La visita al enfermo

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La visita al enfermo
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José Carlos Bermejo

LA VISITA
AL ENFERMO

BUENAS Y MALAS PRÁCTICAS


PRÓLOGO

Cuando alguien te dice: «Quiero hacerte una visita», el primer pensamiento es preguntarse qué querrá, cómo y cuándo. No es lo mismo que te lo diga alguien conocido que desconocido (el técnico del gas, un comercial, la vecina de enfrente, el sacerdote de la parroquia, un primo lejano o tu amigo íntimo), pues la preparación de la visita será distinta.

A unos se les abren unas estancias de la casa y a otros otras, es frecuente también que ante unos nos pongamos más en guardia, mientras que con otros nos sintamos más relajados y en confianza.

Las antiguas casas gallegas poseían una puerta dividida en dos piezas, una mitad superior y otra inferior. Habitualmente, los moradores de la casa te acogían en la puerta con la parte superior abierta, incluso con los vecinos no era extraño que se pasasen horas hablando en esta posición. Solo se abría la parte inferior cuando una relación se tornaba tan íntima que había la seguridad de que lo que viese en el interior no se haría público. Cuando la intimidad estuviese asegurada y respetada.

Es decir, que el que acoge una visita pide –en todos los casos– prudencia, respeto a la intimidad y a los límites establecidos por ella, a riesgo de que la imprudencia o la curiosidad provoquen que no se te vuelva a invitar o que se te eche de casa antes de tiempo.

Esta prudencia y respeto son también las claves de toda visita al enfermo. Entramos en su casa (y muchas veces sin previo aviso y «sin llamar a la puerta» de su vida), pretendiendo entrar en estancias existenciales a las que aún no nos han dado permiso.

Esto es lo que José Carlos Bermejo quiere desvelarnos en este nuevo libro. Nos invita a quitarnos el velo (des-velar) que tenemos ante nuestros ojos y nos impide ver que no siempre actuamos correctamente; que nuestras actitudes y acciones a veces curiosean o invaden el corazón/hogar del enfermo.

Sus claves propositivas, teóricas y prácticas, os invito a que las leáis con una predisposición a pasarlas por vuestro corazón, examinando vuestras visitas a untarnos por nosotros, sabiendo que, en muchos casos, su actitud es respuesta espontánea a nuestra forma de presentarnos y de entrar en su vida.

Ningún libro ni persona te dejará marcado si no lo haces tuyo y lo lees o escuchas a la luz de tu vida. Con esta actitud te invito a entrar en este regalo de libro, pero también en los tesoros que esconden en su interior tantas personas que están esperando tu visita.

¡Adelante! Llama a la puerta.

JESÚS MARTÍNEZ CARRACEDO

Director del Departamento de Pastoral de la Salud

de la Conferencia Episcopal Española

INTRODUCCIÓN

Cuando oigo que un hombre tiene el hábito

de la lectura, estoy predispuesto a pensar bien de él.

NICOLÁS DE AVELLANEDA

Me han pedido que escriba un libro sobre la visita al enfermo. Y aquí está; también porque cada vez lo veo más necesario… y urgente. Y si lo tienes en tus manos con intención de leerlo, cabe pensar que estás buscando algo saludable para ti y para los demás. Te felicito y me alegro contigo.

Pienso en las familias, en los amigos, pero pienso también en los profesionales, empezando por los médicos, que en las visitas a los enfermos experimentan con frecuencia la dificultad de querer hacerlo bien y quizá no fueron formados o la cultura no les ayudó a pensar en cómo situarse ante el que sufre.

Las palabras, los gestos, las habilidades sociales para saber estar, lo que toca y lo que no toca decir, constituyen elementos que podrían parecer de sentido común, y en realidad no lo son.

Hemos aprendido por ósmosis a comportarnos y tenemos conductas que claramente podrían ser revisables y mejorables.

Confieso que escribo estas páginas –como otros dos de los numerosos trabajos publicados ya– habitado por la rabia. Es esa sensación de malestar que produce la contemplación de escenas desagradables para el enfermo cuando un visitante, en lugar de aliviar con su presencia, molesta, reprocha, habla por los codos, hace caso omiso de la situación concreta en que el enfermo se encuentra… y, lleno de buena voluntad, su presencia se convierte en un virus que eleva la temperatura interior de la lucha contra el mal.

Sueño con que estas páginas sirvan para dar por fin la razón a Fernando de Rojas cuando dice: «Saludable es al enfermo la alegre cara del que le visita», porque, efectivamente, muchas veces la cosa no es así.

Confieso que arranco estas líneas con aires críticos y puede que negativos. Mi idea sobre cómo visitamos a los enfermos no es aún muy positiva, por más que sean numerosas las personas que casi han consagrado su vida a la humanización del acompañamiento en el sufrimiento… Queda mucho por hacer en todos los contextos: en la visita del familiar, del amigo, del profesional de la salud… en el hospital, en el domicilio, en el centro de salud…

Confío encontrar en el lector, seguro visitador de enfermos, la disposición para aprender. Comparto con Winston Churchill su sentencia: «Personalmente siempre estoy dispuesto a aprender, aunque no siempre me gusta que me den lecciones». Sería una buena disposición –la de aprender– para abrir unas páginas que quieren contribuir a generar una cultura humanizadora en torno a acompañar en el sufrimiento.

PRIMERA PARTE

APRENDER A DESAPRENDER

Desaprender lo sabido es ahora

mucho más importante que aprender cosas.

EDUARD PUNSET

Uno de los conceptos que más se ha puesto de moda en los últimos años es el de desaprender. No falta quien afirma que no es lo contrario de aprender, sino que desaprender debe llevar implícitos en su definición los conceptos de crecimiento, apertura de mente, enriquecimiento, inconformismo, creatividad…

¿Por qué hablamos de desaprender en un libro sobre la visita al enfermo? Porque, efectivamente, hemos interiorizado y adquirido por costumbre, pos ósmosis o por el proceso que haya sido, modos de visitar al enfermo que no responden a las necesidades de este ni son saludables, sino que, pretendiendo aportar un bien, contribuyen a aumentar el malestar y, en ocasiones, son claramente repetidores de estereotipos incluso ridículos.

Baste pensar en qué sentido puede tener preguntarle a un enfermo de alzhéimer en una visita: «¿Sabes quién soy?, ¿me conoces?». Lo mismo a un enfermo grave con dificultades de consciencia. Claramente, el enfermo, si sanara de repente, nos debería responder: «¿Te has olvidado de que tengo alzhéimer?». O bien: «Pero, ¿no te das cuenta de que estoy con problemas de consciencia?». No digamos cuando a un enfermo agónico alguien le dice: «Pero, ¿no me dices nada, encima de que vengo a verte?». No digamos esas conversaciones sobre temas de entretenimiento, a veces en voz muy alta, en la habitación de un enfermo claramente molesto por dolores u otros síntomas, deseoso de estar calladito, en silencio, o de dormirse y descansar después de una mala noche…

Todos sabemos que los ejemplos citados no son de otro planeta. Forman parte del espectro de situaciones que contemplamos o de nuestro modo de comportarnos en las visitas a los enfermos hechas por las razones que sean.

La propuesta de desaprender consiste en la oportunidad que tenemos de aprender modos adecuados, dejando de lado aquellos que no se ajustan a los objetivos más genuinos de la visita y a las necesidades del enfermo en ese momento. Desaprender no consistirá en dejar del todo los conocimientos, sino más bien ampliar el bagaje cultural con estilos de más importancia o trascendencia para la persona, es dejar abrir nuestra mente a nuevos conocimientos, antes desconocidos, que nos pueden enriquecer enormemente. Es dejar de lado los conocimientos, actitudes, esquemas mentales, separándolos de otros nuevos que ahora cobran mayor importancia.

Así que desaprender es también sinónimo de humildad, e implica tener el coraje de ser crítico con el valor de la experiencia o la costumbre.

1

DESAPRENDER ESTILOS DE VISITA
AL ENFERMO

Si empleo tantas horas en convencerme de que

tengo razón, ¿no será que existe alguna razón

por la que temer que estoy equivocada?

JANE AUSTEN

«¡Si ya te lo decía yo, si no hubieras fumado tanto…! ¡Vamos, tienes que poner de tu parte! ¡Es normal que te duela! ¡No hay mal que por bien no venga! ¡Tienes que ser buen enfermo y no quejarte tanto! ¡Dios nos da solo lo que podemos soportar! ¡Antes o después nos toca a todos! ¡Hay que aceptar lo que el destino nos tiene preparado!…», y mil frases más nos sirven en ocasiones para escondernos del verdadero encuentro en la verdad. Son máscaras detrás de las cuales escondemos nuestro no saber qué decir o con las cuales anestesiamos nuestra angustia en la visita.

Los amigos de Job

El viejo libro de la Sagrada Escritura, escrito unos cuantos siglos antes de Cristo, es de rabiosa actualidad. La trama, escrita también a lo largo de varios siglos probablemente, recoge la situación de una persona que está mal realmente, pues ha sufrido diferentes pérdidas (salud, bienes, familia…) y recibe, como si de las escenas de una obra de teatro se tratara, varias visitas. Son buenos amigos y buenos teóricos. Pero han aprendido bien lo malo. Han aprendido a decir lo de siempre y lo que a todos. Para la época, lo que tocaba decir era: «Si estás mal, algo habrás hecho». Era la doctrina de la retribución circulante (aún persiste, por más que creamos que no): al justo le debe ir bien, al pecador le debe ir mal; una justicia «demasiado humana».

 

De este planteamiento se derivan estereotipos en la relación de los amigos de Job que también persisten hoy de diferentes maneras. Frases hechas, tópicos a la grande, moralización sin medida, exhortaciones sin límite…

Lo podríamos releer individual y colectivamente para revisar nuestra cultura. En particular nos vendría bien escuchar la reacción de Job, que más clara no puede ser: «¿Hasta cuándo pensáis atormentarme, aplastándome con tanta palabrería?», «¿A qué consolarme con vaciedades?», «Escuchad atentos mis palabras, dadme siquiera ese consuelo».

Job, el hombre sufriente de siempre, nos lanza el reto de ser prudentes con lo que decimos: ¿qué pintan los juicios moralizantes al enfermo?, ¿y el lenguaje exhortativo: hay que ser fuerte, hay que tener paciencia, tienes que poner de tu parte, hay que… hay que…? Como si tuviéramos que repetir, cual papagayos, lo que hemos escuchado que dicen otros y no supiéramos crear nuestro propio discurso… o nuestro propio silencio.

Los tópicos, las frases hechas, lo que se dice siempre, por ese mismo motivo no es personal. ¡Qué bien nos vendría desaprender! «La vida es dura», «antes o después nos toca a todos», «es ley de vida», y un sinfín de estupideces que sirven para pasar de largo de la persona visitada o de su familia, pasar de largo de la experiencia personal.

La muerte de Iván Ilich

Tolstoi nos regaló una obra de arte con este título. Debería ser leída por todos los profesionales sanitarios… y todos aquellos que antes o después entablamos conversaciones con pacientes al final de la vida. Iván Ilich se encuentra realmente mal. Por delante de él pasan también los visitantes cargados de buenas intenciones. ¿Qué dicen? Ilich es generoso en mostrar lo que piensa y lo que siente al oír los comentarios de los visitantes.

El argumento gira en torno a Iván Ilich, un pequeño burócrata que fue educado en su infancia con las convicciones de poder alcanzar un puesto dentro del gobierno del Imperio zarista. Poco a poco, sus ideales se van cumpliendo, pero se dará cuenta de que no ha servido de nada dicho esfuerzo; al llegar cerca de la posición que siempre ha soñado se encontrará con el dilema de descifrar el significado de tanto sacrificio, y de valorar también el malestar reinante en el pequeño entorno familiar que se ha construido. Un día se golpea al reparar unas cortinas y comienza a sentir un dolor que lo aqueja constantemente. Dicho golpe es totalmente simbólico: se sube a una escalera y, cuando está en lo más alto –no solo en la escalera, sino en el estatus que ha adquirido en su posición social–, cae, y ahí comenzará su declive. Poco a poco, Iván Ilich irá muriendo y planteándose el porqué de esa muerte y de esa soledad que lo corroe, a pesar de estar rodeado de personas en el mundo aristocrático y comme il faut que él mismo ha construido.

Algunos fragmentos de la obra son especialmente elocuentes. Una visita médica se relata así:

Todo resultó tal y como él esperaba; todo fue tal y como siempre ocurre. La espera, la fingida y doctoral gravedad que tan bien conocía por sí mismo en la Audiencia, las percusiones y auscultaciones, las preguntas que exigen cierto tiempo para ser contestadas y cuyas respuestas son a todas luces inútiles, el imponente aspecto, que parecía decir: «Póngase en nuestras manos y lo arreglaremos todo, tenemos la solución indudable de todo, todo se hace de la misma manera, se trate de quien se trate». Lo mismo, punto por punto, que en la Audiencia. De la misma manera que él procedía con los acusados procedía con él el famoso doctor.

El doctor decía: «Esto y esto indica que dentro de usted hay esto y esto; pero si esto se ve confirmado por los análisis de lo otro y esto, etc.». Para Iván Ilich había una sola pregunta importante: ¿era o no era grave lo suyo? Ahora bien, el doctor no quería detenerse en una pregunta tan fuera de propósito. Desde su punto de vista era superflua y no debía ser tomada en consideración; lo único que existía era un cálculo de probabilidades: el riñón flotante, el catarro crónico y el intestino ciego. No existía el problema de la vida de Iván Ilich, de lo que se trataba era de un conflicto entre el riñón flotante y el intestino ciego. Y este conflicto lo resolvió brillantemente el doctor ante Iván Ilich en favor del intestino ciego, con la reserva de que el análisis de orina podía ofrecer nuevas pruebas, y entonces habría que revisar el asunto. Lo mismo, punto por punto, que Iván Ilich había realizado mil veces con los procesados y con idéntica brillantez. No menos brillante fue el resumen del doctor, quien, con la mirada triunfante y hasta alegre, contempló al «procesado» por encima de las gafas. De este resumen, Iván Ilich dedujo que su asunto presentaba mal cariz y, por mucho que dijese el doctor y todos, la cosa era grave. Esta conclusión produjo en Iván Ilich gran lástima hacia su propia persona y gran cólera hacia el doctor, que tal indiferencia mostraba en tan trascendental problema.

Pero no dijo nada de esto, sino que se levantó, puso el dinero sobre la mesa y, exhalando un suspiro, se interesó una vez más:

–Nosotros, los enfermos, les hacemos muy a menudo preguntas inoportunas. En general, ¿es peligroso lo mío…?

El doctor se le quedó mirando severamente con un ojo a través de las gafas, como si dijera: «Procesado, si no se ciñe a contestar las preguntas que se le hacen, me veré obligado a hacer que lo saquen de la sala».

–Ya le he dicho lo que consideraba necesario y oportuno –replicó–. Lo demás nos lo indicará el análisis.

E hizo una inclinación en señal de despedida.

Más claro imposible. Será un sencillo criado el único capaz de hablar sencillamente y en la verdad, en directo, cara a cara, con Iván Ilich sobre lo que realmente le interesa a él, a su ritmo, centrado en sus necesidades.

Sí, es como para escribir un libro sobre la visita al enfermo. En los diferentes rincones del mundo por donde paso lo considero urgente. ¡Cuántas conversaciones inoportunas alrededor del enfermo! ¡Cuánta necesidad de generar cultura en torno a la visita y educar emocionalmente ante la vulnerabilidad y la impotencia! ¿Nos centramos en el que sufre o la ansiedad y el miedo que experimentamos marcan nuestro diálogo a ritmo del pálpito emocional que no sabemos manejar con sencillez, con humildad, con más escucha y menos palabra?

BUENAS Y MALAS PRÁCTICAS

Malas prácticas

▶ En la visita no procede usar frases hechas, estereotipos tales como:

–¡Si ya te lo decía yo, si no hubieras fumado tanto…!

–¡Vamos, tienes que poner de tu parte!

–¡Es normal que te duela!

–No hay mal que por bien no venga.

–¡Tienes que ser buen enfermo y no quejarte tanto!

–¡Dios nos da solo lo que podemos soportar!

–¡Antes o después nos toca a todos!

–¡Hay que aceptar lo que el destino nos tiene preparado!

Buenas prácticas

▶ Es muy saludable liberarse de la tendencia a responder impulsivamente en el diálogo con el enfermo y familiar y promover la escucha. No saber qué decir no impide un diálogo oportuno. A veces el silencio es mejor que una frase «hueca».

2

MANEJAR LA PROPIA
VULNERABILIDAD

¡Estoy horrorizado!

No sé si el mundo está lleno de hombres

inteligentes que lo disimulan... o de imbéciles

que no se recatan de serlo.

MARC BRICKMAN

Una de mis compañeras de trabajo en la Unidad de Cuidados Paliativos del Centro San Camilo, médico, me cuenta: «Cada vez que hago un ingreso creo que me llaman a una película de cuyo guión me hago cargo, pero me salgo de la película. Veo el sufrimiento, pero no es el mío y me salgo. Es la muerte de los otros. No creo tener menos miedo a la muerte ahora que antes. Quizá más conciencia de lo que pueda ser. Yo creo que no me afecta por mecanismo de defensa. Hay una fase de acostumbramiento que ya he pasado. Al principio, en cambio, dormía con orfidal porque me habían soltado en el ruedo de todo el sufrimiento cuando hasta entonces yo había firmado solo dos certificados de defunción. Mi marido me decía que saliera de ahí porque me hacía sufrir. A veces me digo, al ver mi misma fecha de nacimiento: “¿Y por qué no me ha tocado a mí?”». En efecto, cada vez estoy más convencido de que una de las mayores dificultades para visitar al enfermo reside en la gestión de la propia vulnerabilidad del visitante.

En la visita al enfermo, en las relaciones en las que queremos ayudar a alguien que sufre, está en juego la persona del ayudante, que, lejos de ser un mero técnico, es un sanador herido que se reconoce como tal al experimentar el eco del esfuerzo empático de entrar en el mundo del otro. Para realizar bien la visita al enfermo es necesario trabajarse a sí mismo.

Es el otro el que nos devuelve nuestra propia realidad, no solo la suya. Es el enfermo el que hace sentir en nosotros el eco de la vulnerabilidad que también como visitantes nos pertenece junto con el poder de comprender la alteridad.

Acogemos, hospedamos, entramos en el mundo del otro, y el nuestro se nos revela más claramente a la vez. Si no manejamos bien nuestra vulnerabilidad, necesitaremos unas veces orfidal; otras nos saldremos de la escena defendiéndonos no necesariamente de manera saludable.

Zambullirnos en el mundo del enfermo nos abre las puertas de nuestro propio mundo y nos permite apreciar las semejanzas entre ambos. Somos efectivamente mucho más parecidos de lo que dejan entrever la profesión, el censo, la pertenencia étnica o la misma cultura. Psíquica y existencialmente estamos construidos de la misma madera. Dentro de nosotros encontramos el significado del comportamiento del otro, que se convierte en potencial para ayudar si es bien utilizado. La yuxtaposición de dos experiencias, no ya únicamente la del enfermo, sino también la del visitante, da lugar a interpretaciones que fomentan la comprensión.

A esto conduce lo que Lipps denominaba «contagio emotivo». Carotenuto lo define como «simetría secreta», y Buber como «relación yo-tú», de persona a persona, de corazón a corazón.

Quirón y la metáfora del sanador herido,

aún por explorar

La imagen del sanador herido (que cada vez se emplea más en la literatura médica, psicológica y espiritual) sirve para poner en evidencia el proceso interior al que son llamados todos cuantos prestan ayuda a quien atraviesa un momento difícil en la vida, marcado por el sufrimiento físico, psíquico o espiritual. Significa, pues, el reconocimiento, la aceptación y la integración de las propias heridas, de la propia vulnerabilidad y condición de finitud.

Los orígenes de esta imagen se remontan a la edad antigua. Mitologías y religiones de casi todas las culturas poseen una gran riqueza de figuras que, para poder ayudar a los demás, primero deben curarse a sí mismas.

Cuenta la mitología griega que Filira (Phylira), hija de Océano y Tetis, fue acosada pasionalmente por Kronos, razón por la que pide a Zeus ser transformada en yegua para burlar así al dios. Pero advertido Kronos del engaño, se transforma en caballo y logra su cometido. De esta unión forzada nace un ser singular, Quirón, con figura de centauro, es decir, cabeza, torso y brazos de hombre y cuerpo y patas de caballo.

La madre, al ver el monstruoso ser fruto de su vientre, reniega de su hijo, y Quirón crece en una cueva al amparo de los dioses Apolo y Atenea. De la mano de estos padres adoptivos, Quirón, contrariamente a sus pares centauros, violentos y destructivos, se convierte en ejemplo de sabiduría y prudencia. Conocía el arte de la escritura, la poesía y la música, pero ante todo era reconocido como médico y cirujano, sanador y rescatador de la muerte, al cual consultaban héroes y dioses.

Toda su ciencia se produjo tras un accidente fortuito que le provocó una herida incurable: un día, accidentalmente, Hércules hiere al centauro con la punta de su lanza envenenada en una de sus patas traseras, y, siendo su condición inmortal, queda condenado a un sufrimiento perpetuo que no puede recibir alivio ni curación.

 

Buscando remedio a su mal, comienza a descubrir el arte de curar, pero he aquí su mítica paradoja: mientras puede curar a otros no puede curarse a sí mismo. El sentido de su existencia se centró así en sanar a los demás y hacerse cargo de su dolor; la medicina actual le debe mucho y, por cierto, la palabra «quirófano» (de Quirón, Kirón o Chirón), que significa «el que cura con las manos las heridas de otro».

Integración y manejo de la propia «herida»

Aunque el personaje de Quirón fue rescatado en la literatura por Dante en La divina comedia y por Goethe en su Fausto, entre otros, hubo que esperar a los albores del siglo XX para que el mensaje encerrado en su historia adquiriera un claro sentido antropológico de la mano del psicólogo Carl Gustav Jung. Quirón es el arquetipo del sanador herido: el sanador lo es porque sana, pero a su vez está herido, lo cual constituye una paradoja existencial que se encarna en cada persona, tanto en la que busca curar su dolor como en la que ofrece curación.

El sanador herido es, pues, la figura arquetípica de la relación terapéutica, donde el ayudante ejecuta el arte de curar más allá de un método o una terapia puntual, involucrando todo su ser en ese acto y empatizando con la herida del paciente, que le rememora y activa su propia herida, devolviéndole así su percepción, de modo que enfermo y visitante se «pasan» sus roles haciendo fructíferamente sanador el dolor de ambos.

Jung, adelantándose a Carl Rogers y a Martin Buber, ya sabía que ningún proceso terapéutico funciona sin que se involucre la subjetividad que implica la relación personal.

Al hilo de las reflexiones de Carl Jung, diríamos que el autoconocimiento tiene como uno de sus objetivos fundamentales la integración de la propia sombra. La sombra constituye, en lenguaje metafórico, un oscuro tesoro compuesto por los elementos infantiles del propio ser, los apegos, los síntomas neuróticos y los talentos no desarrollados, los sentimientos difícilmente aceptados, los límites y zonas oscuras que, a primera vista, repugnan a la buena imagen que queremos tener y dar de nosotros mismos, los traumas experimentados en la propia biografía, los problemas sin resolver...

Conocer e integrar la propia sombra es sanarse. Supone una apasionante terapia del límite, es decir, un proceso de humanización donde la propia fragilidad se convierte en recurso resiliente, donde lo que desearíamos esconder se transforma en fuente de comprensión de las dinámicas ajenas, hasta que podamos decir serenamente: «Nada humano me es ajeno»; cualquier dinámica personal que encuentro en los demás tiene un eco en mí que me permite ser comprensivo y humano ante ella.

Sentarse ante el telón del propio corazón dispuesto a asistir a la representación realista de nuestro interior puede producirnos pánico. Solo quien sobrevive a la contemplación serena de las escenas menos agradables, de los recuerdos imborrables que afectan y han construido la propia personalidad, de la tiranía de los sentimientos, que a veces no se han dejado manejar por la razón, solo ese será un artista en la escucha de la vulnerabilidad ajena encontrada en la visita al enfermo.

Por desgracia, la cultura no nos facilita mucho el proceso de integración de las propias heridas, de nuestra vulnerabilidad, que entra en juego en la visita al enfermo. Un manejo no maduro de la propia vulnerabilidad puede llevar, como a mi compañera, a defenderse, unas veces con orfidal, otras con mecanismos de defensa que pueden impedir sacarle partido a la propia vulnerabilidad.

BUENAS Y MALAS PRÁCTICAS

Malas prácticas

▶ Contar siempre nuestros problemas semejantes a los que escuchamos en la persona a la que visitamos.

▶ Considerarse incapaz de realizar una buena visita por el hecho de experimentar ansiedad y miedo a qué decir.

▶ Invitar a no explorar la cara oscura de la vida porque, en el fondo, nos revela nuestra propia cara oscura.

Buenas prácticas

▶ Utilizar la experiencia de la propia vulnerabilidad para aumentar la capacidad de comprensión del sufrimiento ajeno.

▶ Revelar los propios problemas del visitante evocados en el diálogo solo cuando creamos que su abordaje exitoso estimula y confronta positivamente al otro.

▶ Conseguir sana admiración ante la limitación humana, considerando que «nada humano me es ajeno».

▶ Compartir las propias dificultades de visitante con alguien que pueda ayudarnos (distinto del paciente) para crecer humanamente en lugar de intentar disimular ante los demás y ante nosotros mismos que tenemos