El gorrión en el nido

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—Es que me da mucha vergüenza decírtelo a la cara —le contestó Edurne bajando la mirada.

—Podemos ir directamente a lo oscuro que nadie se va a ente... —dijo Gotzi malinterpretando la intención de Edurne.

Gotzi no pudo terminar la frase al quedarse la palma de la mano de Edurne marcada en su mejilla.

Llegado el domingo y llegada la misa de diez, los nervios de Edurne estaban de punta, y mientras esperaba en el pórtico para entrar apareció Gotzi con un traje negro sin rayas. Se miraron fijamente y Gotzi, que no pudo mantener la mirada triste de Edurne, desapareció de inmediato de la escena mientras las campanas sonaban en punto y todos terminaron de entrar en la iglesia. Edurne se cubrió la cara todo lo que pudo con su toquilla para ocultar sus mal disimuladas lágrimas cuando, casi en el ofertorio, se abrió la puerta de la iglesia y, con sumo sigilo, volvió a aparecer Gotzi, buscando un lugar en el lado de los hombres donde Edurne pudiera verlo con su traje de mil rayas. Edurne, al posar su mirada sobre él, esgrimió una sonrisa cargada de lágrimas mientras disimuladamente se secaba la nariz y pensó que, al verla tan dolida en el pórtico, Gotzi había cambiado de opinión y que, ciega de amor como estaba, prefería amor por compasión que compasión por desamor. En realidad, lo que había sucedido es que a Gotzi se le había olvidado ponerse el traje de mil rayas y lo recordó al verla. A Gotzi le costaba estar en lo que había que estar.

Gorri no entendió la razón por la que de repente Cari ya no le sacaba por las tardes y solo Edurne paseaba con él y con Gotzi, habiendo asumido el monopolio del paseo de los días laborables. Tampoco entendía por qué Edurne, que ahora tenía el «chupete» para ella sola, seguía triste cuando no estaba Gotzi, lo que sucedía a menudo, pues Gotzi solía ocupar gran parte de su tiempo en ir de caza o de pesca, condiciones que no aparecían en la carta invisible y que potenció al tener asegurado el noviazgo. Bien mirado, a Gorri le pasaba algo parecido a lo de su tía Edurne y también estaba triste si no tenía su chupete todo el tiempo, en casa o en la calle, despierto o dormido, de día o por la noche.

Con el paso del tiempo, Edurne fue admitiendo que era menos peligrosa la caza y la pesca que su hermana Cari y se fue acostumbrando a prescindir de Gotzi admitiendo sus aficiones; exhalando un profundo suspiro cada vez que tenía que dejarlo ir, y disfrutando de él cuando lo tenía a su lado. Por su parte, Gorri seguía aferrado al chupete, aunque de vez en cuando se lo sacaba de la boca, cada vez con más frecuencia, era como si estuviese ensayando el tiempo que era capaz de estar sin él sin desesperarse. Cada vez que Paka le veía con el chupete fuera de la boca le felicitaba:

—Muy bien, muy bien, mi niño. Así me gusta, sin el tete, como los niños mayores.

Entonces Gorri volvía a meterse el chupete en la boca mirando fijamente a su madre y esta le decía:

—¿Qué?, ¿otra vez el tete en la boca? Qué feo —le decía poniendo cara de asco y Gorri se lo quitaba de nuevo, sonriendo, sin dejar de mirarla. Y se repetían los comentarios una y otra vez y en el mismo orden.

A base de que todos los cercanos a Gorri hiciesen comentarios similares a los de su madre, Gorri terminó por admitir que el chupe debía vivir su propia vida y prescindir de él. Cuando pasaban Edurne, Gotzi y él con el carrito azul de ruedas blancas por delante de la iglesia, Gorri, de un modo consciente y a tenor de sus pensamientos y deducciones, se sacó de la boca el chupete azul con la goma dada de sí y lo tiró al sumidero donde Atxa, el de la bodega, solía verter el agua de la limpieza de los barriles de vino vacíos, mientras exhalaba un profundo suspiro y el reloj de la iglesia daba los cuatro cuartos y las cuatro campanadas de las cuatro de la tarde.

VII

DE CÓMO GORRI APRENDIÓ A HACER DEL CUERPO

Cuando la abuela se enteró del noviazgo de Edurne con Gotzi se mostró claramente en contra de aquella nueva relación.

—Mira, Edurne —le dijo la abuela sin ninguna diplomacia—. Gotzi aún se encuentra en el horno haciéndose a fuego lento y la madurez está lejos de penetrar en sus huesos. Lo demuestra su desmedida afición a fiestas y festejos, no ha pasado la etapa de estudiante y no tiene recursos para mantener a una familia, además, me parece evidente la falta de compromiso contigo. Te lo digo para que medites sobre tu relación con Gotzi y os deis tiempo antes de comprometeros.

—Yo lo sé, mama —le contestó Edurne—. ¿Crees que no me he dado cuenta de todo lo que me dices?, lo sé de sobra, pero estoy enamorada y solo quiero estar con él. Una cosa es lo que dice la cabeza y otra lo que dice el corazón y el corazón siempre, siempre vence a la cabeza y esto tú lo deberías saber.

—Precisamente por eso te digo que te lo tomes con calma —contestó la abuela dejando su tarea y dirigiéndose directamente a Edurne—. He visto demasiadas decisiones tomadas a la ligera que han destrozado toda una vida y no quiero que eso te suceda a ti.

—Bueno, mama, déjalo, me da igual lo que digas, me pienso casar con Gotzi estés de acuerdo o no, así que no te molestes —continuó Edurne—, además, quiero que sepas que le voy a cambiar y estoy segura de que lo voy a conseguir.

—Pues yo estoy segura de que no lo vas a conseguir. A un hombre no hay quien lo cambie, solo conseguirás que te mienta para que tú creas que ha cambiado mientras sigue haciendo lo que le dé la gana —contestó la abuela algo enfadada por la ingenuidad de su hija.

—¿Tú que sabrás? —le dijo Edurne—. Te crees el Papa, que lo sabe todo y nunca se equivoca, pues que sepas que tú te equivocas igual que todos —concluyó Edurne dando por finalizada la conversación.

Desde que el noviazgo con Edurne era oficial las rutinas de Gotzi apenas habían cambiado. Seguía yendo de vinos con su cuadrilla, jugando las partidas de mus en el casino con su compañero de timba y escapándose a cazar y a pescar siempre que la veda se lo permitía. Todas estas actividades eran devociones que tenía Gotzi y que le hacían disfrutar de la vida. Por otra parte, estaban las obligaciones que consistían principalmente en ir a estudiar a la capital y dedicarle tiempo a su relación con Edurne, tareas a las que no dedicaba una especial atención, solo lo justo para cumplir con el expediente.

Edurne tenía el claro propósito de cambiarle, por un lado, había que restar devociones para pasar ese tiempo a obligaciones y, especialmente, a dedicarle más tiempo a ella, ya que a todas luces le resultaban insuficientes sus momentos compartidos y, por otro, tenía que conseguir que Gotzi se ocupase un poco más de su imagen personal; le gustaba lucir barba de dos días, pelo estilo «a su aire» y vestir prendas holgadas heredadas de sus hermanos mayores en edad y en tamaño, que claramente le estaban grandes y deslucían su hechura juvenil y de buen mozo. Para conseguir sus objetivos, Edurne solo contaba con una herramienta que dosificaba con esmero y sin apurar todo su contenido y era la de dejarse llevar «a lo oscuro».

—Anda, Edurne —le solía decir Gotzi en tono suplicante—. Vamos un rato «a lo oscuro», que te voy a demostrar cuánto te quiero.

—Bueno, ya veremos —le contestaba Edurne haciéndose de rogar—. Pero solo uno sin lengua —continuaba diciendo—, y si me prometes que te vas a afeitar todos los días, si no; no pienso volver nunca más «a lo oscuro» contigo.

Paka también mantenía su propia guerra con Gorri en su intento de conseguir quitarle los pañales y que el pequeño pidiese pipi o caca antes de aparecer con el paquete cargado, y para ello recurrió a los consejos de la abuela.

—Mamá —le dijo Paka a la abuela—. Ya va siendo hora de que Gorri vaya pidiendo pipi y caca, pero no sé muy bien cómo hacer para conseguirlo, ¿tú cómo lo hiciste con nosotras?

—Pues mira, Paka —le dijo su madre—. Tienes que ponerle sentado en el orinal a la hora en que normalmente carga el paquete y le estimulas con la cancioncilla de «pipicaca» repitiendo este estribillo con paciencia hasta conseguir el resultado deseado, cuando lo consigas regálale toda clase de carantoñas y mimos.

Paka, de inmediato, se puso manos a la obra y siguió al pie de la letra las instrucciones de su madre. Le quitó los pañales al niño y le sentó en el orinal de loza recién estrenado mientras Gorri le miraba extrañado a ver de qué iba aquel nuevo experimento. Cuando Paka comenzó con la canción del «pipicaca», el niño la miraba con cara de placer, como siempre que oía cantar a su madre y acostumbrado como estaba a acompañarla a dar de comer a las gallinas y oírla cantar el estribillo de «pitas, pitas, purras, purras» al que todas las gallinas acudían en tropel a recibir su ración diaria de comida; relacionó un estribillo con otro y pensó que él tenía que hacer de gallina y acudir a la llamada de su madre para que le diese de comer y, con las mismas, se levantó con el culo y el resto de su anatomía al aire, se dirigió a la zona de la mesa donde habitualmente recibía su ración a la espera de unos granos de maíz, que es lo que habitualmente comían las gallinas. Paka, viéndole de tal guisa, lo cogió y lo volvió a sentar sobre el frío orinal, volviendo a cantarle la tonadilla, ante la que Gorri reaccionó nuevamente, sintiéndose gallina sin que el experimento funcionase ni como uno ni como otra esperaban.

Tampoco a Edurne le iban las cosas mucho mejor con Gotzi en su intento de educarle para que fuese admitido por su familia. Por un lado, el compromiso de cambio por su premio en lo oscuro solo duraba lo que duraba lo oscuro, ya que una vez conseguido el premio, Gotzi volvía a sus rutinas esperando un nuevo premio y una nueva promesa que no cumpliría, lo que exasperaba a Edurne ante su impotencia por conseguir mejorar las rutinas de su pareja, así que tomó la firme determinación de entregar el premio solo cuando la promesa se cumpliera y cortar la fuente de placer cuando los caminos le llevasen a Gotzi a sus antiguos hábitos. Con esta nueva estrategia, Edurne consiguió que Gotzi se afeitase a diario, llevase el pelo cortado y peinado, hiciese arreglar la ropa heredada y llegase puntual a las citas, aunque su principal objetivo, el de que estuviese más tiempo con ella, no acababa de materializarse.

 

Gotzi le dijo a Edurne que, dado que estaba en el último curso, había decidido dedicar las tardes a estudiar con un grupo de amigos en la biblioteca de la capital y no volvería en el coche de línea del mediodía sino en el de la noche y que las mañanas del domingo también estaría estudiando, así que se verían al mediodía para tomar el vermut en el casino y por la tarde irían a pasear como lo hacían todas las parejas del pueblo hasta la cuesta de Moñete. Todo esto lo interpretó Edurne como un claro esfuerzo por adelantar en lo posible la fecha de su enlace matrimonial, que pasaba por terminar los estudios y por encontrar un trabajo.

Efectivamente, Gotzi se quedaba todas las tardes en la capital, pero no estudiando, sino que con su cuadrilla capitalina acudían al frontón o jugaban una timba o ambas cosas y los domingos se levantaba aún de noche y unos con la escopeta al hombro y otros con la caña y el buzo de agua que le llegaba hasta el pecho, recorría el río en busca de truchas teniendo cuidado de que a su vuelta no fuese visto por aquellos que podían informar a su novia de sus ilícitas actividades. Cuando por fin se encontraba con Edurne, siempre le decía que estaba cansado, ella creía que por el esfuerzo que estaba realizando en pro de la causa y le compensaba por tanta dedicación.

En honor a la verdad hay que decir que Gotzi no era dado a la mentira ni a ocultar la verdad y que no recordaba haber recurrido a estratagemas similares en el pasado, pero que ante el dilema de renunciar a «lo oscuro» o a sus aficiones optó por no renunciar a nada, aunque ello supusiese el tener que llevar una doble vida con la que poder congeniar todo lo que quería tener aun a costa de engañar a quien se preocupaba por llevarle por el buen sendero.

Edurne se encontraba absolutamente satisfecha de su éxito y no dejaba pasar la ocasión de presentárselo a su madre como una difícil batalla que había ganado, aunque su madre, más avezada en los recónditos caminos del ser humano, no dejaba de insistirle en que no fuese tan inocente, que todos los hombres son iguales y que no se ilusionase tanto, porque no era oro todo lo que relucía, que tuviese cuidado con lo que estaba entregando a cambio de tanto éxito y que mantuviese su honra intacta hasta su noche de bodas.

El que lo tenía claro y no necesitaba engañar a nadie era Gorri, que cada vez que se veía sentado en el orinal de loza y su madre le comenzaba a cantar el «pipicaca» se levantaba automáticamente a recibir comida sin obtener nada a cambio, viéndose sentado en el trono una y otra vez sin acabar de entender aquel absurdo juego. Madre e hijo estaban desesperados porque no entendían las intenciones del otro y cada uno insistía en su actitud sin obtener resultado alguno.

Como cada día, Gorri acompañó aquella soleada mañana a su madre a dar de comer a las gallinas. En cuanto Paka abría el portón del cercado que limitaba el gallinero y comenzaba a cantar el «pitas, pitas, purras, purras» las gallinas se agolpaban alrededor de ella y del niño mientras Paka dejaba caer los granos de maíz y trigo que todas picoteaban con manifiesto deleite. Gorri observaba el devenir de todo el gallinero fascinado por el sonido, el color y el revoloteo de todas aquellas aves persiguiendo los granos esparcidos por el suelo y de cómo el gallo, con su andar ceremonioso y su colorido plumaje, disfrutaba de los mejores granos cedidos por sus celosas amantes, deseosas cada una de ellas de ser su preferida.

Aquel soleado día, al terminar el «pitas, pitas, purras, purras» se acercaron a recoger los huevos de los nichos habilitados a tal efecto y en uno de ellos una gallina culeca estaba incubando sus huevos sentada e impasible. Gorri se la quedó mirando, y como si una lucecita iluminara su cerebro la señaló con el dedo, extendiendo la mano, mientras, mirando a su madre, le cantó el «pipicaca, pipicaca» como si la gallina culeca estuviese sentada en un orinal de loza. La madre, percibiendo el sentido de la imagen y antes de recoger los huevos, salió al cercado, cogió una gallina y la colocó sobre otro nicho mientras le cantaba el «pipicaca, pipicaca» y al poco la retiró, mostrando a Gorri el huevo que había debajo de ella como si hubiese sido consecuencia de la canción.

La siguiente vez que Gorri se encontró sentado en el orinal de loza ya supo que tenía que poner un huevo y se esforzó con todo su cuerpo en ello hasta que notó cómo lo abandonaba y se desprendía. Lleno de ilusión se levantó a verlo y quedó decepcionado por su aspecto, aunque pensó que para ser el primero tampoco estaba tan mal, que con el tiempo ya iría mejorando y se sintió reconfortado al ver cómo su madre le llenaba de besos y abrazos como si fuese el mejor huevo que nunca hubiesen visto sus ojos.

VIII

DE CÓMO GORRI SE

AFICIONÓ AL VINO Y AL JAMÓN

Cuando Cari fue plenamente consciente de que su hermana Edurne seguía adelante con la relación que mantenía con Gotzi, decidió coger un camino diferente y buscar su propio destino por otros derroteros que la llevasen a conseguir al hombre que sería el compañero para el resto de su vida. De entre los mozos casaderos del pueblo los había de tres clases: una mayoría chiquiteros y amantes de la farra que no habían madurado a pesar de los años y que por muchos que pasasen no se les veía que fuesen a cambiar, por otro lado, un grupo de espíritus solitarios que caminaban como almas errantes por el monte la mayor parte del tiempo como si de animales esquivos se tratase y que apenas si se les veía por el pueblo, y también había una minoría de trabajadores, amantes de las relaciones familiares, de la huerta, de los actos culturales y de las tradiciones, que estaban casi todos cogidos y comprometidos, y si alguno quedaba libre les faltaba tiempo a las casaderas para intentar hacerse con el trofeo.

Para Cari y las muchachas de su edad la tarea de conseguir pareja estable no era nada sencilla, cualquier acercamiento al otro sexo estaba muy mal visto y era censurado de inmediato por una sociedad mojigata sometida a estrictas reglas sociales. Desde muy pequeñas habían ido al colegio de las monjas, solo para chicas. En misa las chicas se sentaban en un lado y los chicos en otro. Si se subía de romería a las campas de Urbía se hacía en dos grupos, el de las chicas, que salía antes, y el de los chicos, que salían tras de ellas un rato después, si se sentían alcanzadas se escondían entre los árboles para que ellos las adelantasen sin ser vistas. Para complicarlo un poco más a base de generaciones en que los habitantes habían viajado poco y eran pocos los nuevos vecinos que llegaban al pueblo, la mayoría de los habitantes eran familia, tíos, primos, sobrinos, lo que reducía aún más el número de posibles candidatos. Las amigas eran solo chicas, las chicas jugaban a juegos diferentes a los de los chicos, a cocinitas, la comba y a saltar sobre unos cuadrados pintados con tiza en la acera, estos juegos estaban reservados para las chicas, mientras los chicos jugaban con el tirabeque, a civiles y ladrones o, ya de mayores, se iban de bares sin contarse nada importante entre ellos mientras las chicas hacían corrillos de cotilleo en los que todas hablaban a la vez y se reían sin parar. Ellos iban de caza o de pesca, ellas no. Las tareas comunes prácticamente no existían y si entre los diecisiete y los veintitrés años no conseguías emparejarte lo tenías muy difícil y había muchas posibilidades de quedarte soltera o para vestir santos, como decía la abuela. Encima, si un chico se acercaba, había que recibirle como un gato con las uñas fuera y enseñando los dientes, por mucho que deseases su presencia, es lo que dictaban las normas. Demostrar un excesivo entusiasmo por el otro género —si eras mujer— podía llevarte al deprecio general sin remisión posible.

Las pocas oportunidades de que se disponía se centraban en las fiestas patronales y en los bailes de los domingos por la tarde en la plaza del pueblo, vigilados desde la distancia por Donostia, que cuidaba de que los bailantes dejasen suficiente espacio entre ellos como para no poder sentir los bultos naturales del acompañante. Lo normal era bailar chica con chica y esperar a que una pareja de chicos, de los que contemplaban desde la acera, pidiese baile y tener la suerte de que quien lo pidiese fuese justo ese que se quería que lo hiciese, lo que era casi una lotería por lo difícil que resultaba. Para realizar la aproximación adecuada se ponían a bailar las dos chicas justo delante de las narices del chico con el que quería emparejarse una de ellas, la otra actuaba de carabina, a ver si reparaba en su presencia, y en el caso de que finalmente se lanzase con su amigo a pedir baile y se dirigiese inesperadamente hacia la compañera, se hacía un giro en el último momento para quedar frente a él y que en el momento de aceptar el baile lo fuese con la pareja que se pretendía y no con su amigo, a base de repetir estos movimientos estratégicos una y otra vez había que ser muy tonto para no darse cuenta de qué chica había elegido a qué chico y si a base de bailes, y solo de bailes, conseguían entablar comunicación era posible que la pareja se formalizase. Este ritual de coqueteo heredado de hermanas mayores a menores tenía la ventaja de que se realizaba a la vista de todos, comenzando por el cura y seguido de madres, tías y algún padre que pasaba con su cuadrilla y podía ver con quién estaba bailando su vástago y tomar a tiempo las debidas acciones correctivas si fuesen necesarias.

El que más veces había pedido baile a Cari era el Riojano, apodado así por ser el hijo del Riojano que, a su vez, se llamaba así por regentar la tienda-bar-casa de comidas «El riojano», que se ubicaba en la misma plaza del pueblo, haciendo esquina con el callejón que daba a las huertas. Las especialidades de la casa eran las patatas a la riojana, el conejo a la riojana, el embutido riojano, los huevos con pimientos de Rioja y, naturalmente, el vino de Rioja, y el nombre le venía, según se cree, de algún antepasado de Ausejo, que fue el primero en crear el establecimiento y que, según cuentan, se dejó caer por el pueblo con su mula cargada de productos riojanos y acabó estableciéndose. Al final, todos acabaron llamándole «el Riojano» por su procedencia, manteniendo el apellido asignado por consenso popular generación tras generación.

El último riojano de la lista le ponía ojitos a Cari y siempre que le era posible le pedía baile, además, era del grupo tres; de los que les gusta la familia, el trabajo bien hecho, que respeta las tradiciones y participa de la cultura, así que perdido Gotzi en aras de su hermana Edurne, el Riojano se convirtió en una opción válida que Cari comenzó a sopesar con muchas posibilidades de que le sirviese para su planes, y aunque no estaba especialmente entusiasmada porque era bajito, algo entrado en carnes y no muy agraciado, pensó que con el tiempo le acabaría gustando y que alguien con un negocio funcionando era un buen partido para ella y para los riojanitos que llegasen.

Cari tenía que pensar en alguna táctica que le permitiese estar cerca del Riojano, más allá de los bailes del domingo, sin que este sospechase de lo que pretendía, para de este modo calibrar mejor su carácter y sus intenciones, de modo que echó mano de quien tan bien le vino para los encuentros vespertinos con Gotzi y que no era otro que Gorri. Así que, una vez tomada la decisión, se fue a La Central a hablar con Paka.

—Hola Paka —dijo Cari al entrar en La Central mostrando una amplia sonrisa.

—Hola, Cari, esa sonrisa me huele a pedir algún favor —contestó Paka, que conocía muy bien a su hermana.

—Pues sí, hermanita, así es, quería saber si podría sacar a pasear a Gorri de cuatro a seis de la tarde en lugar de que lo haga Edurne con Gotzi —le dijo Cari yendo directamente al tema.

—¿Y para qué quieres pasear a Gorri? ¿Qué te traes entre manos? —preguntó Paka.

—Pues me gusta el Riojano y pensaba ir a merendar a las tardes a su bar para verle y saber si él también está interesado en mí —contestó Cari juntando las manos en actitud de súplica.

—¿El Riojano?, pero si parece un tapón, ¿no tenías otro mejor en quien fijarte? —exclamó Paka sorprendida.

—Pues sí, sí tenía otro mejor en quien fijarme, pero se lo ha llevado Edurne y el Riojano es trabajador, tiene un negocio que funciona bien y yo creo que le gusto —contestó Cari algo enfadada.

 

—Ya, Cari, pero las prisas no son buenas para nada, yo creo que tienes opciones mejores —aconsejó Paka calmada—. Además, no me convence el uso que estáis dando a Gorri para vuestros líos y no me negarás que tú eres un poco cabeza loca y puedes dejarte al niño olvidado en cualquier esquina, cegada por tu pasión.

—No digas tonterías, anda, y no te hagas la dura —contestó Cari en tono de súplica.

—Bueno, está bien —dijo finalmente Paka—. Pero a la menor tontería te quedas sin volver a ver a tu sobrino, que te quede claro.

A primera vista el plan resultaba claro y fácil de ser llevado a cabo, pero cuando hay terceras personas involucradas y no son conscientes de lo que se espera de ellas puede que las cosas no funcionen y que los planes de la una no coincidan con los del otro. Esto enseguida lo supo Cari el primer día que llevó a su sobrino Gorri a merendar a la tienda-bar-casa de comidas del Riojano.

Gorri seguía en la etapa de descubrir todo el mundo que le rodeaba y cada vez que le sacaban fuera de La Central para él era como una fiesta llena de sorpresas fascinantes de las que no se perdía detalle. Por un lado, era objeto de todo tipo de carantoñas por todas las personas del sexo femenino con las que se cruzaba, que lo llenaban de besos y achuchones, afición que cogió entonces y no ha sabido abandonar con el paso de los años. Esto por sí solo ya era suficiente para salir de paseo, pero además se añadía la ilusión que le hacía contemplar todo tipo de animales de los que abundaban en el pueblo y sus alrededores. Perros de todos los tamaños, ovejas en rebaño, vacas en cuadrilla, los caballos al paso, al trote o al galope, gallinas acompañadas de sus gallos, gorrinos cubiertos de barro, gatos solitarios buscando gatitas, pájaros de diferente pluma, palomas y pichones, golondrinas chillonas, las dos cigüeñas que aparecían cada año en el nido de la campana que está encima de la sacristía, truchas bajo el puente del río Zirauntza, la garza del palacio en la copa del pino más alto, cada uno con su sonido, con sus cencerros, con los silbidos del pastor, sonidos que le llenaban de placer al redescubrirlos en cada paseo. Ahora estaba empezando a fijarse en los caracoles, las mariposas, las abejas, las hormigas, los grillos y todos los pequeños animalitos que asoció con él y pensó que un día crecerían y se harían grandes, la gallina sería cigüeña, el perro, caballo, y el gorrión, paloma, una deducción no exenta de lógica, pero alejada de la realidad.

Cari, contenta con su sobrino, entró en El riojano y se sentó con Gorri en la única mesa de que disponía la parte dedicada a comidas, una mesa ancha y larga bordeada por bancos en los lados de la pared y por banquetas en los opuestos; en realidad, era un mesón de los que daban nombre a los antiguos establecimientos de comidas en el que los comensales se sentaban todos juntos sin necesidad de compartir madre ni patria. Una vez sentados, Cari se dispuso a vigilar a su presunto futuro esposo a ver si tenía gracia y salero o era un sieso.

—¡Qué agradable sorpresa! —exclamó el Riojano ante la presencia de Cari y Gorri en su establecimiento—. ¿Qué os trae por aquí?

—Veníamos a merendar —dijo Cari como si lo hiciese todos los días.

—Pues estáis en el lugar adecuado. ¿Qué va a ser? —dijo el Riojano poniéndose la servilleta doblada sobre el antebrazo.

—Yo tomaré un café con leche con dos marías y a Gorri le vas a traer un currusco de pan con una onza de chocolate —pidió Cari acomodando al niño en el banco del mesón.

El Riojano acogió la visita con júbilo y empleó al niño como eslabón de acercamiento, algo a lo que Gorri ya estaba acostumbrado, incluso ya era un maestro y podría haberle dado consejos al novato, pero se abstuvo por verle con suficiente desparpajo. Además, la onza de chocolate que le entregó era de las gordas, las que se emplean para preparar chocolate del de untar churros y aquello fue suficiente para ir paso a paso comiéndosela mientras tía y Riojano iban a lo suyo sin que ni una ni otro reparasen demasiado en el niño.

El primer contratiempo fuera de control que experimentó Cari fue cuando consiguió apartar los ojos del Riojano y los depositó en Gorri, quedándose sin habla al verlo embadurnado de chocolate desde la parte más alta de su cabellera hasta los tacones de sus zapatos, efecto que se vio acentuado por la impoluta ropa blanca con que Paka gustaba de vestir a su retoño, dando el efecto de uno de los gorrinos recién salido de retozar en una poza de barro. Tía y Riojano, sorprendidos y alarmados ante el niño sonriente y satisfecho, tuvieron que dar por finalizado el escaso tiempo que había durado la merienda del primer día.

—Pero ¿qué has hecho, desgraciada? —le recriminó Paka a su hermana cuando apareció en casa de aquella guisa.

—Perdona, perdona, Paka —le contestó Cari, que se esperaba la reprimenda—. Le he dejado tranquilo con la onza de chocolate y en un momento la ha liado, de verdad que ha sido un visto y no visto.

—Si ya sabía yo que no te lo puedo dejar, sabía que esto iba a pasar, lo sabía —repetía Paka mientras desnudaba al niño para lavarlo.

—Mira, Paka, te prometo que no volverá a pasar —decía Cari compungida temiendo que no le volviese a dejar a Gorri—. Me tienes que dar otra oportunidad.

Al final, Paka no pudo hacer otra cosa que reírse al ver el esperpento que le había devuelto su hermana, risa que fue seguida por Cari hasta convertirse en histérica ante la aturdida mirada de Gorri, que no entendía nada.

Al día siguiente a la misma hora aparecieron tía y sobrino impolutos y se sentaron en el mesón del Riojano.

—¿Cómo se lo tomó Paka? —preguntó el Riojano dudando de que fuesen a volver por el establecimiento.

—Bueno —dijo Cari—. Al principio se enfadó, pero luego le hizo gracia. Menos mal —suspiró Cari—. Tráeme un café con leche con dos marías.

—Si te parece, podemos darle al niño el currusco de pan con unos taquitos de jamón sin tocino para evitar que se manche —sugirió el Riojano.

—Me parece muy buena idea —contestó Cari manifestando su agrado con un gesto.

Gorri, que esperaba su ración de chocolate, al verse privado de él, no mostró muy buen semblante, pero el entrecejo le duró lo que tardó en meterse el taquito de jamón en la boca, nunca lo había comido, y el descubrir este nuevo sabor le marcó para el resto de su vida, desde entonces, siempre que ha tenido oportunidad ha pedido jamón como plato preferido. El segundo día no se manchó, pero una vez terminado el jamón y habiendo descubierto todos los rincones del lugar, se impacientó por salir y seguir descubriendo mundo, y Cari tuvo que dar por terminado su trabajo de campo mucho antes de lo que hubiese deseado.

—Hola, Paka —dijo Cari al día siguiente, cuando fue a recoger al niño para continuar con su investigación.

—Gorri ha estado pidiendo agua constantemente, ¿le das algo de beber en la merienda? —preguntó Paka.

—Pues no, me daba miedo que se manchase —contestó Cari.

—No digas tonterías, tiene que estar hidratado, así que haz el favor de darle agua de vez en cuando —concluyó Paka.

Así lo hizo en la tercera visita al Riojano, en la que Gorri repitió currusco, taquitos de jamón y agua, y en cuanto terminó, dio por finalizada la visita y Cari se vio obligada nuevamente a sacar a ver mundo a Gorri mucho antes de lo que a ella le hubiese gustado.