La madurez del cine mexicano

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La madurez asfixiada

En Generación Spielberg (Marsash Producciones-Foprocine / Imcine, 110 minutos, 2014), segmentario y diseminado primer largometraje ficcional independiente a bajísimo presupuesto del editorialista periodístico en plan de hombre orquesta con hambre creativa también orquesta a la vez productor-director-guionista-fotógrafo-editor Gibrán Bazán (corto Ruta Camus, 2005; polémico documental de investigación con estridente denuncia a cámara Los rollos perdidos, 2012, acerca de la filmación gubernamental de la matanza de Tlatelolco por Servando González en 1968 y sobre la verdad del incendio de la Cineteca Nacional en 1992), se suceden cinco historias autónomas pero entreveradas y comunicadas por emblemáticos celulares (¿una metafísica del celular?) y un sismo simbólico, todas ellas constreñidas y asfixiantes: la historia de la ultracopuladora pareja treintona insaciable que integran la bella Luisa (Sophie Gómez de palpitantes narinas dubitativas) y su inquiriente galán barboncillo actual Pancho (Alejandro Durán) decide emular el célebre pacto de Yoko Ono y John Lennon permaneciendo 24 horas dentro de su cama, debatiéndose bajo las sábanas, incluso reptando entre ellas y sólo teniendo una mesita al alcance de la mano, con cervezas muy apetecibles, cigarrillos que fuman compulsivamente (si bien sacando las puntas encendidas por un agujerito de la blanca tela para poder respirar), los teléfonos celulares por los que recibirán inoportunas llamadas de sus respectivas exparejas demandantes de un afecto al parecer aún vivo por ambas partes, y una taza de café frío, sin permitirse siquiera pararse para ir al baño a orinar, pero padeciendo juntos un largo sismo de alguna intensidad, antes de cumplirse el plazo fijado de todos tan ansiado y temido para egresar del lecho; la historia de la linda estudiante universitaria insatisfecha y moralmente insumisa Mónica (Sonia Franco la exazotadísima hija equilibrada de Los insólitos peces gato), heredera de poderoso Papi abogángster político (Héctor Guerrero) a quien desdeña por corruptazo ostentoso (corrupción en este típico caso: uso de bienes y puestos públicos en beneficio privado), al grado de bajarse de su automóvil y dejarlo plantado para dirigirse al piso 16 de un suntuoso edificio en donde toma costosas clases de pintura, pero cuyo elevador supuestamente inteligente se atasca a medio camino y debe permanecer allí durante horas, hasta que sea reajustada la computadora que lo controla, en compañía del humilde chavo mensajero Luis (Guillermo Villegas) que gusta de canturrear arcaicas canciones populares-leit motiv (“Ay qué bonito es volar, a las dos de la mañana, / ay mamá, como queriendo llorar, / me agarra la bruja, me lleva a su casa, / me vuelve maceta y una calabaza”) y del talentoso dibujante vuelto frustrado contadorcete Leonardo (Miguel Conde) que sufre pavorosas crisis de claustrofobia apenas controladas a través de un celular por la psicoanalista del tipo, y de quien la contradictoria chava protectora acabará enamorándose y haciendo el amor, mientras el muchacho fingiéndose dormido les toma fotos con su respectivo celular, padeciendo en seguida un fortísimo temblor y hasta nuevo aviso; la historia de un grupo de pedantescos, vagos, vagamente desmadrosos y ultramamonazos escritores noveles González (Gabriel Casanova), Marco (Mauricio Ramírez), Gabriel (Eduardo Negrete) y Alejandro (Luis Antonio Padilla) que, encabezados y enardecidos en su cinismo por el grandilocuente literato hirsuto glosolálico de pipa y liricoides filosofemas verbales Tito (Bruno Bichir llevando su automofa caricaturesca hasta la sobreactuada exacerbación placentera –¿la que viene de placenta–?) y por el hipersensible vulnerado silencioso Bogdan (Ricardo Zárraga), han sido recogidos por la camioneta institucional que conduce el canoso bigotón local Don Heriberto (Andrés Pardavé) y se dirigen a una provinciana feria del libro, pero, como su presentación ha sido aplazada por varias horas, debiendo quedarse dentro del vehículo forzosamente aparcado en un estacionamiento, matando el tiempo, aprovechando para inflar colectivamente con un buen mezcal en oportunos vasos desechables proporcionados por Don Heri, riñendo agriamente hasta los golpes y las amenazas con cierta fusca aparecida por ese Bogdan puesto en crisis tras una serie de telefonemas por celular con su expareja inolvidable y un terremoto por todos padecido y al parecer superado, pero no el sensitivo héroe disminuido y por completo desintegrado gracias a la exnovia que lo pone a escuchar a través del celular cómo coge con otro; la historia de la psicoanalista lesbiana arrepentida Susana (Luisa Sáenz) que corta a su novia por teléfono, antes de meterse a la bañera con agua caliente, titubeando en abrirse las venas mediante una navaja Gillette, jugueteando con ella y siendo numerosas veces interrumpida en sus propósitos por sus pacientes en ataque de paranoia, por el exnovio a quien ha descubierto que todavía ama y por la recientísima exnovia que no se resigna al abandono, que sólo refuerzan sus compulsivas intenciones de rebanarse las venas en varias ocasiones e inclusive luciendo un vendaje que semeja decidido a retirar luego de un desmadejador sismo intempestivo, y la colateral historia de la afluente ejecutiva Aurora (Silvia Carusillo) que, pese a llevar una doble vida de esposa clasemediera y madre de familia, ha sido cortada por la amante psicoanalista de la historia anterior y se ha encerrado en el cuarto de escobas del edificio de su oficina para embriagarse a escondidas y hacer de la intempestiva ingrata pérfida que se ha atrevido a romper con ella, un obsedente blanco vía celular de cualquier tipo y cantidad de afectados chantajes afectivos, apenas iluminada con un encendedor, antes y después de atreverse a emerger de ese lugar, tras producirse en la ciudad un pavoroso empavorecedor terremoto.

La madurez asfixiada plantea cinco situaciones dramáticas que tarde o temprano renunciarán a todo planteamiento exterior en el espacio exterior para volverse meramente interiores en espacios interiores, estáticas sin jamás teatralizarse, pero a cual más asfixiante, encerradas, enajenadas, rebosantes de inmovilidad y alienación, teatralizadas a su manera, cercenadas de aire y posibilidades de vida activa, como una autocondena que se impone la admirable dinámica de las relaciones de este heterodoxo film compelling and insightfull al que los azotes jovenadultos le salen sensacionales y le sientan muy bien, y que se imponen a sí mismos ese puñado de seres naufragantes bajo sus engañosas apariencias: la parejita cogelona de atracción fogosa y de buenos entendimientos corporales pero más posesiva y mutuamente celosa de sus antiguas parejas que amante o amorosa, el delirio que evidencia una pérdida de la estabilidad emocional e inclusive de la integridad del ego (“Con un pene que no soy yo, yo el puto, puto joven Werther”), el brutal abandono por teléfono, las crisis explosivas e implosivas, las crisis incontrolables y desazonantes y furiosas, las profundas disquisiciones sobre la perenne confrontación Timbiriche versus Parchís y las primeras erecciones producidas por sus respectivas musas infantil e inevitablemente excitantes para fatalidad futura, las rupturas amatorias que se tornan respetables al dejar reptando en el cuarto de escobas como cualquier fassbidneriana Petra von Kant inconsolable en el desgarrador extremo límite, y ese desalentador terremoto, sin otras consecuencias graves que las íntimas y generalizadas.

La madurez asfixiada reitera varios temas y cualidades ya detectadas en el anterior corto ficcional de Bazán Ruta Camus: la persistente creación de atmósferas claustrofóbicas y opresivas (allá se trataba de un autobús de pasajeros variopintos en efigie y en oficio y actitud en su inserción social), el sagaz empleo de un simbólico tristón y fuliginoso blanco y negro tanto visual como tonal, el gusto escatológico que goza al presentar a sus criaturas ensabanadas gozando deliberadamente con su regresivas pérdidas de esfínteres y mojándose recíprocamente en la cama para sentir calientito cual si estuvieran dando un paso o vejiga adelante del pedo colosal que hacía vigente la noción de Dios sobre la mencionada Ruta Camus, la innegable agudeza coloquial de diálogos y monólogos (“No quiero que me digas cosas trilladas, debajo de las sábanas sólo se dicen las netas, por eso te lo pregunto, ¿sigues amando a tu exmarido?”) análogamente contaminados por cierta irreprimible pomposidad o verborrea conceptual hasta a lo posRegión más Transparente de Carlos Fuentes directamente a la grabadorcita manual (“¿A dónde te fuiste, a dónde, a dónde, a dónde, mierda, a dónde? ¿A dónde te nos fuiste, reino de chinampas? Tu boulevard de sueños rotos, a quien quiero más que nunca; mas tu ignorancia me aparta, me relega, me convierte todos los día en un ser ajeno; de miedo gris, región transparente e ignorante de tu pinche destino”), la idea del absurdo tomada de los ensayos filosóficos de Albert Camus y glosada de modo explícita tanto en teoría satírica autoirrisoria por parte de los escritores mamonazos como en solemne forma burla burlando por ellos mismos y de vívida manera conductual por toda la compañía, la hábil mixtura de actores debutantes y muy solventes actores de TVseries apenas conocidos, y lo último pero no lo menor, esa combinada música compuesta de manera contrastante por Genaro Ochoa y Sabrina Maytorena pero invariablemente insertada de constante forma tremebunda hasta lo quasi paroxístico e invasivo incluyendo al Son del Sotavento que escucha el jocundo chofer de la feria, todo ello como mots de petit auteur en ascenso.

La madurez asfixiada aglutina varias historias seminales para demostrar una premisa mayor, que hace las veces de tesis y de antítesis, de hipótesis y de dura demostración irrefutable, de aforismo y de sofisma y de falacia por igual, según la cual la obvia enajenación de estos treintones es ante todo un problema generacional, emparentada con los higadezcos esnobs cuarentones del Vivir mata de Juan Villoro-Nicolás Echevarría (2002) y con los frustradazos sonorenses desmadrosos del opúsculo reciente Casi treinta (Alejandro Sugich López-Arias, 2014), aunque con cuanta más sofisticación y complejidad psicológica y cultural, la generación vista como espacio autobiográfico y mental compartido tanto en lo sensual (bordeando la erotomanía: esos desnudos senos de la psicoanalista en la tina cual indesinflables globos en flotación) como en lo angustioso, su ilusa y lastrante creencia en las aventuras de cómics gringos y en los inevitables finales felices y en los superhéroes de la Guerra de las Galaxias con destinos fácilmente asumibles y alcanzables, sus orígenes imaginarios y su imposibilidad para vivir en lo real y en el presente (“Ni modo, nuestra generación la cagó igual que las otras, quizá porque vivimos apendejados todo el tiempo, crecimos creyendo que los superhéroes lo podían todo, los adorábamos, que los extraterrestres venían del espacio y que nos muestran el camino con sus dedos, confiamos en que el caballero Jedi que llevamos dentro nos va a salvar del Absurdo”), su inseguridad interior, su rebeldía fútil e impedida al borde del ridículo, su patética incapacidad para establecer relaciones sentimentales duraderas, y ante todo su mórbida tentación suicida, consumada o no, que se expresa y duplica en una vehemencia autodestructiva elevada a práctica cotidiana para convertirse en manía mórbidamente disfrutable: retrato de grupo generacional con celulares y sismo, autobiografía y confesión personal transferida a una banda de escritorzuelos y demás por equivocación confundidos como portavoces generacionales, hurgamiento al escalpelo y sondeo del encierro en que se debate una generación reacia a toda autocrítica y debate.

 

Y la madurez asfixiada interrumpe de golpe, sin previo aviso, las cinco situaciones estáticas que simulaban querer prolongarse inaguantablemente al infinito, para que la psicoanalista reinserte en el fino dedo su argolla matrimonial, retire la venda de sus venas abiertas y se disuelva al fin entre las aguas turbias de la tina ensangrentada por ella misma; para que, luego de que el frágil escritor Bogdan se haya pegado delante de todos (menos de la cámara) un tiro en la sien, el odioso mamonazo caricaturescamente seudointelectual Tito (tan odioso como su homólogo ruco Rafael Baledón en La fuerza inútil de Carlos Enrique Taboada, 1970) tenga todavía arrestos suficientes para lanzar su última parrafada irritantemente diarreica y generalizadora generacional pipa en mano (“Prefiero a Lex Luthor sobre Supermán: he estado pensando muy bien y he llegado a la conclusión de que Lex Luthor representa el Bien, mientras que Supermán personifica al mal; Lex Luthor quiere matar a Supermán porque realmente lo que desea es restablecer el equilibrio metafísico en la Tierra; los superhéroes no tienen cabida en un mundo de mortales porque los mortales tienen que estar luchando todos los días contra sus propias contradicciones; Lex Luthor es superior a Supermán porque lo combate desde la miseria de su propio absurdo”), mientras sus consternados colegas luctuosos y culpables permanecen extáticos, aun en este instante, en la inmóvil fotogenia de la macrooquedad del estacionamiento; para que la millonaria remotivada Luisa y el contadorcillo redimido emerjan del elevador milagrosamente descompuesto, aun atreviéndose a rozar los dorsos de sus manos y a estrecharlas tan tímida cuan románticamente al transitar por un pasillo intensamente iluminado; para que el ama de casa Aurora, antes autoatrapada en el cuarto de escobas, se tope cual deus ex machina truculento con el rústico velador mórbidamente juarense de linterna violadora de la oscuridad Melitón (Ramón Medina el todavía torvo exGeneral Fierro de Ciudadano Hueva) que intentará ultrajarla al llegar a la alumbrada claridad de unas escaleras, recibiendo una patada en los huevos (¿la misma que el espectador ha reprimido darle a todas las sociológicamente esquemáticas y neoestereotipadas criaturas del film?), y para que, cumplida la autoimpuesta penitencia-apuesta del enclaustramiento límite, los amantes bajo las babas sábanas hagan la finta de separarse sin conseguirlo, quedándose inmóviles y perplejos el uno ante el otro en el umbral del depto por toda la eternidad y un día.

La madurez retornante

En Casi treinta (Sula Films - Eficine 226 - Gobierno del Estado de Sonora, 96 minutos, 2014), valiosa ópera prima del autor total sonorense en la escuela neoyorquina Cine NYFA formado Alejandro Sugich López-Arias, el casi treintón as-pirante a escritor de orígenes sonorenses vuelto brillante ejecutivo en ascenso de una corporación transnacional Emilio (Manuel Balbi formidable) conoce en una galería de pinturas chilanga a la linda adolescente rubia Cristina (Eiza González), con la que de inmediato conecta entre copas champañeras (“¿Y tú que piensas de los sueños?”) y pronto conquista para vivir feliz y apasionadamente juntos, pero al darse cuenta de que él, convertido en una pieza indispensable de su empresa y enviado a resolver muy agudos problemas de las filiales de Sudamérica, en el fondo es incapaz de seguir su sueño creativo, ella lo abandona de golpe (“Búscame cuando seas escritor, ¿sí?”), fingiendo tener un free con uno de los amigos parranderos que acaban de ser corridos de su elegante depto común y dejando a Emilio sufriendo por una temporada, hasta que, al cabo del tiempo, él se compromete en noviazgo con una atractiva instructora de personal en su propia compañía, la convencionalísima Lucía (Sara Maldonado) que en seguida introduce a su madre (Claudia Ramírez) en la relación amorosa, para darle un toque femenino al nuevo hogar planeado, y empezar a interrumpirlo por celular hasta para consultarle el color de los manteles largos del porvenir, por lo que el hombre así invadido y decepcionadamente atribulado, sabedor además de que su prometida ha establecido a sus espaldas desde hace meses comunicación telefónica con la suegra cómplice por venir, decide aceptar la sugerencia que le hace el jefe supremo empresarial de tomarse unas vacaciones en su natal Ciudad Obregón para asistir a la inminente boda de su amigo Al (Alfonso Aguilar Mendívil), aprovechando el viaje para revisar la difícil relación con su padre ebrio alivianado (Gabriel Retes) y retomar la anterior vida despreocupada con los demás amigos parranderos de su palomilla juvenil, con quienes va al hipódromo y al beisbol, se emborracha, pasea en yate briago, veranea en la playa de moda (San Carlos en la Nueva Guaymas), cae efímeramente en prisión por riña y entra en conflicto, pera también enamorarse de una irresistible Andrea (Livia Rangel), la crecidita y aventadísima hermana menor de su amigo casadero, cuya avispada influencia conseguirá poner en crisis al serio ejecutivo para romper con su compromiso nupcial, botar el trabajo y enfilar arraigadoramente hacia Playa del Carmen, en donde podrá al fin dedicarse a redactar en tranquila libertad las narraciones que lleva dentro y, ocasional pero victoriosamente, reunirse al cabo del tiempo con la encantadoramente bienhechora Andrea.

La madurez retornante se ejerce como una provinciana crónica dramáticamente consumada e irreversible de la frustración individual, válida, verosímil, concentrada y panorámicamente desmadrosa, al ritmo frenético que marca la compactadora edición de Diego Fenton y la música arrasante de Víctor Hernández Stumpfhauser campechaneada por regocijantes rolas gruperas norteñas ad hoc, pero sustancialmente una visión totalizadora del tedioso encierro provinciano, en la gran línea clásica italiana sobre vagos de pueblo de Los inútiles / I vitelloni (Federico Fellini, 1953), ahora adinerados y up to date pero igualmente desintegrados vitalmente, y en disputadísimo paralelismo con memorables testimonios generacionales agridulces asimismo transalpinos como El último beso (Gabriele Muccino, 2001), mediante una introspección grupal vehiculada a través de un puñado de personajes-casos perdidos como el emprendedor machín barbaján Rey (Rodrigo Virago) hundido en el trago y bocabajeando a la madre de sus numerosos hijos (todavía con uno en la panza) que se desquitará a trastazos en casa logrando por fin moverle el tapete mandándolo al carajo y corriéndolo de la prisión conyugal, como el patético archipromiscuo estrello roquero solterón ya demasiado mayor Sid (Adán Canto) con monotemático discurso antimatrimonial (“El matrimonio carcome el alma, como una cárcel sin barrotes: un embarradero de la chingada”) o antiDJ (“Puro morbo con computadora y bocinillas”) que acabará tratando de asumir tardíamente la paternidad de un chavito al que ni siquiera identifica entre los que juegan en los columpios (“Dime cuál es y te lo traigo”), el melancólico Agri (Julio Bekhor) que deseaba con fervor estudiar arquitectura (“Esa profesión de putos”) pero fue tempranamente obligado por su cerradazo padre autoritario tiránico aún hoy incuestionable (Óscar Blancarte) a encargarse de la hacienda dinástica por ser el único varón de sus hijos (cual si todavía pesara sobre él, aunque en curiosa versión masculina, aquella fatalidad consanguínea de las mujeres afincadas al servicio familiar de Como churro para chocolate de Esquivel-Arau, 1991), como el domesticable Al a cuya boda todo mundo se presenta con lentes negros que esconden ojos moreteados por riñas (“Si fueras el dueño de la pinche razón”) y cruentas golpizas intestinas (“Encuentra tus huevos y luego hablamos”), o como el propio Emilio que es abordado en un antro por la inmaculada e intocable, por ser hermana del amigo, Andrea, cuando él vomitaba de bruces y ella se acercaba para convidarle un toque de mariguana; todos ellos lastrados por la renuncia a sus primitivos sueños, atrapados en la cárcel de su propia cobardía, convertidos en viles especímenes viles y ruines y arruinados por el determinismo ineluctable de alguna Antropología Salvaje (según el término teórico agudamente acuñado por el malogrado cineasta brasileño Eduardo Coutinho), con superabundantes elementos de Sociología Pura y vivisección Conductual de los Casi treinta como el título del film autoconscientemente lo indica (“Son más los que mienten que los que fracasan”), bien observada y transmitida, verbosa hasta la pomposidad naturalista y natural (“Ahí va el pedo” / “¡Que lagrimee, que lagrimee!”), en supuesta ruptura cretina (“No tienes que hacer las mismas pendejadas que nuestros jefes”), localista, apropiada, expropiada y exclusivamente sonorense, cuyo poblador contundente más representativo y perfecto vendría a ser ese galanesco güerejo cerdil y golpeador bravero a quien se conoce como El Chiltepín (Rafael Nieves) porque le introdujo traviesa y vengativamente un chile de esa especie a una chava reacia cuando intentaba meterle mano a sus partes húmedas para enviarla directo al hospital, para formar entre todos un admirable cuadro de costumbres actuales, un cuadro machista a rabiar y exasperadamente crítico por exceso, un cuadro abigarrado que se creía mezcla de amoralidad y cinismo conjurado por la mugrísima dolce pince vita, un cuadro insostenible al que le basta un mortífero accidente imprudencial del Agri cierta madrugada de su jodido encierro machista para que todo su edificio sociomoral prendido con alfileres se desplome, cual egregio catalizador de lucideces vencidas (para una serie de conclusiones subliminales: la oculta terapia de pareja de Rey y su esposa, la lumpenización alcohólica de Sid levantado en la calle por vigilantes) y acaso por azar de heroicas decisiones éticas.

La madurez retornante suspende su comedia dramática sobre la crisis de la treintena entre el melodrama intimista y la crónica generacional, sosteniéndola sobre la cuerda floja de grandes momentos fílmicamente virtuosísticos que a veces bordean la fantasía vivida y a veces el simple instante dilatado, como son el cadencioso conato de comedia musical sonrosada con globero al ir a recoger en el carrazo a la colegiala Cristina a la salida de su escuela, el vuelo imaginario con zapotazo verdadero del niño Emilio con robada capa de Caperucita y traje de Supermán sólo comprendido por un provecto Abuelo buenaonda (Mario Almada pasita-pasita), el locutor haciendo apartes sólo para ti desde la TVpantalla de los reproches arreantes (“Házle caso a tu espina; ponte a escribir, Emilio”), el gag del desveladazo durmiente que se finge rezando de bruces sobre el escritorio oficinesco y se persigna, la propuesta matrimonial con súbito obsequio de anillo que provoca gritos femeninos de júbilo y aplausos de todos los comensales de un restaurante, el reencuentro puritano / purificador con Cristina al cabo del tiempo en donde ella confiesa a Emilio que durante su relación jamás tuvo un free dejándolo atónito (“Sólo quería llamar tu atención”), la soledad de Emilio a merced de una gozosa lluvia intempestiva y privadísima, el obligado deshacerse de los viejos tenis (menos unos rojos emblemáticos para dejar abierta una ínfima rendija no sojuzgada) cual entierro simbólico de las ilusiones perdidas por el irremisible candidato a varón domado, las veloces ejecutorias vitales ilustradas de los amigos cual currícula de inevitables frustraciones interiormente catastróficas, la fruición de los minifogonazos con licor de Yokojihua compartida hasta por el padre degradado de repente libertario sabio ensombrerado sin sombras mentales (el mencionado Gabriel Retes genio y figura: “Si no estás 100% seguro de casarte, no lo hagas”), los nombres con flechitas señalando con infalible rapidez la identidad de cada uno de los personajes secundarios en el instante mismo de aparecer cada uno por primera vez, la instintiva ligadora precoz Andrea haciendo un coqueto signo de la victoria con la mano, las oportunas oportunistas traducciones de los coloquialismos regionales nacosonorenses al castellano (“Ya tómalo pinche coyote” interpretado como “Deja de fingir que estás tomando”), el triunfal y de nuevo flamante avanzar en pavoneante desfile callejero en cámara lenta del restituido grupo de antiguos amigos cual reciclables Perros de reserva (Quentin Tarantino, 1992) ya debidamente renovados, los apartes explicativos de hechos o apodos, la devolución del anillo matrimonial, y last but not least la efigie en sí sobre pantalla del sobrio y frágil aunque matizado actor viril Balbi cual regio barboncillo sin dobleces morales.

 

Y la madurez retornante se torna retronante al consumar su crónica-saga como una fábula sobre la persecución del sueño de realización personal con moraleja tan abierta cuan favorable, una parábola prolongada y pertinaz hasta lo reiterativo (“Vive tu sueño”, “Y a ti, ¿qué te detiene?”, “Yo también aspiro a otras cosas”), del innombrable infierno sonriente del arrinconado Cajeme a un idílico edén del Caribe glorioso, en franca ruptura con las estragadoras trampas ambiciosas del abominable DF al fin consecuentemente desechado, para acometer realmente la verdadera vida, como si se hubiesen estado describiendo abismos existenciales que propositivamente, con prólogo e inicio y epílogo no tachados, han devenido desgarrador repaso de vida edificante y providente.

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