Las videntes

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LAS COSAS SE ANIMAN



Los antiguos, como nosotros, temblaban de miedo. Detrás de cualquier árbol te podía caer una rama, un coco, una flecha, un tigre, un bruto, una pústula o un rayo. Sin previo aviso. Y se inventaron predicciones, presagios, augurios, pronósticos, oráculos, vaticinios, premoniciones, adivinaciones, profecías, almanaques y revelaciones para crearlo, el aviso,

ad visum

, a la vista. Porque se tiene que ver u oír si queremos que sean asuntos de orden público (por secretamente que se lleven). Aquí las corazonadas de nada sirven.



Los métodos para predecir son numerosos, todos apasionantes. Son cuatro los principios que los rigen, exactamente iguales a los del ilusionismo: el ritual (que consiste en teatralizar al máximo la exposición del augurio, aplazando todo lo que se pueda el momento estelar, el

dictum

); el secretismo (que se define por el afán de los expertos al cargo de esconder los mecanismos); los patrones (llevar al día los registros de resultados), y la lectura (se trata de interpretar un lenguaje –

logos

– muy raro, pero al fin y al cabo lenguaje expresado en signos).



Por su parte, cinco son los tipos de preguntas que se hacen a los oráculos: recomendaciones antes de realizar una acción; preguntas teológicas o cosmológicas; consultas sobre cómo interpretar el pasado; predicciones sobre lo que ha de venir; pronósticos de riesgo. Para dar con las respuestas, los principales métodos mánticos, o de adivinación, son los siguientes: astrología (vincular eventos humanos al movimiento de estrellas y planetas); cleromancia (echar sobre una mesa dados o habas y ver qué dice su disposición); cartomancia (leer el significado de los dibujos en las cartas); quiromancia (leer las líneas de las manos); cristalomancia (ver lo que aparece en bolas de cristal); aeromancia (leer las condiciones atmosféricas); oniromancia (interpretar los sueños); aruspicina (leer las entrañas de los pobres animales); alectrionomancia (ver cómo los animales eligen entre varias cosas); moleomancia (la lectura de las manchas de la piel); ceraunoscopia (la interpretación de los rayos); piromancia (leer el fuego); ornitomancia (leer el comportamiento de los pájaros); hipomancia (leer el comportamiento de los caballos); taseografía (leer los posos de una taza de té o de café); bibliomancia (la interpretación de pasajes de textos sagrados); grafología (interpretar la personalidad leyendo la caligrafía); onfalomancia (leer la forma de los ombligos); metoposcopia (leer las arrugas de la frente); frenología (interpretar la forma de las cabezas); fisionomía (leer la personalidad a través de los rostros); numerología (la vinculación de números a eventos humanos); matemancia (el uso de modelos matemáticos para interpretar todos los órdenes de la materia y la existencia). Como se puede fácilmente deducir, de toda esta trama visual de métodos auspiciales surgieron casi todas las ramas de las ciencias: formales, naturales, humanas, sociales y aplicadas. Y digo surgir con cierta prevención, porque en algunos casos se siguen utilizando los mismos procedimientos.



Observar y contar. Prever y predecir; ver y decir

antes

. Jacques Derrida decía que la fuerza del secreto no radica en el contenido del mismo, sino en dar a conocer que se posee. Ese es el poder de la predicción. Poco importaba que lo que sacerdotes, augures, videntes y magos vieran antes de suceder realmente se ajustara a lo que finalmente ocurría. Lo importante era el acto de proclamarlo, la liturgia pública que aseguraba fidelidades y revelaba disidencias. El decir la verdad es una cosa, la verdad del decir otra distinta, pero ambas son igual de relevantes en la vida social. Porque el mundo oracular no es el simple dominio de una superstición primitiva sino un complejo aparato sociológico y epistemológico, un conjunto de tecnologías coherentes de control, y un sistema de prácticas sociales que refleja mitos e imaginarios. Es así como hay que interpretar los actuales dispositivos de predicción, en un marco de economía técnica y política: «El animismo había dotado a las cosas de alma; el industrialismo convierte las almas en cosas», ha señalado el crítico de arte y curador Anselm Franke. Este nuevo «animismo computacional» de los ricos (Stephen Wolfram) considera que no hay nada que no pueda ser computarizado, nada. Así, la maquinaria predictiva actual presume de poder pronosticar tanto el futuro como el pasado. Aunque sus arcanos siguen siendo igual de inaccesibles que los que estaban confinados en una cueva y a los que había que ofrendar incienso o vírgenes, hoy, paradójicamente, están en todas partes y son relativamente baratos. Son nuestros compañeros de trabajo del departamento de informática quienes los producen. Hoy, esos mecanismos están instalados en todas nuestras herramientas; dicen ser capaces de acabar la redacción de este capítulo mejor que yo mismo, que es quien lo ha rumiado. Hay que ver lo productivas pero esotéricas que son las nuevas técnicas «matemánticas»:



El futuro de hoy es a menudo pronosticado por actores, actores con un interés diferente.



Introduje brevemente las ideas de los párrafos anteriores en una red neuronal de predicción de texto llamada «Talk to Transformer», que se maneja con instancias de aprendizaje profundo (

deep learning

) de 4 GPU mediante un algoritmo GPT-2, llamado 1558M. Le pedí que acabara con una última frase. Y, efectivamente, pronosticó lo que en verdad iba a escribir, que los aparatos de predicción dicen la verdad, pero siempre diferente en función de quien la escucha, como los oráculos. Yo incluso diría que su redacción es más sugerente que la que yo

hubiera propuesto

: qué poética esa coma entre actores. La predicción había sido literariamente impecable.






MOMO



Se pusieron Zeus, Poseidón y Atenea a disputarse quién era capaz de crear algo verdaderamente hermoso. El gran Zeus se sacó a un hombre de la manga, ya que –según dijo– era el más notable de los animales. Atenea hizo aparecer con el chasquido de sus dedos una gran casa para los hombres, porque precisamente –adujo– el talento de estos se diferenciaba del de las bestias por su habilidad para crear artefactos. Y Poseidón, que siempre fue de humor sanguíneo por mucho que bañara su tridente en el mar, modeló un toro bien bravo con unas arcillas que encontró por ahí. Ufanos los tres de sus trabajos, eligieron a Momo para que hiciera de árbitro. Hay que decir que Momo todavía vivía entre los dioses, aunque por poco tiempo: no era deidad que hiciera muchos amigos, ya que sus chanzas, mofas y críticas burlonas no eran muy apreciadas por aquellas alturas. Fue esa razón la que esgrimió Zeus para convencer a Atenea, pero sobre todo a Poseidón, de llamar a Momo como juez, porque nunca se casaba con nadie (excepto con Dioniso, en los días de fiesta, claro).



Se presentó pues Momo con una máscara sonriente sobre el rostro, como solía. Sus primeras palabras ya sonaron a sorna:



Llevo esta máscara para que veáis que vengo con intención de ser imparcial, de manera que si hago muecas, me río, me enfado, o saco la lengua, nunca podréis quejaros. ¿No es ese el principio de la autoridad, el adoptar unos modos que encubran la arbitrariedad? Una sonrisa permanente hará las veces de árbitro y os llevará, además, a tener que sonreír también para mantener un cierto decoro en todo este asunto. ¿Aceptáis?



Atenea y Zeus, displicentes, dijeron que vale, que sí. Poseidón remugó, masticando palabras gruesas de marinero, pero al final hizo un gesto brusco con la mano en señal de aprobación y desplegó lo que a duras penas podría considerarse una sonrisa. Fue con él con quien comenzó Momo su disertación, tras enderezarse en la roca en la que se sentaba y aclararse la garganta. Resumiremos: empezó por criticar en el toro el que no estuviesen los cuernos debajo de los ojos para que pudiese ver en dónde golpeaba cuando arremetía contra sus enemigos. A su juicio, tamaña estupidez práctica desmerecía la potencial belleza del animal. De la casa de Atenea sí admitió su practicidad, pero despreció la ausencia de un elemento indispensable: ¿por qué la casa no tenía ruedas de hierro en los cimientos para que pudiese cambiar de lugar junto a sus dueños cuando estos iban de viaje o si deseaban escapar de unos molestos vecinos? Imperdonable. Y al final, tras un carraspeo, se dirigió a Zeus: «¿Qué belleza hay en un hombre que no tenga unas puertecitas en el pecho que permitan ver a cualquiera lo que maquina? ¡Bah!».



Ese era Momo, el dios de la risa burlona y el sarcasmo, el que siempre encuentra pegas a todo. Duró poco en el Olimpo. Lo echaron a patadas y lo mandaron exiliado a la tierra. Leon Battista Alberti, el humanista renacentista, descubrió que lo habían atado a una roca y lo habían castrado. Acaso por eso siempre se le pinta un poco chiflado, como un

joker

, con la sonrisa desencajada y el alma dolida. Tal vez haya que comprender en esa oscuridad la terrible pregunta que plantea: ¿qué belleza hay en un hombre que no tenga unas puertecitas en el pecho que permitan ver a cualquiera lo que maquina en su interior? Momo, con una máscara sobre el rostro, esperpento del estereotipo, desata una concepción del ojo atrozmente nueva: quiere ver el interior de los hombres como se ve el intestino de las máquinas, y lo quiere ver sin pedir a los hombres que se lo permitan, sino exigiéndoles que se instalen unas ventanas en el pecho, sin batientes, permanentemente abiertas. El bufón de la corte, castrado en su divinidad, abandonado por el poder y desterrado entre los mortales, solo vivirá para volver a ser un dios cíclope dedicado en exclusiva a medir a los hombres (con

enthousiasmos

, esto es, poseído), a registrar y comparar sus caras, sus cráneos, sus almas, precisamente en busca de un dios que no es sino él mismo. Sin sonreír, atado a una extraña mueca, a un rictus perpetuo resultado de no querer, él mismo, disponer unas ventanas sobre su pecho, Momo, el dios del marketing, obsesionado en averiguar lo que la gente quiere para luego ofrecérselo, avisa a los hombres de que ellos mismos, siempre sospechosos de maquinar, serán catalogados, pronosticados y predichos, gracias a la belleza inherente de la mecánica.

 






EL GRANICERO



Un amigo me contó hace unos años que su padre, además de profesor de matemáticas en la universidad, era «granicero», esto es, que se dedicaba a pronosticar y a «mudar» el clima; a mover las nubes de sitio, a convocar o despejar la lluvia, a cambiar la dirección del viento, esas cosas. Matemático y granicero, una combinación profesional a todas luces apasionante. Le pedí que me invitara a una comida familiar para que pudiera conocerlo y hablar con él.



Era un hombre de unos sesenta años, de facciones atractivas. Después supe que su ascendencia blanca y europea se había mezclado en algún momento con sangre negra y africana, lo que le confería un rostro muy sugerente, con una piel quizá excesivamente tersa para su edad, unos labios carnosos y un tupido pelo blanco que contrastaba orgulloso con su tez morena. Su ademán era extraordinariamente tranquilo, de palabras justas y medidas incluso tras uno o dos caballitos de tequila.



Durante la comida hablamos de varias cosas, entre ellas de los problemas que expresaba la mayoría de sus alumnos para captar determinados cálculos, por lo que cada vez más le pedían diagramas y esquemas, volumetrías gráficas más comprensibles. Se preguntaba qué tipo de matemáticos saldrían de la facultad cuando preferían imágenes a números. Esta cuestión nos llevó a todos un buen rato de charla. Les conté que un estudio realizado en Italia sostenía que el dominio lexicográfico de un estudiante de dieciocho años a punto de entrar en la universidad en 1995 abarcaba unas 2.500 palabras (al salir licenciado, de media, podía dominar unas 10.000 palabras). En 2009, el dominio lexicográfico de ese mismo estudiante era de alrededor de 700 palabras. Hablamos del encendido debate que ello había suscitado entre numerosos pedagogos, porque unos –como los italianos– decían que era un ejemplo de la pérdida de competencias a causa de una comunicación progresivamente iconográfica, y otros –como los finlandeses– sostenían que no había tal pérdida, sino que esas competencias se conseguían mediante alfabetos diferentes, de carácter visual. Mi amigo y yo inclinamos nuestros apoyos, en general, hacia la segunda tesis. El padre dijo que tenía que leer los documentos que acreditaban esos resultados. Su esposa, que también era profesora, pero de lengua castellana, tenía una opinión diferente, basándose en que difícilmente podrían conocer el detalle de las cosas del pasado sin un conocimiento amplio del alfabeto tradicional.



Conocedor de los protocolos de conversación en una familia mexicana que te ha invitado a comer, le pregunté sobre la cuestión cuando llegaron unas riquísimas natillas caseras. Las preguntas de los invitados se inician con los dulces, recuérdenlo, porque se corre el peligro de que la charla se disuelva como un azucarillo en el agua. ¿Qué es un granicero? Para ser granicero, o «tiempero», que así se conoce también el oficio, es requisito importante –aunque no excluyente– haber sobrevivido al impacto directo de un rayo. Al padre de mi amigo ya le habían caído tres, por lo que era considerado especialmente solvente, sobre todo en el estado de Puebla.



«¿Sabes que Prometeo significa “el que se anticipa”? Pues nosotros, en vez de traer el fuego traemos la lluvia. Es un don que se recibe desde chamaco. Yo lo obtuve de muy chico cerca de Veracruz, al salir del coche de mi papá para resguardarme de un fuerte aguacero en un cobertizo. Mientras corría hacia él, escuché un trueno y de repente vi una intensa luz blanca y una lluvia de chispas luminosas. Cuando desperté, me contaron que me había golpeado un rayo. Estuve tres días con mucho espanto y un fuerte dolor de cabeza. La segunda vez me ocurrió en Morelos, ya de estudiante. Estábamos unos cuantos montando tiendas de campaña durante una acampada cuando se presentó una tormenta y me volvió a suceder. Ya no me asusté tanto, pero mis compañeros se quedaron todos temblando. Después, ya de adulto, simplemente lo vi venir y no hice nada. A todo se acostumbra uno. Lo que me empezó a pasar es que soñaba con frecuencia que podía parar el aire, bajar la lluvia, aventar lejos un ventarrón o jalar un rayo. La gente comenzó a decir que le gustaba andar conmigo porque le daba seguridad y suerte».



Los graniceros, me contó, casi nunca actúan solos. Se juntan unos cuantos «del rumbo» para, por así decirlo, concentrar más potencia dependiendo del tipo de fenómeno meteorológico con el que haya que lidiar. Siempre se emplazan en laderas, cañadas, cuevas, cimas y santuarios, en realidad allí donde se pueda estar más cerca del centro del problema. Muchos agricultores los tienen en gran estima y les pagaban (al menos, entonces) unos 2.000 pesos por cada sesión, casi siempre celebradas los fines de semana, porque es más fácil juntar a la gente.



«Todo es cuestión de dominar el azar. Ya que te ha tocado a ti la remotísima casualidad de haber sido alcanzado por un rayo y sobrevivir, parece obvio que uno pueda invertir los vectores para predecir o cambiar el tiempo que hará. La misma variable de probabilidad está implícita en las dos direcciones. Es por eso. Y es una tradición muy antigua. Un antropólogo llamado Guillermo Bonfil Batalla ya estudió hace años la figura del

teciuhtlazquie

, ‘el que arroja granizo’, entre los antiguos mexicas. Pero también es parte intrínseca de la física moderna. Mira al matemático John von Neumann. Hizo cálculos fenomenales para modificar el clima como una forma de actividad bélica de importancia similar a las armas nucleares. Bueno, nosotros somos más humildes.»



Le pedí que me explicara el procedimiento.



«Hay trombas o víboras de agua, y vientos dañeros que pueden destrozar una cosecha. O sequías que no tocan en el calendario y que pueden arruinar las milpas. Esas son relativamente fáciles de manejar y los rituales que llevamos a cabo son también sencillos. Los conjuros cambian según el tipo de amenaza contra cultivos y pueblos. Si las nubes están cargadas de hielo o traen mucha agua, se les ordena alejarse, y si el problema es la falta de lluvia, la demanda es que suelten su carga. Yo me he especializado en tormentas. Calculo por dónde va a pasar el centro –a veces me conecto a la red del Servicio Meteorológico Nacional para ver los detalles– y pongo todo en orden. A menudo, todo empieza con un cosquilleo y luego, cuando ya está uno cargado, sientes un gran dominio sobre las cosas. Entonces agarro un cirio y un manojo de yerbas olorosas que puede llevar albahaca, ruda, romero y laurel, y los levanto al cielo, mientras digo unas palabras, normalmente en náhuatl, dependiendo de los pueblos. La cosa se complica con los huracanes, que se enciman cada vez más, haciendo estragos. Los hay enormes, por lo que nos arrimamos muchos para que las probabilidades sean más grandes. ¿Conoces la teoría de los grandes números de Bernoulli? Imaginó un frasco que contenía un gran número de guijarros blancos y negros con una cierta proporción entre sí. Sacamos un guijarro, y es negro. El siguiente es blanco. Luego uno negro, y otro negro. Luego tres blancos seguidos. ¿Cuántos guijarros necesitamos examinar para hacer una buena estimación de las verdaderas proporciones de color en los guijarros dentro del tarro? La ley de Bernoulli mostró que a medida que se muestrean más guijarros su proporción convergerá hacia la solución correcta. O sea, que el muestreo funciona siempre y cuando la muestra sea lo suficientemente grande. Por eso intentamos juntarnos muchos graniceros cuando vienen los grandes huracanes, porque la convergencia de nuestras experiencias amplía mucho la posibilidad de éxito.»



«Pero ¿hasta qué punto tienen ustedes éxito?», le pregunté. «Pues eso depende de muchas variables», me respondió.






ALMANAQUES



¿Alguien se acuerda de los almanaques? Yo los conocí de pequeño, en los años setenta del siglo pasado. Se vendían en los quioscos. También los regalaba la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Barcelona. Eran librillos que tenían de todo: el santoral, las fiestas de guardar, la predicción atmosférica de todo el año, los eclipses, las fases lunares, las efemérides, las fiestas mayores, consejos para la horticultura, el horóscopo general, e informaciones relativas a países o zonas geográficas entonces completamente desconocidos para mí, como Bosnia, Ruanda, Gaza o Sudáfrica. Para los críos que, como yo, empezábamos a ser adictos a las enciclopedias, los mapas y los atlas, los almanaques eran fabulosos. Diseñados como hoy lo son los folletos de publicidad de Lidl, la información se desplegaba veloz, atiborrada, sintética. El ojo saltaba de un cuadro a otro, de un resaltado a una foto, de una gráfica a una cita. Era un caos maravilloso. Te los leías en un santiamén. Sin embargo, no eran como los atlas, en los que dejabas vagar la mirada y te esforzabas en retener aquellos complicados nombres de ciudades y ríos. Los almanaques eran de consumo instantáneo y tenían un sorprendente efecto: te olvidabas inmediatamente de todo lo visto, no había nada que recordar; una forma extraña de escritura.



Almanaque es el tipo de término que puedes repetir muy rápido y al cabo de un rato te suena a chino o a árabe, sobre todo árabe,

al-manākh

, «el clima», aunque seguramente los árabes lo tomaron del egipcio copto

almenichiaká

, o «carta astrológica». En muchas civilizaciones, los almanaques fueron el primer género de literatura escrita, primero en piedra, luego en madera, más tarde en papiros, etc. La astronomía babilónica fue la primera en elaborar tablas de periodos planetarios y lunares con el fin de vaticinar fenómenos climáticos y facilitar así los trabajos agrícolas. En Egipto, cuya existencia estaba tan vinculada a los ciclos de caudal del Nilo, las cartas astrológicas se utilizaron durante siglos. Los griegos las llamaron hemerologías y parapegmas, y eran literalmente pronósticos astrológicos asociados al clima basados en resúmenes (patrones) de observaciones hechas por autoridades del pasado. Ptolomeo se hizo muy famoso con su propia versión, el

Almagest

, unas tablas estadísticas muy elaboradas. La astronomía islámica medieval compuso similares libros de cálculo llamados Zij. Lo mismo en la India o en la China antiguas, en donde han quedado numerosos registros.



El primer almanaque conocido en el sentido moderno, esto es, en el que las entradas dan directamente las posiciones de los cuerpos celestes y no necesitan más cómputo, es el

Almanaque de Azarqueil

, escrito en 1088 por Abā Ishāq Ibrāhīm al-Zarqālī y publicado en Toledo, que proporcionaba las posiciones diarias del sol, la luna y los planetas durante cuatro años. Fue ampliamente difundido en la península, y también en Europa gracias a su traducción al latín. Pero fue la aparición de la imprenta a mediados del siglo XV la que convirtió al almanaque en una verdadera estrella editorial. Se publicaron por todas partes y su éxito fue extraordinario, tanto, que acaso puede considerarse el libro de libros, en directa competición con la Biblia. A partir del siglo XVI, los almanaques, que también se llamaban calendarios, lunarios o piscatores, empezaron a sumar a las habituales cartas astrológicas y meteorológicas, consejos agrícolas y médicos, atlas geográficos, predicciones sobre hechos políticos o circunstancias biográficas, santorales, recordatorios de la Iglesia a los fieles en cuanto a las fechas de témporas, ayunos y abstinencias, cierre de velaciones, días de sacar las ánimas del Purgatorio, fechas variables de Semana Santa y Pascua, obligaciones sacramentales de estos días, e incluso se publicaban, casi en formato de fascículo, instrucciones para aprender a escribir. Eran muy baratos y no había familia un poco leída que no lo comprara a finales de cada año para así encarar el siguiente con algo de perspectiva.



Los almanaques fueron pronto objeto de chanzas por parte de escritores y científicos al encontrar en ellos el sustento de supersticiones y un impedimento para desarrollar una verdadera instrucción pública. A finales del siglo XVI ya surgieron una serie de publicaciones que parodiaban los pronósticos y profecías de aquellos calendarios. En 1663, un escritor británico, usando el seudónimo de «Poor Robin, Knight of Burnt Island», comenzó a publicar mofas literarias bajo el título de

Poor Robin’s Almanack

, con predicciones de esta guisa: «Este mes podemos esperar oír hablar de la muerte de algún hombre, mujer o niño, ya sea en Kent o en la cristiandad»; «Si el 2 de febrero vas a la feria o al mercado con un montón de dinero en el bolsillo y allí te quitan el bolso, será un día desafortunado». En una de sus conclusiones, se leía: «Dejemos que los sabios filósofos computen, y que las estre