MISFITS

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Esa vez Tomeus lo encontró en trance, con las manos de dedos gruesos y las uñas negras de escarbar en vertederos (cosa que seguramente habría hecho) formando un hueco para sostener la armónica que estaba haciendo sonar, pegada a los labios succionadores, cortados por la intemperie. Antes de girar la esquina Tomeus ya sabía que Mr. Bojangles tenía un día inspirado, porque escuchaba la melodía perpetrada contra el aire de la ciudad y los oídos inocentes de los transeúntes: Wild man blues, Rag mama rag, Walk on, Hesitation blues…, soniquetes infernales, voluntariosos, llenos de melancolía y disrupción, hermosos por la pura derrota que transmitían. Para Tomeus esta era la imagen habitual del mendigo: sentado entre sus miserables pertenencias, dormitando o vapuleando la armónica con una lengua inquieta, pero en general prácticamente inane. Por eso, el día de finales de septiembre en que, camino del trabajo, Tomeus se topó con él allí de pie, en medio de la acera, viniendo a su encuentro como un autómata, la imagen de Mr. Bojangles cambió de pronto en su mente. Lo inesperado de este encuentro lo había obligado a mirarlo por primera vez a la cara, durante un instante fugaz pero muy productivo en el que pudo al fin poner rostro humano al bulto, y leyó los sentimientos que animaban esa cara gris de tortuga, y la conmovedora biografía que desvelaban todas esas hendiduras, pigmentaciones y pelambreras que emergían de su ser de forma agreste. Allí estaba ahora, apaleando sin complejos su pequeño instrumento musical, con un hilillo de baba apasionada enfilando uno de los hondos pliegues que tenía junto a la boca, con las greñas de pelo alborotado cayendo sobre su frente y sus orejas. Tomeus vio algo poético en todo ello, y le dio por pensar que quizá el tipo escribiera poemas por las noches, o expresara su personalidad y su existencia a través de dibujos en cuadernos, y no solo con la música. Pero nunca había visto a Mr. Bojangles escribir o dibujar, ni siquiera podía imaginar que dispusiera de algún tipo de papel o superficie útil para hacerlo. Tenía un lápiz, es verdad, y eso ya era la mitad del material que necesitaba para llevar a cabo la faena, pero parecía un objeto en desuso, sin una función definida. Quizá hacía cálculos que escribía a escondidas en el suelo y luego borraba a conciencia (¿habría sido contable en una etapa anterior de su vida?, ¿carpintero?, ¿administrativo?), o representaba sus dibujos y sus odas sobre ese mismo trozo de hormigón que ahora lo acogía. Pero habría indicios de tales actividades, aunque Tomeus no era capaz de encontrar ninguno, y se explicaba esta ausencia por su teoría de la clandestinidad y por la pasividad que, normalmente, solía mostrar el sujeto. Daba la sensación de que hubiera soltado amarras hacía mucho tiempo y, desconectado de un mundo a una medida humana, de que estuviera viviendo su propia peripecia con todo el dolor, el entusiasmo, la incomodidad, la libertad y la perplejidad de cualquier otro mamífero semoviente, lamentablemente venido a menos.

Tomeus se alejó de allí cabizbajo, cavilando que también él mismo tenía cada vez más definida lo que llamaba la arruga del mal genio, un pliegue que caía como un cuchillo vertical entre las cejas, aunque en su caso también quería considerarla la arruga de pensar, y no sabía cuál de los dos gestos había contribuido más a formarla. Mientras se adentraba en una calle secundaria decidió que seguramente fuera por la combinación inevitable y continuada de ambos estados.

15

Tomeus creía sufrir una especie de fatalismo erótico. Algo difícil de definir, aunque tenía que ver con el hecho de considerarse un espectador más que un actor, alguien que tendía a observar y desmembrar la realidad más que a tomar la iniciativa y construir. Y tenía que ver también con el hecho de que raramente sonreía. No le gustaban demasiado sus dientes, y por tanto evitaba las demostraciones emocionales que lo obligaran a exhibirlos. Y no es que sus dientes fueran especialmente feos o estuvieran mal formados: simplemente creía que no tenía una sonrisa bonita, aunque quizá esto se debiese más a una actitud retentiva ante las cosas que a una cuestión formal y objetiva. El problema de Tomeus con sus dientes era estético, y por lo tanto social, lo que derivaba en un carácter hosco. De algún modo ambos factores acababan combinándose, y era difícil determinar cuál de ellos precedía al otro: si ese talante levemente arisco lo llevaba a no sonreír, o el hecho de no sonreír construía poco a poco ese carácter. Sonreía poco, en todo caso, de modo que la incomodidad suscitada por su dentadura era una circunstancia que limitaba severamente su propia proyección pública, según creía, de ahí los numeritos que a veces representaba con migas de pan de por medio, ante el espejo del lavabo, en busca de nuevas posibilidades expresivas. «¿Se pueden propiciar los hados solo con sonrisas?», se preguntaba mientras examinaba sus dientes toscamente empastados por las masas de harina. Sonreír debía de ser una buena cosa, en términos objetivos, pero algunos se pasaban de rosca y únicamente conseguían que sus perpetuas sonrisas resultaran odiosas, sumamente sospechosas: nadie puede sostener un rictus de perenne afabilidad sin que parezca un acto impostado. En contraste con esta falsedad, la hosquedad de Tomeus era una costra natural, un tejido duro y correoso que, bajo determinadas condiciones, enseguida se ablandaba, sin embargo. Su primer impulso hacia los otros era siempre una cierta reserva, cuando no un abierto recelo, pero el trato y la costumbre generalmente hacían que tales recelos se tornasen en una especie de distante simpatía, lo que ya era subir un pequeño escalón en el apartado psicoemocional que en su cerebro reservaba a las habilidades sociales. Pero, descartados los melodramáticos y los exagerados, todos aquellos que prodigaban sus sonrisas y su inquietante optimismo como manifestaciones de su propia máscara, ¿se podía forzar un cierto sentido del destino empujando con la sola voluntad, con la fe acérrima e incondicional en que ese cambio se produjera? La respuesta de Tomeus tendía a ser más bien escéptica al respecto, y pasaba por asumir la existencia de un molde primario, individual, que normalmente admitía pocos cambios, porque cada cual es quien es de una manera sustancial y casi definitiva, por mucho que se intente encubrir la estructura con ornamentos destinados al fracaso. Y entonces, ¿hasta qué punto el mal atrae al mal, la desgracia a la desgracia? ¿Hasta qué punto propiciamos nuestro sino con nuestra propia actitud?

En cuanto a su supuesto fatalismo erótico, este se concretaba en una escasez de oportunidades sentimentales, lo que hacía entrar la rueda en la dinámica perdedora de los que no bailan, no dialogan, o sienten demasiada pereza para andar soplando en la engañosa llamita del amor eterno. Cosa que, sospechaba Tomeus, le ocurría también a la gran mayoría de los hombres y de las mujeres que veía diariamente por la calle, o en su entorno inmediato, o asomando chuscamente en los medios de comunicación, por mucho que enmascarasen el fracaso con entelequias de éxito y felicidad edulcorada, y con más sonrisas de la cuenta. Esas que él se negaba a prodigar sin que mediasen razones concretas.

Lo que en definitiva sucedía es que Tomeus no sabía muy bien cómo gestionar su primer encuentro fuera de programa con Sara. Estaba nervioso. La excusa se había presentado esa misma mañana, a cuenta de las condiciones que rigen las relaciones homológicas entre figuras planas, una parte del temario que se le solía atragantar a la mayoría de los alumnos (aunque Tomeus sospechaba que Sara no estaba tan necesitada de aclaraciones técnicas como quería dar a entender, pues de hecho su rendimiento académico estaba muy por encima de la media). Tomeus enseguida había recogido el tanteo de Sara, en todo caso, y dado que el siguiente paso parecía corresponderle a él, había asumido el riesgo de sugerirle una sesión en un ambiente más informal, ajeno a las instalaciones académicas, donde pudieran explayarse sin las limitaciones de tiempo de su tutoría semanal. A Sara le había parecido bien, para secreto regocijo de Tomeus, y este le había propuesto que se encontraran sobre las cinco en el Fenice, un lugar lo suficientemente oscuro, proscrito y alejado de la Escuela para no ser sorprendidos por observadores indeseados. (No es que hubiera escogido un lugar muy instructivo, con todos esos prosélitos de Baco desperdigados por aquí y por allá, pero a horas tempranas el local estaba prácticamente vacío y había bastante tranquilidad, y las numerosas subdependencias y recovecos garantizaban una cierta intimidad y un cierto aislamiento para que Sara no tuviera contacto con la realidad desnuda. La luz de la tarde, a esa hora, entraba tamizada por los amplios ventanales, con lo cual todo tenía un aspecto más amable y acogedor de lo que pudiera parecer. Las tulipas encendidas, las lámparas de ambiente y la madera oscura acababan de transmitir la calidez que Tomeus pretendía).

El humor de Tomeus había mejorado de inmediato con el logro. Seguramente había estado exagerando, pensando en todo eso de la fatalidad y la falta de oportunidades, pues en realidad su vida sicalíptica había sido, bien mirado, bastante productiva, y había incluido algunas relaciones más o menos largas que, tomadas con distancia (superado el desgarro, la frustración, la perplejidad, la liberación o la pena que su final le pudiera haber causado), habían finalmente construido su biografía. Aparte de la discreción que les iba a proporcionar, aquella, la de la mostración autobiográfica, debía de ser la razón por la que se había citado con Sara precisamente en el Fenice (llevaban ya diez minutos allí sentados, sobre un sofá de terciopelo rojo, tratando de aparentar una normalidad imposible), pues le parecía un escenario cargado de referencias personales, y un buen modo de empezar a edificar esa historia en común que se escribe a base de muchos restaurantes, viajes, hoteles, paseos y experiencias…

 

Así, puestos uno junto a otro, el haz de ítems sonaba demasiado descarnadamente a proyecto, aunque en el fondo de sus intenciones Tomeus no anduviera buscando un futuro (y ni siquiera pensaba que Sara y él pudieran tener un destino común, realmente, por infinidad de razones), sino más bien un álbum con estampas más o menos agradables que dejaran constancia de una etapa concreta y pasajera de sus vidas, sonrisas ante el Lago di Como o la Grand Place, cenas románticas en los paradores nacionales. La duda que ahora lo atenazaba venía de esto mismo: de si debía iniciar el juego con la mujer más joven que había entrado en su vida; de pensar si esa mujer sería capaz de entender que había que tomar las cosas desde un punto de vista relativo, circunstancial y transitorio (pero estaba casi seguro de que Sara, por su edad y su consiguiente falta de experiencia, no iba a entender este modo tan prosaico de afrontarlas); y de saber que al final del camino, fuera cual fuese la resolución que los esperaba tras la esquina, iban a tener que enfrentarse a algún tipo de dolor.

Sara solía llevar un pequeño librito de bolsillo que, desplegado, ocupaba apenas la superficie de media cuartilla. De una manera muy imaginativa las líneas estaban colocadas transversalmente respecto a la posición habitual de lectura, de modo que para seguir el texto se hacía necesario girar previamente el libro noventa grados. Al tener que abrir el libro verticalmente, en lugar de hacerlo en horizontal, las dos hojas enfrentadas parecían convertirse en una sola de tamaño doble, y el pequeño truco daba al objeto un encanto muy acorde con la singularidad personal que Sara deseaba transmitir. Sara era una buena lectora, según había comprobado Tomeus, lo cual en cierto modo lo había tranquilizado. Siendo aficionada a la lectura, una parte del mundo y de su tierna personalidad quedaba a salvo. A Tomeus también le gustaba que fuera una rara avis entre los de su especie, la excepción confortadora a la regla, aunque habría preferido que el amor a la lectura que trataba de inculcar a sus alumnos hubiera calado más hondo entre todos ellos. Sara sabía que las demostraciones de interés por la cultura eran del agrado de Tomeus, y por eso exhibía el librito a la menor oportunidad, como un trozo de queso ante un ratón necesitado de un estímulo para salir de la ratonera. Por muy jóvenes que sean, las mujeres llevan dentro la sabiduría de la seducción, son conscientes de su feminidad y de su poder como polo de atracción de los contrarios, y ejercen ese complejo arte de una manera asombrosamente armónica y natural, sin que parezca que las cosas están de algún modo moviéndose a su alrededor, o provocando derrumbes en el interior atormentado de los hombres.

Sara, no obstante, estaba también un poco nerviosa, pero el nerviosismo le duró el tiempo de una breve conversación intrascendente, y el intervalo que tardaron los primeros tragos de su cerveza en hacer efecto en su cerebro y en su sistema muscular. Enseguida el motivo que supuestamente los había llevado allí (la lección académica dificultosa) había quedado olvidado, y Sara escuchaba a Tomeus y asentía dulcemente, y construía un crómlech con los huesos de las aceitunas, alineándolos sobre la mesa en un círculo tan geométrico y preciso como el presente perpetuo que ambos pretendían abarcar. Los hoyos de las mejillas de Sara hacían especial su rostro cada vez que son­reía, dos pequeños segmentos de piel plegada por la contracción del cigomático mayor, que eran todo poesía al adoptar su forma externa. De momento esa era la clave: la forma externa; la no necesidad de profundizar en quién sabía qué simas más psicológicamente insondables o perturbadoras, en qué trozos de pasado o retazos de traumas o anhelos firmes de futuro que podían requerir un improbable consenso. Viendo disfrutar a Sara, viéndola hablar y gesticular y exhalar todas sus formas externas en ese momento concreto, sin más implicaciones ni menos fuego del que era razonable avivar, Tomeus era aceptablemente feliz.

Con Sara levantando de vez en cuando el vaso, dando tragos a su cerveza y riendo, sentada allí a su lado, Tomeus se sentía también un poco responsable de lo que estaba forzando: un punto de no retorno, una segura hecatombe. Y sin embargo había algo que lo empujaba a continuar, posiblemente esa sonrisa genérica que hacía tiempo que ninguna mujer le dedicaba y, más probablemente, la necesidad de tomar la vida como una experiencia total, como una incógnita que había que exprimir hasta la consunción y ver qué pasaba, asomándose a lo que se escondía detrás de las convenciones y el tedio de lo cotidiano y la medianía que nos va matando lentamente.

Sara, en lo más íntimo, seguramente pensaba lo mismo: que a no muy largo plazo las cosas se torcerían, y que aquello no podía perdurar. Donde cualquier otra chiquilla de su edad, cegada por un concepto adolescente de romanticismo, tendería a ver un horizonte rosado y complaciente refulgiendo bajo la llamita titilante del amor eterno, Sara intuía una experiencia útil para su propio rodaje sentimental, siempre más fiable de la mano de alguien con unos cuantos kilómetros de trayectoria vital a sus espaldas; alguien a quien podía admirar intelectualmente, y en quien reconocía ciertas cuotas de poder e influencia social, dada su edad y su profesión. Ella había sido precoz también en sus lecturas, y era capaz de reconocer en el entramado un esquema clásico: el cuarentón y su lolita, la nínfula y el maestro, los paradigmas de posesión y sumisión; un esquema que, no por mucho que se repitiera, dejaba de producirse con una insistencia antropológica. Solo que, en su variante concreta, Tomeus se estaba acercando de hecho a la cincuentena, y a ella le faltaban todavía siete meses para cumplir los diecisiete. En todo caso, a ella no parecía importarle, y más bien veía en esta divergencia algo chic y provocador, una marca de diferenciación y estilo, fuera del alcance de la mayoría de las chicas de su edad. Su relativa madurez demandaba un producto maduro. Muchas veces, cuando Tomeus subía las escaleras del Fenice camino del retrete, reparaba en un refrán que colgaba enmarcado en una de las paredes: The older the fiddle, the sweeter the tune, y ahora esa sentencia cobraba sentido y se ajustaba perfectamente al momento con Sara, a lo que Sara tácitamente solicitaba. Mientras permanecía al lado de ella en ese espacio sacrosanto, extasiado en los detalles de ese rostro que tenía delante y gozando de su compañía, Tomeus recordó la frase como una iluminación: «Cuanto más viejo el violín, más dulce la melodía», y de manera mecánica su imaginación hizo sonar Aged and mellow, la canción de Little Esther Phillips que siempre le venía a la cabeza cuando, a lo largo de los años, había leído la frase en sus numerosas idas y venidas a ese retrete del Fenice en soledad. Como Sara, también Little Esther Philips era una chiquilla de dieci­séis años cuando grabó ese elegante prodigio, pleno de escabrosa sensualidad, en el que proclamaba su preferencia por los caballeros maduros y los whiskies añejos.

16

¿En qué momento él, Tomeus Paramore, ciudadano ejemplar, hombre cabal, se había separado del eje? ¿Cuándo había decidido su yo profundo que era el momento de ser quien no era? Había una acumulación de circunstancias que pesaban sobre el subconsciente, gotas que iban colmando el mismo vaso y, sin saberlo, le hacían tomar conciencia de un yo inédito que iba surgiendo desde una latencia de años. Tomando forma, ese yo era la cristalización de una tendencia interna e imparable, una predisposición que se veía venir y se anunciaba en ciertos comportamientos y en ciertas formas de acatar la realidad, de diseccionarla y reordenarla, de sufrirla y explicarla.

El niño que fue Tomeus ya había dado muestras de un gusto depurado por la colisión de los contrarios, mezclando lo solemne con lo lúdico, la comedia con el drama, la escatología con el arte: con seis años se sentaba en el retrete y pasaba un buen rato concentrado, tratando de producir un excremento con forma de corazón. No tanto un corazón sólido y con volumen, sino una línea de contorno acorazonada que dibujaba moviendo el cuerpo sobre la taza, con cuidado, conforme iba disponiendo la materia prima en el fondo de la loza. Lo máximo que había conseguido era algo con el aspecto aproximado de un pretzel, en cualquier caso, aunque la función ceremonial del acto, tomada en abstracto, podía darse por buena en su matriz, al constituirse en muestra suficiente de su precoz talento subversivo.

Era una subversión con tintes creativos, por otro lado. Un proceso que ponía en valor las numerosas facetas de una personalidad polimorfa, afloradas indiscriminadamente a través de los años con distintas intensidades y bajo aspectos variables, conforme el sujeto iba creciendo y madurando. En esa misma dirección conceptual, se hacía evidente cómo según las épocas iba cambiando en él el orden de prelación de los tres órganos primarios: pene, corazón, cerebro… o sus correlatos metafísicos: instinto, sentimiento, intelecto. Durante ciertas épocas el orden era ese mismo, o bien: cerebro, pene, corazón, o totalmente viceversa; pues con el transcurso del tiempo o según las circunstancias podía entrar en juego cualquiera de las variantes de esta simple combinatoria —permutación de tres elementos sin repetición—, un total de seis combinaciones pintorescas, aunque bien decisorias, dado que esos órdenes marcaban el talante del período, con todos sus efectos secundarios, y la fluctuación de un esquema a otro lo convertía alternativamente en un sátiro consumido por el pathos, o en un erudito de hombros cargados que deambulaba por las calles o penetraba en los cafés.

17

Las calles. Poner un pie delante del otro y consumir metros lineales de alquitrán, mirando simultáneamente hacia dentro y hacia fuera para componer el poliedro, pensando en todas esas cosas que están momentáneamente fuera de campo, del otro lado de lo visible, y permanecen en un nivel secundario pero siempre presentes de un modo totalmente pregnante y definitivo, imbricándose entre sí hasta hacer la conciencia de uno mismo: los ancestros, los viajes, los seres hirientes, la ropa adecuada para el cambio de estación, los momentos de gloria, el dolor en las rodillas, los personajes públicos, las aspiraciones frustradas, el deseo y las facturas, la polución y la ramplonería, el azul metálico del cielo, el maullido de un gato, el coeficiente de rozamiento o la belleza…, todo era susceptible de provocar un estado de ánimo o una emoción, y de cambiar radicalmente el curso de los pensamientos.

En la combinación entraban también los otros elementos, el conjunto de las cosas tangibles que se plantaban cada día delante de los ojos, las figuras de una realidad física en la que había que batirse el cobre con más o menos ganas, con mayor o menor destreza, con razonable perplejidad. Una categoría en la que cabían tanto las aburridas magdalenas del desayuno como la dispar idiosincrasia de los compañeros de trabajo, los artefactos de la industria y los cuatro árboles resecos que se alzaban en su calle, la especie humana y su escenario en general, y los zapatitos ruidosos de la señora Bonamassa en particular (y todavía tenía pendiente el asunto del libro; ¿por qué habría aceptado el maldito encargo?). Por no mencionar la insólita entidad corpórea que constituía su centro de trabajo: la Escuela Millerson, una mole fuliginosa que se caía por trozos y que cada año añadía una grieta más grande y más amenazadora a su estructura; un cubo sin gracia, un delirio de hormigón basado en un racionalismo mal ejecutado, cuya edad podía adivinarse mediante el número y la dimensión de esas grietas, igual que los anillos de crecimiento de los árboles dan cuenta detallada de su tiempo y existencia.

Y había que convivir con todo ello, abriéndose un hueco a codazos en esa masa hecha de objetos feos y gente insulsa, y disponiéndose también a gozar, de tanto en tanto, de un momento de esplendor inesperado, de una pizca de simetría espolvoreada por algún dios pagano, vertical, misericordioso y bastante bromista.

Tomeus apreciaba, toleraba y detestaba simultáneamente esa ciudad, un sitio donde todos querían algo de alguien, donde todos agitaban las bandejas pedigüeñas, los panfletos ridículos o los brazos sancionadores para hacer cumplir sus leyes punitivas, cortando el paso a los viandantes apresurados que no querían saber nada de nadie, ni ver más allá de sus propios asuntos. Por fortuna, él tenía el don de no necesitar demasiado a la gente: un auténtico regalo que nunca iba a ponderar lo bastante, porque le evitaba ese baboso arrastrarse en busca de contacto, esa necesidad de ser tocado y escuchado. Tenía el don de la independencia, la cúspide personal de quien lo único que pretende es lejanía, aire y tierra de por medio, separación. Toda distancia es poca para que el misántropo se sienta cómodo en un espacio vital irremediablemente compartido, lo que, por pura necesidad, lo lleva a evitar el contacto físico y la implicación emocional, el aura que los otros van dejando en el entorno. Atrapado en los laberintos de su sociopatía, el misántropo acaba convertido en un ser autoexcluyente, y por lo tanto invisible, y en su esfera de introspección disfruta de esa invisibilidad que, de hecho, representa la cualidad más preciada para un espectador.

 

Para Tomeus era cómodo ser un espectador, permanecer en la retaguardia del mundo y diseccionarlo en el silencio de los taimados, sin arrostrar las consecuencias. La condición de espectador surgía, pues, como una de las derivaciones necesarias de la invisibilidad, la discutible peculiaridad de pasar inadvertido, esa posición dolorosa de los que no son tenidos en cuenta, de los despreciados, de los demasiado pequeños para ser notados. Tomeus miraba alrededor y el mundo seguía demandando criaturas perfectas, arquetipos publicitarios, héroes cinematográficos, élites bañadas en éxito económico, deportivo o político. Lo que quedaba de restar este subconjunto era la chusma, toda esa gente corriente que arrastraba sus organismos deficitarios por las aceras grises de la vida. Y ni siquiera esto era la base de la escala: por debajo de ellos todavía estaban los verdaderos invisibles, los misfits, los que tocaron fondo, los que se sentaron en el último escalón de ese sótano sórdido y se conformaron con dejar pasar su destino sobre ellos, como un viento pútrido e inevitable, rabiando y acomodándose simultáneamente a una tesitura que no eligieron, que les cayó encima con todo su peso opresor para dejarlos perennemente en ese lado oscuro, sin posibilidades de resurrección.

Era la gran mentira del sistema, la perversión del canon, la obcecación alienante que nos hizo medir el éxito con la vara equivocada, y dar por bueno el resultado. ¿En qué unidades se mide el éxito social, económico, afectivo, sexual, profesional o personal de cada criatura concreta? ¿E=mc2? ¿μ=4πK’=μ0.μr? ¿Qué fórmula alquímica; cuántos moles de soluto de qué elementos determinados deberían mezclarse en el fondo del atanor para hacer visible lo invisible?

Desde la invisibilidad de sus dos pasos atrás Tomeus observaba el mundo y sus consecuencias, y las camareras se asomaban desde detrás de las columnas para ver el gran espectáculo cinegético, la caza impía de humanos a tiempo completo, el gran pogromo vermicida de ir masacrando gusanos con el alambre de espino de las letras, acumuladas en el cuaderno como una empalizada eléctrica erigida desde el rincón de las epifanías.

Al abrir ese cuaderno las hojas parecían una materia impenetrable, una masa del color de los huesos que, para ser atravesada, demandaba talento, clarividencia, determinación y otros dones lastimosamente esquivos. La pluma tenía que hacer una incisión en ese hueso y probar a dejar su carga en el interior, eyaculando una médula de tinta para significar, explicar o expresar algo, consintiendo que las palabras fluyeran, que las ideas tomaran cuerpo como pequeños monstruitos. Y si de pronto, un día, el nombre de Sara apareciera escrito por primera vez en ese hueso; si la historia a contar debiera contener a Sara y construirse en torno a ella sin pensarlo, ¿cómo sería para él, Tomeus Paramore, rapsoda atormentado, amante platónico, geómetra fogoso, ese nuevo orden? ¿Cómo sería si escarbara en el fondo de su corazón y desparramara todas esas palabras en el centro de la página; si se abriera en canal para mostrarle a Sara el esplendor y la inmundicia bajo la carne sajada; si descendiera dos escalones en su indigencia emocional y se pusiera de rodillas, o en la postura de sumisión de las sombras de los perros; si accediera a que ella observara en detalle su torpeza, a que lamiera su inseguridad como una llaga, a que hozara en su yo pulposo y poético, en el peso morboso de sus años?… ¿Sería suficiente para su ansia juvenil?; ¿saciaría eso su necesidad de igualación?; ¿estarían ambos, por fin, en un nivel equivalente de fragilidad?, ¿de abnegación?, ¿de entrega, devoción o adhesión personal?

Tomeus era invisible, también, y caminaba por las calles como una masa de aire transparente a través de la que era posible contemplar un fondo de estampas urbanas dislocadas, máquinas costrosas y mártires de nuestros días, movimiento perpetuo e improductivo, luces cambiantes, violencia, pasión humana, postración, calor y tempestades, misericordia y falta de misericordia, y desoladora vulgaridad a carretadas.

Ningún río de palabras podía explicar el mundo, y cualquier aproximación era deficiente, definitivamente ridícula, presuntuosa e ingenua. Bajo el poder condicionante de ese peso demoledor, el río de palabras que intentaba Tomeus quería ser tan solo una faceta limitada del poliedro, digamos una milbillonésima parte de la milésima parte de una de las infinitesimales caras de un poliedro que tuviera un trillón de trillones de caras, aproximadamente. Y, ¿podía ser eso el fin?, ¿estar atrapado en Mobile con el blues de Memphis otra vez? Lo sugería Dylan desde los auriculares que Tomeus llevaba encajados en los oídos, y a veces desde los techos atmosféricos del Fenice, bajando en oleadas cálidas sobre él, sentado sobre la felpa colorada, o cuando incrustaba las suelas en el alquitrán caliente de las calles; y en cualquiera de los casos, plegado a uno de los majestuosos dioses de su panteón, Tomeus lo suscribía de inmediato y sin el mínimo asomo de duda (era fácil dejarse llevar por esa pequeña euforia tabernaria, al fin y al cabo, pues el Fenice era un microcosmos donde solían contenerse todas las verdades, desde la música redentora hasta la médula total del otro lado, con episodios sórdidos o moralizadores desarrollados espontáneamente en los retretes, con un Tomeus voluntarioso que se abrochaba los botones de la bragueta en el momento en que entraba un vikingo gigantesco, joven, guapo como un dios, que se ponía de pie frente al urinario de pared con legítimas intenciones excretoras. El mamotreto deambulaba prácticamente desnudo, excepto por una ridícula camisetita que le llegaba por encima del ombligo, y un pañal enorme de pega que cubría sus partes pudendas. Tenía un aspecto grotesco, pero eso es lo que pretendía su disfraz. Venía de una fiesta estruendosa que sus colegas y otros crápulas estaban dando para él, allí abajo, donde el alcohol corría como ríos y todo estaba a punto de descontrolarse. El vikingo pasado de rosca luchaba por retener las arcadas, eructaba y emitía extraños gruñidos —algo que podía ser una lengua gutural escandinava, o escandinavo antiguo…—, y su cara congestionada, de un bermellón incandescente, contrastaba con las llamas amarillas de su pelo rubio. En medio de esta sensación flamígera e incendiaria Tomeus se dirigía a la pila para lavarse las manos, y a través del espejo observaba cómo el vikingo, torpe y tambaleante, rebuscaba en su pañal y conseguía extraer su miembro por un lateral: un armatoste desproporcionado y oscuro que blandía como un tótem, sin mucho sentido. Así que discretamente Tomeus terminaba de secarse las manos y dejaba al dios caído entregado a sus ritos paganos, no fuera que, de algún modo que prefería no saber, quisiera hacerle partícipe de su liturgia).