El gorrión en el nido

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—Yo creo que sí debiéramos invitarlo —dijo Paka—. No se ofenderá por ser invitado, pero puede que sí se ofenda por no serlo, además, me hace mucha ilusión su presencia en el bautizo de Joseba, seguro que realza el acto, así que te ruego que procures convencerle para que se encuentre entre el resto de invitados.

—Bueno, está bien —dijo Patxi ante tan aplastante argumento—. Lo difícil es encontrar el momento adecuado para hacerle partícipe del feliz acontecimiento y contar con él en el bautizo del próximo domingo.

Lo de «buscar el momento adecuado» era lo más complicado, ya que del estado de ánimo en que se encontrase «el amo» dependería su respuesta, y Patxi sabía que el estado de ánimo del jefe era variable, voluble, impredecible y, en ocasiones, difícil de entender.

Las cosas habían cambiado mucho desde cuando jugaban de pequeños, entonces su actual jefe era muy divertido, siempre inventando nuevas experiencias, haciendo pistolas y fusiles con palos y tablas para imaginar guerras o preparando arcos y flechas con varas de avellano. Las horas se pasaban rápidas entre juegos y risas. Las bromas se sucedían una tras otra a cada cual más entretenida; Patxi tenía recuerdos muy felices de esa infancia compartida en la que las canicas, las chapas, el ladrón prisionero y civiles y ladrones llenaban sus horas y expandían su imaginación más allá que los juegos que en el palacio abundaban como el bádminton o el golf, con que le obsequiaban sus padres recordándole a él y a quienes con él estaban cuál era su posición.

Cuando, aún siendo muy jóvenes, ambos comenzaron a trabajar en la fábrica bajo la tutela de sus respectivos padres, las cosas cambiaron. Muy pronto aprendió Patxi que el tiempo de juegos había terminado y tuvo que asumir el mal humor y el genio que nunca había visto en su antiguo compañero de juegos y que ahora aparecían en su nuevo jefe. Tuvo que soportar, no sin sorpresa, algunas broncas inmerecidas y aprender a dirigirse con extremo respeto y manteniendo las distancias con el que hasta hacía muy poco había sido su compañero de lucha libre, con quien se revolcaba por el suelo.

Con el tiempo, el mal humor y los gritos de su jefe se fueron apaciguando, y cuando se tuvo que hacer cargo de la fábrica tras la muerte de su padre, su carácter se tornó más sereno, había madurado y sabía lo que se traía entre manos, escuchaba antes de emitir un juicio y le gustaba tener la opinión de todas las partes implicadas, su sola presencia hacía calmar los ánimos exaltados de obreros que trabajaban en condiciones extremas y se ganó el respeto de todos los que se encontraban dentro de su universo. Patxi se sorprendió agradablemente al ser testigo de un cambio tan positivo y que tanto beneficio aportó a todos. Pero con el paso de los años, una vez conseguido el respeto y la admiración de quienes le conocían, fue relajando sus costumbres y su carácter oscilaba entre el niño que fue, el joven iracundo en el que se convirtió después y el adulto sereno que todos admiraban, pasando de ser uno u otro de un modo casi inmediato y sin que aparentemente mediase un acontecimiento que lo provocase.

Patxi, a base de tratarle, se dio cuenta de que si el amo estaba de broma había que seguirle el juego y reírse de sus bromas, que si estaba enfadado había que agachar la cabeza, aguantar el chaparrón y esperar a que escampase y que si se encontraba ecuánime y magnánimo era un buen momento para plantearle cuestiones de hondo calado como la que tenía que afrontar con el bautizo de su recién nacido.

Cuando Patxi llamó a la puerta y fue requerido para que pasase se encontró con el dueño de la fábrica que, dirigiéndose hacia él, le dio un fuerte apretón de manos:

—Mi más sincera enhorabuena, Patxi —le dijo—. Ya me han informado del nacimiento de tu niño y de verdad que me alegro.

Patxi se encontró con el hombre coloquial y cercano con el que deseaba encontrarse y, sin más reparos, pasó a invitarle al bautizo:

—Verá, con todos mis respetos y en base a la amistad de la que hemos disfrutado quería invitarle al bautizo del próximo domingo —dijo Patxi con exquisita educación.

—No esperaba menos de ti, Patxi —le contestó el dueño de la fábrica—. Me agradaría mucho asistir, pero no sé si mis compromisos me lo van a permitir. Si me es posible no dudes que allí estaré.

Paka recibió con mucha ilusión la noticia de la posible asistencia del amo a la ceremonia. Llegado el domingo y llegadas las diez de la mañana todos los feligreses, amigos y familiares fueron entrando a la iglesia, pero «el amo» no apareció. Patxi pensó que quizás se presentase justo en el momento del bautizo, al final de la misa, y siguió la ceremonia intentando disipar sus pensamientos negativos para centrarse en lo que relataba Donostia desde el púlpito.

Aquel domingo de bautizo el sermón giraba alrededor de la fe como uno de los dones más importantes de los creyentes.

—Queridos hermanos —recitaba Donostia desde el púlpito—, la fe es para el cristiano lo que el agua para la vida. Sin agua no hay vida, sin fe no hay cristiano. ¿Y qué es la fe?, os preguntaréis vosotros desde vuestra ignorancia —proseguía Donostia—. Pues la fe es creer sin juzgar, creer simplemente porque lo dice la santa madre Iglesia. Fe es, por ejemplo, creer en el misterio de la Santísima Trinidad sin intentar comprenderlo, en el que un solo Dios verdadero está formado por tres personas diferentes, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y este dilema, imposible de entender para la mente humana, solo se puede asumir desde la fe.

Mientras Patxi escuchaba estas palabras se puso a pensar en lo incauto que había sido al tener fe en lo que le había prometido su jefe y que, en definitiva, lo de la Santísima Trinidad no era ningún misterio, que era como su jefe, que, siendo uno, a veces era jefe, a veces amo y a veces dueño de la fábrica. Que, siendo uno, a veces parecía un chiquillo juguetón, otras, un padre enfadado, y otras, un compañero que te ayudaba y te entendía. Que, siendo uno, a veces era irresponsable, otras, intransigente, y otras, mostraba una lucidez envidiable. Que en realidad era uno, pero a la vez era tres; un tres en uno. Así que aquello de la Santísima Trinidad no era tan complicado de entender como lo pintaba Donostia. Tal vez el ignorante fuese el «puto cura» y no los feligreses, como desde su púlpito lo proclamaba con total seguridad. Si es que la ignorancia es muy atrevida, siguió pensando Patxi.

Al finalizar la misa, la familia y los invitados rodearon la pila bautismal presidida por Donostia y por los padrinos, que sujetaban al niño para proceder al rito del bautismo. Con gran sorpresa, vio Patxi que se abría la puerta de la iglesia y se alegró pensando que sería su jefe, pero quien apareció fue una doncella del palacio; como diría «el amo», o una sirvienta de los amos; como pensó Patxi. La uniformada muchacha, sumida en la vergüenza por sentirse el blanco de todas las miradas, se acercó a la pila bautismal y les entregó una pequeña botella con el corcho lacrado que decía ser agua del río Jordán, bendecida por su santidad y que «el amo» se la entregaba como presente para el bautismo del niño recién nacido, rogando le disculpasen por no haber podido asistir.

Donostia puso una sonrisa de alegría como quien recibe una botella del mejor vino de La Rioja y la descorchó con sumo cuidado sin derramar ni una gota, mientras la abuela dudaba del contenido de la botella:

—Esta agua del río Jordán nada —dijo la abuela—. Seguro que es agua del Nacedero.

—Water Nacedero good for pedo —dijo el doctor H. Nike mientras el agua era derramada sobre la cabeza del bebé.

Los asistentes, sorprendidos, miraron al doctor con rechazo, pensando que a qué venía hablar de wáteres y de pedos en un momento tan transcendental.

Patxi entendía que el doctor había querido decir que aquella agua del Nacedero era buena para el pelo y pensó que, en aquel momento, los asistentes, al escuchar lo que consideraron una chiquillada, reaccionaron enojados por lo inoportuno del comentario, del mismo modo que cuando su jefe estaba en un estado de ánimo y él contestaba en otro.

Posiblemente, todos fuésemos como Dios, siguió concluyendo Patxi, con tres personalidades en cada uno de nosotros que se mezclan y nos dificultan la comunicación, haciéndola imposible cuando las personalidades que se muestran no coinciden con las respuestas adecuadas a esas personalidades, como si se hablase en idiomas diferentes y, encima, sintiendo que lo que escuchas es una falta de respeto.

Mientras Donostia hacía varias veces la señal de la cruz en la frente del niño e invitaba a los padrinos a repetir su gesto, se oía el griterío de los niños en el pórtico, esperando a que saliese el padrino y les tirase las perras gordas y las perras chicas acompañadas de caramelos, como era la costumbre en los bautizos del pueblo.

V

DE CÓMO GORRI EJERCIÓ DE PSICÓLOGO

El pequeño pueblo del interior del País Vasco en el que había nacido Joseba Gorrikoetxeabengoa disfrutaba de un paisaje siempre cambiante y siempre hermoso. Había llegado a este mundo en una primavera explosiva, como meretriz preparada para recibir a su mejor cliente, llena de colores, de aromas, prometiendo fertilidad y vida por doquier, ofreciendo desenfreno sin límite a todos los sentidos; olores dulzones, colores vivos, sonidos de miles de pájaros, frutos silvestres pequeños pero sabrosos hasta hacer daño al paladar, hierba fresca y pétalos de mil flores. Luego llegó el verano, lleno de risas que se oían allí donde hubiese un niño, noches cálidas de solano con los abuelos tomando la fresca y contando mil historias, las eras con las vacas arrastrando el trillo y los mozuelos montados en él como si de un barco surcando los mares se tratase, dando vueltas sin fin. Le siguió el otoño de soles bajos y rojos, con árboles y suelos alfombrados de hojas amarillas, rojas, verdes, naranjas y arcoíris, y estruendo de cazadores y perros en el paso de palomas cobrándose sus piezas. Finalmente, el invierno lleno de nieve, de chupones de hielo que colgaban de los tejados, de silencios blancos, luminosos, donde el río dejaba de sonar y los pájaros callaban sus trinos y la brisa helada curtía el rostro y las piernas desnudas de niños con obligados pantalones cortos. Todo esto tenía el pequeño pueblo donde había nacido, aunque aún no era consciente de ello. Del primer año de su vida nada quedaba en su memoria.

 

En numerosas ocasiones se había esforzado en rescatar alguna imagen, cerrando los ojos y apretando, como si estuviese estreñido, pero lo que había conseguido ver son apenas unos recuerdos desvaídos y difíciles de situar en el tiempo. Creía recordar que le acostaban en la misma habitación donde dormían sus padres, en un espacio que se abría entre el pie de la cama del matrimonio y la pared, y recordaba también unos filamentos rojos como de una resistencia de calefacción eléctrica, que brillaban en la oscuridad. Vagamente, tenía consciencia de haber visto a sus padres desde su cuna acostados en el mismo lecho, tan vagamente como creía recordar cuando su madre le bañaba en la cocina, en una especie de bañera de lona plegable que rellenaban de agua caliente y que vaciaban soltando un tapón que se encontraba en la parte inferior.

El hecho de que Joseba no recordase nada de su primer año de vida no quiere decir que no sucediesen un montón de acontecimientos a su alrededor. Durante este tiempo, fruto del matrimonio de su tía con el músico, nació su prima Blanca y la tía, que vivía al otro lado de las montañas, tuvo a su prima Garbiñe. Las hermanas de Paka, arrastradas por el reflujo de la boda de su hermana, comenzaron a tomar posiciones para encontrar pareja entre los mozos del pueblo, al abuelo le habían nombrado concejal en el ayuntamiento y la abuela se había hecho cargo de un surtidor de gasolina que había en la esquina del prado del amo.

El primer año en la vida de un bebé somete a su madre a un desgaste importante entre cambiar y lavar pañales, dar el pecho al pequeño cada poco tiempo sin respetar las horas de sueño de su progenitora y seguir atendiendo el resto de labores de la casa, gallinero incluido. Para una madre, que además es primeriza, el llanto de un niño al que no consigue consolar, ya sea por sus primeros dientes, por los gases que no acaba de expulsar o porque se aburre y quiere atención, supone una carga adicional teñida de un sentimiento de impotencia que puede llegar a derrumbarla, sobre todo si no consigue dormir las horas suficientes un día tras otro. Paka padeció lo que la mayoría de las madres padecen, y para poder descansar se apoyó todo lo que pudo en su familia, como la mayoría de las madres lo hacían, y delegó en la abuela, que siempre que sus obligaciones se lo permitían ayudaba en todo lo posible con las necesidades del recién nacido, hecho que, por otra parte, era del total agrado de todos.

Si el niño estaba durmiendo en su cuna en la habitación de sus padres y se le oía algún sonido, enseguida salía la abuela pasillo adelante diciendo aquello de que su «gorrión» ya estaba cantando, que ahora iba a su encuentro para llenarle de besos. De tanto llamarle «gorrión» todos le acabaron llamando «gorrión» y se pasaban el día con el «gorrión» para arriba, el «gorrión» para abajo, y por ese afán de ahorro que distingue a toda la familia de Paka acabaron castrando al «gorrión», dejándolo en «Gorri»; desde entonces arrastró aquel alias a lo largo de su vida, sin que él hubiese tenido ni arte ni parte en aquella decisión tan importante, como muchas de las decisiones que llegaron a afectar a Gorri sin que él tomase parte en ellas.

Finalmente —y tras varios ensayos—, se decidió que Paka echase la siesta todos los días para estar fresca el resto del tiempo que necesitaba dedicar al pequeño y que, durante el descanso de Paka, la abuela se hiciese cargo de atender a Gorri, y si ella no podía se haría cargo una de sus tías, así que todas las tardes Gorri contaba con la presencia de su abuela o una de sus tías, quienes amenizaban con sus charlas las horas vespertinas del bebé.

Las hermanas de Paka eran Edurne y Caridad, se llevaban apenas nueve meses y un día, así que crecieron juntas, como si de hermanas gemelas se tratase. Edurne había querido ser rubia desde pequeña y ante la insistencia su madre le aplicó en el pelo infusiones de manzanilla un día tras otro, hasta que se quedó rubia y comenzó a lucir una hermosa melena rizada de ese color al que acompañaba un grácil cuerpo pizpireto y sonrisa heredada de su madre, por suerte no le castraron el nombre, ya que quedaba Edu, que era nombre de varón, pero con Caridad era diferente y todos la llamaban Cari que, además, quedaba muy femenino, como femeninos eran sus andares con un ligero contoneo muy sensual acompañado del movimiento de su larga melena morena. Tanto Edurne como Cari se turnaban con la abuela en los cuidados de Gorri y, de paso, se entrenaban en el mundo del cuidado de los bebés, al que querían acceder lo antes posible como demandaba su biología, el ejemplo de su hermana y la presión social.

Las rutinas de la tarde comenzaban cuando Paka había terminado de recoger la cocina y Patxi regresaba a la fábrica tras su cabezada, a esa hora Gorri empezaba a cantar como si de un reloj suizo se tratase y pedía su comida a gritos, como lo hacen los vascos cuando tienen hambre; parecía que los gritos se oyesen en todo el pueblo, ya que al momento se presentaba la abuela o una de sus hijas y ayudaban a Paka con el aseo, cambiar al niño, lavado de pañales, dejarlo limpio como un día despejado y charlar con Paka mientras amamantaba al bebé, que bien pareciese que iba a deshincharla de los chupetones que pegaba. Terminado este ritual, Paka se retiraba a su cuarto a descansar y Gorri, con la barriguilla llena y tras haber soltado todos los gases como truenos, se quedaba tumbado sobre unas mantas puestas sobre la mesa mientras le hacían cosquillas, le cogían de los mofletes o le hablaban dirigiéndose a él como si las entendiese, mientras el pequeño atendía a la conversación como lo hace un perro con su amo, escuchando sin interrumpir, ladeando la cabeza de un lado a otro sin apartar la vista y variando la expresión, subiendo y bajando las cejas, incluso en ocasiones, si veía risas, se reía y se agitaba moviendo brazos y piernas con gran alegría.

La primera en relatar sus inquietudes en las tranquilas tardes de La Central fue la abuela, pero no tardaron en seguirle con las suyas las hermanas Edurne y Cari, sin que entre ellas hablasen nunca de la facilidad de escucha que poseía el niño y la tranquilidad que les daba el desahogar con él sus vicisitudes, penas y alegrías.

—Mira, Gorri —le decía la abuela preocupada—. Edurne y Cari siempre se han llevado bien, pero, últimamente, les falta tiempo para saltar por cualquier nimiedad contra todo y contra todos. He intentado indagar en lo profundo de sus corazones, que siempre han estado abiertos para mí, pero ahora ambas han cerrado sus puertas y cualquiera que sea su pena se la guardan para ellas insistiendo en que nada les pasa. Pero algo les pasa —continuaba contándole la abuela a Gorri—, porque sus miradas están perdidas, su silencio es como el de una cueva y parecen cepos de ratón que, a la menor brisa, brincan sin coger presa perdiendo el cebo. Por mucho que digan que no les sucede nada sus hechos hablan por ellas y los hechos dicen a gritos que algo pasa por sus cabezas, o por sus corazones, por mucho que ellas lo nieguen.

Todo esto le decía la abuela a Gorri mirándole a los ojos sin que él apartase los suyos de los de ella, atento a cada una de sus palabras.

El día que apareció Cari y, tras el rosario de carantoñas a los que tan aficionadas son las mujeres, observando que el niño estaba como a la espera de que ella comenzase a decir algo, se lanzó de plano como quien pierde la inhibición tras los preámbulos y se deja llevar, sin más, venga lo que venga y pase lo que pase.

—Mira, Gorri —le dijo Cari sin ningún pudor al absorto niño—. Estoy locamente enamorada de Gotzi.

Gotzito era el hijo del maestro don Gotzón, que en realidad era don Ángel y procedía de un pueblo de Granada, pero en el pueblo le habían euskerizado el nombre, dotándolo de una fonética que más parecía un apodo que un nombre. Su hijo portaba su mismo nombre, pero para distinguirlo del padre y evitar equívocos todos le llamaban desde muy pequeño Gotzito, aunque con la manía de la familia de Paka por capar los nombres también habían capado a Gotzito y le llamaban Gotzi. Gotzi era un mozo bien parecido de los que no abundaban en el pueblo y sin pareja conocida, aunque a todas les echaba un tiento. Un bocado muy apetecible para las hermanas Cari y Edurne.

Pasados unos días, la que apareció a animar las tardes del niño fue la tía Edurne, que no necesitó ningún preámbulo, directamente se puso a llorar y a balbucear palabras que el niño no entendía, en realidad tampoco las hubiese entendido, aunque no las hubiese balbuceado, pero tal vez por lo extraño de la situación su interés se multiplicó y los ojos casi se le salían de la órbita hasta que, algo asustado, exhibió algunos pucheros en solidaridad con su afectada tía. Edurne se sintió conmovida por la expresión doliente del niño, se sonó aparatosamente y comenzó a relatarle sus penas:

—Verás, Gorri —dijo Edurne entre sollozos—. Estoy muy enamorada de Gotzi, lo que pasa es que mi hermana también lo está y no sé por qué me hace esto sabiendo que Gotzi y yo nos gustamos desde que éramos pequeños y que siempre le había dicho que algún día sería su marido. Ahora Cari se ha metido en medio —seguía comentando Edurne—, y Gotzi le hace más carantoñas a Cari que a mí. Nunca le perdonaré a Cari que no haya cortado con Gotzi a la primera insinuación. Yo esperaba una aliada en mi hermana y no una enemiga que se quiere llevar lo que por derecho propio es mío, porque siempre lo he tenido en mi corazón. Nunca le voy a perdonar esto a Cari —repetía una y otra vez—, para mí Cari es como si se hubiese muerto.

El niño miraba aturdido oyendo aquella tragedia mientras mantenía algunos ligeros pucheros ante el susto que tenía por el enfado que demostraba su tía Edurne, aunque para la tía aquellos pucheros eran como si el niño dijese que menuda injusticia la de Cari, que no había derecho a que le hiciese aquello.

La abuela era la que más tardes estaba con el niño y la que más se quejaba de la actitud de sus hijas. Molesta por su silencio y su insistencia en que no les pasaba nada, la abuela estaba segura de que sus mentes se ocupaban en algún asunto, posiblemente de pantalones, y que no dejaban de pensar en ello todo el día imaginándose escenas de amor de miel y venenos que eliminaban a quienes impedían su camino hacia la felicidad. Lo que la abuela quería es que se lo contasen, pero no soltaban palabra. Si no le contaban lo que les pasaba no podría ayudarlas y por mucho que le dijesen que era una pesada, que todo estaba bien, solo había que verlas, sin dirigirse la palabra la una a la otra, evitándose siempre que coincidían, hablando mal de su propia hermana y acusándose mutuamente de todo lo que podían acusarse.

—Los hechos hablan por sí solos —decía la abuela a Gorri—, seguro que tú sabes algo, pillín, y no me lo quieres contar.

Gorri callaba sonriendo porque el código deontológico de los psicólogos le impedía decirle a la abuela lo que en realidad estaba sucediendo, y también porque, aunque hubiese querido, aún no sabía hablar.

VI

DE CÓMO GORRI SE

DESENGANCHÓ DEL CHUPETE

Cuando Gorri vio amanecer sus primeros dientes, dio sus primeros pasos y dijo sus primeras palabras, la primavera había regresado, el aire estaba impregnado de aromas multicolores que llenaban todos los rincones y la vista se recreaba en la explosión de vida que ofrecía la naturaleza.

Las hermanas de Paka y el cochecito azul de cuatro ruedas blancas eran los vehículos que empleaba Gorri para descubrir lo que había más allá del último árbol que se veía desde La Central, aquel que se encontraba junto a la carretera que llevaba a la fábrica. El camino desde su casa hasta la carretera era el cordón umbilical que unía su cuna con el resto de un mundo totalmente desconocido y lleno de incógnitas que Gorri estaba deseoso de conocer.

A base de repetir los paseos de todas las tardes por los mismos caminos y de transcurrir por los mismos senderos, Gorri empezó a reconocer cada rincón y a gesticular de forma automática emitiendo algunos sonidos guturales cuando cruzaban por la casa del vecino nuevo y ladraba el perro o cuando iban por Kantoikoa y mugían las vacas o cuando visitaban los prados de Kukuma y balaban las ovejas o se acercaban a la iglesia y sonaba el reloj dando la hora, los cuartos o la media. Los ladridos, mugidos, balidos y campanadas eran sonidos recién descubiertos que rápidamente asimiló y archivó en su memoria en la zona del inconsciente etiquetado como «los sonidos más bellos de mi vida».

 

Gorri pensó que el mundo era un lugar maravilloso donde cada día se descubrían cosas nuevas que agradaban a sus sentidos y entró sin darse cuenta en el mundo de las adicciones; que no es otra cosa que la necesidad de agradar a uno o varios de tus sentidos con dosis cada vez mayores del estímulo generador de placer. La primera adicción reconocida de la que tuvo consciencia fue su chupete. Gorri no sabía cómo, cuándo y quién puso aquel placebo sustituto del pezón materno dentro de su boca, pero fuese quien fuese le inició, posiblemente sin mala intención, en una dependencia extrema que le impedía conciliar el sueño, estar tranquilo, no tener pesadillas y sentirse feliz si no disponía del chupete llenando con su goma el interior de su boca.

Patxi, Paka, sus hermanas y la abuela comenzaron a preocuparse por tan marcada dependencia. Si escondían el chupete, el niño estaba inquieto y no se calmaba hasta recuperarlo. Si se lo cambiaban por otro, lo sacaba de la boca con rabia y lo tiraba al suelo porque él solo quería el azul con la goma dada de sí que, al ponérselo en la boca, le tapaba los agujeros de la nariz poniendo los ojos en blanco, no se sabe si de verdadero gusto o por falta de oxígeno. Aquel talismán sagrado se convirtió en el objeto de adoración del niño y su pérdida hubiese supuesto una tragedia familiar.

Las que también tenían una adicción muy marcada eran las hermanas Edurne y Cari, que seguían con su pelea por conquistar a Gotzi, empleando todas las armas a su alcance y una que les funcionaba muy bien a ambas era su sobrino Gorri, que se convirtió en el eslabón entre el deseado Gotzi y las tías para justificar encuentros y citas utilizándolo como carabina. Todas las tardes se peleaban por atender al niño mientras que Paka descansaba y al final de varios enredos —en los que las dos querían hacerse con el monopolio del paseo—, llegaron al acuerdo de que la abuela se ocuparía los domingos y que el resto de la semana lo harían las hermanas, alternándose un día una y al siguiente la otra, lo que les daba la libertad de moverse libremente por el pueblo con la disculpa de pasear al niño y al chupete adherido a él, en su cochecito azul de ruedas blancas.

Gotzi estaba terminando sus estudios de contabilidad en la capital. A primera hora cogía el coche de línea en el pueblo y regresaba por el mismo medio a la hora de comer. Algunas tardes, las menos, estudiaba, y otras salía, haciéndose el distraído, para ver si coincidía con Cari o Edurne para seguir con su cortejo, como diría Edurne, o con su cacería, a ver si cobraba alguna presa, como pensaba Gotzi, consciente de que las dos hermanas eran adictas a sus hormonas. De este modo, al mismo tiempo que las hermanas alternaban niño, Gotzi alternaba hermanas.

La primavera la sangre altera y el clima también. Daba igual que hiciese sol, hubiese tormenta, lloviese o el viento arrancase los árboles, las hermanas cogían al niño y este su chupete y salían contra viento y marea, a veces dejando intranquila a Paka, y se iban a buscar al de las hormonas en su día de turno con la disculpa de tener que sacar al niño a que tomara el aire, o el sol, o el viento, o lo que tocase ese día sin que Gorri emitiese ni una sola queja o desaprobase la decisión, estaba deseando escuchar ladrar al perro, mugir a las vacas, balar a las ovejas y tañer a las campanas.

Gotzi y Gorri se llevaban bien, entre hombres ya se sabe. Gotzi le hacía carantoñas al niño para ganarse la confianza de la de turno mostrando su lado más tierno y cariñoso, y Gorri le miraba con sus grandes ojos succionando el chupete sin parar, como diciendo: «Menudo pillín que estás hecho». Solo les faltaba guiñarse mutuamente un ojo, ya que ambos se complementaban para sus planes, el uno sin el niño lo tenía difícil para ver a las hermanas y el otro sin Gotzi lo tenía difícil para salir de paseo todas las tardes, así que desde el principio hicieron muy buena amistad.

Gorri, desde su puesto de observación, estaba atento al devenir de los acontecimientos y enseguida fue consciente del torbellino de emociones que se gestaba en aquellos encuentros y de cómo las hermanas solo estaban felices cuando se encontraban con Gotzi y de cómo la infelicidad las invadía si faltaba este. Exactamente igual que le pasaba a él con su adicción al chupete. Así que, a pesar de su poco desarrollado cerebro, enseguida comprendió que solo había un chupete para sus dos tías y que, al igual que él no quería compartir el suyo, tampoco las hermanas lo querían compartir. Querían su chupete solo para una, tanto la una como la otra. «Terrible dilema», pensaba Gorri. Así que cuando las encontraba llorando, entendiendo su sufrimiento, les ofrecía su chupete alargando la mano por si con esto podía calmarlas, gesto que ellas agradecían, pero rechazaban con una sonrisa.

Finalmente, fue Edurne quien tomó la iniciativa de poner las cosas claras y jugárselo todo en un solo movimiento. Cansada de tanta incertidumbre y de que Gotzi no mostrase una dirección concreta en sus sentimientos, decidió liberarse de aquella situación de desazón que le ocasionaba el juego al que tan a gusto jugaba Gotzi y prefirió perder la batalla a estar siempre batallando, aunque esto le supusiese acabar malherida para el resto de su vida, así que, siendo consciente de que rompía todas las normas que decían que la mujer solo podía seducir y el hombre decidir y declararse, tomó la iniciativa de hacerle partícipe de su amor a Gotzi y, para ello, se fue a la despensa donde su madre guardaba todos los tarros de pócimas y cogió el frasco que ponía: «Tinta invisible». Con una pluma de gallina a la que había cortado la punta sesgadamente, escribió con aquella tinta que parecía agua y que solo podía leerse mientras permanecía húmeda sobre un papel, confesándole a Gotzi su amor claro y sincero y proponiéndole ser novios formales, pero le exigía cortar su coqueteo con Cari y con cualquier otra, de no ser así ella desaparecería de su vida para siempre, por mucho que le doliese, y nunca más volvería a intentar estar con él. La carta invisible terminaba diciendo que, si en la misa de diez del domingo llevaba el traje de mil rayas, entendía que estaba de acuerdo en ser su novio, pero que si llevaba cualquier otra prenda de vestir entendía que no quería saber nada de ella.

La carta se la entregó Edurne a Gotzi el último día de turno de aquella semana.

—Mira, Gotzi —le dijo Edurne en tono serio—. Esta es una carta invisible para que nadie sepa lo que pone en ella. Es algo secreto entre tú y yo, y de conocerse su contenido mi reputación quedaría manchada para siempre. Tienes que humedecer un paño con zumo de limón extendiendo la humedad del limón sobre el texto con el paño y así podrás leer su contenido mientras se mantenga la humedad. Una vez secado, volverá a desaparecer el texto. Te ruego que, una vez leída, te deshagas de ella.

—Vaya, ahora andamos con acertijos —le contestó Gotzi—. Lo que sea que ponga me lo puedes decir de viva voz y así no hay riesgo de que nadie se entere.