, la construcción del sujeto y del objeto trascendentales, la estructura trascendental de lo humano, que encuadra y delimita el campo empírico para la investigación científica, al extremo de absorber el espacio y el tiempo, convertidos en la Umwelt, lo que rodea al sujeto de nuestra especie cuando conoce (Gabriel aclaró que cada especie viviente posee su propia Umwelt, diferente a las demás, destinada a circunscribir su experiencia). A esta altura de la exposición, el argentino enunció la hipótesis a desarrollar: los límites del método de las variaciones se superan por la radicalización de la estructura trascendental. Gabriel partió de una interpretación claustrofóbica de la estructura trascendental de la humanidad con el fin de horadarla, de convertir la negatividad de sus límites en un trascendentalismo positivo, tal cual lo querían los idealistas alemanes de comienzos del siglo XIX. Según ellos, especialmente Schelling en su Escritos sobre filosofía de la naturaleza, la filosofía de Kant había sido necesaria para que supiésemos cómo se ha constituido el sujeto, pero se hacía imperioso ir más allá. Merleau-Ponty también pensó en una reinstitución permanente del sujeto. Por lo tanto, es posible concebir la estructura trascendental a modo de una organización existencial, modificable, de la experiencia. No es un étant donné; por el contrario, si ampliamos continuamente el lenguaje definido en una Umwelt determinada, supongamos el campo de un sujeto α, produciremos un exceso de objetos nuevos de conocimiento en relación con ese campo α y pasaremos a un nuevo campo de experiencia, el del sujeto β, que será un nuevo sujeto especulativo en un grado más amplio de trascendentalismo. Si llamamos Fenoumenos (P) al conjunto de fenómenos cognoscibles en una estructura trascendental definida, podemos simbolizar esta progresión del modo siguiente, P : α → Pα (α sería un sujeto trascendente que no tiene acceso más que a los objetos construidos en los términos permitidos en su campo α inicial); P : β → Pβ, etc. Habrá un límite en esta secuencia para cada clase de Fenoumena, si bien teóricamente sería concebible un PΩ = P para todo P, inalcanzable por la mente humana. El PΩ podría ser la estructura trascendental de la divinidad.

¿Qué talco? Esperaba que la ponencia siguiente me diese un poco de respiro. No hubo lugar a mi deseo. Porque Jean Lassègue centró su intervención en cuestiones relativas al Quattrocento, si bien el título anunciado no lo sugería: “Lo trascendental como potencial de transformación simbólica”. El disertante tomó un texto de Cassirer de 1939 en el punto de partida, escrito durante su exilio en Suecia, que se ocupa además de un filósofo sueco del derecho, Axel Hägerström, muerto ese mismo año y próximo a las posiciones positivistas de Kelsen. Hägerström se había ocupado de los orígenes míticos del derecho romano y había concluido que el desarrollo posterior del ius no había sino procurado diluir aquellos fundamentos para adentrarse en una construcción racional de la ley. Cassirer discutía esta idea de la cancelación de lo mítico y afirmaba, en cambio, que precisamente esa dimensión y su permanencia fueron las condiciones de posibilidad para una autotransformación y renovación del derecho en el sentido racional, que el filósofo sueco había visto como un alejamiento destinado a destruir la ilegitimidad y la irracionalidad de los orígenes. Esta descripción histórica de Cassirer, según la cual el mito no fue destruido sino integrado y sometido a una metamorfosis que lo ocultó sin suprimirlo, entraña una idea de la evolución del espíritu humano, que mantiene latentes y vivas las formas simbólicas arcaicas al mismo tiempo que crea o encuentra otras nuevas. Lassègue puntualizó que esta noción general fue la que Cassirer desplegó también en su ensayo famoso, Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento. Entre el Quattro y el Cinquecento, los humanistas cumplieron un doble trabajo crítico, primo, sobre la lengua; secundo, sobre la astrología, que habría de llegar a una convergencia en el estudio matemático de la astronomía. Los jalones de la filología fueron, según Cassirer y Lassègue, la obra de Valla sobre la Donatio de Constantino, la crítica de la retórica efectuada por Vives y la última, donde ya despunta la confluencia apuntada, la introducción de un curso de matemática en el Collège Royal en 1559 por parte del gramático y lógico Pierre de la Ramée. Los hitos de la crítica astrológica se iniciaron con el ataque de Pico a la pretensión de ese saber de descubrir la causalidad de las acciones humanas y la historia en cierta potencia, inexistente, de los planetas y las estrellas. Y terminan en la renuncia final de Kepler a la astrología por el hecho de que ella no podía explicar nada del recorrido de su propia vida. En este punto, no entendí, confieso, la razón de que nuestro colega volviese sobre sus pasos para citar la carta de Kepler a Tanckius de 1608, en la que el astrónomo dice “jugar con símbolos”, mas no como algo digno de seriedad y confianza, sino simplemente eso, divertirse, jugar de verdad. Me parece que Lassègue torció la interpretación del pasaje y quiso reproducir el gesto de Cassirer para afirmar que, en Kepler, se mantenía viva la magia astrológica en un segundo plano. Fue la única ocasión del seminario en la que intervine. No me satisfizo la pirueta hermenéutica e insistí en que la polémica con Fludd, si bien desplazada al comienzo de los años veinte del siglo XVII, demostraba que Kepler había abandonado resueltamente toda especulación alrededor de lo simbólico y recalcado la validez exclusiva del camino físico-matemático. Quedó allí flotando mi pregunta sobre si había habido o no ruptura, vale decir, revolución científica. Nadie que haya atravesado la posmodernidad osa dar una respuesta.

 

La ponencia siguiente fue muy bella, tanto cuanto la de Longo. Estuvo a cargo de una etnóloga especialista en las civilizaciones voltaicas del oeste del África Septentrional, la doctora Danouta Liberski-Bagnoud. Nos habló acerca de “Categorizar de otra manera. El orden ritual de los dioses, los cuerpos y los lugares en una forma africana del pensamiento totémico”. Aquellos pueblos a los que Danouta fue al encuentro en Burkina Faso no se plantean siquiera el concepto de ley en ninguno de los planos, ni natural, ni religioso, ni moral. El colonialismo introdujo el término y la idea. Si bien la palabra árabe “sharía” es utilizada en el lugar, lo es para aludir al simple hecho de dirigirse ante un tribunal. Aquellas sociedades están construidas alrededor del fenómeno del rito, ligado al interdicto o tabú. La palabra cullu designa ambas cosas en las lenguas voltaicas. Una acotación sobre el tabú, vocablo de la Polinesia que los primeros misioneros interpretaron como “sagrado” y entonces llamaron “libro tabú” a la Biblia; cuando se percataron de que a un objeto calificado así nadie quería ni acercársele, revisaron su comprensión del asunto y advirtieron que se trataba de una prohibición ligada a una práctica individual en los ritos. Volviendo al África Occidental, cabe preguntarse, ¿hay allí un empleo implícito de alguna noción de ley o de regularidad de la naturaleza? Este interrogante nos lleva a otro precedente: ¿hay una noción de “naturaleza”? Parecería que la dicotomía naturaleza-cultura tampoco existe entre los pueblos voltaicos. Se establecen espacios y tiempos calificados, es decir, cualitativamente determinados, pero se yuxtaponen a espacios y tiempos homogéneos, medibles y medidos. De modo semejante, las prácticas rituales conviven con las prácticas técnicas, pero nunca se superponen ni se confunden (aquí recordé, ça va de soi, el viaje de Warburg a Nuevo México). Nueva pregunta que se formuló Danouta: ¿hay una noción de causalidad? Parece que, si la hay, poco tiene que ver con la nuestra. Buscar el origen de un suceso implica también indagar por su sentido oscuro y su finalidad. Suele recurrirse a la adivinación en el proceso. En Burkina Faso, la palabra curi designa el doble objeto de la pregunta “¿por qué?”. Un ejemplo que experimentó nuestra propia etnóloga: un niño se ahogó en la aldea donde ella trabajaba. Los habitantes del sitio relataron todos los detalles del acontecimiento y destacaron el hecho de que, al trabársele un pie en el fondo del río, el muchacho no pudo nadar y el agua lo engulló. Nosotros podríamos darnos por satisfechos con esa explicación, pero los voltaicos, no. Convocan al adivino y este dice que hay una antigua deuda del abuelo del muerto, nunca saldada. Lo que era imprescindible averiguar, entonces, no consistía en la respuesta a la pregunta de por qué se había ahogado el niño, sino de por qué había sido ese niño y no otro. La doctora Liberski-Bagnoud se detuvo para resaltar un error constante de la antropología, esto es, el confrontar siempre el “pensamiento salvaje” con el saber occidental, volens nolens. El propio Lévi-Strauss lo hizo cuando, al fin de su investigación acerca del totemismo, las categorías y las clasificaciones de los pueblos sudamericanos, pensó haber demostrado que tales formas del intelecto eran manifestaciones de la racionalidad universal. Danouta piensa que la subsunción del pensamiento del otro en una ratio común a toda la humanidad implica esterilizar y congelar ese sistema de ideas. Los Dogon de Malí, por ejemplo, han creado veintidós categorías de todos los seres naturales y técnicos del mundo; es posible que hombres y animales distintos se encuentren en varias categorías al mismo tiempo. Ordenados como si se tratase de una gran estantería mental, un teatro, un palacio de la memoria, se realiza imaginariamente un corte transversal de la estructura y así se obtiene un corpus de seres dispares, simbólicamente asociados. De las relaciones establecidas en el corte emergen los tótems y los tabúes. Ni los procedimientos ni los resultados de tales operaciones deben ser proyectados sobre ninguna racionalidad supuestamente universal. Nuestro colega malí, Mamadou Diawara, sugirió que reflexionásemos con mayor elasticidad sobre la postura emic de los seres humanos observados y tuviéramos en cuenta que el par de opuestos hombre o cultura-naturaleza es, en todo caso, una novedad de finales del siglo XVIII también para las sociedades europeas modernas.

Olivier Rey ocupó el podio y se refirió a “La confusión de las leyes”. Hizo un recorrido erudito a través de la historia de la dicotomía entre leyes del hombre y leyes naturales, de sus distinciones y superposiciones frecuentes. Por cierto, estuvo muy bien y sólido el pebete. Se lanzó a algo muy simple: consultar el Trésor de la langue française (edición 1971-1994) y extraer las dos primeras acepciones del vocablo “ley”: 1) regla general imperativa; 2) regularidad general y verificable. La primera presupone la existencia de su cumplimiento y también de su incumplimiento, pues esta alternativa da pie a la imputación delictiva y al castigo. La segunda, en cambio, no admite excepciones, siempre se cumple; según Claude Bernard, suponer que fuese posible la existencia de excepciones a la ley natural sería una postura claramente anticientífica. La separación de ambos tipos de ley parece muy neta. Sin embargo, Jean Piaget encontró que, en los niños, la idea de necesidad se presenta de consuno en los planos de lo físico y de lo moral. Es bastante extraño que el mismo Piaget se haya extralimitado al afirmar que, hasta los tiempos modernos, la humanidad en bloque se habría mantenido en ese estadio infantil de confusión de las leyes, lo cual se habría manifestado en la persistencia de la admisión simultánea de excepciones a ambos tipos de ley: los milagros, en cuanto a la ley natural; los monstruos, en cuanto a la ley moral. Según el pedagogo suizo, el gran Aristóteles no habría ido más lejos en ese aspecto que un adolescente contemporáneo de once o doce años. Bergson, por su parte, en Las dos fuentes de la moral y de la religión, sospecha que la distinción entre una ley que verifica y otra ley que ordena no es demasiado neta en la mayoría de los hombres. El colega Rey trazó enseguida una historia del proceso de separaciones y nuevas fusiones de ambos órdenes a partir del renacimiento platónico y neoplatónico del Renacimiento cuyo protagonista principal fue Marsilio Ficino, quien había resucitado la idea paleocristiana de Clemente de Alejandría sobre la filosofía griega como el Antiguo Testamento de los paganos. El platonismo abrió el camino hacia el empleo de las matemáticas en calidad de intermediarias entre lo inteligible y lo real, que culminaría con la metáfora galileana de los dos libros, puesta por escrito en Il Saggiatore. Antes ya, el mismo Galileo había trazado una frontera muy precisa entre los dos géneros de leyes en la carta a Cristina de Lorena: las Escrituras nos enseñan qué hacer para que nuestras almas vayan al cielo; el libro de la naturaleza, directamente escrito por la mano divina, nos enseña, en cambio, cómo marchan los cielos. Leibniz volvió a anudar las normas pues concilió el Dios hacedor de máquinas con el Dios bienhechor, al postular que Dios había elegido esta máquina existente porque era la mejor posible. En El año 2440, Mercier volvió a la carga: los descubrimientos de la matemática de la naturaleza habían confirmado la creación divina; en la sociedad futura del libro, el ateísmo había sido derrotado y la ley divina había reemplazado las religiones del miedo, inventadas por los sacerdotes. Se comprobaba así la unicidad de las dos leyes. Aunque la libertad humana hacía que las leyes morales no fueran respetadas sin excepciones, al contrario de cuanto sí lo eran las naturales. En el siglo XIX, se avanzó en el sentido de una desmoralización radical del mundo. Mientras la ley moral debía de considerarse solamente humana, la ley de la naturaleza era inhumana, con toda la desesperación metafísica que el asunto implicaba, tan bien expresada por Melville en una carta a Nathaniel Hawthorne de julio de 1851: “La razón por la que la masa de los hombres teme a Dios y, en última instancia lo aborrece, es porque desconfían de Su corazón, y se lo imaginan todo cerebro, como un reloj”. Antes de despedirse, Rey apuntó a dos casos en los que la matematización de la naturaleza fue rechazada: 1) Aristóteles condenó el uso de la geometría y del cálculo para explicar el mundo porque, para él, el nudo de la física era el ser vivo, no matematizable. 2) Al enfrentarse con la vida, Kant sintió la misma repulsa hacia la aritmética y la geometría en nombre de la teleología, que le parecía formaba un rasgo esencial del ser viviente. Durante los comentarios, Supiot refrendó su sagacidad; destacó que la matemática, a pesar de gobernar las ciencias naturales y proporcionar su lenguaje a la formulación de sus leyes, jamás usa la palabra ley para referirse a sus propias verdades o enunciados (en la estadística, los matemáticos rehuyeron también la palabra; han sido los científicos de otras disciplinas quienes, al aplicarla, hablaron de leyes de la estadística). Hasta mañana.