El gorrión en el nido

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El lavadero nuevo estaba cerca de donde el camino de La Central se entroncaba con la carretera. El lavadero viejo, que era al que normalmente iba Cari a hacer la colada, se encontraba detrás del frontón, en pleno centro del pueblo. Al llegar con su balde cargado de ropa se topó con dos paisanas que se estaban lavando la suya en las pulidas paredes inclinadas de la pila del lavadero y Cari descargó el balde, puso la ropa a remojo en el agua fría que discurría en un flujo constante y fue cogiendo prenda a prenda, restregando la pastilla de jabón Lagarto, aclarando, volviendo a restregar y volviendo a aclarar varias veces hasta que lo veía limpio, luego retorcía lo lavado con fuerza y lo escurría todo lo posible depositándolo en el balde conforme terminaba la tarea. Las mujeres allí presentes se movían con los mismos gestos, las mismas sacudidas, los mismos restriegues mientras no paraban de hacer crítica social de las no presentes con comentarios sobre lo que les habían dicho de fulanita o menganita, de sus hijas e hijos y de los noviazgos que veían aparecer en el horizonte y las consecuencias para las familias implicadas que se derivaban si estos seguían adelante.

—Pues me han dicho que el otro día vieron al hijo del herrador rondando a Celsa y que se fueron por el callejón de Luisa.

—Calla, calla, que menudo mujeriego que ha salido el herradorico, cada día va detrás de una diferente.

—¿Y qué tal está Paka? —preguntaba una de ellas dirigiéndose a Cari, sin dejar de restregar la ropa con el jabón.

—Pues recuperándose poco a poco. De hecho, he subido a ayudarla con la colada para que pueda descansar.

—Es que la pobre Paka tiene unos partos de difíciles... —afirmaba la paisana—. Más le valía a Patxi cortarse la coleta y no tener más hijos si no quieren un disgusto.

—Yo diría la colita —dijo la otra paisana riéndose aparatosamente.

Lo de acudir al lavadero le gustaba a Cari para ponerse al día de todo lo que sucedía en el pueblo y aportar su grano de arena para formar parte del devenir social.

—¿Y cómo es que llevas puesta la ropa de Paka? —preguntó a Cari una de las lavanderas—. Además, ¿no estabais hoy de celebración del bautizo de Isuriñe?

—Bueno, ya te he dicho que he subido a ayudar a mi hermana, pero como estás un poco sorda no te enteras —contestó Cari. Lo de la ropa... es porque le he traído a Paka una botella de ponche que ha preparado mi hermana Edurne para celebrar el bautizo y al final lo he derramado sobre mi ropa y me he tenido que cambiar.

—Si es que tú siempre has sido un poco torpe —contestó la lavandera todavía ofendida por el comentario de quien la había llamado sorda—. ¿Y qué pasa, que también se te ha derramado el ponche en el pelo?, porque lo tienes recién lavado

—Mira que eres cotilla y chismosa —contestó Cari en plena batalla dialéctica—. Juagando con Isuriñe la he subido sobre mi cabeza y la pobre, que acababa de realizar su toma, me ha vomitado encima del pelo y no he tenido más remedio que ducharme, que ya sabes que mi hermana tiene ducha en La Central y es una de las pocas casas que la tiene y ya puestos te aclaro, para que lo vayas pregonando a los cuatro vientos, que la abuela ha rebautizado a Isuriñe y a partir de ahora se llama Isu —concluyó Cari de tal modo que ahora todo cuadraba y se justificaba y el chismorreo social del pueblo podía continuar sin incidencias.

Acabada la colada, Cari regresó a La Central con el barreño cargado de ropa húmeda, que pesaba como un condenado, le hubiese gustado llevar el barreño con la ropa sobre la cabeza, como lo hacían la mayoría de las mujeres del pueblo, poniendo un pequeño cojín entre el pelo y el frío metal para hacer más llevadera la carga. De este modo, liberaban los dos brazos, y como siempre andaban cargadas de chiquillos, con uno sujetaban al bebé y con el otro llevaban de la mano a su hermano mayor, pero Cari no se apañaba con la carga sobre la cabeza, se le iba para todos los lados y terminaba por desparramarse por el suelo; la facilidad con que lo hacían las otras mujeres era algo que admiraba, pero parecía negado para ella.

Tendió la ropa en las cuerdas que Patxi había colocado entre unos postes situados a lo largo del cauce que salía debajo de la explanada que estaba frente La Central y subió de nuevo a hacer compañía a su hermana.

Ya atardecía cuando se oyeron voces que llegaban desde el camino, entre cánticos y risas se acercaban Patxi con Gorri, Edurne y Gotzi y los abuelos, que ya habían dado por concluida la larga sobremesa y querían terminar el festejo junto a Paka y la homenajeada y ausente Isu.

Al llegar a La Central, todos saludaron a Paka y se fueron al cuarto donde dormía plácidamente Isu dentro de su cuna, con tanto jolgorio la despertaron y se la fueron pasando de unos a otros entre besos y abrazos que acabaron por asustarla y hacerla llorar. Paka le puso el chupete y la volvió a meter en la cuna mientras invitaba a todos a pasar a la cocina para dejar al bebé tranquilo y en paz, ya que luego le tocaba a ella calmarla cuando se ponía a llorar y a veces se desquiciaba si no se calmaba.

Todos se fueron a la cocina, menos Gorri, que se quedó contemplando a su hermana, que seguía sin hacer ni decir nada. «Vaya, lo aburrida que es», pensó.

Gorri estaba molesto porque todos habían ido a ver su hermana y le habían regalado mil besos y abrazos mientras que a él no le habían hecho ni caso. La fea acaparaba toda la atención y él ya no era nadie. Gorri se dio cuenta de que lo único que su madre no aguantaba de Isu era verla llorar, y lo que la calmaba del llanto era el chupete, así que para que su madre no quisiese a la fea y se hartase de ella decidió esconder el chupete donde nadie pudiera encontrarlo. Aprovechando que dormía plácidamente, le quitó el chupete sin que Isu se enterase, lo bajó al gallinero y lo tapó con dos latas viejas de sardinas que allí había. Luego se fue a la cocina con todos.

En la cocina había una acalorada discusión, el Riojano, en los postres y ante la ausencia de Cari, pensó que le había pasado algo y se había ido a casa sin despedirse, así que fue a su encuentro y aún debía de estar buscándola. Nadie entendía qué había pasado para que Cari abandonase la fiesta sin decir nada y todos demandaban una explicación mientras Cari miraba a su hermana Edurne esperando que esta le echase valor y explicase lo que había pasado al final de la comida, pero Edurne le devolvía la mirada desafiante y retándola.

—¿Quieres explicarnos por qué te has ido sin despedirte y qué haces con las ropas de Paka? —solicitaba la abuela ante el mutismo de Cari.

—Parece que ni Edurne ni Cari van a soltar prenda, así que os voy a contar lo que ha sucedido —dijo al final Paka—. Edurne ha pensado que Cari estaba todo el día coqueteando con Gotzi y ha acabado estampándole seis huevos en la cabeza como castigo, al final ha venido aquí, se ha duchado y le he dejado ropa limpia para cambiarse.

Todos escucharon con atención el relato de los hechos según los había entendido Paka mientras posaban la vista en las protagonistas de la historia intentando descubrir en sus gestos cuánto de realidad o de ficción había en aquellas palabras. Cuando Paka hubo terminado de relatar la secuencia de los hechos, todos los aludidos se pusieron a hablar al unísono y el abuelo se levantó en un inequívoco gesto de mando y todos callaron reconociendo su autoridad y cediéndole la palabra.

—Cari, nosotros no te hemos educado para que te portes de una manera tan amoral —dijo el abuelo enfadado—. Me avergüenzo de ti.

—No seas tan duro con la niña —intervino la abuela—. Deja que Cari se explique y luego emites tu juicio.

Cari cogió la palabra y, sabiéndose inocente, empleó un tono más sereno del que era habitual en ella, expresándose sin llantos ni titubeos, con seguridad y soltura, lo que le aportó una gran credibilidad.

—Bueno, voy a contar las cosas como yo las he vivido —explicó Cari—. Reconozco que hubo un tiempo en que competí por conseguir a Gotzi, pero aquello ha quedado atrás, y lo único que ha pasado hoy es que me alegraba de verlo después del tiempo que llevaba sin aparecer por el pueblo, lo mismo que me alegraba de ver a mi hermana Edurne, esa alegría no la he reprimido porque el día no era para reprimirse alegrías, solo manifesté mi felicidad en cada momento y con todos por igual. Lamento si esa sana alegría se ha malinterpretado. A ver, Gotzi, sinceramente ¿tú has tenido la impresión de que estaba coqueteando contigo? —le dijo Cari.

—Yo me he sentido muy bien tratado por Cari —dijo Gotzi—, lo mismo que por los abuelos o el resto de invitados. He interpretado ese trato como una muestra de la alegría por celebrar el nacimiento y el bautizo de Isu, dentro de un ambiente festivo y de cordialidad y muy lejos de cualquier insinuación personal. No es la primera vez que Edurne ha reaccionado desproporcionadamente ante supuestas amenazas femeninas, estoy algo preocupado por estas actitudes de Edurne.

—Yo he notado tensión en Edurne a lo largo de todo el día —dijo la abuela—, pero no sabía a qué atribuirla y entiendo, al igual que Gotzi, que Cari estaba contenta y se mostraba de este modo de una manera sana y natural.

—Lo siento, Cari —se disculpó el abuelo—. Siempre se aprende algo y hoy he aprendido lo importante que es escuchar a todas las partes antes de emitir un juicio.

Edurne se sintió muy ofendida por todo lo que acababa de escuchar y, llena de rabia, se levantó y se marchó dando un portazo mientras decía:

—Yo no estoy loca. Sé muy bien lo que he visto, todos sois unos falsos.

Del portazo se despertó Isu y se puso a llorar, a lo que Paka reaccionó de inmediato levantándose para ir a su encuentro. A Isu, sin su chupete, no había forma de callarla y lloraba que parecía que se quedaba sin aire. Todos buscaban el chupete con desesperación en cada rincón del cuarto, en la cuna y en el resto de la casa, pero no lo encontraban. Y así estuvieron hasta que regresaron a la cocina sin haber obtenido ningún éxito en sus expediciones ni en hacer callar al bebé que berreaba a pleno pulmón ante la desesperación de Paka, que intentaba darle teta a ver si se le pasaba.

 

En esto, como una aparición, se presentó en la cocina Edurne con la cabeza y la ropa empapada en huevo.

—¿Ya estáis contentos? —gritó Edurne hecha un mar de lágrimas ante la estupefacta mirada de todos—. A ver si así me dejáis en paz.

La abuela cogió a Isu, que seguía berreando, y las dos hermanas fueron junto a Edurne para calmarla y ayudarla a limpiarse ante la aturdida mirada de todos los presentes, que no daban crédito a una imagen tan surrealista animada por el cántico desentonado y chirriante de Isu.

Gorri, ante aquella situación se sintió culpable de haber escondido el chupete y entendió que la penitencia a los malos actos pasaba por echarse huevos encima. Bajó al gallinero a por el chupete y se presentó en la cocina con él metido en la boca y un huevo estampado en la cabeza a modo de penitencia. Ante esta visión, todos prorrumpieron en una risa histérica de esa que nadie puede contener y hace doler hasta las tripas. Isu también reía.

XIV

DE CÓMO GORRI ENTENDIÓ QUE MUS Y TUTE ERAN COMO HERMANOS

Paka no terminaba de encontrarse bien, a pesar de que los días pasaban, la recuperación no llegaba, se podría incluso decir que, en cada nuevo amanecer, su estado se deterioraba, se encontraba más cansada, había adelgazado y su aspecto correspondía al de una persona mucho mayor. La abuela se afanaba con sus preparados buscando una pócima que la ayudase a remontar, pero no acababa de encontrarla mientras H. Nike leía tratados en inglés que le diesen luz sobre la dolencia que aquejaba a su paciente y que no terminaba de descubrir. Cari se pasaba el día junto al lecho en que se encontraba postrada su hermana, haciéndose cargo de las tareas que quedaban pendientes, sin descuidar las de su propia familia, mientras los abuelos mantenían bajo su techo a Gorri, esperando que las aguas retornasen a su cauce y la familia al completo volviese a reunirse en La Central. Entre tanto, Patxi ayudaba en lo que podía, pero su estado de ánimo no le permitía ver con lucidez y se encontraba más pesado y torpe de lo que era de desear.

Los domingos Paka recibía la visita de Edurne y su marido Gotzi, quienes coincidían con Cari y el Riojano. Al mediodía también aparecían los abuelos con Gorri, y si Paka se encontraba bien, entre Edurne y Cari preparaban la comida y comían todos en la cocina de La Central acompañados de Patxi y de Isu, aparentando buena armonía, aunque todos estaban preocupados por el estado de salud de la madre de Gorri, además, Edurne no quitaba ojo a su hermana Cari, buscando gestos de complicidad con Gotzi y la pequeña Isu dormía o comía ajena a los celos que despertaba en su hermano mayor.

Mientras la mejoría de Paka no fuese manifiesta, Gorri seguía con sus rutinas en casa de los abuelos viendo al herrador poner zapatos a los caballos, acompañando a Cari al lavadero y dando paseos con el abuelo, escuchando sus historias y jugando con Tute.

Tute era un perro pastor vasco tranquilo y entrado en años que caminaba junto al abuelo, se paraba cuando el abuelo lo hacía y reanudaba la marcha cuando él la reanudaba, sin duda, el principio y el fin de su existencia eran el abuelo, al que esperaba todos los días tumbado junto a su caseta en la calle. Se reincorporaba cuando sabía que el abuelo se acercaba; aunque ninguno de los presentes alcanzaba aún a verlo, en la casa todos sabían si el abuelo estaba al llegar con el simple hecho de ver levantarse a Tute.

Los dominios de Tute se encontraban fuera de la casa, ya que dentro, los dominios eran de Mus. Mus era un gato albino regalo de Edurne a los abuelos cuando ella dejó la casa, era una especie de sustituto a su presencia para que no la olvidaran y, al verlo, se acordasen de ella. Al contrario que Tute, Mus era joven, inquieto y muy territorial, se había adueñado de la casa y para él todos sus habitantes eran sus mascotas y tenían que estar a su servicio, no mostraba predilección por nadie en concreto y se arrimaba allí donde alguien masticase algo —intentando arrebatárselo— ya estuviese en la mano o dentro del plato. Su víctima predilecta era Gorri, que por ser el más pequeño era a quien más fácil podía sustraer el currusco de pan, la galleta o cualquier otra delicia que estuviese tratando de comer al menor descuido de los abuelos o de las tías. Dados estos antecedentes, no era de extrañar que Gorri se llevase mal con Mus, así que intentaba evitarlo y Mus le pagaba con la misma moneda no mostrándole el más mínimo aprecio, de este modo Gorri, con su currusco de pan y su onza de chocolate, salía a la calle junto a la caseta de Tute y se sentaba a su lado mientras compartía algunos trozos de pan que nunca eran demandados por el noble pastor vasco, pero que aceptaba con gusto.

Una tarde, a eso de las siete, llegó Cari a la casa de los abuelos sofocada, con Isu en su carrito azul de cuatro ruedas.

—¡Mateo ha llevado a Paka al hospital! —exclamó en cuanto vio a los abuelos—. De repente se ha quedado con los ojos en blanco y no me respondía, Patxi estaba en casa y ha ido a buscar a H. Nike, que ha decidido que lo mejor era ingresarla, y todos se han ido en la goitibera.

Los abuelos se quedaron preocupados y Gorri, que no entendía nada, preguntaba una y otra vez que qué ocurría, que qué le estaba pasando a su madre. Los presentes intentaban aclarar las dudas de Gorri, pero, en realidad, todos tenían las mismas preguntas y ninguna contestación, por lo que las respuestas no resultaban convincentes ni para Gorri ni para ellos. Lo único que podían hacer era esperar el regreso de Mateo y disipar las dudas con la información que les trajese y que ahora no tenían. El tiempo de espera se hizo interminable hasta que, a eso de las diez de la noche, aparecieron Mateo y H. Nike.

—Patxi in hospital con Paka —aclaró H. Nike, que en estos últimos años había mejorado algo su castellano—. Necesitar pruebas para ver diagnosis, ahora ponen suero y estar bien en cama con Patxi en compañía.

Aquella noche pusieron a Isu en la habitación de los abuelos y Gorri se quedó en la suya a regañadientes, asustado por el devenir de los mayores con sus caras de preocupación y conversaciones que no entendía y que no le gustaban, pensando en si el picotazo de la cigüeña había sido tan terrible que quizás su madre ya nunca volviese a estar bien. Y comenzó a echarla de menos como nunca antes lo había hecho. En plena madrugada, tuvo que llamar a la abuela, había notado cómo un fluido tibio se deslizaba entre sus piernas mojando toda la cama, se había hecho pipí como cuando era muy pequeño y aquello le asustó todavía más.

La abuela no comentó nada de lo ocurrido la noche anterior en la cama de Gorri, simplemente se dedicó a deshacer el desaguisado y procurar al niño una especial atención, intentando cubrir el vacío de la ausencia de su madre y aliviar el desasosiego que causaba la falta de conocimiento de lo que estaba pasando, y no solo en él sino en todos los que querían a Paka. Para comer le puso a Gorri patatas en puré que le gustaban especialmente porque hacía caminos en el puré con la cuchara como si quitase la nieve, del mismo modo que había visto hacer cuando caían las grandes nevadas de invierno y había que salir de La Central para llegar hasta la carretera. Por la tarde, después de que la leche hirviese y la nata se quedase flotando, la sacó con una cuchara y la puso sobre el pan con un poco de azúcar, un manjar para Gorri y para Mus, que, al ser consciente de ello, le fue siguiendo por toda la casa esperando un descuido para hacerse con tan suculenta especialidad. Gorri, como siempre a la hora de la merienda, se acercó hasta la caseta de Tute y, sentado junto a él, compartió su bocadillo de nata con azúcar mientras Mus, que daba vueltas a su alrededor con su ronroneo amenazador, vio cómo Gorri acercaba al hocico de Tute un trozo de pan que había cortado de su bocadillo. En ese momento Mus saltó, cogiendo el trozo de pan a la vez que Tute le enganchó a Mus de lleno por el cuello. Tute y Mus se enzarzaron en una fiera pelea en la que Tute quedó arañado y Mus con los colmillos marcados en su cuello mientras una gallina que se encontraba cerca se hizo con el trozo de pan y se lo llevó lejos, donde lo pudo compartir con el resto del gallinero. La abuela regañó por igual a Mus y a Tute, arrastrando a Mus dentro de la casa diciéndole que no se le ocurriese volver a salir. También regañó a Gorri, aunque ni la abuela ni Gorri supieron muy bien por qué. El ambiente estaba tenso y todos saltaban con facilidad a la menor de las provocaciones. Lo que quedó claro es que a Mus y a Tute mejor mantenerlos separados. «Se llevan como hermanos», pensó Gorri.

Por la mañana, apareció Patxi trajeado, que era como se vestía cada vez que iba a la capital, cogió a Gorri y le dijo que iban a ver a su madre al hospital. Esta fue una gran sorpresa para Gorri, que nunca había salido del pueblo, era la primera vez que vería mundo y aquello le llenó de una agradable excitación, además, estaría con su madre y encima se iban sin Isu, todo eran buenas noticias.

Cogido de la mano de su padre, llegaron hasta la goiti de Mateo, enfrente del frontón, y se subieron con otros tres vecinos más que también iban a resolver asuntos a la capital. Era la primera vez que Gorri montaba en un vehículo y enseguida que comenzó su marcha se puso a mirar por la ventanilla. Vio pasar árboles, postes y casas y cómo el monte Aratz se iba haciendo cada vez más pequeño. Cuando llegaron a la estación se encontraba mareado y vomitó todo el desayuno.

—Bien empezamos —comentó Patxi.

Los vecinos que bajaron en la goiti eran un matrimonio y el secretario del ayuntamiento, enseguida se interesaron por el estado de Paka, mientras en el andén esperaban la llegada del tren.

—¿Qué tal está Paka? —preguntó la señora del matrimonio.

—Pues vamos a ver si ya tienen un diagnóstico —contestó Patxi mostrando un gesto de inquietud—. Ha mejorado, pero no está claro cuál es el motivo de su dolencia y sigue en observación, espero tener más información al llegar al hospital, donde el doctor me pondrá al corriente de las últimas pruebas y de las conclusiones, ya veremos —añadió.

A lo lejos, se vio una densa humareda, Gorri se enteró de que era la máquina del tren quien la producía. Según se acercaba, Gorri se alejaba de la vía, tanto ruido y tanto humo no le inspiraban ninguna confianza, al final la máquina humeante y los vagones que arrastraba se pararon frente a ellos. Patxi cogió a Gorri y lo subió a la plataforma, luego subió él y, juntos, buscaron un asiento libre donde acomodarse.

Los asientos del vagón eran corridos y de madera, separados en dos filas por un pasillo por el que discurrían los pasajeros que acomodaban sus bultos en lo alto. En el andén, un señor con bigote blanco, gorra de plato, una bandera roja en una mano y un silbo en la otra hizo sonar un pitido, al cual la locomotora contestó con otro mucho más potente mientras iniciaba un lento movimiento arrastrando el resto del convoy como con pereza. Al poco, otro señor de uniforme parecido al del andén pidió a Patxi los billetes, los miró con atención fijándose en Gorri y viceversa, picando los pequeños billetes de cartón con una especie de pinza de metal, operación que repetía con cada uno de los viajeros. El tren seguía el curso de la vía acompasando su movimiento de vaivén con el sonido de la locomotora y el de las pesadas ruedas cantando sobre los raíles mientras Aratz y el resto de los montes conocidos se fueron perdiendo por el horizonte hasta desaparecer.

Un hombre bajito que portaba un cesto lleno de tablas con cartas de la baraja clavadas en ellas con chinchetas, se presentó por el pasillo anunciado a gritos la rifa y algunos asistentes compraron por una peseta, entre ellos Patxi, una de las tablas con cuatro cartas de la baraja. Cuando hubo vendido todas las tablas se acercó con la baraja en forma de abanico a Gorri y le pidió que sacase una carta, solo una, y Gorri cogió una que dio en ser el cinco de oros, el señor de la rifa levantó la carta gritando que era el cinco de oros y una señora del fondo gritó que ella lo tenía con gran demostración de alegría. La señora recibió un duro como premio y el señor de la rifa se fue a otro vagón después de haber recogido todas las tablillas.

 

La llegada a la capital fue toda una sorpresa para Gorri; gente, edificios, coches, ruido. No le gustó, se agarró a su padre fuertemente, si lo perdía no sabría cómo volver a casa y nada de lo que veía le resultaba amigable. Saludó a todos los que se cruzaban, que le devolvían un saludo y una sonrisa, pero observó que, entre ellos, no se saludaban. Entonces se lo preguntó a su padre. Él respondió:

—Pues porque solo se saludan las personas que se conocen. En el pueblo todos nos saludamos porque todos nos conocemos, pero en la ciudad solo saludas si te cruzas con alguien que conoces.

Como Gorri solo conocía a su padre, le fue saludando todo el camino hasta el hospital sin soltarlo de la mano ni un momento y dejó de saludar al resto de transeúntes.

El encuentro con su madre fue grandioso, ella le llamó mi ángel y le llenó de besos.

—¡Pero qué guapo está mi niño! —dijo Paka—. Y tu hermana Isu, ¿cómo está?

—Bien —contestó Gorri con mucha desgana.

—Y ¿cómo te llevas con ella? ¿ya sois amigos? —insistió Paka.

—Sí —volvió a decir Gorri con la misma desgana—. Somos amigos como Mus y Tute.

—Pero Mus y Tute se llevan mal —dijo Paka extrañada por la respuesta.

—Pues eso, mamá, se llevan como hermanos.

Paka y Patxi no pudieron por menos que reírse mientras esperaban la llegada del doctor, a ver qué noticias traía.

XV

DE CÓMO GORRI CONOCIÓ AL SEÑOR NODO

Apareció en la habitación de la enferma el doctor, con su impoluta bata blanca y el espéculo colgado del cuello, acompañado de una enfermera joven que lucía cofia y amable sonrisa. Esta se dirigió a Gorri y le regaló una caricia. Al momento, Patxi se interesó por si había algún diagnóstico sobre el mal que aquejaba a Paka.

—Doctor —preguntó Patxi algo asustado por la posible respuesta—. ¿Tienen ya alguna conclusión sobre lo que le está pasando a mi mujer?

—Verás, Patxi —contestó el doctor en tono coloquial—. Hemos realizado varias pruebas y sesiones de rayos X. Detectamos una masa en la zona de los ovarios, que la queremos confirmar con un ensayo de un método nuevo.

—Si no le importa contestarme, ¿en qué consiste ese método nuevo? —preguntó Patxi con educación.

—Es una prueba radioactiva —dijo el doctor como si fuese la cosa más natural del mundo—. Consiste en hacer circular por la sangre un producto radiactivo en baja dosis que, en contacto con células extrañas, emite una imagen clara y definida que nos permite confirmar o descartar el diagnóstico.

—¿Y puede ser peligroso para Paka? —volvió a preguntar Patxi preocupado al oír la palabra «radioactivo».

—Pues verás —explicó el doctor—. Como es muy contaminante hay que dar dosis muy bajas, por lo que Paka estará incomunicada. Es una sesión larga y tediosa.

—¿Cuándo tienen previsto someterla a la sesión? —preguntó Patxi para organizar su tiempo.

—Pues en este tipo de patologías el tiempo corre siempre en contra del paciente —aclaró el doctor—, y no conviene demorarlo, así que esta misma tarde haremos los ensayos.

—Pues entonces nos quedaremos en la sala de espera hasta que los concluyan —confirmó Patxi.

—Pues verás, Patxi —dijo el doctor—. Te sugiero que esta tarde realices con tu hijo alguna actividad durante el tiempo del ensayo para evitaros las interminables horas de espera tanto a ti como a tu pequeño. No hacéis nada aquí, así que lo mejor es que os entretengáis yendo al cine, por ejemplo.

—¿Es cáncer lo que tengo, doctor? —preguntó Paka directamente y muy asustada.

—Pues verás, Paka, no te lo puedo confirmar ni negar. Es precisamente para asegurar un diagnóstico por lo que tenemos que hacer las pruebas esta tarde. No es bueno imaginarse escenarios como si fuesen reales para que luego no lo sean, el susto de imaginar lo vives como si fuese real, y si luego no es real, el susto que has vivido no te lo quita nadie. Como decía mi abuela; no tiene sentido abrir el paraguas si todavía no está lloviendo —concluyó el doctor.

Patxi intervino queriendo quitar hierro al asunto e intentando autoconvencerse de que la prueba daría que no era cáncer ni nada similar mientras Gorri miraba a unos y a otros esforzándose en entender lo que sucedía con la certeza de que aquellas caras, aquellos gestos y la seriedad de la conversación no auspiciaban nada bueno.

Cuando el doctor y la enfermera que lo acompañaba, pegada como una sombra, salieron de la habitación, Patxi y Paka hablaron un rato en voz baja, entrecortando las frases en un intento de que Gorri no se enterase de aquella conversación; esta actitud, lejos de calmar a Gorri, lo que consiguió fue ponerle más inquieto hasta que terminó preguntando directamente:

—Mamá, ¿qué es lo que te pasa? ¿Vas a estar siempre en la cama sin que podamos ir a pasear?

—Verás, mi ángel —contestó Paka intentando parecer tranquila—. El picotazo de la cigüeña se ha infectado y los médicos están viendo qué hacer para curarlo. Esta misma tarde me van a poner unas pomadas para curarme, como las que prepara la abuela. No te preocupes porque todo saldrá bien.

—¿Me enseñas el picotazo, mamá? —preguntó Gorri intrigado.

—Verás, mi niño —prosiguió Paka con el mismo tono tranquilizador—. El doctor me ha dicho que es muy malo que a la herida le dé la luz y el aire y por eso no lo puedes ver.

—Bueno, mamá —siguió Gorri—, pero cuando me lo puedas enseñar quiero verlo, ¿vale?

—Vale —dijo Paka—. ¿Sabes dónde te va a llevar papá esta tarde?

—No, ¿dónde? —preguntó Gorri intrigado ante la mirada no menos intrigada de Patxi.

—Pues vais a ir al Felipe a comer jamón, que sé que te gusta mucho —afirmó Paka rotunda—, y después al cine, y cuando termine la película volvéis aquí a conocer el resultado de las pomadas.

Patxi y Gorri salieron del hospital dejando a Paka lista para ser el conejillo de indias del nuevo sistema de auscultación por radiactividad. Había llovido y el suelo brillaba, la gente caminaba deprisa bajo sus gabardinas cruzándose sin saludarse mientras, cogidos de la mano, padre e hijo se dirigían al Felipe.

Situado en una cuesta, la puerta del Felipe tenía diferente altura a la izquierda que a la derecha, así que Gorri entró por la parte donde el escalón era más bajo y Patxi por el otro lado, quedando situados en un amplio espacio que se abría frente a la barra tras la que se encontraba el tal Felipe. A la derecha, algunas mesas ocupadas y algunas más libres completaban todo el escenario, en una de ellas se acomodaron padre e hijo y, al momento, el tal Felipe pasó un paño quitando unas migas mientras preguntaba qué iba a ser.

Patxi pidió una ración de jamón, una jarra de vino y agua para el chaval que fueron servidos con rapidez, Gorri percibió un intenso aroma a jamón serrano que le hizo salivar de inmediato y, sin encomendarse a nadie, cogió un trozo y se lo llevó a la boca, que se inundó de inmediato con un intenso sabor que casi le hizo saltar las lágrimas de placer, mientras Patxi se llenaba el vaso con vino sonriendo al ver a su hijo tan feliz.

—Mira, Gorri —le contaba Patxi degustando el jamón—. Este es el lugar preferido de tu madre, siempre que venimos a la capital nos pasamos por aquí a tomar jamón. Sin duda tienen el mejor jamón que jamás he tomado —continuaba diciendo Patxi mientras Gorri daba fe de ello llevándose a la boca otro buen bocado.

—Papá, ¿puedes echarme al agua un poco de vino? —pidió Gorri—. El jamón con aguavinito es lo que más me gusta —confirmó Gorri mientras su padre hacia la mezcla.

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