La khátarsis del cine mexicano

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La khátarsis timidocéntrica o el desprendimiento. Irse más allá, siempre Más allá del horizonte (de acuerdo con la temprana pieza del joven O’Neill, 1920), aunque planchándose el sentido de El sonido lejano (la ópera filosófica del maduro monaquense-austriaco Franz Schreker, 1912). Hermosillo cita a la mitad de la cinta Los vitteloni de Fellini (1953) y retoma sus contenidos en la secuencia final en la que echará todo su resto inventivo, a la manera de su atropellada-atascada De noche vienes, Esmeralda (1997). Caravana con sombrero ajeno imposible, pues, como cultísima cita cultista sin demasiado sustento, toma prestado el modélico final hiperestilizado y el avance en Anexos del DVD de ese clásico terminal del neorrealismo italiano que jamás tuvo estreno en nuestro país, sólo para contrastar, por deficiencia patética, el enorme contraste entre la fellinesca utilización de reiterados travellings hacia atrás con leves giros vertiginosos de cámara, para señalar (según análisis magistral de Marcel Martin) el desprendimiento de Moraldo (Franco Interlenghi) al partir del pueblaco en un tren matinal, dejando arranados en sus camas a los examigos vagos rurales en proceso de aburguesamiento, pero ahora esos giros, en vez de recular para remarcar la ruptura irremediable inmediatamente nostálgica, se han tornado envolventes, apenas semicirculares e incesantes en idas y venidas laterales de la cámara entre estatuas vivientes al interior de la estación, sin mayor sentido expresivo ni dramático, a la hora de la partida de Hernán, ante una serie de conciliaciones y reconciliaciones de una docena de sus seres queridos, apenas con un toque de luminosidad irrealista / desrealizadora la puerta que conduce al andén y a las supuestas vías férreas sin retorno. Envolvimiento solidario en lugar de irremediable segregación / separación trágica, un error de cálculo muy característico de alguien que invoca dentro del relato la figura señera de John Ford, babeando tácitamente sobre su rigor, sin preocuparse por las causas y el sentido de su babeo sobre uniformes galoneados, desde una ficción a la deriva con aglutinamiento de escenas sin otra necesidad que la suma y resta de ellas para construir el relato más laxo y flojo de una galaxia filmonarrativa sólo nostálgica de sí misma. Una nostalgia por anticipado de la fuga exterior, la huida interior, el doble rompimiento. Presumiblemente, todo ello producto, como quizá la filmografía completa del realizador, del dolor de la timidez, la sensación de estar en el mundo pero viviendo en sus márgenes, entre otros tantos subterfugios que quisieran expresar el miedo que la vida le inspira al tímido, sin poder ofrecer de esa su reticencia resistente una representación directa.

Y la khátarsis timidocéntrica por autoindulgencia desarmante sabe al fin que puede rozar el ridículo sin apenas tocarlo porque todo puede permitírselo la emotividad hipersensible orillada a decir de sí lo que dice también de ti.

La khátarsis neoamarillista

Fue empaquetada en pleno 68.

Cuatro décadas después del horrendo descubrimiento (o “Macabro hallazgo”, según el diario populachero La Prensa o el magazine policiaco Alarma! en sus portadas sensacionalistas) del cadáver carcomido de la Empaquetada en un muladar y muy conscientemente pese a que ya existen casos de nota roja colectiva mucho más acuciantes, tipo las Muertas de Juárez o los supuestos sicarios Decapitados a diario en la lucha contra el narcocrimen organizado, el cuarentón divorciado y reportero de prensa escrita Germán Acosta (Adalberto Parra anticarismático) que sostiene equilibradas relaciones con su hija adolescente y su novia bibliotecaria Paloma (Aleyda Garza), recibe el encargo de acometer una investigación amarillista resurreccional (y acompañada de numerosos flashbacks que ocupan la mayor parte del tiempo en pantalla) acerca de la olvidada difunta cuya identidad nunca fue establecida y cuyo escandaloso homicidio jamás fue aclarado. Coincidiendo con el objetivo de poder desenterrar viejas pistas y proponer nuevas que reciclen la indagatoria, sobreviven aún, para fortuna del investigador improvisado, algunos vestigios testimoniales y numerosos personajes masculinos y femeninos ligados al hecho, hoy decrépitos en cuerpo y espíritu (o falta de éste), y tratándose de varones vetustos, la mayoría provistos de luengas barbas blancas.

En primerísimo lugar, cuenta con una cinta marginal sobre la Empaquetada que filmó el guapo fotógrafo callejero del antiguo San Juan de Letrán y eterno aspirante a ingresar al CUEC Roberto Rentería (Rodrigo Virago), quien aparentemente se quitó la vida poco después de vomitarse ante el recién descubierto cuerpo en cuestión apenas indirectamente identificable (merced a cierta cadena con dije partido exhibiendo una D y una supuesta H extraviada), de realizar su peliculilla medio profesional independiente medio amateur sobre él y de perder a su ingenua si bien lanzada novia gringuita estudiante de baile Diana Inés Hermes (Diana García), demasiado involucrada en el Movimiento Estudiantil al lado de su amiga del alma Licha (Patricia Garza). Así que el testigo privilegiado se suicidó, o más bien fue suicidado, tal como se lo aseguran al intrigadísimo periodista algunos personajes hoy ancianos que lo conocieron (“Después se obsesionó con la mujer que mataron”), como algún cínico empleado del diario donde trabaja (“De veras que los muertos no se van del todo”), y se lo insinúan a la madre aún inconsolable del malogrado aprendiz de cineasta Olivia Acosta (Kariam Castro), un jodidazo cuate del trágico finado aún mariguano de tiempo completo ya desde entonces apodado El Moto (Gabriel Retes en franca autoparodia: “Ay hijo, el 68 es la Dimensión Desconocida, ya nadie sabe qué es la realidad y qué es la mentira: yo le dije al Beto...”) y lo que queda de una obesa Licha (Dunia Saldívar) tan envejecida cuan desvariante (“Hay cosas que no recuerdo bien, mis recuerdos se confunden”).

Al violar la cripta donde reposan los restos calcinados del falso suicida, el avezado Germán encontrará, a buen resguardo dentro de la mismísima urna funeral, algunas fotos muy significativas, dejadas tan anónima cuan propositivamente allí, que lo remiten a la localización de un bronco guarura de procedencia militar apodado El Zurdo (Emmanuel Orenday) y, un poco más tarde, hacia el propio padre de la chica desaparecida, un perpetuamente agitado Hermes Zúñiga de Dios (René Campero) que, en aquel entonces (Alejandro Cuetara), estaba tan involucrado como la chica en el inolvidable Movimiento social de protesta, pero del lado de un grupo de represores, quienes, sin él saberlo, capturaron, encerraron en una celda clandestina y torturaron a su hija al lado de su amiga (“¡Qué niña más divina, cómo se veía encueradita!”), antes de golpear y liquidar a una de ellas, desfigurándola a filo de bayoneta y metiendo el feminofiambre en una cajuela, envuelto como paquete, para después deshacerse de él, abandonándolo en un terreno baldío.

El intrépido reportero obsedido también encontrará unas postales patrióticas que lo llevarán a un laboratorio-archivo fotográfico sito en la Calle 16 de Septiembre del Centro Histórico, donde hallará fotos callejeras clave para realizar conjeturas que habrán de señalar como culpable intelectual de las capturas y ejecuciones, tanto de la muchacha como del infeliz Roberto, a un tal Lic. Armando Megido (Jorge Luke gangosamente deshecho), quien de hecho ya está, subrepticio y peligroso, tras los pasos del propio Germán, e incluso, junto con el torvo Zurdo redivivo, ha capturado a su hijita, como trampa y señuelo, para hacerlo llegar hasta las azoteas de Tlatelolco, adonde, una vez liberada la chavita ilesa, se efectuará un súbito aunque aplazado enfrentamiento a tiros entre el padre vengador Hermes que acompañaba a nuestro héroe (inmune a un amenazador mensajeo constante por celular para que detuviera su encuesta detectivesca), y sus antiguos compinches siempre impunes (“Yo estuve aquí y los desaparecimos a todos”), provocando descomunal matazón, no obstante previa a la feliz reunión del mismo progenitor ya vengado con su hija Diana Inés, medio loquita, al grado de ser confundida y confundirse ella misma para hacerse pasar durante cuarenta trastornados años por su amiga Licha.

Borrar de la memoria (Producciones Borrar de la Memoria - Fidecine / Imcine - Eficine 226 - New Art Group, 109 minutos, 2006-2010), del exsuperochero-excuequero-exdirector de cabecera de las violentas narcopelículas de los Hermanos Almada-exdestajista inspirado-exlider sindical del STPC de 69 años Alfredo Gurrola (con sa-tíricos thrillers abismales como Llámenme Mike, 1979; con poschili-westerns magníficos como Cabalgando con la muerte, 1986; con desquiciadas cintas de ciencia-ficción hiperviolenta tipo Comando de la muerte, 1989), con guión original muy dominante del fecundo y creador cinecrítico de 52 años Rafael Aviña (“uno de los más perfectos del cine mexicano actual”, porque “por primera vez el movimiento estudiantil de 1968 parece ficción sin dejar de ser historia conocida” y porque el caso de La Empaquetada de 1966 “nos viene a decir que hoy ella es el antecedente de las muertas de Juárez”, apareciendo tal como “Francisco Corzas imaginó en la pintura”, según el difícilmente entusiasta Braulio Peralta, en el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 5 de noviembre de 2011), determina y certifica la topografía genérica de un cierto tipo de neothriller truculento, pensante y autoconsciente que considera emblemático, vigente, valioso y todavía posible de ser frecuentado, cierto cine violento popular ya extinto, aunque refugiado en el videohome, a semejanza de actores de presencia virulenta tipo Jorge Luke, con quienes habrá de toparse el relato a sacudidas, en vertiginoso itinerario humano casi inhumano dentro de los lugares más sórdidos de cierto paisaje urbano e histórico apenas sobreviviente, a la salpicadamente ominosa y resentida búsqueda consentida de una khátarsis neoamarillista, como sigue.

 

La khátarsis neoamarillista se deja anunciar como una asunción programada y programática. Trepidante y tripartita de entrada, la cinta se notifica de súbito basada en hechos reales y, cual decidida a arrollar con abrupto vuelo turbulento y enigmático, se hace preceder por un prólogo que se plantea en tres líneas distintas que irán a fluir en paralelo y a corresponder a otras tantas dimensiones de ejecución vigorosa y destemplada hasta la brutalidad. En una primera línea la descuartizada empaquetadita es hallada por un perro sobre el hacinamiento de basura de un terreno baldío como un desperdicio más, o como un espectáculo absorbente en renovado top-shot que fascina a un niño jalando un carrito de juguete, a una pareja de padres de familia, a un corrillo de gente menuda, a un instantáneo cordón policial y a una reporteril sesión fotográfica, a modo de saqueo sacrílego que no rebasa el nivel de rutinaria plusvalía iconográfica hasta un “Ya párenle, cabrones”, espetado por un guardia uniformado. En la segunda serie de imágenes un mago lleva a cabo el consabido truco de la mujer partida en dos por un serrucho, dentro de un cajón ad hoc cual si se prestase voluntariamente a ser empaquetada para soportar de buena gana su martirio, el cual llegará en la frontera de la ilusión homicida y el truco fallido, para consternada emoción de sus espectadores (y de nosotros mismos, impotentes ante esa otra empaquetada impotente). Como tercera secuencia de alternación, brota de la nada de unos aposentos vacíos la cruel madriza que le propina salvajemente un tipo a una aterrada chica que intentaba escapar de su dominio y trata de levantar una pieza de bisutería en su fallida tentativa de fuga, cual si sólo fuese una paliza recibida en su hogar por la pareja reacia de un compañero particularmente inclemente en el descontrol de su furia. Y las tres líneas distintas se tornarán, por su permanencia improcedente y de manera retrospectiva, por separado y sin hilo conductor entre ellas, en acontecimientos premonitorios, alusivos, característicos, que incluyen ya, como aviesamente, los temas a desarrollar, los que van a fluir en paralelo y a corresponder a otras tantas dimensiones de ejecución vigorosa y destemplada hasta la brutalidad. Tres caras de un empaquetamiento en especial misógino y feminicida avant la lettre: su resultado, su fantasía y su acto desnudo, dando como resultado una insomne, sonámbula, incallable y terca banalidad del mal socialmente establecida y aceptada.

La khátarsis neoamarillista se deja poblar anímica y caracterológicamente, a lo largo de toda su primera parte, por un audaz, sobresaturado, inteligente, estratégico, delicioso y delicado uso y abuso rampante de una cinefilia complacida que se desahoga hasta el desafío, siempre a manera de homenaje fervoroso al cine popular más humilde, en cierto modo a semejanza de la película misma, reminiscente de un tipo de cine hoy desaparecido que aún abarrotaba las salas barriales y pueblerinas de la república entera hasta fines de los años ochenta y principios de los noventa, determinando y decorando el inconsciente de sus poco exigentes espectadores ingenuos también ya desaparecidos. El compulsivo bombardeo erudito de cultura popular de época no se torna pedantería de dropping names a lo Carlos Fuentes, sino enumeración-asidero de Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco y un delicioso rasgo de candor en el trazo del comportamiento de los personajes. Puesto que nada más modestamente encantador que una chica medio pocha tan explícita cuan denegadamente cortejada a lo Martha Roth en Una gringuita en México (Julián Soler, 1951), admitiendo modosa que le gusta oír canciones de Roberto Jordán, suspirar por la apostura de Julio Alemán y leer historietas rosas tipo La pequeña Lulú, Lucy, Archie y Suzy, secretos del corazón, pero cree firmemente en las reivindicaciones del movimiento estudiantil, y un galancito que califica de revoltosos a los militantes protestatarios (al igual que cierta vendida de la época) porque sin duda quisiera remitirlo todo a juegos aventurados de trivia aventurera con James Bond a la cabeza, pues de seguro añora sus puñetitas más que mentales con una plurinvocada escultural Maura Monti de La Mujer Murciélago (Cardona padre, 1967), o con los fulminantes ojos glaucos de Maricruz Olivier, y quisiera filmar secuelas porno de La Sombra Vengadora (Baledón, 1954), metamorfoseada como La Sombra Vergadora. Nada más bizarramente encantador que ver de pronto a dos noviecitos discutiendo sobre las piernas de la chaparrita supersexy Emily Cranz poco antes de atreverse a hacer el amor libre en un laboratorio de fotografía, o presenciar un exabrupto del protagonista reconociendo con orgullo su origen onomástico (“Me llamo Germán por Tin-tán”). Y nada más álgido, indicador y significativo que invocar a Vincent Price en La máscara de la muerte roja (Corman, 1964) exacto en el punto de inflexión del film hacia una cuestionable segunda y última parte, cuando se efectúa el cambio de tono fundamental y los evocadores cuentos intimistas en paralelo van a devenir en sanguinario y mórbido thriller, sin posible vuelta genérica atrás, aunque a fin de cuentas haya sido una sola mención.

La khátarsis neoamarillista se fija en la parcialidad visual. A través y en virtud viciosa de una parcialidad visual que poco tiene que ver con la vida retórica de la metonimia (o la sinécdoque) cinematográfica o con la mayor presencia de los cuerpos obtenida por medio de su fragmentación sugerente (manos bressonianas y pies kingvidorianos), sino con un sistemático recurso a los planos demasiado cerrados sobre los rostros de los personajes, especie de abalanzarse constante sobre ellos con front y back-grounds desenfocados, que crean la confusión de las acciones y aumentan el tremebundismo del contenido del relato, en vez de incrementar su misterio y el esclarecimiento de éste. Un 1968 como telón de fondo pero compactado y duplicado en movilizaciones y torturantes fatalidades de torturas (“A pesar de que venía sangrando, no dejaba de gritar, de gritar y gritar, hija de la chingada”), nada gratuito ni novedoso por supuesto, pero tampoco irresponsable, en las antípodas pero concomitante con el enfoque y el estilo sin estilo utilizados en Todos los días son tuyos del cuequero debutante José Luis Gutiérrez Arias (2007) con respecto a los ecos del fenómeno armado de ETA, aunque preferible de todas todas a la alevosa masacrofilia chantajista del tristemente célebre Rojo amanecer (Jorge Fons, 1989). Torpemente fotografiado por Juan Bernardo Sánchez Mejía y peor editado por Luis Alonso Cortés y el propio director, a fuerza de congestionar el encuadre de por si negrusca y acremente agitado y de querer compactar los hechos anecdóticos más allá de lo comprensible (luego del “crimen brutal, al estilo de la legendaria ‘Dalia Negra’ estadunidense”, “no hay una sola secuencia bien montada y las interminables referencias triviales / cinefílicas / populacheras del guión llegan a cansar”, según el cinecrítico Ernesto Diezmartínez, en Primera Fila de Reforma, 14 de octubre de 2011), llega a pensarse en la caída en lo contrario de aquello que se proponían en su conjunto el tono lúgubremente exasperado del film, su tremebundismo deliberado y sus estereotipos tristemente desregulados, desarreglados, ineficaces. En suma, todo se congestiona y se apelmaza, debido a la tortuosa elección de la postura fílmica, no del irrefutable oficio del realizador, resultado final del reinventado verosímil de un delicado guión con buenas ideas parcialmente echadas a perder por un sensacionalismo asumido y narrativamente intelectualizado pero filmado sin distancia ni demasiado interés cinematográfico ni taquillero carisma alguno.

La khátarsis neoamarillista enaltece finalmente una sutura temeraria. Hace que el tratamiento de la impunidad se recite por el villano de atuendo / tesitura oficialista sobre las azoteas de la provocación con guante blanco (“Así fue en 68, en 84...”: en todas las demás fechas políticamente fatídicas) y se acentúe cual megaimpunidad enamorada de sí misma a través de los decenios y los contubernios y los siglos fervorosa de eternidad, desmontando tanto el contenido explícito de la nota roja nacional de época (maniática de culpabilizar a las víctimas en vez de a los verdugos) como alguno de sus mecanismos aún vigentes, entre el suspenso atrabiliario y el delirio postsuperochero atrabiliario en frío, como en cualquier Contrato con la muerte o Verdugo de traidores que compensara La fuga del Rojo (Gurrola, 1984 / 1986 / 1982 respectivamente), sumando represión estudiantil sobre inminente represión actual, rumbo a la aggiornada y reivindicadora sorpresa final del reconocimiento del lazo entre el padre buscador y un hija que parece aún más provecta que él, ese abrazo arbitrario y superlativo a rabiar, con corte y cambio bárbaro hacia una familiarista negrura concluyente. Pese a la desconfianza historicosocial predominante, al menos a ésos no se les podrá Borrar de la Memoria.

Y la khátarsis neoamarillista era por desventura dichosa el inconsolable y luctuoso memorial colectivo de una trunca historia de amor (¿con la inconfesable Historia reciente?) que, aún concluida trágicamente, de buena gana seguiría gritando si pudiera “Guácala, qué rico” como toda contradictoria lógica autobiográfica comunal hecha marasmo irrecuperable.

La khátarsis fugalastrada

Rebelde y prófuga de su destino, una hermosísima doncella indígena ofrecida a los dioses prefería sumergirse desnuda dentro del río para siempre, en espera de que su enamorado indeciso, a quien había decidido entregarse primero que nada, se atreviera a alcanzarla algún día.

Más que por solidaridad, por mera añoranza de aquella excitante leyenda aborigen con que una vieja sirvienta coahuilense alimentaba su imaginario infantil, el prominente industrial chilango presidente de un poderoso grupo internacional Víctor Irausquín (Humberto Zurita) apaga ahorrativamente por última vez las luces de su regia mansión, apura un vaso de leche fría (“Hogar, dulce hogar”) y deja plantadas por partida triple a su voraz amante rubia TVconductora de noticieros Ileana (Cristina Bernal) que acostumbraba poseer caldosamente bajo la ducha, a su descarada hija estudiante de economía Perla (Valeria Maldonado) que evitaba riesgos mayores copulando en casa con algún noviecito insignificante (“Sigo tus reglas”) y a su ajada esposa Lucía (Gabriela Goldsmith) sabedora colérica de sus rutinarias infidelidades (“El último pelo de pendeja ya lo perdí”). Todo ello por acompañar a su querido perro fiel, su chofer-cómplice-tapadera acaso también hermano bastardo suyo José Francisco El Ojotes (Enoc Leaño) durante la agonía (ya concluida, pues han llegado tarde) y el humilde funeral de su anciana madre, aquella inolvidable criada cuentera verbal (”Hace como veinte años que no regreso por acá”), en un pueblaco de Coahuila enclavado a mitad del desierto.

Éstas y otras situaciones triviales parecían bajo el máximo control. Pero inopinadamente la vida del magnate va a dar un giro inesperado, complicarse y cambiar cuando decida retornar solo y por carretera al DF, cuando su automóvil se le descomponga humeando exacto en un punto del desierto donde cierta señal caminera anuncia que ahí no hay señal para teléfono celular, y cuando resuelva proseguir su ruta, aun perdido y a pie. De pronto, en medio de la nada, cual producto de alguna calenturienta imaginación visionaria, surgirá de las dunas una despampanante hembraza desnuda por completo pintada de azul, hasta en el coño, una modelo llamada Patricia (Claudia La Gatta), felina venezolana omnívora de redondas tetas enhiestas que resulta ser la actriz de una convencional película árabe de utilería, pero con camellos y globitos, cuyo director es, por pura casualidad, un antiguo colaborador siempre a las órdenes de Víctor el supremo, quien ha quedado de inmediato cautivado por la mujer y a quien ella designa sin más como su compañero de cama para esa misma noche, no sin antes darle una buena inhalada a la fortísima droga denominada piedra a la que se encuentra enganchada en forma irremediable pero aún gozosa, tanto como depende además de la sáfica jefa de producción medio chicana medio machorra tráiler Mura (Mónica Dionne) que sigue autoritaria y protectoramente a la bella irresistible por doquier.

A la mañana siguiente, en un rapto de libertad y liberación agresiva del otro, la irresponsable Patricia tirará el celular del aquiescente Víctor por la ventanilla de la blanquísima gran camioneta principal de la producción porque está segura de que “No hay nada mejor que ser ilocalizable”. Sin embargo, de repente se desencadenará la pesadilla vivida. A resultas de una emboscada entre narcos, la virago Mura empezará a empuñar en amenaza y a disparar con diestra energía una metralleta de súbito aparecida, para intimidar y defenderse de otras, en el transcurso de un violento y caótico ajuste de cuentas, a raíz del cual, en medio de un reguero de cadáveres entre quienes se cuentan todos los técnicos y el realizador mismo de la cinta ficcional, quedará claro que la tal Mura y la pelele Patricia pertenecen a un grupo que trafica con droga y el supuesto rodaje no era más que una simulación para rellenar las latas de película con heroína pura y luego llevarlas así escondidas al otro lado (“Dos kilos de heroína pura, nos quedamos con la plata, desaparecemos”).

 

Sólo falta entonces que el chofer de nuestro admirado aunque estupefacto hombre de empresa ya reducido a su mínima expresión inerme, sea levantado en su pueblo para que una extraña cuarteta de fugitivos, integrada por Víctor, Patricia, Mura y José Francisco, vaya a vagar en la enorme camioneta blanca, cerca de la autosuficiencia y llena de sorpresas, por los caminos y desviaciones del desierto, perseguidos por una policía y un narco que son lo mismo (“Están retiraditos, pero nos vienen siguiendo”). Dos varones atemorizados y dos mujeres desatadas intercambiando casi a capricho sus puestos de secuestrados y secuestradoras, intentando de mil maneras cruzar la frontera por vías bloqueadas, confesándose alrededor del fuego de alguna fogata nocturna, poniendo en evidencia sus traumas y miserias, entredevorándose y consolándose entre sí al darse cuenta de su desamparo y del acoso mediático-policial en que los ha colocado la imprudencia de la resentida cínica TVconductora Ileana (“¿Y a mí por qué me va a mentir, si no soy su esposa?”) tras sacar al aire el caso de la desaparición de su amante Víctor (que incluso a ella misma le costará la vida), desencadenando la ambición por el cargamento del corruptísimo político vejancón Arnulfo Ortega (Carlos Cámara) que funge a la vez como sabueso investigador y líder de la narcomafia a la que encabezan incondicionales jefes de policía locales (como Raúl Campero), convirtiéndose los cuatro en desesperada banda asaltante de supermercados y liquidadora de maleantes en un dislocado antro caminero adonde Patricia se meterá en busca de piedra, hasta ser recogidos caritativamente por una tribu de vaqueros nómadas, auxiliados en la extirpación de una bala en vivo al infeliz sadiquillo José Francisco, adoptados, pero que, por desgracia, no podrán impedir una salvaje emboscada exterminadora al lado de un riachuelo, en la que los cuatro fantásticos errabundos tan asediados y huidizos serán por fin cosidos a balazos.

De producción mexicano-venezolana, Travesía del desierto (Cima Films - Fidecine / Imcine-Eficine 226 - Bacata 3000 Films - Centro Nacional Autónomo de Cinematografía, 115 minutos, 2010), film 14 del veterano productor-realizador mexicano de 66 años con carrera predominantemente venezolana pero de regreso al país tras las expropiaciones mediáticas del chavismo Mauricio Walerstein (desde el meritorio segmento “Isabel” de Siempre hay una primera vez, 1971, y el heterodoxo Fin de fiesta, 1972, hasta culminar en los celebrados filmes políticos de avanzada Crónica de un subversivo latinoamericano, 1978, y La empresa perdona un momento de locura, 1978), con libreto de la guionista venezolana Claudia Nazca (quien ya había escrito Juegos bajo la luna, 2000, para el mismo realizador), narra a empellones, a empellones dictados por una concepción tradicional del cine reducido a un argumento efectista y a una confianza sobrevaloradora de sus intérpretes (actrices-presencia, actores proclives a la sobreactuación), las sacudidas de una imposible fuga fronteriza. De hecho, una fuga situada en los bordes de una frontera quíntuple, la frontera narrativa diegética con Estados Unidos propiamente dicha, pero también la frontera de la acción para la sobrevivencia, la frontera del arrobamiento sensual, la frontera del odio al poder y la frontera con leyenda, en obvia persecución de una múltiple khátarsis fugalastrada, como sigue.

La khátarsis fugalastrada hace lo indecible por demostrar que se trata de una inigualable película de acción acaso originalísima, ubicada en lo nunca visto y asentada sobre lo nunca imaginado. Acción hiperviolenta reducida a balaceras tipo legendarias narcobaraturas cándidas de los Hermanos Almohada y al héroe sin zumba acorralado desde sus espaldas por un vehículo a punto de explotar cual enésima reminiscencia de la inconmensurable Intriga internacional de Hitchcock (1959). Recurso entrometido de helicópteros a la menor provocación trepidante: helicópteros transportadores de droga, helicópteros que irrumpen a ras del suelo echando bala, helicópteros salvadores o transformistas, helicópteros perseguidores desde los aires (de nuevo inspiradas por el insuperable viejo Hitch), helicópteros estallando en repentina lengüetada de fuego, o simple ruido conductista de hélices de helicópteros para efectuar el destripadero final. Desierto cerca de Cuatro Ciénegas en la locación real, desierto hipotético aunque tangible, desierto que se niega a intervenir y asumirse como un hipertrofiado personaje más. Exultación setentera de Patricia trepada en la ventanilla de la camioneta, al paso de motociclistas extraídos de Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) que responden con señas obscenas a tanto entusiasmo setentero. Periplo dantesco, a partir de un extravío crucial en el Camino de la Vida, pero que se concibe asimismo como un estruendoso recorrido / itinerario / turismo por variados y distintos círculos del averno, el purgatorio y el cielo. Escape de cuatro atormentadas almas encadenadas por el destino atracador de Bonnie y Clyde (Penn, 1967), por mala suerte multiplicado por cuatro en su eternizado día de campo mortífero, sólo porque lucen mejor en overoles pardos y cachuchas gachas de inmensa visera. Diálogos de inoportuna ternura insospechada al arropar con un sarape multicolor a la tiritante espástica modelito presa del síndrome de abstinencia estupefaciente (“Si fuera el Hombre Lobo te comería”), tras una andanada de parlamentos pringados de sonoros venezolanismos que se juzgan encantadores y dinámicos per se (Te van a matar, me importa un carajo quien sea, igual te van a bochar” / “Lo siento, macho, te jodí”) y exabruptos acomplejados sin dialecto latinoa-mericano preciso (“Mejor le hablo a la policía, a mí no me va a pasar nada” / “¿Dónde crees que estás, en Suiza?”). Estridente acribillamiento banal del velador cegato Don Prudencio (José Carlos Ruiz) y ubicuidad acústica de la cantante vaquera (Lila Downs) aun antes de aparecer en vivo y en directo. Huida sin fin de un grupo sensualista curiosamente muy similar al de los prófugos de la justicia que acababan refugiados en el mísero Londres archineblinoso de Jack el Destripador y a merced de éste vuelto primer cliente en el hiperpunitivo tramo final La caja de Pandora de Pabst (1929), un conjunto heterogéneo de indecisos obsesos sexuales compuesto aquí, como en aquel caso clásico, por una irresistible mujer-objeto sexofunesta, un fascinado adorador suyo absolutamente masoquista, una vigorosa lesbiana protectora que de manera ambigua la codicia y un sádico vagamente emparentado con ellos.