Las videntes

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URANIA

Vestida de azul, y coronada con una diadema que había perdido ya el oro, sostenía la tierra en una mano y el compás en la otra. Las olas parecían ensañarse solo con ella, jalándola hacia abajo en un abrazo pegajoso. Así la vi desaparecer entre las simas de agua, la ventisca y el fragor de la demencia. Musa de las matemáticas y de todas las ciencias, acabó sucumbiendo como cualquier pelandusca que se las da de señora, engullida por su propia soberbia. Fue en febrero de 1722, cerca de una costa lejana que nunca celebró su presencia. Aferrados a su destino, los marineros se arremolinaban junto a ella, gritándole tratos de favor. No hubo indulgencias. Simple y rápidamente se hundió, arrastrando sus presagios, predicciones y cálculos, pero también las vidas ajenas. Lo último que alcancé a ver fue su mano y el compás sobre la línea de una ola, como si quisiera medir el breve trazo que separa la vida de la nada. Me arrojé sobre el pequeño baúl que habíamos podido arrojar al bote y expiré hondo al ver que estaba en él mi propio compás.

Así narra Fernando Narváez, capitán de marina, el naufragio en los mares del sur de la fragata española Urania, cuyo mascarón de proa tan aterradoramente describe. La expedición, que tenía como fin el establecimiento de los grados de longitud terrestre, fue uno de esos magnos fracasos que no pasaron a la historia. Narváez, obsesionado con el premio de 10.000 libras que el Parlamento británico había establecido para quien consiguiera el objetivo, no tuvo reparos en navegar bajo bandera falsa para hacerse con el dinero. Sabedor de que el reino de España no aceptaría de ningún modo participar en empresas británicas, enroló a toda la tripulación en Malta y le puso pabellón veneciano. Poco importó la bandera. Se hundió sin remedio.

La atención que Narváez otorga al mascarón del Urania en la vorágine del desastre hay que enmarcarla en el papel que aquellas figuras tenían en la era de la navegación a vela: mostraban el orgullo del propietario, indicaban el nombre de la nave a los hombres de mar –la gran mayoría, jóvenes analfabetos–, y se les atribuían propiedades protectoras. Tallada y pintada en los obradores de Cádiz –según nos cuenta el capitán–, probablemente de la mano orfebre de Juan de la Senda, la figura de Urania representa una cesura en la habitual iconografía de los mascarones, de base religiosa, animal o monárquica; refleja una lenta pero sustancial transformación de la concepción científica del mundo. El mascarón de proa (rostra romana), una antiquísima tradición marina, era el símbolo de un mundo sin asideros, el del agua. Superficies infinitas y profundidades insondables que eran contrarrestadas por figuras de madera que encarnaban las supersticiones propias de quienes convivían con una muerte tan cercana: el mar que se despliega simplemente tras la borda. Plinio el Viejo afirmaba que una mujer desnuda o semidesnuda calmaría los mares turbulentos. El espíritu de los mascarones protegía al barco de la enfermedad, de las rocas, de las tormentas, de los malos vientos y de las calmas chichas. El mascarón estaba ahí para ver lo que estaba vedado a los marineros, para ver antes que ellos. Se consideraba que, si un barco perdía el rumbo o se quedaba sin timón, el mascarón era capaz de llevar el rumbo. Cuando los barcos se abordaban a sablazos o encaraban una gran tormenta, los marineros cubrían con un manto el mascarón para que no viera nada y no se pusiera en contra. Si un bajel naufragaba, pero el mascarón sobrevivía, adquiría un nuevo estatus: ni se lo podía destruir ni tampoco nadie jamás le daría un nuevo uso. El mascarón representaba el último abrazo de la vida, la última magia, la postrera esperanza de los marineros, que, como nos relata el capitán, le gritan tratos de favor frente a lo inevitable.

Es por ello reveladora la presencia de una figura como aquella en un barco de entonces. Urania era la musa romana de la astronomía y, por extensión, de todas las ciencias. Era capaz de predecir el futuro mirando a las estrellas. No es una figura santa, una sirena, una ninfa, Poseidón, un emblema patriótico como el león, o un unicornio, que eran los mascarones habituales de la época. La musa representa el desafío al destino, a ese horizonte de incertidumbre; su compás simboliza la luz que disipa las tinieblas de lo desconocido, la razón que convierte al destino en sentido. Aquella bella y fría mujer de madera representa un nuevo principio: la certeza que ofrece el cálculo, la posibilidad de predecir con patrones cuantitativos. Urania venía a confirmar un proceso larvado durante siglos en el que la navegación constituyó el germen de «la predicción como producción». Igualmente, el barco se hundió, acaso porque al ser una mujer nadie la escuchó.

Navegar a vela hasta hace poco más de un siglo y medio suponía un reto sustancial. Tengamos presente que alrededor del 25% de los marineros que se enrolaban en las naves españolas durante el reinado de los Austrias morían en el mar, la mayoría de las veces a causa de temporales. Quevedo hablará del mar como un «horrendo y líquido alboroto». El marinero trazó a lo largo de los siglos una cartografía del miedo. Dado que el temor a lo desconocido es el principal estímulo del orden, se dedicó a dibujar pequeños signos y símbolos en un espacio gráfico perfectamente acotado, con la ilusión de que, algún día, pudiera darse por acabado; de que, en algún momento, el mapa fuera una fotografía segura y exacta de la realidad física. La carta náutica debía servir para prevenir el caos mediante la indicación precisa de puertos, presiones atmosféricas, vientos, rutas, derrotas, balizas, cotas, mareas, fondeaderos, flujos, meridianos, paralelos, grados, vías, canales y corrientes. La domesticación del azar tenía unos efectos bien palpables: sortear la muerte y ser más productivos. Las máquinas, dijo Vilém Flusser, son objetos producidos para derrotar la resistencia del mundo.

Así, una de las primeras cosas que hacía el capitán de barco al llegar a puerto era acudir al cartógrafo local para señalarle en los mapas aquellos hallazgos potencialmente útiles para otros navegantes: que si habían visto unos arrecifes allí, que si se habían encontrado un viento inesperado en una zona dada, que si habían topado con unos piratas cuya base se presumía en tal sitio. Todo se incorporaba al mapa, cuya longevidad solo quedaba marcada por el aluvión y celeridad de los datos que siempre iban entrando. Los gigantescos esfuerzos para determinar la posición de la nave con coordenadas de velocidad, altitud y longitud, llevarán a protocolos cerrados en la captación de datos, en especial mediante la observación astronómica. Protocolos e instrumentos de medición que siempre debían ser los mismos, pues todo se basaba en crear un sistema integrado de patrones: la plomada, el astrolabio, el compás, la brújula, el sextante, el catalejo («podremos descubrir al enemigo dos horas o más antes de que él nos descubra a nosotros», le escribe Galileo a su Príncipe para convencerlo de su invento, el perspicillum, término latino derivado de «perspicacia»), el barómetro, el reloj o el radar: interfaces asociadas a las ciencias de la prognosis. La ancestral historia de los oráculos y de la predicción del futuro y de la catástrofe encontrará en las ciencias marinas y astronómicas el terreno en el que convertir, paulatinamente, la interpretación religiosa de las señales físicas en un modelo instrumental empírico y racionalista de medición, registro, visualización y estandarización de la compleja realidad circundante. Estos artefactos se definen por ser el resultado del encuentro entre los medios de producción y los medios de predicción, un proceso que según el filósofo Auguste Comte se encaminaba a «ver para prever» y que los pioneros de la computación, desde Leibniz hasta Charles Lyell, Charles Babbage o Ada Lovelace, condujeron con la mirada puesta en lograr «la predicción de la experiencia».

Si en algún dominio este proceso tuvo un mayor impacto fue en el del pronóstico atmosférico. En 1724, la Real Sociedad británica logró organizar un verdadero acuerdo internacional de recolección de datos sobre temperatura, presión atmosférica y humedad, con formularios e instrumentos estandarizados. Las observaciones sincronizadas tuvieron que esperar hasta la invención del telégrafo en 1844 –hasta entonces, el tiempo tendía a superar al mensajero– y condujeron a predicciones meteorológicas basadas en una sinopsis de los datos disponibles, lo que se materializó en 1854, con la creación del primer Servicio Meteorológico Británico. Todo, de repente, parecía poderse resolver mediante ecuaciones: «Nada será incierto, tanto el pasado como el futuro serán presentes», manifestó un pletórico Laplace. Naturalmente, la demanda de computadoras aumentó. Lewis Fry Richardson suspiraba con que «tal vez algún día, en el futuro oscuro, será posible avanzar en los cálculos más rápido que los avances del tiempo, pero eso es un sueño». En 1922, se imaginó una gran sala, una especie de «fábrica de predicción», llena de «calculadoras» –como denominó a gente armada con reglas de cálculo, cada uno responsable de computar los cambios en una pequeña célula de la atmósfera–. Las paredes estarían pintadas con un mapa del globo terráqueo, y en un púlpito en el centro habría una sola persona, «como el director de una orquesta», que mantendría a todos «en el mismo tiempo común». Una simbiosis, la de la computación y la del control del azar, que vendrá resumida, en el marco de la evolución del radar y la computación moderna, en estas palabras de Alan Turing: «La sorpresa ocurre sobre todo porque no hago cálculos suficientes para decidir qué debo esperar que hagan [las computadoras]».

En 1950, la predicción numérica del tiempo alcanzó su cénit productivo en una computadora en el Laboratorio de Investigación Balística del Ejército de Estados Unidos en Maryland. El modelo dividió a Norteamérica en 270 células bidimensionales. Corriendo en una máquina de tarjetas perforadas conocida como ENIAC (Electronic Numerical Integrator and Computer), el pronóstico de veinticuatro horas tomó cerca de veinticuatro horas para completarse, pero, por fin, el resultado se asemejó al clima real. En noviembre de 1955, un modelo meteorológico superó a los pronosticadores humanos en la predicción precisa de una tormenta en Washington, D.C.

 

La predicción meteorológica es hoy una industria sideral. Cada día miles de modelos suministran pronósticos a todo tipo de empresas dependientes de una forma u otra del clima, como la agricultura, la energía, el transporte y el comercio minorista. El consumo de refrescos, helados, películas, medicinas y muchos otros bienes cambia con el clima. Las compañías eléctricas utilizan las previsiones para estimar la demanda y fijar lucrativamente los precios. Las empresas aseguradoras adecuan sus productos con relación a los algoritmos climáticos, dependiendo de si el invierno será húmedo o del número de días sin heladas en un aeropuerto. Los oráculos hablan y la gente paga.

Urania, la calculadora, era hija de Mnemosine, la madre de las musas y personificación de la memoria, dotada con el don de la videncia del pasado, destreza humana que permite leer el presente con perspectiva. Urania, en cambio, lee el futuro porque es capaz de declinar el presente con la «palabra eficaz», de utilizar un lenguaje que va más allá de la descripción, que se presenta como prescripción. Una prescripción es la decisión sobre la obligatoriedad de una cosa. Urania se encargará de hacer simplemente normativas y productivas las palabras de su madre.

EL OBISPO

Nos invitaron a conocer la Iglesia Nacional Española de Santiago y Montserrat en Roma. Con semejante título, la visita prometía. Mientras nos ofrecían un escueto piscolabis de fantas y chorizos castellanos, mantuve una distendida conversación con un obispo de Burgos que dijo estar investigando sobre religión y tecnología. Lo normal en estos adustos sitios romanos suele ser preguntar si eres más de Bernini –tienen uno– o de Borromini, pero los intereses comunes nos llevaron hacia las máquinas. Todo iba bien, sosegado. La conversación, tampoco muy profunda, giraba alrededor de cómo la Iglesia percibe hoy el fenómeno de la inteligencia artificial. Al obispo se le veía versado en el tema, incluso entusiasmado con el asunto de los cyborgs, que consideraba un ejemplo del interés que despierta el posthumanismo entre los modernos círculos teológicos. En un momento dado, le dije algo así como: «Al fin y al cabo, la Iglesia sabe mucho de predicción». Fue acabar la frase y su rostro demudó. Su sonrisa se contrajo, su frente se alisó y de su boca salió una educada y parca reprimenda: «No, la Iglesia no trata con predicciones. No nos interesa la magia». Cuando quise contestar, con un toque amable en el brazo que solo los sacerdotes saben dar, me dio a entender que la charla había terminado.

Me quedé intrigado. La palabra profecía pertenece de pleno derecho a la Iglesia. El diccionario dice que es un don sobrenatural que consiste en conocer por inspiración divina las cosas distantes o futuras. Un profeta es alguien que hace predicciones. La Biblia está llena de ellos, que no paran de anunciar cosas que pasarán. Ahí están, por ejemplo, Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, todos ellos pintados en la bóveda de la Capilla Sixtina, en el corazón del Vaticano. ¿Por qué el obispo asociaría negativamente predicción y magia, cuando podía vincular lo predictivo al origen mismo de su fe? Ya sabemos que los cristianos tienen una relación desigual con el Antiguo Testamento, tan hebraico él, pero ¿no decían aquellos profetas que llegaría un Mesías? No se equivocaron mucho, pensará cualquier cristiano. Es cierto que el catecismo dice que todas las formas de adivinación que «desvelan el porvenir» deben rechazarse porque entran en «contradicción» con la providencia dictada por Dios. Podemos pensar que el obispo sigue ese criterio, que establece que la diferencia entre magia pagana y profecía cristiana radica en que el contenido de la predicción es dictado por los dioses, las estrellas o la disposición de unas piedras, en el primer caso, y por Dios, en el segundo, y que, siendo este último el único verdadero, toda profecía que no venga de él puede considerarse falsa en origen. Puede. Pero, propongamos otro punto de vista enteramente político.

Como ha expuesto sobradamente Silvia Federici, fue a partir de los siglos XVI y XVII cuando la Iglesia, la filosofía mecanicista, los nacientes estados y el mercantilismo burgués coincidieron en sus objetivos de perseguir todos aquellos fenómenos «mágicos» que cuestionaban sus coincidentes intereses y marcos discursivos. A mediados del siglo XVI, tanto la Iglesia católica postridentina como muchas de las iglesias reformadas europeas endurecieron sus ataques a toda forma de videncia, por temor a que el grado de confianza que la gente depositaba en esas prácticas para manipular las condiciones de vida socavara el poder de las autoridades y del orden constituido. Los tristemente famosos juicios de Salem (1692-1693), en el actual estado de Massachusetts, que acabaron con la vida de decenas de «brujas» se iniciaron por las acusaciones hechas por los colonos contra las adivinaciones de una esclava india. Era mayormente la gente humilde la usuaria de este tipo de saberes, pero fueron las mujeres el objetivo de la terrible cacería. Como señala Federici, si bien la caza de brujas estuvo dirigida a una amplia variedad de prácticas femeninas, fueron la hechicería, el encantamiento y la adivinación los tipos más perseguidos, dado que eran realizados fundamentalmente por mujeres de mayor edad, consideradas ajenas a los ciclos productivos y reproductivos fijados por las leyes naturales y los sistemas laborales.

Esas prácticas, que se transmitían de generación en generación y que gozaban de enorme simpatía popular con el fin de «aplacar las fuerzas invisibles, mantenerse lejos del daño y favorecer la fertilidad, el bienestar y la salud», incluían la preparación de compuestos medicinales con plantas, aceites y otras sustancias naturales, el cuidado de enfermos, la «marca» de personas y animales para evitarles desgracias, la liberación de males de ojo, la fabricación de artefactos de atracción amorosa, de hechizos para vencer a las cartas, para volverse invisible, para estimular la fertilidad, para ganar inmunidad en una guerra, para hacer dormir a los niños: también la lectura del futuro o la adivinación de objetos perdidos o tesoros escondidos. Por ejemplo, esta última creencia, la de encontrar oro, dinero o joyas enterradas mediante el uso de técnicas mánticas o conjuros, comenzó a ser percibida como un obstáculo en la aplicación de la disciplina laboral: «La magia mata a la industria», se lamentaba Francis Bacon, que consideraba que una vida digna solo se conseguía con el trabajo duro y no perdiendo el tiempo buscando quimeras. Que la gente prefiriera adivinar el emplazamiento de tesoros a trabajar en las tierras del amo perturbaba el orden natural que el naciente capitalismo buscaba imponer. Esos pobres, y las «brujas» que los alentaban, eran (y son) considerados ociosos y una carga intolerable para el conjunto del edificio social. Mary Beard, la conocida historiadora inglesa de la Antigüedad, al analizar la Roma imperial ya señaló un incipiente proceso de reconvertir el otium –entendido como lo hacían los romanos, no con el actual sentido de «ocio» sino como el estado de ser dueño del propio tiempo– en negotium, en negocio (no ocio), es decir, en el estado de depender del tiempo productivo de otros, una dinámica especialmente impuesta sobre las mujeres. Este tipo de predicciones –como nos recuerda Federici– no era simplemente la expresión de una resignación fatalista, sino un medio por el cual los pobres dotaban de legitimidad a sus planes y se motivaban para actuar. Así, las profecías y predicciones mágicas sobre las que el pueblo construía sus horizontes fueron sanguinariamente reemplazadas por las predicciones científicas del nuevo orden productivo. Las predicciones populares sobre los días en que era bueno trabajar y los días en que no eran del todo incompatibles con las nuevas disciplinas mecanicistas del trabajo.

En la filosofía mecanicista de Bacon, Hobbes, Descartes o Malebranche, comenzó a describirse el cuerpo por analogía con la máquina. De ese modo, puede ser calculado, clasificado y corregido a fin de hacerlo compatible con la utilidad social que se le presume. Los cuerpos ya no se guían por fuerzas ocultas a las que dedicar la superstición, sino por engranajes uniformes y predecibles que habilitan su subordinación a procedimientos productivos. Así, interpretado como herramienta, el cuerpo-máquina abre sus ventanas para mostrar su constitución interna, sus límites físicos y psicológicos, el funcionamiento de sus pasiones y debilidades, siendo, por tanto, susceptible de racionalización y control. Bacon hablaba de la naturaleza como la Gran Máquina «penetrada en todos sus secretos» y «atrapada en un sistema de sujeción». Federici considera que el «saber» –cada vez más gestionado por el Estado– se convirtió en «poder» solamente haciendo cumplir sus prescripciones, y destruyendo todas aquellas creencias, prácticas y sujetos cuya existencia comprometía la nueva regulación mecanicista. El mundo de naturaleza secreta cuyos efectos positivos era necesario propiciar mediante la magia y la adivinación fue cancelado en las hogueras y las horcas por una visión racionalista obsesionada en convertir toda superficie en un cristal transparente, penetrable y deducible. Así, mediante la racionalización del espacio, del tiempo y del cuerpo engendrada en la especulación filosófica de los siglos XVI y XVII, la profecía fue sustituida por el cálculo de probabilidades, «cuya ventaja, desde el punto de vista capitalista, es que el futuro puede ser anticipado solo en tanto se suponga la regularidad y la inmutabilidad del sistema». Al intentar controlar la naturaleza, la novedosa organización capitalista del trabajo «debía rechazar lo impredecible que está implícito en la práctica de la magia, así como la posibilidad de establecer una relación privilegiada con los elementos naturales y la creencia en la existencia de poderes a los que solo algunos individuos tenían acceso, y que por lo tanto no eran fácilmente generalizables y aprovechables». El mundo, según la lógica racionalista, debía de ser desencantado en favor del cristal transparente que revela el interior del reloj en aras de acabar con cualquier potencial insubordinación. La profecía fue convertida en predicción, con unas reglas precisas que anulaban las borrosas líneas de la superstición: deben estar exentas de ambigüedad; deben ser lo más precisas posibles; deben ser verificables en sentido científico; quien está en conocimiento de una predicción no debe poder de ningún modo influenciar la verificación de esta, de lo que se infiere que tampoco la gente sobre cuyos comportamientos se hacen predicciones deben saber de ellas; para verificar la predicción, el predictor y el verificador deben poder disponer de las mismas informaciones.

Acaso fue todo esto lo que afloró en la abrupta respuesta del obispo burgalés. Las predicciones mágicas no cuadran con las predicciones algorítmicas de un cyborg que, igual que los profetas bíblicos, recibe el código de un hacedor con el encargo de imprimir un sentido determinado en su decir y existir. No hay lugar para trastornos inútiles del sentido, para relaciones ocultas, aleatorias e impredecibles. Si la Iglesia acabó con todo lo que «oliera» a presagio (de praesagium, tener buen olfato, como los perros que siguen el rastro) era porque ya estaba todo escrito y no había nada que rastrear. Solo quedaba medir, registrar y catalogar. El carácter desestabilizador de las profecías premodernas fue extirpado a sangre y fuego a fin de hacerlas inocuas, meros horóscopos de periódico, desprovistos de competencia pública y emplazados a ser placebos privados. Y hablando de Roma: alrededor del 15 % de los italianos creen con firmeza en las predicciones zodiacales. ¿Qué ocurriría si esos nueve millones de personas realmente actuaran en función de lo que dice el horóscopo? ¿Qué clase de revolución se produciría?

1. Texto basado en la interpretación de David Orrell de las técnicas délficas, elaborada a partir de los escritos de Plutarco. Ver bibliografía.

 
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