Dos criadores

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JORGE TORRES ZAVALETA



Dos criadores



Las últimas luces









Torres Zavaleta, Jorge



Dos criadores : las últimas luces / Jorge Torres Zavaleta. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Deldragón, 2020.



Libro digital, EPUB



Archivo Digital: descarga



ISBN 978-987-8322-13-1



1. Narrativa Argentina. 2. Caballos Deportivos. 3. Estancias. I. Título.



CDD A863



Diseño de interior y armado de cubierta: Laura Restelli



Diseño de cubierta: Ian Sabanes



Imagen de tapa: Carapálida (1954) ganador del Gran Premio Jockey Club.



Por Claro e India por Parlanchín.



Invicto: ganador Polla de Potrillos y otros premios. Récord en 1400 M.



1´ 22” 1/5. Y el mejor tiempo para la Polla de Potrillos: 1´35” 1/5 en 1600 M.



Criador: Haras Malal Hue en Chapadmalal.



(Archivo: Jorge Torres Zavaleta.)



© 2020, Jorge Torres Zavaleta



Derechos de edición en castellano

 reservados para todo el mundo.



© 2020, Ediciones Deldragón





edicionesdeldragon@gmail.com







www.edicionesdeldragon.com





ISBN 978-987-8322-13-1



Queda hecho el depósito que prevé la ley 11.723



Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.




ÍNDICE




1. 1968




2. Fabricia




3. En el potrero




4. Dos maneras de criar




5. Dos rivales




6. Vida en Buenos Aires y la estancia




7. La relación con mi padre




8. En el Tattersall de Palermo




9. Un desafío



10 


10. En el stud de Augusto



11 


11. El peón



12 


12. Aiskan y otros temas



13 


13. Espionaje



14 


14. En Mau Mau



15 


15. Visita de Aiskan 2



16 


16. La disyuntiva de Lapistoy y otros temas



17 


17. En las carreras de Palermo: conversación en la tribuna



18 


18. Una mañana en el stud de Jaime



19 


19. El apronte de Courvoisier



20 


20. Martín y Fabricia



21 


21. Vuelta a casa y nuevos planes para el potrillo



22 


22. Antes de dormir: con las yeguas y los potrillos



23 


23. Fabricia y el Morning



24 


24. Expectativa en el stud



25 


25. Conversación en el stud y vuelta a casa



26 


26. Primera carrera de ganadores del Morning



27 


27. Expectativa en el stud 2. Don Arturo



28 


28. Preocupación por el potrillo. La lesión



29 


29. La estrategia



30 


30. Con Fabricia en una fiesta



31 


31. La reacción de Fabricia



32 


32. Primer clásico: el Montevideo



33 


33. En lo de Augusto. Penny Post



34 


34. Vuelta del padre del campo



35 


35. La Polla de Potrillos



36 


36. Reaparece Courvoisier



37 


37. El Gran Premio Jockey Club



38 


38. El desarrollo del Gran Premio Jockey Club



39 


39. Con Fabricia y mi padre en Tortugas: una salida



40 


40. En el stud de Augusto



41 


41. Con Fabricia en La Biela



42 


42. El Gran Premio Nacional



43 


43. La fiesta del año



44 


44. En plena fiesta



45 


45. Amanecer en la fiesta



46 


46. El Gran Premio Carlos Pellegrini



47 


47. Los finales, las últimas luces



48 


Comentarios sobre la obra de Jorge Torres Zavaleta






…una obra de un hombre no es más que esta larga marcha para volver a encontrar por los desvíos del arte las dos o tres imágenes simples y grandes sobre las cuales el corazón se abrió por primera vez.



Albert Camus,

El revés y el derecho





1 1968



En ese entonces, el mundo era más lento pero estaba igual de desquiciado. En junio de 1968, yo estuve en la Rural con mi familia y pude ver a Onganía, como un soberano, recorrer en carruaje la pista central saludando con dignidad acartonada, el labio —leporino, según se rumoreaba— oculto tras los mostachos de morsa, el pelo recortado pegado a las sienes. Todo el mundo se movía inventando negocios en ese momento. Yo, en cambio, recién adolescente, ensayaba mis primeros cuentos, como un marinero que se prepara para su primer abordaje.



En el 68 parecía que los viejos serían eternos; los jóvenes se manifestaban en París, Perón continuaba con sus manejos desde Puerta de Hierro y nuestra vida parecía inalterable.



Mi abuelo se levantaba temprano; a veces iba con él a ver el apronte de sus caballos en San Isidro o Palermo, donde los principales dueños de los haras eran personajes míticos. Por entonces el público burrero todavía se identificaba con las chaquetillas de cada stud como con las camisetas de los clubes de fútbol. Los colores, como les decíamos, tenían, tanto para los dueños de los studs como para el público adicto, algo de glorioso. En ese devaneo entre el éxito y el fracaso se había debatido toda la vida de mi abuelo; sostener el entusiasmo exigía temple. Y si bien muchas veces —más de las que hubiéramos querido reconocer— había que apechugar, el hambre de triunfo cada tanto adquiría una fuerza renovada, no solo debido a los problemas financieros cada vez más acuciantes, sino a la aparición de un gran caballo o incluso de un crack.



Como decía mi padre, lo más increíble era que mi abuelo tenía suerte. Mi abuelo no lo consideraba así; muy por el contrario, se consideraba un paciente artesano que a través de los años había sabido preparar o sentar la base de una gran floración en el haras, que se renovaba año tras año, aunque a veces eso no ocurría, lamentablemente; pero hasta que no terminaba la temporada su fe le permitía pensar que el juego no estaba hecho y ya habría, según él, un próximo crack en los potreros. Así que mi padre, a quien no le gustaban los vaivenes de las carreras, pero que no podía sustraerse a las emociones que nos brindaban, venía con nosotros a Palermo o a San Isidro cuando los potrillos de cada haras se disponían a demostrar de qué material estaban hechos. A mí me gustaban esas ocasiones.



Ahí en Palermo frecuentaba una cantidad de gente a la que fui conociendo poco a poco y formaban la fauna de esos años. Había un señor, Cané, el más joven de todos en ese grupo de personas bastante mayores; era un carrerista fanático, con intereses más amplios, muy entusiasta de Hudson, que una vez me dijo que consideraba a Kafka el mejor escritor del siglo. Había señoras y señores que entonces me parecían de mediana edad a los que ahora recuerdo bastante jóvenes, y algunas chicas y muchachos medio desconcertados entre toda esa gente mayor. Y a veces iba Mora con Santiago y aunque solo fueran unas pocas horas, estar ahí con ella significaba para todos —según creo— una ocasión especial. Si algo faltaba, era que estuviera ahí como cualquiera, y solo cuando partía a su vida en Francia, y tardaba años o meses en volver, nos dábamos cuenta de que había sido toda una ocasión. Y también en aquel año, mientras dos cracks dirimían su supremacía, estaba Fabricia, y eso sí era algo muy especial para mí.

 





2 Fabricia



A los siete años, yo había andado con ella de la mano en la Rural, cerca del corral redondo donde se lucían los caballos que tanto mi abuelo como González Carranza presentaban en la muestra de ese año. Tenía un aire tímido que me encantaba, piel trigueña, pelo dorado oscuro, ojos verdes y una cara bien armónica, de nariz pequeña y boca expresiva, y, si bien me daba un poco de vergüenza andar de la mano con ella, me parecía lo mejor que podíamos hacer. Sus padres vivían entre Europa y la Argentina y hasta que se establecieron acá nos habíamos encontrado en los años siguientes muy de vez en cuando.



A partir de los dieciséis años nos vimos en fiestas; luego un fin de semana en la quinta de unos amigos; siempre me sentí conectado con ella y me parecía que a ella le pasaba lo mismo conmigo. A veces, el gran misterio es por qué una mujer determinada nos gusta, pero en el caso de Fabricia para mí era claro que tenía algo especial, como reservado, que me producía ganas de avanzar. Ella fue, en la Rural, la que me ofreció su mano y ese gesto quedó en mí, y mientras caminábamos cerca del corral con sus empalizadas blancas donde daban vueltas los caballos para ser seleccionados y ubicados en las distintas categorías, yo sentía que esa situación era un gran privilegio. De todas maneras, hasta entonces, ese año del alazán con la estrella en la frente, el Mornin, como ya lo conocían en el stud, la situación de ambas familias nos mantenía un tanto alejados. La rivalidad entre González Carranza y mi abuelo era como una fosa entre los dos grupos. Los mayores no se visitaban y sus hijos tampoco; las relaciones eran de simple cortesía y los buenos modales enmascaraban una acérrima rivalidad, porque las rivalidades más enconadas se dan entre la gente que tiene como pasión su oficio o su ocupación, sea el que sea. González Carranza y mi abuelo fueron protagonistas principales de las grandes carreras, cada uno tenía su grupo, no solo familiar sino de amigos y, para evitar momentos incómodos en las carreras, cada grupo familiar se ubicaba en lugares distintos. Así que, aun cuando estábamos bastante cerca, no era fácil salir del grupo sin quedar en evidencia.



Todo ese tiempo, hasta que fuimos adolescentes, Fabricia y yo nos habíamos portado lo mejor posible, pero entonces yo no estaba dispuesto a perder más tiempo. Habíamos empezado a vernos a escondidas a principios de año, nos íbamos tomar algo o a caminar un poco en las horas del colegio, sin que nadie se enterara. A mí ella me gustaba no solo por su aspecto, sino también, por esa timidez que me parecía enmarcaba una gran hondura de sentimientos.



Uno, muchos años más tarde, a lo mejor no tendría tanto romanticismo, pero a esa edad, con todo el tiempo por delante, con una chica educada como ella, que siempre había vivido como en cajita de cristal, yo tenía claro que debía ser cuidadoso. Paradójicamente, eso me la acercaba, no expresábamos ni las tres cuartas partes de lo que pensábamos, de alguna manera íbamos juntos hacia una meta.



Hasta lo que yo alcanzaba a saber, sus padres eran complicados. La madre pertenecía a una familia en muy buena situación —como decía mi abuela— y con su marido y Fabricia pasaron muchos años en Francia, donde estaba depositada gran parte de la fortuna familiar. Era, por lo poco y esporádicamente que la llegué a conocer, una mujer que daba la impresión de tímida rectitud, reservada pero amable, con algo intangible que, en menor grado, tenía su hija. Aunque eran argentinos, toda su raíz familiar estaba establecida en Francia, y a veces Fabricia me hablaba del departamento grande en París. Por suerte, Buenos Aires le gustaba; decía que las chicas argentinas daban su amistad más rápido que las francesas. Pero, por comentarios que fui recogiendo años más tarde, creo que sus compañeras de colegio, y otras chicas que conoció acá, si bien la querían, tenían un problema parecido al mío con ella, por ese aire levemente intangible de Fabricia, que a mis ojos le daba cierto prestigio y me hacía sentir la necesidad de estar a su lado.



El padre de Fabricia, hijo mayor de González Carranza, era muy amigo de uno de los hermanos de mi padre. Según todos decían, Owen era buena gente, aunque de menor entidad que el padre que, además del haras y de atender sus campos, había hecho sus incursiones en la política, aunque con resultados cuestionables, según aseguraba mi abuelo. Owen era considerado con afecto por casi todo el mundo, pero la opinión prevaleciente era que su envergadura resultaba decididamente menor a la de su padre. Nunca le faltó nada y nunca había hecho, salvo en los deportes, en los que se destacó, un gran esfuerzo; a diferencia de González Carranza era un hombre de bastante buen carácter, a quien las francesas consideraban

charmant

, de gran éxito y, según se comentaba, fue un

enfant g

â

 desde siempre. Era, según me parecía entonces, un tanto intrascendente, aunque a esa edad mía me resultaba difícil saber qué puntos calzaba. Ambos padres adoraban a su hija Fabricia. Su hermana mayor hacía rato había tomado las riendas de su propia vida. Tenía un aire de calma competencia y después de recibirse en una carrera que no se cursaba en la Argentina aún, se instaló en Europa por su cuenta y estaba por casarse con un conde francés de situación muy sólida y dueño de un lindo castillo en la Provenza. De esta manera, la familia inmediata se había dividido un poco y, mientras hacían tiempo en la Argentina, Owen arreglaba ciertos negocios, esperando que Fabricia terminara el colegio; ya era su penúltimo año y después se vería. Vivían en la gran casa de González Carranza, que no quedaba lejos de la de mis abuelos. Todo el mundo decía que, a pesar de lo tímida que era, Justine, la mujer de Owen y madre de Fabricia, era tan educada y principesca que, si bien González Carranza tenía unos humorazos que podían envolver el cuarto donde estaba en una especie de nube negra, siempre se comportó en su trato con ella como si Justine fuera un miembro de la realeza que, a fuerza de buenos modales, se deslizaba sobre cualquier equívoco o impaciencia. La gente decía que después de probarla un poco había llegado a admirarla. Si algo sabía Justine, a esa altura, era mantener una fachada casi imperturbable.



Owen —que en realidad se llamaba Federico, pero un profesor de inglés lo había apodado así porque cuando no entregaba los deberes decía

Oh, well

— era a veces un tanto indiscreto. Owen era más que indiscreto. Tenía un barco famoso donde invitaba a las mujeres más lindas, desde boutiqueras vistosas hasta chicas de buen ver y señoras ya separadas y, como era íntimo del hermano menor de mi padre, que se había divorciado bastante rápidamente, ambos organizaban juntos salidas y la pasaban perfecto. Cuando yo era chico, a eso de los catorce años, mi tío me invitó a su propio barco y había allí una cantidad de señoras muy lindas, encantadoras y bien arregladas, que, para congraciarse aún más con mi tío, creo yo ahora, me hicieron mil carantoñas, por lo que volví a casa disgustadísimo con mi padre porque me parecía que no había derecho de que no hiciera una vida así. Mis padres nunca permitieron que volviera a ese barco y ese fue uno de los momentos en los que me di cuenta de que, si uno quiere que sus deseos progresen, hay que usar un poco la picardía y el silencio, o por lo menos cierta cautela, y no ir por ahí expresándose a fondo, porque en ese caso no se sabe cómo van a ser las reacciones de los demás.



Fabricia, desde ya, nunca iba al barco de su padre. Justine era alérgica a ese ambiente y dejaba que ese fuera el territorio de Owen. Allí jugaba fuera de los límites cotidianos, sin flejes, digamos, y ella, que en eso era muy francesa, hacía manga ancha y, además, según parece, lo quería mucho, así que dejaba que esa fuera su zona franca y fingía que lo que sucedía ahí no era de su incumbencia. Owen, en Buenos Aires, no era de salir de noche; si tenía un asunto, como decían entonces, era a la tarde, hora en que debía estar en su escritorio. Pero de todas maneras, como declaró mi tío, que tenía un humor ligero, el pobre ya cumplía con ir al escritorio a la mañana. Sin embargo, a comer a la casa, nunca faltaba y esas, decía Fabricia, eran comidas bastante aburridas donde González Carranza a veces estaba, como dicen los españoles, mirando el plato con albóndigas o, si se encontraba de buen humor, comentaba lo mal que estaba el país, aunque desde hacía unos años estaba más optimista con Onganía. La mujer de González Carranza era buenaza aunque medio plasta, sin mucho carácter. Las personas que más admiraba eran su marido y sus hijos y pocas veces se le escuchó una opinión independiente.



El otro hijo de González Carranza, el segundo, no vivía con ellos. Se había recibido joven de abogado, a su debido tiempo; tenía un campo que trabajaba y un buen estudio de abogacía y colaboraba como comentarista político en distintos semanarios. Se trataba de un hombre, creo, de pocas convicciones, salvo las del momento político en que escribía. Tenía el gran defecto, pienso ahora, de llevar en sí una naturaleza demasiado plástica, que buscaba encontrar siempre lo mejor de cada época y de esa manera se adhería a cada una de nuestras equivocaciones, que ya eran muchas. Yo no le tenía mucha simpatía, porque una vez que fui a misa el domingo, y me ubiqué a su lado por casualidad, me persigné con la mano izquierda y él me dijo, aunque me conocía poco: “M´hijo, uno solo se persigna con la mano derecha, ¿no?”. Y hubo algo en su voz que no me gustó. Porque si bien Owen, el padre de Fabricia, en el fondo era un poco como su madre y lo que más le importaba era la vida privada o tal vez la íntima, Vicente se parecía más a su padre, en el sentido de que creía, me parece, que la vida era, desde todo punto de vista, una relación de fuerzas antagónicas, una especie de combate. Además, había ido a un colegio jesuita donde le habían enseñado a conocer los defectos del contrincante y dado una pátina de cultura, cosa que González Carranza no tenía y tampoco el padre de Fabricia. En ellos, los modales servían como un pasaporte, al revés de lo que pasaba con mi abuelo y mi padre, que de esa manera revelaban, a mi modo de ver, un buen contenido, lo cual hacía que su trato agradable tuviera verdadero sentido. Vicente admiraba a Maquiavelo, pero creo que sin entender que lo que estaba bien para un principado de los Borgia no era lo ideal para una república; no era afecto a

El Banquete

 de Platón, decía que se trataba de una cantidad de degenerados chismorreando, pero sí aprobaba la

República,

 un libro más serio, que por algo expulsaba a los poetas; sostenía que Alemania había tenido sus razones y que el pacto de Versalles había sido una vergüenza. Admiraba cautelosamente a Rosas, pero no lo decía con frecuencia porque muchas familias de gente conocida no lo habían pasado bien en esa época. No era peronista; a la familia de Justine el régimen les había expropiado muchos bienes. No obstante, aunque tenía alguna simpatía por el General, que por lo menos no era comunista, siempre adhirió, como muchos de sus contemporáneos, a todo lo que fuera militar. Para la época de esta historia era un firme sostenedor de todo aquello que a mí, con una mente no entrenada para la abogacía, las finanzas o la economía, me parecía bastante estúpido. Yo en el fondo presentía que era mi enemigo natural.



Y después de vivir un poco y de haber acumulado experiencia todavía me pregunto por qué esa gente tomaba en serio a personajes como Onganía. ¿Acaso porque no había otro? ¿O porque los otros militares eran parecidos a él? ¿O porque ellos eran parecidos? ¿O tal vez porque todo el país, cada uno a su manera, aunque en algunos casos se tratara de gente capaz, se había vuelto tan estúpido como el mundo entero, enredado en una cantidad de venganzas, retribuciones e intereses que nos fueron hundiendo durante los cuarenta años siguientes?

 





3 En el potrero



—¿Pero a vos te parece, papito?



—No veo por qué no. Miralo bien. ¿No te parece que tiene algo? ¿Y sabés una cosa? Lo más importante es lo que no se ve.



—Ah, claro. Así uno puede decir cualquier cosa.



—No te creas. Pensá en todo el material genético que lleva, imaginate las condiciones que se van a dar todas juntas cuando corra en las pistas.



—Papito, yo creo que exagerás.



Estábamos mirando la figura de un lindo alazán tostado con una estrella en la frente, un potrillo de mediana alzada, de anca poderosa, paleta inclinada y linda cabeza, tal vez un poco fuerte. Mi abuelo decía que los caballos de esa familia tenían mucho nervio a la hora de correr; el problema era que a veces los hijos de las yeguas de esa línea tenían tendencia a mancarse, un problema en las cuerdas de la manos. A veces las crías tenían pichicos demasiado cortos, pero él creía que el padrillo nuevo había compensado muy bien ese defecto.



—No, Antonio. Este es una fija. Hace como cuarenta años que vengo con la ilusión de crear un caballo perfecto. A este lo fui armando a partir de sus tatarabuelos, porque todos los elementos de su

pedigree

, menos el que me faltaba, están en este haras; al padrillo nuevo lo compré justamente para estos casos. Es como armar un edificio de departamentos, un piso a la vez, con sangres complementarias, que se refuerzan unas a otras.



—Pero, papito, ¿vos sabés realmente lo que pasa con los genes?



—Mirale el físico. Observá el porte que tiene y cómo galopa; los deja atrás a todos. Yo te puedo rastrear en cada uno de sus ancestros sus distintas cualidades y defectos; puedo intuir, te diría saber, a esta altura es bastante probable, todo acerca de sus genes recesivos y dominantes. No, Antonio, este caballo puede ser un crack. Y si es un crack, cuando sea padrillo va a producir más cracks y aunque lo vendamos eso va a valorizar toda nuestra producción y vamos a salir de las dificultades.



—Bueno, ojalá que sí. Pero la deuda se puede volver inmanejable.



—Si yo no me hubiera endeudado un poco más con el padrillo nuevo no tendríamos la posibilidad de producir otros cracks.



Estábamos en el coche de caballos, traqueteando por los potreros, que tenían el nombre de nuestros padrillos: Amsterdam, Botafogo, Bahram, Craganour, Rustom Pasha, palabras que traían sus historias y romances y evocaban carreras en Europa y Argentina y en donde crecieron generaciones de potrillos que habían pastado con sus madres en esos campos ondulados, rodeados de pinos marítimos y álamos.



Me parecía el lugar más lindo del mundo, sentía que era como vivir dentro de una obra de arte única y perfecta.



El lugar se había ido formando poco a poco; mi tatarabuelo luchó contra los indios, que quemaron cinco veces sus edificaciones. No les hacía ninguna gracia que su padre hubiera tratado de instalarse ahí, desde la época de Rivadavia. Al morir don Tarcisio, Calfucurá, que entonces tenía ciento un años y estaba armando una gran confederación de indios, arrasó las edificaciones nuevas cuando su viuda ya había llevado a los hijos a cursar el colegio en Inglaterra.



Años después, al volver al campo, a los veintitantos, basándose en los conocimientos adquiridos durante su experiencia inglesa, mi bisabuelo Eduardo dividió los potreros, plantó los árboles, construyó los galpones, la padrillería, los puestos y la casa, diseñó los jardines y sembró las pasturas. Su vida había sido novelesca, pero a esa altura, a mis dieciocho años de entonces, yo aún no conocía bien todo ese esfuerzo. Sabía que había muerto, bastante comprometido económicamente, cuando mi abuelo ya tenía treinta años. Él hablaba pocas veces del padre, que en su época llamaban el lord del campo de las sierras; se concentraba siempre en el presente. Si bien empleó una buena parte de su vida en controlar y remediar las alternativas de la fortuna de su padre, su vida de criador había sido fructífera, siempre logró zafar de los aprietes económicos y su objetivo era lograr cracks generación tras generación. Los demás, salvo la tía Bruna, que era la más fanática, lo acompañaban por timidez y educación.



Mi abuelo a veces decía que había nacido con cucharita de oro, aunque que se la habían sacado bien pronto. A través de las narraciones familiares lo que quedaba claro era que su