La khátarsis del cine mexicano

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La khátarsis chavodesmadrosa

Aprovechando la ausencia de sus padres (que al parecer vacacionan en Cancún) y lleno de temores, inseguridades y reglas inaplicables (entre ellas una para proteger cierto valioso bate autografiado por el legendario Babe Ruth), el sensato y tranquis chavo preparatoriano Armando (Ignacio Riva Palacio) ha invitado a un variopinto grupo de amigos adolescentes a su casa de campo familiar en Cuernavaca, esperando que todos la pasen muy bien durante ese fin de semana, entretenidos y absortos en la adrenalina de la diversión y los excesos de los escarceos sexuales, el alcohol y algunas drogas, mientras él se concentra en acabar de seducir a su guapa noviecita Ana (Abril Reyes), a la que realmente ama con ternura, pero que aún se encuentra reacia en comenzar a tener relaciones sexuales, pese al gozoso descaro con que su mejor amiga Marcela (Eréndira Ibarra) asume su condición erotizada, acostándose con quien se le pega la gana, en especial con su exnovio Aldo (Alan Fernando Velázquez), también distribuidor de una gran variedad de drogas para toda ocasión y a las que el impaciente atropellado anfitrión piensa recurrir para desinhibir a la chica, con autorización suya, en el extremo opuesto del patético reprimidazo erótico lleno de desfiguros etílicos José Luis (Alberto Reyes), y siempre en contraposición con el amigo videoasta compulsivo Jesús (Oswaldo Zárate) que quiere registrarlo todo mediante su entrometida camarita catalizadora omnipresente, o en conflicto informulado con el repelente anteojudo Rogelio (Javier Rivera Santa Rita) que se empeda agresivamente a la primera, y con las lesbianas indecisas Ximena (Paola Galina) y La Pichis (Miranda Núñez) que bailotean sensualosas imparables al lado del hiperkinético homosexual declarado Mario (Jaime Kohen) y la inaccesible vana Vanesa Vane (Alexandra Pozzo), mientras minuto a minuto y hora tras hora el conjunto de muchachos ineptamente orgiásticos es voyeurizado por dos ancianas parejas de vecinos, aquella que forman el agrio onanista sexagenario de binoculares compulsivos apostado tras la ventana Serna (José Alonso) con su humillada esposa cincuentona Claudia (Lourdes Murguía), a quienes ni su dulce hijita Carmina (Atenea Welker) consigue calmar, y cierta pareja dispareja de chavos ruquísimos de los años sesenta integrada por un tal Eugenio (Ramón Menéndez) y su amigazo Coco (Miguel Couturier), dispuestos y prontos los muy picarones, a extorsionar a los chavos verdaderos a su alcance para darles baje, en un par de ocasiones, con algunos buenos y añorantes carrujos de mariguana acaso para ellos prepóstuma.

Ciertamente se trata a la vez de una fiesta en vertiginosa espiral sin control y de una fallida tentativa de seducción bastante funesta, pues en esa azarosa encerrona de weekend todo parece conducir a la degradación colectiva y al acontecimiento irremediable que se anunciaba desde una enigmática introducción violenta en la carretera. Cuando por fin el amoroso y bienintencionado Armando logre convencer a su linda Ana en deglutir la mágica pastilla desinhibidora que le proporciona Aldo, ambos se hayan desnudado en una confortable habitación superior y estén a punto de copular, los interrumpirá el asombrado Jesús con la noticia de que el irresponsable amigo Alex (Sergio García), a quien el muchacho dueño de la casa había prestado su valiosísima motocicleta flamante, se ha accidentado de regreso del lejano supermercado al lado de su sometida amigota Mónica (Nur Rubio) y necesitan una buena lana con urgencia para darle su mordida a unos patrulleros que los sorprendieron en desgracia y así recobrar su libertad. En lo que el preocupado buenaonda Armando corre a embarrarles la mano a los seudobenévolos agentes policiacos corruptos Eustaquio (Ignacio Guadalupe) y Jeremías (Alfredo Alfonso), sucederá lo irremediable. La tronadaza sin plena conciencia Ana se dormirá sedada por la droga, quedando a merced de un feroz trío de abusadores. El mismísimo Jesús, quien pretexta cualquier cosa para regresarse a emplazar dentro de un clóset su cámara escondida para registrar todos los excitantes movimientos inconscientes de la chava. El patológico tímido atormentado José Luis que atiborrado de alcohol y droga ya ha cruzado bajo el agua la alberca para intentar bajarle las bragas a Vanesa, recibiendo gritos y bofetadas, y ahora se desquita con el superantojable cuerpo laxo e inerme de Ana, al que recorre a besos cada vez más atrevidos, hasta que los ruidos que provienen de la escalera lo hacen refugiarse en el clóset y quedarse allí inmóvil, pase lo que pase. Y por último, el vetarro vecino canoso y medio sordo Serna que ha decidido meterse a husmear y morbosear en la mansión ajena, descubre el cuerpo expuesto de Ana y sin ningún miramiento ni escrúpulo alguno, en un arrebato de libidinosidad senil, empieza a violarla, aunque esa cobarde acción no quedará impune. Será la buena amiga sexualizada Marcela quien irrumpa al cabo en la alcoba donde se realizan el incalificable acto ilícito y, con el mitológico bate protegido, le romperá mortalmente la cabeza al vejete, quedando ella también anonadada, sin saber qué otra cosa hacer enseguida.

El recién llegado Armando descubrirá el cuadro y quedará por completo apabullado, cediendo a la presión de los presentes y negándose a aceptar sus versiones parciales, pero revisando el video grabado por Jesús, a instancias confesas de él, pero el rollo se encuentra tapado en la mayoría de su metraje por el cuerpo de José Luis. Creyendo que éste fue quien ultrajó a su novia aún deshecha y trastornada, moqueteará y pateará al infeliz en el suelo de feo modo. Luego, todos decidirán deshacerse del cadáver para evitar complicaciones, así deban tirarlo a la piscina cuando los conocidos policías corruptos, que acuden a un llamado quejoso de la viuda que se ignora Claudia, se introduzcan en la mansión para pepenar bachas de cigarros de mota y proseguir con la extorsión iniciada en el pueblo, aunque siendo afortunadamente intimidados y corridos por el viejillo Eugenio que se habrá identificado como senador de la República para amenazarlos de manera tácita. Sin embargo, cuando Armando y Jesús intenten tirar el estorboso cadáver en una barranca de aquella curva a Tepoztlán donde suelen aparecer cuerpos de ejecutados por el crimen organizado, los ubicuos sabuesos uniformados Eustaquio y Jeremías se aparecerán de pronto, para aprehender a los jóvenes inocentes e indefensos sin chistar y con las manos en la masa. La razón de su aparición es al parecer sencilla; dentro la patrulla se halla sentado José Luis, quien de seguro se ha apresurado en delatar impunemente a sus compañeros.

Juegos inocentes, antes Un fin de semana inolvidable (Galáctica Films - Fidecine / Imcine - Trata Films, 99 minutos, 2007-2010) es la ópera prima en largometraje y en solitario a los 34 años del egresado de la Ibero y del parisino Institut Lumière Adolfo Martínez Orzynski (nieto de Don Gilberto e hijo de Adolfo Martínez Solares; corto Humo en los ojos, 2006; segunda unidad de su progenitor-iniciador en El garabato, 2005-2007, y en Alta infidelidad / Casi casi tuya, 2007), basado en un guión conjunto de Gibrán Viradi Ramírez Portela, Francisco Santos Burgoa y del productor Luis Bekris sobre un argumento original de éste. Sin demasiadas pretensiones moralinas, admonitorias o psicoprofilácticas, y planteando un paralelo infranqueable con las películas regañadolescentes de los años cincuenta-setenta, tipo la cretinoinefable Juventud desenfrenada de Díaz Morales (1956) o la paternoapodíctica Mañana serán hombres de Alejandro Galindo (1960), por un lado, y taradeces prezonarroseras al modo de El mundo loco de los jóvenes de Fernández Unsaín (1966) o el tremebundo coctel freudianizado Los perturbados de Fernando Durán (1971), nuestro film persigue una khátarsis chavodesmadrosa por todos los medios a su alcance, si bien claramente desmarcado de la vena humorística que cultivó con notable éxito pretérito la dinastía Martínez Solares, como sigue.

La khátarsis chavodesmadrosa pretende acometer la microsociología definitiva y definitoria, muy representativa tanto desde una perspectiva dinámica grupal como psicológica individual, de esos doce chavos flacos, enclenques, medio frívolos medio babas, y ante todo blancos lechosos, como buenos chilangos adinerados, y buenas, buenísimas chilanguitas equivalentes suyas, de los y las que nunca hacen ejercicio ni se asolean, aunque no tienen problema alguno en exhibirse durante largas horas en bermudas (los chavos) o en mínimo bikini (las chavas), en el transcurso de esa interminable y trágica jornada diurna y nocturna alrededor de una alberca, al modo del viejo o el supuestamente innovador cine mexicano de los años sesenta-setenta, que iba de la moralina escénica al crimen aleve y de piscina en piscina, éstas siempre cual invariable fetiche arquitectónico, motivo conductor, espacio dramático privilegiado y denominador común de lo viejo y lo nuevo, aunque ahora, en el ambicioso film a un tiempo comercial y autoral de Martínez Orzynski, sin proponerse reciclar ni la programática moral defiendevirginidades de cualquier Despedida de soltera de Julián Soler (1965) en torno a una alberca ni la azotadaza moral mustiodestrampada de algún fallido Fin de fiesta de Mauricio Walerstein con guión sintomático setentero de Juan Manuel Torres (1971) alrededor de una ídem, cinta esta última con la que Juegos inocentes guarda enormes coincidencias y similitudes: menosprecio caricaturesco de adultos y alabanza ambigua de jóvenes, todos éstos unidos para hacer desaparecer el cadáver flotante en la piscina, esa misma donde hoy también deberá empezar a flotar el suspenso hitchcockiano de un cuerpo ensangrentado en trance de emerger a la superficie durante una irrupción policial huelemota a las tres de la mañana y golpeando escandalosamente una lámina de la reja de entrada. Pero siempre, afinando una microsociología marcapasos de alberca, una microsociología con fondo acuoso y deslizante, una microsociología instantánea aunque esquemática, una microsociología nerviosa pero indiferenciada e indiferenciante, una microsociología perenne si bien abrupta.

 

La khátarsis chavodesmadrosa se siente obligada a hacer como que se desinhibe, desata y desmadra la fotografía del inventivo más que solvente excuequero Esteban de Llaca, a base de carruseles de planos radiantes en weekend perpetuo, elegantiosos planos de conjunto, duelo de acercamientos insistentes, contrapicados sugestivos (como los del prólogo criminopolicial anterior a la intriga juvenil ya desenfadada ya tensa), abalances hacia pulsiones behaviouristas, bellos contraluces (como el descubrimiento de la niñita viendo masturbarse al añoso papá sobresaltado que espiaba tras las cortinas del ventanal), ráfagas súbitas de barridos de cámara entre individuos o two shots en varias etapas e intrépidas cámaras chuecas en general bastante ineficaces. Hace como que se desinhibe, desata y desmadra la edición de Mayte Ponzanelli, comenzando por el presunto abandono del cadáver envuelto en sábana sanguinolenta durante el arranque desplazado para continuar después el relato en flashback cual trama de thriller criminal y creando, sosteniendo, exterminando y extirpando su interés por el suspenso, que se acelera y desacelera a voluntad y precisión. Hace como que se desinhibe, desata y desmadra la música de Salvador Toache y Gerardo Rosado, popera y comercialota sin enjundia, sólo estridente al motivar la queja telefónica de la vecina ante la comandancia de policía a deshoras de la noche desaforada e incallable. Hace como que se desinhibe, desata y desmadra la dirección de arte de Ana Magis junto con el diseño de producción del también excuequense Carlos Agular Zafra, para hacer de la justeza del ámbito un valor ubicativo, un contexto propicio y un elemento del crimen. Hace como que se desinhibe, desata y desmadra el sonido de Abel Flores, alguna vez tapado y destapado según convenga a la psicología de la trama o a la percepción del sonido por parte del vecino voyerista con electrónico aparato de sordera removible en puntos clave del relato. Juegos inocentes le entra jubilosa y diáfanamente a todo a la vez, menos a pensar, percibir y filmar como viejito.

La khátarsis chavodesmadrosa realiza la hazaña de matar dos pájaros filmocolaterales de una pedrada. El primero, al reproducir y actuar sobre prácticamente la misma idea narrativo-temática del Déficit de Gael García Bernal (2007) y derrotándolo en su propio terreno elegido, con más feeling dramatúrgico, ritmo, coraje, concreción, especificidad y menos ambiciones socioclasistas criticodemagógicas. El segundo, al superar con mayor frescura indeliberada, dinamismo y pericia la pretendida khátarsis tincupidita del film que el debutante Martínez Orzynski codirigió con su padre Adolfo Martínez Solares Me importas tú... y tú (2007-2009), pésima adaptación puntual de la novela El barco de la ilusión de Fritz Glockner, donde el estudiante de periodismo Genaro (Rafael Amaya) alucinaba enamorar a su hermosa compañera biógrafa de Tin-tán Adriana (Altaír Jarabo) hasta que el espectro del insuperable cómico pachuco clásico (Marcos Valdés un simpático sobrino del cómico) se le aparecía para asesorarlo, desde el más allá vuelto más acá, en su difícil e idiotamente rocambolesca conquista amorosa, un mucho acomplejado al estilo del cuento de hadas woodyallenesco-bogartiano Sueños de un seductor (Herbert Ross, 1962) y un poco a la manera de su obrerista imitación Buscando a Eric de Ken Loach (2008), aunque menos creativa, digna y pertinente que cada una de esas películas, por supuesto.

La khátarsis chavodesmadrosa se abre paso entre una espesura luminosa y radiante, casi a ciegas. Desmadre, destrampe, despapaye, pero también hay que saber vivir sólo para eso. Acaso se necesitaría de una política hedonista bien trazada y consciente, de un genio colérico libertario, de una intersubjetividad jubilosa, para poner el proyecto en términos del pensador Michel Onfray en su mínimo tratado sobre La potencia de existir, y no sólo de una improvisación irresponsable, espontaneísta y azotada.

La khátarsis chavodesmadrosa significa la desembocadura de un discurso en torno a la angustia paralizante. Una angustia paralizante que corre atinadamente en paralelo cual discurso subterráneo a lo largo de todos los incidentes del relato y sólo aflora en una red de puntos clave. Una angustia paralizante que se valora conveniente e insinuantemente en contrapunto, aunque en medio de la agitación y la sin demasiada gracia de los jóvenes. Angustia paralizante de la romanticona / antirromántica parejita diabólica formada por la sexualizada Marcela y el traficante clandestino Aldo tiradotes juntos sobre un catre elástico circular a la orilla de la piscina milusos e insultándose de pronto con ferocidad, en pleno acto gratuito (“Oye, ¿y tú por qué vendes droga?” / “¿Y tú por qué eres tan puta?”), para disolverse temporalmente como dúo bien avenido. Angustia paralizante de las juguetonas amigas confidentes Ana de pelo corto y Marcela de simbólico pelo suelto, abrazadas tanto en la complicidad como en el imposible consuelo posviolación y poshomicidio a un tiempo. Angustia paralizante de los enamorizcados noviecillos Alex y Mónica que acaso se han accidentado por hacer él cargar a la chava de mala gana, en el asiento trasero de la suntuosa motocicleta prestada, las bolsas de los víveres recién adquiridos en el súper, quedando desplomada a medio camino y horrorosamente herida, sólo apta para ser encamada de emergencia y arrastrada por pasillos con todo tipo de aparatos ortopédicos en un hospital cercano. Angustia paralizante, ante todo, del humillado por todos (y hasta por sí mismo) José Luis, lamentable José Luis ebrio y deshecho incapaz de antemano y de facto en todos sentidos, incapaz de llegarle a ninguna de las hembras que le atraen (cualquiera le resulta buena), incapaz de calmar su llanto sentado ante un televisor apagado mientras la cámara gira en torno suyo (como le es más o menos habitual), incapaz de actuar cual patético tritón erotómano e inoportuno sin el impulso que le presta la droga que lo arranca por un instante de su parálisis, incapaz de mover un dedo mientras observa oculto en el clóset la violación que él no se atrevió a acometer y el abatimiento sanguinolento que le sigue. Angustia paralizante que se vehicula por escenas clave y por pulsiones de un renovador tratado de los perfectos traidores incipientes. Angustia paralizante coronando paulatinamente un fin de semana traumático, interminable y espiritualmente perenne. Angustia paralizante como trajín frívolo y asomadamente corrupto que resbala por los muchachos como un (mal) sueño tanto exterior como interior. Angustia paralizante que los tiene alelados, perplejos, apenas o definitivamente asustados, como desrealizados en la inminencia de afrontar verdaderos problemas. Angustia paralizante como conato, incompletado, venturoso indicio malvado que los torna más frágiles y caricaturescos de lo previsto. Angustia paralizante como razón única de su proceder colectivo ineptamente orgiástico. Angustia paralizante en fin del vengativo y contrito José Luis en silencio dentro de la patrulla e incapaz de ver a la cara a los amigos por él elípticamente delatados.

Y la khátarsis chavodesmadrosa era por apiñamiento el distinguo vivaz de una superficie socavada por mocos y sangre.

La khátarsis raudodesafiante

Sobresaliente, famoso, celebrado y bien definido en su excitante pasión-profesión desde la infancia, acaso por ser hijo de un competidor de autos de carreras que le heredó unos simbólicos guantes blanquiazules para cuando sea triunfador indiscutible, el joven piloto de la NASCAR mexicana Roger Ramírez (Ari Brickman) no se comporta con la fanfarronería de una estrella, pese a la apariencia agresiva de su cráneo afeitado y en contraposición con su rival archidespectivo Andrés Asúnsolo (Alejandro Caso) de la prominente escudería Harry and Jack, sino como un deportista en meteórico ascenso pero equilibrado, pues, a unas cuantas fechas para acabar dentro de los cuatro primeros lugares en el campeonato de su especialidad, o acaso ganarlo, parece tener su vida resuelta: pertenece a la modesta escudería Spare Baker, lo maneja el viejo entrenador honesto si bien compulsivo jugador de póker hasta ahora suertudo Jimy (José Sefami) que lo trata como un padre y a cuyo apoyo le debe estar donde está, lo ampara una tranquila relación amorosa con la moderadamente guapa hija de éste Julieta (Marina de Tavira), es siempre aconsejado o alentado por el veterano excampeón ya leyenda viviente Tomás Cruz (Julio Bracho ostentando barbitas entrecanas) con redundante sabiduría táctica y tácita (“Conoces la pista como nadie” / “Es ahí donde se ganan los campeonatos o se pierden”), se mantiene alejado de las manipulaciones de tiburones del oficio como el desalmado Harry (Rodrigo Murray) y lo une una férrea amistad viril a su bondadoso colega aunque también competidor en contra suya Fredi Balbanera (Andrés Montiel), con quien suele visitar hospitales para elevarle la moral a niños otros, sus semejantes, sus hermanos, tan pelones como él, por estar afectados de cáncer.

Pero cierto día, luego de la reñida y trepidante competencia de la fecha 8 en el Autódromo de Monterrey, sufre los embates de la ambición, tentadora e irresistible. La despampanante publirrelacionista Andrea Segovia (Rocío Verdejo) desciende de su auto, se acerca al ingenuo piloto inexperto, lo aborda, lo atrae, lo enfrenta, lo invita a cenar y lo seduce para lograr convencerlo de pertenecer a una escudería mayor (“Tengo una buena oportunidad para ti, mi escudería está buscando pilotos”), la de Jack and Harry subvencionada por Herdez y Quaker State (curiosamente los otros omnipresentes patrocinadores de la cinta, junto a Seman Baker), así nomás, aunque sea a media competencia, ofreciéndole por añadidura, como cereza del pastel, la oportunidad de ser promovido en Estados Unidos y Europa. Y el hombre no podía sino ceder ante tamaña presión, y acepta la jugosa oferta.

Las consecuencias de su decisión, inevitables según el previsor Tony, serán además nefastas. Pareciera que el mundo se le viniera abajo al frágil Roger, degradado de nuevo a vil Rogelio. Deberá enfrentarse a la rabiosa decepción del paternal Jimy, quien se sentirá traicionado por la deserción inmotivada (“Preocúpate por no perder, no quiero mandarte a la chingada cuando cruces esa puerta de nuevo”) e intentará consolarse con una sesión de juego en la que acabara despelucado. Deberá padecer la partida de Julieta que, harta de su relegamiento, hace sus maletas cierta mañana y se larga en un taxi al aeropuerto. Deberá sufrir los desdenes indiferentes de la emboletadora Andrea que, una vez conseguido su objetivo, y a la primera derrota de su nueva adquisición, ni siquiera le contesta las llamadas por celular y lo corta de fea manera. Deberá enfrentar en seco su propia soledad, aplastadote en su suite ante un televisor inane. Deberá luchar todavía y más enconadamente aún, incluso perteneciendo ahora ambos al mismo equipo, con el soberbio ultracompetitivo e infame Andrés, quien primero se lo bloqueará de mala manera para impedirle vencer en una fecha y después provocará un aparatoso accidente en el que perderá la vida Fredi, mal auxiliado tanto por un motor con notables limitaciones mecánicas como por los virajes de su gran cuate Roger. Deberá liarse a puñetazos con este siniestro adversario atacante, en público, apenas concluida la etapa, y ser sancionado con 80 agraviantes puntos al igual que él. Y last but not least deberá lidiar con las exigencias de los dueños de la nueva escudería molestos por su actuación y su perentoria derrota.

Sin embargo, gracias a la agradecible desgracia generalizada y contradictoria, la muerte del generoso amigo servirá como khátarsis colectiva. Roger volverá a juntarse con Julieta en el entierro del amigo común, regresará al equipo que había desechado y participará de manera insuperable en la gran final, sólo obtener el triunfo rotundo en una competencia de alarido dentro del regio Autódromo Hermanos Rodríguez de la Ciudad Deportiva del DF, por encima de los ardides de su archienemigo a pesar y de los malos consejos que éste recibe de Harry el socio sucio a través de sus audífonos, realizando rebases cardiacos, cuidando su primera posición y permitiendo el fresco novato del año Richie Fernández (Max Villegas) llegue a la meta casi a su lado, sólo milésimas de segundo atrás, pero ambos muy por delante de su más próximo rival consabido.

Desafío (Biffco Entretenimiento-Seman Baker Herdez-Quaker State - Eficine 226, 90 minutos, 2010) tuvo, por la complicada índole del medio en que se ubica, una gestación difícil que duró cinco años y representa la primera película escrita, producida, realizada (en codirección con el experimentado TVserialista Jorge Luquín, el del corto Exceso de ciudad, 1999, y la TVserie aún corriendo Hermanos y detectives) e interpretada por el actor de 38 años apasionado del automovilismo Julio Bracho, acaso deseando tardíamente seguir los pasos de su cursiegregio tío abuelo homónimo y sintiéndose a bordo de su muy exclusivo Te presento a Lauro (también inédito y flamante hasta 2010) cual Martho Higaredo (¿o Higadazo?), si bien apenas reservándose coprotagónicamente el ingrato papel nada glamoroso de un sentencioso consejero envejecido a la fuerza con barbitas entrecanas aunque en síntesis bastante desdibujado, cual versión autóctona del Sylvester Stallone de retorno a las pistas para encaminar a otro joven coleguita descarriado como en Driven-Alta velocidad (Renny Harlin, 2001), pero todos corriendo a mil por hora en pos de la khátarsis de la “primera película mexicana de carreras de auto stock”, sin duda el Días de trueno (Tony Scott, 1990) de la altísima velocidad mexica y con el Tom Cruise al rape que te mereces (¿será que la Fórmula 1 se ha vuelto Fórmula -1?), en torno a la efigie de un Ari Brickman menos sexobjetote fálico que en el film-hipótesis poscohabitacional Dos mil metros (sobre el nivel del mar) del mexicano-madrileño Marcelo Tobar (2007), aunque siempre en las antípodas del Senna de Asif Kapadia (2011), el gran documento multidimensional, más que retrato bombástico, sobre la fugaz vida intensa y las trepidantes hazañas deportivas del piloto brasileño de carreras Ayrton Senna, trágicamente fallecido a los 34 años, con base en todo tipo de tomas de archivo. O sea, he aquí una muy doméstica khátarsis raudodesafiante, como sigue.

 

La khátarsis raudodesafiante pretende algo más que comunicar la enormidad de su afición y asomarse al mundillo de las carreras de autos. Desea plasmar, prolongar, transmitir y contagiar el entusiasmo hacia éste. Quiere abarcarlo de todos los modos posibles y al alcance de su realizador por ellos autor total. Reproduce enardecido su lenguaje particular sin siquiera poner sus claves a la vista o al oído, sus prácticas significantes (“No sería la primera vez que alguien corre con otros nombres y otros colores”), sus astucias, sus alardes, sus desplantes, pero también sus elogios inflados, su inagotable vanidad de vanidades, sus vértigos ególatras y sus levantamientos de copa deportiva a veces literalmente llena de licor y a veces entre lluvias de papelitos anaranjados. Babea ante sus valores despiadados, inhumanos, metalizados y mentalizados a mentadas (“Ya me debes hasta las balatas”), americanizados (“Pon tu dinero donde está tu lengua, o dicho en inglés: Put your money where your tonge is”), enérgicas, machistas y homofóbicos natos (“Mariquita, mariquita, bola de maricones”). Respalda su desaforado culto inhumano al éxito, sus sometimientos a la prepotencia de los manejadores que se benefician del espectáculo con saldo a los participantes (“Eso es piloto, no la porquería que acabo de cagotear”), su cinismo oportunista (“Lo único que necesitamos es un buen equipo” / “Curioso, nosotros podemos ser ese buen equipo”), su obsesión por ganar antes que nada (“Pero la verdad es que Andrés corrió muy mal, y por eso ganaste” / “Hace mucho que no ganamos” / “Ganaste, eso es lo importante”), su cruel bolsa de valores caprichosos prestigios tan instantáneos cuan efímeros, su ineluctable esnobería siempre bajo la espada de Damocles de la caída libre. Rebosa y rebasa, por otras partes, su vocación acezante (“La velocidad, eso era lo que quería”), sus atuendos de lastimeros hombres-anuncio ultratapizados (de la coronilla hasta las botas), su gestual característico eufórico alzando los dedos señal, sus pueriles actos gratuitos irreprimibles (ese coleccionismo callejero de señales de tránsito que practica el protagonista), sus retos de feroz hiperindividualismo irreconciliable (“Que cada quien corra su campeonato”), su gusto por las situaciones límite (“Ahí es donde uno se juega la vida o la muerte”), su malsano placer tanático de toparse y rozar el peligro suicida (“Sabes qué me apasiona: esa pequeña distancia que llega a haber entre tu coche y el otro a 280 kilómetros por hora, esas milésimas de segundo que tienes para tomar una decisión”), sus brillantes traslaciones analógicas de la pista a la vida y viceversa (“Es que a veces me aburren los pitts” / “Tú siempre me has dicho que el mejor momento para arriesgarse es cuando no tienes nada que perder”), su laconismo como superación a medias de la tartamudez embotada por las secreciones de adrenalina de ese cimero deporte cumbre de alto riesgo.

La khátarsis raudodesafiante recurre e incurre sin más y sin mayor sagacidad narrativa en el argumento clásico lugarcomunesco de cine deportivo al estilo hollywoodense más rancio, pleno de rivalidades, ambiciones desajustadoras-desubicadoras, pérdidas irreparables y descubrimiento de los valores auténticos tras una degradada búsqueda de ellos. Aparte de la ambición evidente, la atracción de lo indeterminado ejerce su influjo sobre el infeliz Roger y lo domina, luego de jocosas conferencias de prensa robacámara, duelos (en la pista) sobre duelos (luctuosos), la resurrecta culpa de Pepe el Toro (véase cinta ídem de Ismael Rodríguez, 1952) por haber causado la muerte del mejor amigo en un exceso de ímpetu deportivo, y tras lanzar una asombrada / antojadiza ojeada al narcisismo y al pavoneo de los corredores de autos. Pero, por lo menos, aquí no hay, ni se traman, ni se traban y destraban convencionales rivalidades amorosas entre superhéroes del volante como en la aventura del motocross Amor Xtremo (2006) de Chava Cartas, quien acabaría reeditando la serie infantil Hannah Montana erizante de babosa en su mona ñoñísima Rock Mari también en 2010), ya que con una ávida búsqueda subrepticia / explícita / venerable y un reencuentro resarcido post mortem con la todoamparadora figura paterna basta (“Tenías razón” / “Eres mi hijo”).

La khátarsis raudodesafiante urde y prodiga recursos expresivos más inesperados, sorprendentes y excepcionales que eficaces, entre la originalidad inventiva, el ridículo conmovedor o la apoyatura innecesaria. Onerosos efectos especiales (“Unos empujoncitos”, dicen los ecos de la banda sonora) para embarrar sobre la imagen barrida de la pantalla las efigies de los autos inasibles que pasan sin zumba y sólo así consiguen posar un poco ante la cámara. Flashback sobreimpreso sobre el pavimento de la imagen extendida para mostrar al niño Rogercito definiendo su vocación al asistir por primera vez con papito a un autódromo (“Supe entonces que quería ir lo más rápido posible”), nada más para abrir boca visual. Vehículos de acción en carrera a todo lo que rinden vistos casi siempre en contrapicado desde posiciones de gusano a punto de ser aplastado que debe conformarse con dejarse arrastrar consigo por la velocidad al nivel inferior más bajo posible de las ruedas. Pistas abalanzadas en travelling hacia adelante que de súbito se mezclan y contaminan por montaje con la pista de juguete de los niños cancerosos, de ida y vuelta. Erotizados zapatos de tacón negro de la seductora bajando de su auto en opulento close-shot cual matona implacable de Mad Max (“Nos estamos viendo, ¿no?; la pasamos bien, ¿no?”), que al final se responderán con los talones del engañoso arribo de nuestro pasmado héroe ahora pasmoso junto con su noviecita al cementerio. Carreras en diversas urbes invariablemente reducidas a miríadas de planos subliminales de autos en estampida (resultado del tenaz trabajo de una segunda unidad para running-shots de los vehículos en acción) y atónitos ojillos oteando por la mirilla del casco en planos cerradísimos a lo Leone / Tarantino para producir / reproducir por mimesis sensorial la idea de velocidad, según la edición repetitiva del one idea-man Freddy Noriega. Encuadres inestables con interposiciones en frontground o hasta con cámara chueca para manifestar el desequilibrio psíquico de los personajes y bólidos por igual. Presencia ausente de los indispensables e inmostrables comentaristas-animadores más renombrados de la especialidad (el dicharachero Lupillo Vite y Juan Gómez a la cabeza) narrando fuera de campo las atronadoras competencias falsas o reconstruidas. Alusiones de continuo a las reacciones emotivas y conmocionadas del público asistente que sólo se muestra genéricamente, de modo fugaz y a indiferente distancia. Fotogenia en rápidos recorridos-pasarela de rorras y sonrisas. Intempestivos giros vertiginosos en torno a los jugadores de póker cuyas peripecias van a alternarse con los vehementes anhelos y desplazamientos abismales de los hasta ahora inhomologables jugadores de la pista. Reverencia acomplejada al poder mediático por supuesto de Televisa (cameo omnivalorador de la antigua presentadora Rebecca de Alba en vestido rojo frenesí). Raps de Antonio Tranquilino El Tranqui cual rimado espejo sonoro creaemociones o equivalentes perfectos de la rapidez pensante de los autos (“Señoras y señoras / disfruten cómo rugen los motores / en la pista hay varios corredores” y así buscando idiotas valedores). Pero sobre todo, la soberbia actuación demoledora de unas retrocedientes mamparas negras que parecen el TVcerrarse y TVabrirse de frente al héroe jodido y hundido en un sofá contemplando anonadado su televisor.