La madurez del cine mexicano

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

La madurez suplantadora

En Alicia en el país de María (Lua Producciones-No Dancing Today - Sobrevivientes Films - The Stan Jakubowicz Company, 82 minutos, 2014), espejeante cuarto largometraje del aventadísimo pequeño autor confidencial fantástico aún sin miedo al ridículo a sus 38 años Jesús Magaña Vázquez (Sobreviviente, 2003; Eros una vez María, 2007; Abolición de la propiedad, 2011), con guión original suyo al lado de Fernando del Razo y Rafael Gaytán, el amargoso joven escritor en ciernes Tonatiuh Tona (Claudio Lafarga en plan de galán barboncillo muy chirriaguas) tiene tan serias dificultades de entendimiento (“¿Te pagan eso por mover las tetas y las nalgas?”, inquiere rencoroso) con su guapísima pareja, la modelo de comerciales aspirante a actriz María (Bárbara Mori siempre seductora ojiverde agitando su larga cabellera bruna) que, tras una enésima tanda de agrias desavenencias e invectivas (“Ella me excita mucho más que tú”, espeta ella tras hacer resurgir una sobreiluminada sesión de fotos interruptus que le hace darse un rápido pericazo) y demás furibundas embestidas humilladoras telenoveleras (“Estás traumada por ser una niña abandonada”, replica él), sufren un fatal choque en la camioneta del varón nocturno, a resultas del cual ella pierde la vida y él queda en estado de coma, del que tardará demasiado tiempo en emerger, a pesar de los cuidados facultativos del doctor Conejo (Mario Zaragoza) y, sobre todo, de las atenciones de la solícita enfermera Alicia (Stephanie Sigman habiéndose sacudido ya los lastres narconaturalistas de Miss Bala), cuya persistente y bienhechora efigie linda habrá de incluir él ahora en sus delirios semiconscientes, para huir de sus percepciones difusas del presente y sumergirse en los obsesivos recuerdos recurrentes de su pasión por María, su prometedor origen casual, los efluvios de su desarrollo, su declive violento, todo ello vuelto a vivenciarse idealizándolo, y a lo que ahora sin dificultad se suma ese romance imaginario con Alicia, intensamente vivido, aunque siempre en un territorio onírico dominado por María, al grado de que, un año después, cuando Tonatiuh ya recuperado se reencuentre en un bar con una Alicia que ha logrado sobrevivir a otro imprudente percance de tránsito, si bien amnésica irremediable (“Tengo un problema, no puedo recordar”), él le servirá de sostén afectivo y de memoria, haciendo surgir un nuevo romance con esa hermosa muchacha despistada, pero esta vez un nexo erótico verdadero, si bien tan amenazado por la obsedente figura desdoblada de María como el de su enquistado sueño laberíntico, o sea, un sueño vivido que se funda en cierta madurez suplantadora cierta, un sueño oprimente dentro del cual ni Tonatiuh ni la frágil Alicia consiguen liberarse de la opresiva omnipresencia ausente de la difunta María, como tampoco en sus encuentros con una sentenciosa Reyna cartomanciana (Angélica Aragón), que resulta la vieja madre de María aunque ahora parece serlo de Alicia, ni tampoco en la tentadora fascinación bisexual que una bella Diana lésbica de bar (Marina Ávila Victoria) ejerce tanto sobre Alicia como antes sobre María, mientras Tonatiuh desespera, devastado por los celos e insuperables alucinaciones convergentes / disyuntivas, alistándose a provocar la inconsciente destrucción / autodestrucción final de ambas galanas, aparte de la suya propia.

La madurez suplantadora mezcla, gracias a una programada destreza no demasiado brillante del camarógrafo excuequero de moda artística Alejandro Cantú, varios tipos de registro fotográfico, que corresponden a las tres inferibles o explícitas dimensiones realistas / irrealistas del protagonista hípster jodido y sufriente, debiendo dejar registrada su visión real en cámara subjetiva sin poder moverse en su cama de hospital y alucinar en blanco / negro la realidad obsesional con la tal María (¿la misma ya plurinvocada con ese nombre en las réplicas humanas cual polímeros sensuales supra / infraeróticos de Eros una vez María?), siempre cediéndole las imágenes en colores normales al tiempo real en estricto presente y el inexistente tiempo de la irrealidad contundente las imágenes sobretrabajadas en colores artificiales y su dinámica anómala que también se apodera del discurso visual en futuro, creyendo que eso pueda hacer disminuir la sensación de arbitrariedad imprecisa y la inquietante carencia de necesidad dramática de todo lo que sucede, de pretensión voraz y de capricho incrédulo de una interioridad desatada que aqueja y petrifica por partida triple al espectador (“Dí algo, cabrón, ¿por qué no me abrías? Ya me tienes hasta la madre”, podría exclamar a coro con esa ejecutoria de una violenta relación apasionada), a lo largo de toda la cinta, e invariablemente en aumento, ante una trama imprecisa que debe avanzar a tientas en medio de una vorágine diseminadora de visiones bordeando lo gratuito fundamental o al servicio de cierta temeraria inclinación hacia la cursilería implacable (“Me conoces, lo único que tenemos es el presente”) y una perpetua condena sofisticada en el vacío (“Ya viene el sol”).

La madurez suplantadora alía y certifica en su fusión de Alicia con María, y de María con Alicia, la madurez repetitiva de Los ausentes de Nicolás Pereda (2014) y la madurez sustitutiva plañidera de Elvira, te daría mi vida pero la estoy usando de Manolo Caro (2015), una fusión metafísica con doble vía corporal, hasta el hartazgo, la manía, la saciedad, la confusión del espectador y la autoparodia (“¿Cuánto me quieres?” / “De aquí al Big Bang”), pero siempre persiguiendo la fabricación de una identidad usurpada y la diseminada recurrencia en el tiempo, es decir, entre el inefable aunque multisocorrido De entre los muertos / Vértigo de Alfred Hitchcock (1958) y el subliminal Te amo, te amo de Alain Resnais (1968) con otro prisionero del deseo aferrado al sueño (¿el hermético “Primero Sueño” de Sor Juana Inés de la Cruz, o el anestesiado “Segundo Sueño” de Bernardo Ortiz de Montellano?), gracias a una sabia edición experimental del realizador que cuenta con el auxilio del también realizador intimista itinerante Gabriel Muriño y de Jorge Aragón, además de una dirección de arte de Lizette Ponce que será crucial en la creación de difusas atmósferas monocromas rojizas o azulverdosas que de pronto avanzan por interminables galerías esculpidas con luz, si bien con climática música suspensiva de Emilio Kauderer, saboteada a la vez que aterrizada en lo cotidiano por la inclusión de numerosas rolas comercialísimas de Ely Guerra, Javiera Mena, Panoptica Orchestra, Quiero Club, Hello Seahorse! y Bomba Estéreo en los puntos eróticos más intensos e intensivos, en suma, el ardor y la fluidez que tienden, extienden, alargan, estiran, ensanchan y estrechan la forma hasta sus límites, aunque sean límites infecciosamente postizos, sin rasgo posible de espontaneidad, pero con admisible ligereza.

La madurez suplantadora demuestra así saber que, para decirlo con palabras del Peter Weiss de su ensayo crucial sobre “El cine de vanguardia” en Informes, un tema complejo sólo puede abordarse de modo ambiguo y que las representaciones de la realidad externa pueden remitir a la poética visual de una realidad interna, con todo lo que eso implica de irracionalidad y de una mitología personal cada vez más expresiva y concreta, sin solución alguna, pues a través de ellas, en todo ello, únicamente se expresan impulsos e imágenes inexplicadas, sobrecargadas de pasión vivida, pero que producen una desasosegante impresión mucho más fuerte que todos los momentos de una acción lógica en un film cualquiera de argumento lineal y carente de toda dimensión onírica o deseante subjetiva.

La madurez suplantadora se remonta sin saberlo con casi un siglo de distancia a las pioneras búsquedas estéticas específicamente fílmicas de los maestros del cine impresionista francés de los años veinte planteadas por Jean Epstein (El espejo de dos caras de 1927 es una de las grandes obras maestras visualistas de todos los tiempos) o de Germaine Dulac (“Sugerir más que mostrar, evocar más que decir, sentir más que describir, para obtener un enfoque sensible, elaborado, analizado”: proponía la primera notable realizadora feminista del mundo), para imprimir en el imaginario del espectador avezado una excéntrica colección de momentos visuales inolvidables, consecuentes y nada estrafalarios, como lo son la autopresentación de la heroína perturbadora-persistente por montaje vertiginoso (“Yo soy María, tengo 30 años, él es mi mundo, me quiere, y yo lo amo”), el regusto por la variación verbal que denuncia a los repetitivos perfiles suplantados (lo que va de las respuestas femeninas a un masculino reiterativo ¿Te conozco?: “Sólo desde el sueño” y “Sólo que en tus sueños”, y así), o la formidable utilización de la Línea 12 del Metro capitalino para articular una “fuga psicogénica” que podría fascinar a nuestra cinefilósofa Sonia Rangel de los Ensayos imaginarios (y que hizo exclamar al cinecrítico Rafael Aviña: “Un fallido intento por hacer Sueños, misterios y secretos (Lynch, 2001) a bordo de la línea dorada del Metro,” como conclusión entre decepcionada y ambigua de su artículo adverso al film de Magaña Vázquez, en el suplemento “Primera Fila” del diario Reforma, 4 de septiembre de 2015), o la carta de La Muerte en el tarot con poderes adivinatorios que envidiaría la bola de cristal del impostado mago chafa Arturo de Córdova apostado apostando apestado para la eternidad En la palma de tu mano (Roberto Gavaldón, 1950), o la caída infinita de María desde una azotea de espaldas hacia un vacío abismal que parece acunarla premonitoriamente o ya pertenecerle desde siempre.

Y la madurez suplantadora habrá de dar diez rodeos para desembocar tanto verbal (“Te amo desde antes de que amanezca”) como temática (“El diablo vive en nosotros, vive en ti”, ¿porque es el destino?) y óptico-autárquicamente (“No hay nada que entender”) en otro choque automovilístico de tránsito, ¡el tercero de la serie!, pero en esta ocasión decisivo, mortífero y sublime, cuya descripción ultraexpresiva en un solo plano comenzará con los fierros retorcidos, y sube, y sube, para culminar en la pareja primigenia-sustitutiva sonriente, en trance de mirarse amorosa aunque irremediablemente ensangrentada, yaciendo bajo los restos de la carrocería como si se tratara de las frazadas de una cama y preguntándose “¿Te gustó?”, cual si acabaran de hacer el amor, ¿o era el amor loco surrealista?, a lo Crash-Extraños placeres de David Cronenberg (1996), hasta que el cuerpo del varón sea elípticamente guardado con zíper dentro de una bolsa mortuoria y la nominalista chava sincrética declare al “¿Cómo te llamas?” de la ambulancia un sencillo “Soy Alicia”, ¿no que se llamaba Alicia en el País de las Maravillas de María?, por fin memorizado y memorable, antes de que su boca sea cerrada por una mascarilla anestésica.

 

La madurez jamona

En Ella es Ramona, antes Ramona y los escarabajos (Alebrije Cine y Video - Estudios Churubusco - Eficine 189, 80 minutos, 2014), sobrepasado y sobrepesado quinto largometraje del cinedocente argenmex otrora estéticamente más ambicioso pero siempre con tino comercial de 56 años Hugo Rodríguez ahora fungiendo también como fotógrafo y coadaptador sin aparentar mayor esfuerzo (En medio de la nada, 1993; Nicotina, 2003; Una pared para Cecilia, 2011, hasta hoy su mejor cinta, y el fallido film infantil de aventuras piratas seudostevensianas La leyenda del tesoro, 2011), basado en un inicial y decisivo guión original del filmopublicista Beto Cohen, la omnisonriente secretaria oficinesca con sobrepeso graciosamente bien asumido desde la infancia Ramona Godínez Fernández (Andrea Ortega Lee hasta ayer gagwoman de Eugenio Derbez) ha encontrado un feliz equilibrio anímico, pese a su figura voluminosa y a ser de continuo sobrenombrada injuriosamente, por detrás o descaradamente delante de ella, Ramona la Jamona, Ramona la Tragona, Ramona Gordinflona, La Gordis, Gordínez, o simple y llanamente La Gorda Godínez, y en la actualidad atiende con gran eficacia los asuntos del licenciado Del Valle (Daniel Giménez Cacho), su jefe transa de una compañía de cosméticos, por lo que, satisfecha y ufana, ha decidido relatar en off su historia personal, generalizando a partir de su amor a sus cosas (“Si hay algo que amamos las mujeres es nuestro clóset, aunque no tengo un cuerpazo”) y a pesar de tener que incluir dentro de su relatoría ilustrada, los pavorosos pleitos domésticos circulares en los que su señor padre, el doctor mustio con varias familias clandestinas foráneas Agustín (Juan Carlos Colombo), se enfrentaba a su señora madre, la inaguantable ama de casa evasionista seudoalternativa Marcela (María Rojo), además de los hirientes escarnios que ella misma ha padecido desde niña (Victoria Atayde), y aún padece en su colmada vida adulta, por parte de su agraciada desgraciadísima hermana delgada Sophie (Lila Avilés), ahora madre de las dos ladillosas hijitas habidas de su marido infiel Luis (Ricardo Palacios), y por parte de su vecina no menos agraciadísima desgraciada Rosa (Johanna Murillo), habiéndolo aguantado todo gracias a la supuesta magia realizadora de sus más caros deseos que le atribuía a una protectora muñequita alargada tipo Barbie que omnicompensatoriamente le había obsequiado su madre y con la que dormía abrazada todas las noches porque la consideraba mágica, deseos cumplidos con efectos tan contradictorios como el haber deseado que a Rosa le fuera muy mal y haber provocado un sismo destructor de su casa, o como haber deseado que cesaran las agrias riñas parentales y haberlo conseguido mediante el culpígeno deceso paterno por la vía de un absurdo accidente, lo mismo que ocurrirá ahora de otras maneras indefectiblemente análogas y desequilibradas, exacto ahora que ha sido injustamente despedida de su empleo, exacto ahora que ha llegado a interesar sensualmente (con sus encantos corporales, pero también con las sabrosísimas galletas que gusta de preparar para agasajo de medio mundo) al guasón vecino modelo profesional de la ventana de arriba Julio (Julio Bekhoir desgarbado y barbudo hasta la náusea existencial) según ella guapísimo (“Cada pareja es un mundo”), exacto ahora merced a unos codiciadísimos makech yucatecos con fama de escarabajos encantados que por exorbitantes tres mil pesos módicos la pieza le proporciona a nuestra supersticiosa compulsiva (y consultadora de horóscopos antes de salir de casa) una sinuosa adivina tarotista establecida de rimbombante nombre Layla La Diabla (Leticia Huijara fingiendo acento francés) para colgárselos en el pecho, o deslizarlos por debajo de las puertas, y realizar, con la mayor secrecía y vehemencia eficiente, la totalidad de sus nuevos deseos, interesados o chocarreros, como conquistar al señalado vecino y que lo deje en paz su vomitante vomitiva novia anoréxica e impositivamente sádica Eva (Patricia Garza), o como querer librarse de las mofas de Rosa y provocarle un cáncer fulminante muy agresivo, hasta descubrir que la tal Diabla no era más que la encubierta líder de una banda de secuestradores y el poder de los escarabajos una vil patraña, adquiriendo no obstante Ramona, al final de ello, una incrementada confianza en sí misma y en la rentable sabrosura de sus galletas, para encontrar en la fundación de una galletería bautizada como Las delicias de Ramona, una nueva forma de subsistencia y concederles una formidable utilidad vital a todas las ociosas mujeres al borde de un ataque de sexodrama que la rodean.

La madurez jamona construye hoy por hoy, y con gran entusiasmo esperanzado, un relato antinaturalista perfecto, en el que ni por asomo podrá estar presente cualquiera de las presuntas cualidades que el viejo naturalismo decimonónico ha logrado perpetuar como discurso en acto aún hoy, todas ellas arrancadas a un cientificismo mecanicista, o literalmente robadas a la ciencia de aquella época, a saber, ni su materialismo (Ramona campea en sus aventuras como una figura ideal), ni su determinismo (Ramona viene a ser una rebelión viviente contra las crueles frases que le asestan tipo “Sé sincera, una gorda no puede ser feliz”), ni su distancia (Ramona no es sólo el pivote de la ficción, sino que ella misma la guía y controla con su elocuente voz fuera de campo), ni su amoralidad (Ramona representa y encarna y vehicula un verdadero hedonismo manual de hedonismo viviente cual modelo ético y práctico), ni su observación directa (Ramona funciona como un arquetipo todavía sin referente efectivo pero en contra de todos los estereotipos de belleza femenina y de realización individual de género), ni su aceptación franca de la realidad (Ramona demuestra un vigor y una robustez capaces de modificar su ámbito circundante), ni su pintura de las cosas como son (Ramona se concentra en mostrar las cosas como deberían ser), por ende jamás se generará ningún personaje-receptáculo para que se exprese a través de él la naturaleza del bruto visto desde el interior (Ramona no puede tener mayor inteligencia sensible), ni cualquier especie de ficción sórdida o violenta (más bien llama la atención y define a esta comedia rosa la ausencia de sordidez de los lances afirmativos de la erotizada sensualista Ramona tanto como la de su parentela y su mundo social tan proclives al defecto psicológico y a la incapacidad), ni intención alguna de agitar lo fétido (todo huele tan bien que incluso se visualizan los olores), ni desencanto desesperanzado a partir de los inmitigables sufrimientos personales, dando como resultado que, de todas las superheroínas cotidianas orgullosamente mexicanas que se han apoderado de nuestra sempiterna cartelera comercial de verano (Elvira, te daría mi vida pero la estoy usando, Alicia en el país de María, Hilda), sea precisamente Ramona la más realista y sin excesos románticos (el amor tampoco es el objetivo final de esta comedia tangencial a cualquier chick flick con Marthita Higareda), desde la perspectiva de la imaginación, la fantasía en el día a día y la mitología personal de los cineastas y de ella misma.

La madurez jamona se propone como un objeto de buen gusto ostentosamente metaficcional y descaradamente derivativo al plantear a cada momento exquisitos paralelos con las coqueterías de estilo que hacían el irresistible atractivo multicolor y la displicente gracia supereficaz de la rutilante ilusa ilusoria Amélie (aquella irrebasable heroína soñadora neorromántica de El fabuloso destino de Amélie Poulain de Jean-Pierre Jeunet, 2001), y para demostrarlo con eufóricos creces, allí están, pues, todas las peripecias y tropiezos de Ramona, pero además estarán también los jocosos sarcasmos anotados colateralmente por el monólogo fuera de campo pero muy bien subrayado por alguna sugerente imagen fractal en penumbras (“La única luz que se veía al final del túnel era la de mi refrigerador”), los escarabajos policromos en plan de rutilantes amuletos vivos, los elefantitos de cristal que le hacía llegar el padre a la madre cual hipócrita regalo de cumpleaños desde donde estuviese (al lado de su joven amante María / Jimena Guerra o con quien fuera) pero que después del escandaloso entierro tiraría Marcela a la basura sin saber que serían recogidos por una idealizadora ganona Ramona para que volvieran a sonar como onírico-hollywoodesca embestida paquidérmica fuera de campo, los constantes planos cerrados que hacen olvidar la presunta gordura repelente de Ramona (un personaje valemadrista y seductor si los hay, incluso aplastando mortalmente a un perro sin darse cuenta al sentarse en un sofá), los escritos sobre pantalla para reportar los estados de cuenta bancaria de la heroína, los dibujos animados sobre imagen real para visualizar la sabrosura humeante de las galletas o la manía paterna de chuparlo todo (ramita, espiga, plumita por igual) que lo llevarían a la tumba por tragarse el tapón de un bolígrafo, el delirio autoirrisorio de María Rojo desternillantemente desfigurada facialmente por una reacción alérgica a los tratamientos de embellecimiento preservador a base de bótox (¡esos inolvidables párpados y labios porcinamente hinchados a lo Golum!), las ominosas presencias de un jefe de recursos humanos tan resentida cuan salivosamente cacarizo mensamente llamado Memo (Enrique Arreola) o de un labioso hiperexplotador Dr. Friedman (Darío T. Pie) beatamente siniestro que ha conseguido atrapar a mamá Marcela pero jamás a la suspicaz Ramona huyéndole a tiempo o de la sirvienta escultural Juanita (Alenka Ríos) que con su sola presencia confirma irónicamente el dictum “Claro, con tanta grasa” con que se intenta hundir a la imbatible protagonista, las fotos semiporno masculinas que la maniática exhibicionista malgré tout Ramona / Jamelie toma sólo para subirlas a su Facebook, la inclusión gratuita pero carismática de un personaje incidental tan tierno como la vieja guardiana pequeñita de la cafetería cerrada (la microsimpática Doña Pinoles Lilia Ortega en su postrer aparición-improvisación fílmica tras el inolvidable acaso ya añorante preluctuoso Quebranto de Roberto Fiesco, 2012) defendiendo sus notas rojas periodísticas ¡de colección!

La madurez jamona quiere compensar sus recetas de cómo alcanzar la felicidad pese a todo y su dimensión beata como libro-cinta de autoayuda con algunos maliciosos rasgos malditillos de su heroína archibuleada y ciertas travesuras más bien pueriles con las que suele desquitarse la ambivalente deseadora compulsiva, bien secundada por los colores pastel de las imágenes-vida interior de Ramona, por la edición sabiamente elíptica y punteada por overlaps audiovisuales bien dosificados por los excuequeros Laura Pesce y Francisco X. Rivera, por la música coruscante de Federico Bonasso, por una regia dirección de arte de Bárbara Enríquez con restallante visualidad de todosublimadora estética de casa clasemediera llena de flores en la Colonia Nápoles y por otra aclimatación de la lucidez culinaria de Canela (Jordi Mariscal, 2012) en los territorios de Me late chocolate (Joaquín Bissner, también 2012), para lograr en su conjunto una jocunda pantomima monologal hasta verborrágica muy atípica en el cine mexicano de antes o de ahora y una semifantasía social tan rebosante de inverosimilitudes consentidas como cualquier semijalada terrorífica tipo El incidente de Isaac Ezban (2014), en el seno de un apacible cuadro de costumbres que evita caer en los lugarcomunescos impulsos tediosamente fallidos de querer reducir de peso (a la fatigosa manera de la madurez obesa obsesa del Paraíso de Mariana Chenillo, 2013).

Y la madurez jamona funciona mucho mejor por su dimensión satírica, su tono ligero para abordar temas levemente duros nunca aspiracionales, su reivindicación de lo reivindicado (Ramona es por completo socialmente funcional desde un principio), su decidida burla frontal a las mujeres que ante su fracaso sentimental busca todo tipo de opciones extremas y descabelladas (“Es el destino, pero hay fuerzas poderosas que lo pueden cambiar”), su reconocimiento de la influencia decisiva de la infancia, y por eso da lo mismo que su moraleja declamada en off (esa voz en off en ocasiones simpaticona a semejanza de la protagonista, en ocasiones consternante a semejanza de la sobreexplotación de esa simpatía) como una receta de galletas (“Te hacen volar”) con suficientes gramos de buena suerte y otros tantos de esperanza (“Como vender sexo en galletas”), entre otros ingredientes indispensables (“Ya no soy supersticiosa, soy budista”), porque “Para ser feliz sólo hay que decidir ser feliz”, empalidezca ante la que situacional e implícitamente ha sido expuesta risa forzada tras sonrisa ñoña, y bendecida por un cuadro del modelo masculino hilarantemente encuerado en medio de la tienda que congrega a todas las trabajadoras (“Ante la tempestad, la compra”) y aquietadas féminas de ese planeta Cohen-Rodríguez: “Acéptate a ti misma y aprende a cocinar galletas sabrosas”, pues así hasta un residual escarabajo decorado podrá salir a la calle caminando a solas y por su propia dinámica, sin ayuda de nadie y en medio de la nada consecuente, mientras los demás humanos, sus semejantes, sus hermanos, más irreal película incluida, celebran con alborozo el triunfo del principio de realidad sobre el pensamiento mágico.