Tres rendijas parar mirar al mundo

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Sorprendentemente, el truco le funcionó por segunda vez. El califa le perdonó la vida y decretó su arresto domiciliario. En ese instante, contaba Tawaddud a su señor, se iniciaba la verdadera aventura científica para al-Haytham.

En estas circunstancias, al-Haytham obtuvo lo que ansiaba: disponer de todo el tiempo y la tranquilidad para investigar, y comenzó por comprobar si el fenómeno de la luz y la visión podía comprenderse mediante la geometría. Explicó por primera vez cómo funciona una cámara oscura y propuso que la formación de la imagen en el interior del ojo podría regirse por el mismo principio. En el año 1021 dejó constancia de esta innovadora idea en su Kitab al-Manazir, o Libro de Óptica, donde justifica sus teorías con evidencias experimentales y reproducibles.

Expuso el funcionamiento de los espejos, donde los ángulos de incidencia y reflexión son iguales, y cómo se desvía la luz al cambiar de medio en el fenómeno de la refracción. Este efecto le permitió estimar con bastante precisión el espesor de la atmósfera calculando la duración del crepúsculo tras la puesta de sol. También se le atribuye la primera apreciación de la capacidad de una lente convexa para ampliar la imagen de un objeto y los primeros experimentos sobre la dispersión de la luz en sus colores.

Durante el arresto domiciliario de al-Haytham, que duró diez años hasta la muerte del califa al-Hákim, un viajero y matemático persa también estuvo preso durante un breve periodo a manos del sultán Mahmud de Gazni, que se hizo con el control de la región de Corasmia. Durante su cautiverio encontró el modo de poner el mundo a sus pies, y lo logró con un arma más universal y poderosa que la espada.

La madrugada avanzaba sobre Naysan y era el momento de que Tawaddud se despidiera del sultán hasta la próxima noche mientras le deseaba el más plácido de los sueños.

La historia de al-Biruni

La ruta hacia la siguiente etapa, la ciudad de Kut, había sido agotadora. El sultán debía reponer fuerzas esa noche pues le aguardaba una jornada de intensa actividad en la que debía departir con gobernantes locales antes de continuar viaje hacia Bagdad. Ocupó la tarde en visitar algunos comercios para apreciar sus exquisitas alfombras y, a pesar de encontrarse exhausto, se apresuró a comer un ligero bocado para reunirse con su esclava y escuchar la historia de aquel matemático persa.

Tawaddud retomó su narración desvelándole el deseo de Abu ibn Ahmad al-Biruni: calcular con la mayor precisión posible el tamaño de la Tierra. Al-Biruni sabía que dos siglos antes el califa al-Mamún había organizado una expedición de agrimensores para que, midiendo a base de pasos, determinaran la distancia equivalente a un grado de arco de meridiano, una tarea colosal. El matemático no poseía los medios para semejante empresa, así que puso en marcha su ingenio para medir el diámetro de la Tierra sin moverse del lugar donde se hallaba.

Desde el fuerte de Nandana, en el extremo sur de la Cordillera de la Sal, se fijó en la montaña apropiada para su medición. Desde la base de la montaña, y con la ayuda de un astrolabio, al-Biruni midió los ángulos de elevación de la cima desde dos puntos diferentes. Un cálculo trigonométrico haría el resto para conocer la altura de la montaña sobre la planicie.

Hecho esto, subió a la cumbre y con el mismo instrumento apuntó hacia el horizonte. El astrolabio se inclinó levemente hasta los 34 minutos de arco. Eran los dos únicos datos que necesitaba para, gracias de nuevo a la trigonometría, determinar el radio del planeta con notable precisión. Al-Biruni fue uno de los primeros en vislumbrar que la unión de cálculos y figuras abstractas podía ayudar a comprender el mundo real.

La esclava hizo una larga pausa y su expresión mudó hacia la tristeza. El sultán vio cuajar lágrimas en los ojos de su querida narradora y comprendió. El avance mongol no tardaría en llegar a Bagdad y la siguiente historia que Tawaddud le contara podría ser la última. Habían llegado a sus oídos noticias recientes sobre la rendición de Alamut y el sultán estaba ansioso por escucharlas.

La historia de al-Tusi

La invasión mongol obligó a huir a muchos eruditos en el declive del Imperio abasí, parte de los cuales encontraron refugio en Alamut, una fortaleza que les garantizó durante un tiempo una extensa biblioteca y buenas condiciones de trabajo. Sin embargo, una intensa campaña de los mongoles obligó a la fortaleza a capitular ante Hulagu Kan. Fue entonces cuando un astrónomo persa, Nasir al-Din al-Tusi, comenzó a jugar con habilidad sus cartas para salvar la vida de los sabios allí refugiados y la suya propia.

Durante los días en que se parlamentaba la rendición con el jefe mongol, a al-Tusi no le pasó desapercibido su marcado carácter supersticioso de modo que, con gran audacia, hizo una propuesta a Hulagu Kan. Si autorizaba la construcción de un gran observatorio, le ofrecería predicciones mucho más precisas para sus campañas de las que nunca le hubiesen hecho sus astrólogos. Las dotes de persuasión del matemático causaron efecto en el nieto de Gengis Kan, que accedió a su petición.

Tawaddud compartió así con su señor un halo de esperanza. Incluso en momentos tan trágicos, con la destrucción inminente del Imperio abasí, la ciencia se abría paso. La ciudad de Maraghe, capital del nuevo ilkanato de Persia, fue el lugar elegido para ubicar el mayor observatorio que el mundo hubiera visto jamás. La construcción ocupaba un área de 150 metros de ancho y 350 metros de longitud, que incluía biblioteca, mezquita y alojamientos.

Uno de los edificios consistía en una cúpula que permitía el paso de los rayos solares mediante una rendija, para incidir en un sextante de metal de 10 metros de largo donde se medía la inclinación del Sol.

En el observatorio de Maraghe, al-Tusi elaboró las Tablas Ilkánicas o Iljánicas, una colección de tablas astronómicas sobre los movimientos planetarios elaborada entre los años 1259 y 1272. No es en absoluto casual que las Tablas alfonsíes se elaboraran entre 1263 y 1272. El dominio de los mongoles favoreció la penetración del Islam en China y se sabe que una hija de Alfonso X el Sabio se casó con Mongka Temür, el kan de la Horda de Oro. De esta manera, se realizaron observaciones coordinadas entre Toledo, Maraghe y Pekín, localizaciones que además tienen prácticamente la misma latitud, alrededor de 40° norte.

Esta coordinación de observaciones se revela en la asombrosa analogía de los datos al observar los eclipses de Luna del 24 de diciembre de 1265 y del 13 de diciembre de 1266, donde los astrónomos de Maraghe y Pekín consideran Toledo como origen de longitudes. Una notabilísima colaboración científica entre países que resultó en mediciones astronómicas de gran exactitud. Es probable que si Colón hubiese tenido acceso a los datos de estas tablas, no se habría aventurado al viaje que lo llevaría hasta las costas americanas. En su lugar, consideró el tamaño terrestre estimado por Ptolomeo, considerablemente más pequeño que el real, para decidir que era factible la ruta por el oeste hasta Catay.

Paradójicamente, la causa de que el proyecto astronómico islámico hubiera de completarse en Europa a partir del trabajo de Copérnico está relacionado con el invento que difundiría la palabra escrita por todo el continente: la imprenta de Gutenberg. Con la imprenta las ideas obtendrían mucha mayor difusión, pero en el mundo islámico la prohibición de producir libros impresos estuvo en vigor hasta comienzos del siglo XIX. El rechazo hacia la nueva tecnología fue una de las razones que desaventajó a la ciencia árabe. Europa aceptó la imprenta y la ciencia islámica al mismo tiempo. La suerte estaba echada para que la obra de Newton fuese publicada en Londres en lugar de en Bagdad.

4

El texto en sopa de letras

adquiere perspectiva al separar

significados e ideas.

Leer un texto escrito antes del siglo XII era, en varios sentidos, como leer una partitura. Solo los iniciados podían abordarlo y antes de poder captar todo su significado era necesario recitarlo y estudiarlo.

Desde los primeros textos griegos, en la escritura continua las palabras se concebían como entidades sonoras dentro de un escrito. Por ello, y durante mucho tiempo, la lectura se hacía en voz alta. Solo entonces el lector y quienes lo escuchaban comenzaban a entender.

Con palabras y frases escritas sin separación, el texto se mostraba como un grupo compacto de letras y la única manera de comprender las ideas que ahí se encontraban era haciéndolas sonar. Esto lo podían hacer muy pocos. Eran los músicos de la palabra.

Lo cierto es que este modo de escribir no se consideraba un problema. Nadie pretendía entender un texto desde la primera lectura y aunque monjes irlandeses ya abordaron esta cuestión en el siglo VII, no fue hasta la década de 1150 cuando la página escrita se convirtió verdaderamente en texto.

La invención del cero lingüístico permitió introducir por primera vez el blanco de escritura: el espacio vacío que separa palabras y que las dota de sentido desde la primera lectura. Paradójicamente el espacio vacío, lo no escrito, es lo que transforma el modo en que nos acercamos a la lectura desde que comenzó a ser un acto individual y privado. Un acto que, desde entonces, podemos hacer en silencio.

5

Una espada de Damocles

pende sobre un soldado aritmético

degradado a fraccionario.

El matemático sirio se sienta ante su escritorio. Humedece la pluma y comienza a escribir sobre un grueso papel. Tras rellenar más de la mitad de la hoja, inicia una nueva línea de texto en la que graba un símbolo desconocido, un pequeño trazo vertical que coloca encima de una cifra numérica: acaba de nacer la coma decimal. Corría el año 950.

 

Abu’l Hasan Ahmad ya era conocido por haber copiado los trabajos de Euclides, lo que reflejaba su veneración por las matemáticas griegas y que le granjeó el sobrenombre de al-Uqlidisi. Con la coma decimal, al-Uqlidisi separaba dos de las realidades de un número: la parte entera y la parte fraccionaria. Ambas representadas en igualdad de condiciones a cada lado del nuevo trazo fronterizo.

La ciencia también separa dos realidades: la experiencia y el experimento. La primera, nutrida de ensayos, repeticiones, pruebas fallidas y catervas de datos, se la guarda para sí el investigador. El segundo es la ciencia despojada de las tomas falsas que, finalmente, se expresará en forma de conclusión.

La experiencia en rara ocasión ve la luz. Las dificultades y las esperanzas solo las acaba conociendo el científico que las ha vivido. Lo que normalmente conocemos como ciencia es únicamente el desenlace, la toma final que se positiva en forma de trabajo reproducible. El resto de la historia queda, sencillamente, borrado.

Lo mismo sucedía con los cálculos matemáticos en tiempos de al-Uqlidisi. Era usual que las operaciones se realizaran dibujando con el dedo o con un estilete en cajas de arena, borrando los pasos previos para seguir avanzando hacia el resultado. Por ello, se entiende que las cifras indoarábigas, origen de nuestro sistema de numeración en base 10, se conocieran como números ghubar (del árabe, arena o polvo).

Al-Uqlidisi hizo la segunda propuesta revolucionaria: sustituir la caja de arena por papel y pluma. Como matemático, era consciente de la importancia de preservar los pasos intermedios para comprender en su totalidad un cálculo o una demostración.

Comunicar ciencia requiere preservar de forma indeleble el desenlace del descubrimiento, pero también el relato humano que conduce a este. En el siglo X un matemático sirio puso la coma decimal entre los números y, sin sospecharlo, puso el acento en que las historias que construyen la ciencia no se perdiesen borradas de la arena.

La coma decimal esconde otra historia en su evolución. El separador fraccionario que al-Uqlidisi colocó encima de una cifra se acabó trasladando a su posición actual, entre dos dígitos, a principios del siglo XVII. En esta transición hubo un eslabón intermedio que aún perdura y que recibe el nombre de momayyez, la coma media árabe. Una espada de Damocles en caída libre que se detuvo a medio camino.


* * * * *

LA SENDA DE LA ENERGÍA

Y LA MATERIA

1

Desde el campo de batalla

fuerzas en lucha revelan secretos

del corazón de la piedra.

En el libro VI de su De rerum natura, el poeta romano Lucrecio dice que «no será difícil dar una explicación clara de cómo el imán atrae al hierro».

Por qué ley natural el hierro puede

atraer esta piedra que los griegos

magnética llamaron en su lengua […]

porque viene a formar una cadena

de pendientes anillos unos de otros [...]

y ellos se comunican mutuamente

la virtud atractiva de esta piedra.

También sucede alguna vez que el hierro

se aparta del imán: alternativamente

hierro de Samotracia y limaduras

he visto yo saltar y revolverse

en un vaso de cobre si acercaban

esta piedra imán por el asiento.

El primer estudio sistemático del imán se origina en el marco de una cruzada. El rey Carlos I de Anjou avanza hacia la ciudad de Lucera, en la región de la Apulia italiana, donde someterá a un largo y difícil asedio a las comunidades musulmanas que allí viven. Para ocupar los días en algo provechoso, un ingeniero del ejército del rey comienza a escribir una extensa carta a su más íntimo amigo, Sigerus de Foucaucourt.

Estimadísimo amigo:

En relación a tu ferviente petición te haré saber, en una narrativa poco refinada, la indudable aunque oculta virtud de la piedra imán, de la cual los filósofos actuales no nos ofrecen información. Porque es característico de las cosas buenas permanecer ocultas hasta que se traen a la luz para su aplicación a la pública utilidad. Más allá de mi afecto por ti, escribiré en un estilo sencillo sobre cosas completamente desconocidas para el individuo común […]. La revelación de las propiedades ocultas de esta piedra es como el arte del escultor, que trae figuras a la existencia.

Fechada el 8 de agosto de 1269, y escrita por Peter Peregrinus de Maricourt, es el primer hito documentado en el campo del magnetismo. La carta, conocida como Epistola de magnete, se divide en dos partes: diez capítulos sobre las propiedades generales de la piedra imán y tres capítulos sobre la construcción de un compás magnético y un motor de movimiento perpetuo. En ella relata:

Deseo informarte que esta piedra [imán] contiene la semejanza de los cielos, como te demostraré claramente. Hay en los cielos dos puntos más importantes que cualquier otro, porque sobre ellos, como si de pivotes se tratara, gira la esfera celeste. Estos puntos se llaman polo ártico o norte, y polo antártico o sur. Igualmente, puedes comprobar que en esta piedra hay dos puntos denominados respectivamente polo norte y polo sur.

Peregrinus encuentra esta analogía en un revelador experimento. Habiendo dado forma redondeada a una piedra imán, le aproxima una aguja y traza sobre la piedra la dirección en que se orienta aquella. Repite el proceso desde diversos puntos y descubre que las líneas trazadas convergen hacia dos puntos, en gran similitud con los meridianos del globo terrestre, por lo que otorga el nombre de polos a estos dos privilegiados puntos de la piedra. Esta conclusión le hace comprender que los fenómenos de atracción y repulsión de los imanes dependen solamente de la posición de estos polos.

Analizando su Epistola, destacan otros hallazgos en relación al magnetismo. Es el primero en usar una aguja imantada rodeada de un círculo graduado para determinar la posición de un objeto, establece que cada fragmento de un imán vuelve a convertirse en un imán completo, e introduce la idea de motor magnético capaz de mantener el movimiento por atracción y repulsión alternativa de imanes. Esta idea sigue siendo el principio de funcionamiento de los motores eléctricos.

La obstinación de una aguja

delinea en imanes y terrellas

una esfera de virtud.

Habría que esperar unos 300 años para que el estudio del magnetismo terrestre tuviese avances significativos de la mano de Robert Norman, marino y constructor de compases magnéticos. Su experiencia le indicaba que, por mucho esmero que se pusiese en equilibrar la aguja de una brújula, su extremo no apuntaba solo hacia el norte magnético sino que se inclinaba hacia abajo. Norman debía compensar esta inclinación cortando la aguja o colocando un trozo de cerámica en el extremo opuesto de la misma para equilibrarla. En cierta ocasión, tras un delicado trabajo encontró que la inclinación era muy acusada, así que comenzó a cortar fragmentos de la punta hasta que cortó demasiado y echó a perder la aguja en la que se había tomado tantas molestias. Profundamente irritado, se dedicó a profundizar en este efecto.

Su primer paso fue desarrollar un instrumento que le permitiese medir esa inclinación tan enojosa. El aparato, que hoy llamaríamos clinómetro, se utilizaría como una brújula, pero dispuesta en vertical, y que le permitió observar que en Londres la inclinación de la aguja llegaba a los 71 grados y 50 minutos. Era de suponer que la inclinación cambiaría con la latitud del lugar, pero ¿qué la causaba? Para echar por tierra la teoría tradicional, que mantenía la existencia de un punto de atracción en el subsuelo terrestre hacia el que apunta la aguja, diseña un experimento que nos invita a reproducir:

Quizá usted dirá (como otros han imaginado) que es el extremo sur de la aguja el que se eleva por la virtud atractiva de algún punto del cielo. O que más bien será el extremo norte de la aguja que se dirige hacia algún punto atractivo de la Tierra. Esta última [opción] podría tener alguna probabilidad, pero probaré que no existe tal punto atractivo.

[Para ello] tome un trozo de alambre de hierro o acero de, al menos, dos pulgadas de largo, y clávelo en un trozo de corcho lo bastante grande para mantener el alambre sobre el agua, colocando el corcho en el centro del alambre. Entonces, tome un vaso, copa, u otro recipiente profundo. Llénelo con agua, y sitúelo en un lugar donde quede en reposo y a salvo del viento. Hecho esto, corte el corcho en su contorno poco a poco hasta lograr que [el conjunto] quede bajo la superficie del agua dos o tres pulgadas, y el alambre nivelado, sin ascender o descender con la superficie del agua.

[Seguidamente] tome el alambre y tóquelo con el imán, un extremo con el sur del imán, y el otro extremo con el norte, y colóquelo de nuevo en el agua. Lo verá girar sobre su propio centro mostrando la propiedad de la inclinación, sin descender al fondo, como debería ocurrir si hubiera algún punto inferior de atracción.

Con esta prueba, Norman sugiere abandonar la idea del punto de atracción en favor de un fenómeno direccional que explicara la inclinación magnética. Un imán señala al norte no porque exista un punto privilegiado que lo atrae, sino porque se orienta en dirección norte-sur. Surgía así una embrionaria noción de campo magnético, cuyas líneas de acción (no paralelas a la superficie terrestre, de ahí la inclinación) gobiernan la brújula.

El continuador del estudio de Norman, William Gilbert, se había doctorado en medicina en 1569. A través de aristócratas a los que atendía como pacientes, llegó a conocer a célebres navegantes y la importancia de la navegación magnética. Comenzó sus experimentos sobre el magnetismo terrestre en una época en la que era delito, punible con azotes, que el aliento de un timonel oliese a ajo por temor a que desmagnetizase la brújula del barco. Para ello se fabricó un modelo a escala de la Tierra, un imán con forma esférica a la que denominó terrella (del latín, Tierra pequeña) que estaría bajo la influencia de una «esfera de virtud», expresión con la que se refería al campo magnético generado por la esfera.

Para medir el fenómeno con mayor precisión, construye su adaptación del clinómetro de Norman, una aguja que gira libremente alrededor de un eje a la que llama versorium. Al aproximar el versorium a la terrella, comprobó lo que Norman había observado. La inclinación de la aguja variaba entre el ecuador y los polos en función del punto donde lo situara. Los resultados que obtiene sobre este modelo a escala no le dejan lugar a dudas. Con esta evidencia aplicada a la Tierra como gigantesco imán, se entusiasma en pensar la utilidad que puede tener este descubrimiento como ayuda para la navegación, por lo que decide elaborar un diagrama que relacione inclinación magnética y latitud.

Con el complejo ábaco terminado ante sus ojos, se embriaga al imaginar a los navíos que orientan su rumbo sin depender de la observación de las estrellas y dice:

¡Qué agradable, qué útil, qué divina! Cuando los marinos se agiten sobre las olas en un tiempo nuboso, incapaces de saber dónde están por las luminarias celestes, se sentirán aliviados de conocer la latitud del lugar con muy poco esfuerzo y este sencillo instrumento.

Gilbert estaba convencido de haber creado el GPS del siglo XVII. Bastaba con trasladar al diagrama los grados de inclinación que experimentaba el versorium para fijar sobre el mapa la latitud por la que se navegaba. Lástima que esta bella idea fuese una quimera porque el campo magnético terrestre, lejos de ser estable, sufre alteraciones constantes e impredecibles.

Dinámicas que se cruzan.

Temperatura y tectónica influyen

en la brújula de Gaia.

Los polos magnéticos de la Tierra intercambian su posición y se desplazan de un hemisferio a otro siguiendo un proceso muy irregular que ha sucedido 23 veces en los últimos 5 millones de años. Además, protagonizan episodios en que los polos magnéticos se desvanecen, se debilitan e incluso surgen polos adicionales. Solo desde hace unos pocos años se comienza a entrever la relación entre la inversión magnética y otros procesos naturales. De hecho, parece haber una conexión entre tres «corazones» de la Tierra, el magnético, el climático y el tectónico, que acompasan su pulso en un ciclo de unos 13 millones de años.7

 

El enfriamiento de la Tierra durante los últimos millones de años, junto al desplazamiento de la Antártida, originó grandes masas de hielo en el polo sur que hundieron la corteza terrestre. Este hundimiento pudo afectar a la rotación de la Tierra y, por tanto, a las corrientes de metal fundido del núcleo que influyen en el campo magnético. Por otro lado, el fenómeno de subducción por el que una placa tectónica se hunde bajo el borde de otra placa puede desplazar magma del manto terrestre hacia la superficie y liberar CO2, producir efecto invernadero y aumentar la temperatura del planeta. Aunque la investigación no ha hecho más que empezar, que el ritmo al que se mueven las placas continentales imprima periodicidad tanto en el clima como en el campo magnético es una conclusión fascinante.

Hace 780.000 años se produjo la última inversión magnética, una época cercana a la domesticación del fuego por parte de Homo erectus. Si un antepasado de esta especie hubiese construido una rudimentaria brújula, el polo norte de la aguja habría apuntado en sentido contrario a como lo hace en la actualidad. Durante siglos, la navegación marítima ha tenido la fortuna de contar con un extenso período de estabilidad en el campo magnético terrestre, pero en las últimas décadas los cambios se han acelerado. Desde que en 1831 el explorador James Clark Ross lo situó por primera vez en Nunavut (territorio ártico de Canadá), el polo norte magnético se desplaza hacia Siberia a velocidad creciente. En 2017 ya había atravesado la línea internacional de cambio de fecha y sigue adelante. Nadie sabe si en el futuro seguirá avanzando o retrocederá.

A principios de 2018, desde la NOAA estadounidense y el Servicio Geológico Británico comprobaron que el Modelo Magnético Mundial se había vuelto tan inexacto que estaba a punto de sobrepasar el límite que se considera aceptable para los errores en la navegación. Los cambios están siendo tan rápidos que hay que revisar el modelo con frecuencia. Los caprichos del magnetismo terrestre van a requerir de una corrección algo más complicada que los contrapesos que Robert Norman colocaba en sus brújulas.

2

Ímpetus y movimientos

ponen el germen e ilustran las bases

para una incipiente física.

El siglo XIV fue testigo de importantes contribuciones a la física y una de ellas fue la reformulación de la teoría del movimiento, donde la teoría defendida por Aristóteles creó dificultades casi de inmediato. No parecía plausible que el movimiento de una piedra lanzada se mantuviera gracias al impulso del propio aire, perturbado por el lanzamiento. Ni siquiera él estaba convencido de esta explicación, pero no era un tema de interés para Aristóteles.

Con lo trascendente que hubiera sido para cualquier enfrentamiento bélico desde la Antigüedad, nadie estudió de manera exhaustiva la trayectoria de un proyectil hasta 1350. Retomando una idea de Filópono de Alejandría, filósofo del siglo VI, el escolástico francés Jean Buridan enuncia la teoría del ímpetu como explicación del movimiento de los cuerpos.

Se pretende saber si un proyectil, una vez abandona la mano de quien lo arroja, sigue en movimiento por acción del aire o de cualquier otra causa. Una pregunta difícil de responder pues Aristóteles, según mi parecer, no ha sabido resolver satisfactoriamente el problema […] Sostiene que el proyectil abandona con toda rapidez la posición que ocupaba y que la naturaleza, que no tolera vacío alguno, envía de inmediato el aire tras él para que llene el vacío creado. El aire desplazado de tal forma entra en contacto con el proyectil y le empuja hacia adelante. Este proceso se repite continuamente a lo largo de cierta distancia […] Pero creo que hay varias experiencias que muestran que tal método de proceder carece de todo valor.

Así pues, podemos afirmar que en una piedra o en cualquier proyectil se halla impreso algo que constituye su fuerza motriz. Evidentemente, tal suposición es mucho mejor que caer de nuevo en la afirmación de que el aire quiere continuar moviendo el proyectil, ya que lo cierto es que parece resistirse a ello […] [El ente propulsor] imprime un cierto ímpetu o fuerza motriz al cuerpo en movimiento, de modo que permite a la piedra continuar su movimiento una vez dejado de actuar el motor. No obstante, dicho ímpetu disminuye continuamente a causa de la resistencia presentada por el aire y de la gravedad de la piedra, que tira de ella.

El movimiento de la piedra va haciéndose cada vez más lento, hasta que llega el momento en que el ímpetu disminuye o se corrompe, de forma que la gravedad de la piedra se sale con la suya y la hace descender hasta su lugar natural.

Buridan ofrece dos argumentos contra la teoría aristotélica de que el propio aire desplazado sea el que proporciona el impulso que mantiene un cuerpo en movimiento:

 Si una peonza gira sin cambiar de posición no es posible que se mueva por aire desplazado.

 Una jabalina con el extremo posterior plano debería llegar más lejos que otra con ese extremo afilado si el aire fuera el propulsor.

Buridan extendió esta posibilidad a los objetos celestes, cuyo ímpetu y ausencia de resistencia mantendría indefinidamente su movimiento circular.

Puesto que la Biblia no afirma que inteligencias angélicas muevan los cuerpos celestes, también podría decirse que no parece necesario introducir inteligencias de tal tipo. Con igual bondad podría responderse que Dios, al crear el mundo, asignó el movimiento que mejor le plugo a cada uno de los orbes celestes, y que al moverlos les imprimió un ímpetu para no tener que ocuparse más de ellos.

Así pues, llegado el séptimo día reposó de todo el trabajo que había ejecutado, confiando a otros las acciones y las pasiones. Y los ímpetus que imprimió a los cuerpos celestes no decrecieron ni se corrompieron con el paso del tiempo, pues no existe ninguna inclinación por parte de tales cuerpos a seguir otros movimientos, ni tampoco hay resistencia alguna que pudiera corromper o reprimir dichos ímpetus.

Hacia finales del siglo XIV, la dinámica del ímpetu había remplazado a la aristotélica en las obras de los principales científicos medievales. La idea arraigó; se enseñaba en Padua aproximadamente en la época en que Copérnico frecuentó

dicha universidad y Galileo la aprendió en Pisa de boca de su maestro Buonamico.

En los escritos de Buridan, quizá por primera vez, se observa el intento de unir bajo un mismo conjunto de leyes al cielo y a la tierra, idea que será ampliada por su alumno, Nicolás de Oresme.

Cuando Dios creó los cielos, los dotó con una cierta cualidad y una cierta fuerza de movimiento de modo similar a como había dotado de peso a las cosas terrestres […] es exactamente igual que un hombre que construye un reloj y lo abandona a su propio movimiento. Así pues, Dios abandonó los cielos a su continuo movimiento.

La posibilidad de un movimiento de la Tierra y la unificación de las leyes terrestres y celestes son las contribuciones más directas de la teoría del ímpetu a la revolución copernicana. Por otro lado, Nicolás de Oresme, crítico de la obra de Aristóteles, ofrece visiones alternativas que preconizan la gravitación de Newton y la relatividad de Galileo. Plantea el caso de que existiera más de una Tierra, de manera que no tenderían a caer y reunirse hacia el centro del universo, como afirma Aristóteles, sino que se movería hacia otros fragmentos de tierra próximos en función de su posición relativa. Rechazaba el argumento de inmovilidad de la Tierra defendido por Aristóteles, que sostenía que una flecha lanzada en vertical se desplazaría lateralmente si la Tierra se moviese. Oresme utiliza el ejemplo de un barco (como haría Galileo al estudiar el sistema de referencia inercial) para ilustrar el movimiento relativo.

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