La justeza del cine mexicano

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La justeza de la rabia martirizada, cuyo único refugio será una sala cinematográfica porno mexicana a nivel deterioro total y absoluto, vil pellejo, despojos, en ruinas (¿otro arte de hacer ruinas como el que descubrió el alemán Florian Borchmeyer en La Habana: el arte nuevo de hacer ruinas, 2006?), ambientada en los restos de lo que fuera el lujoso Cine Ópera de la colonia porfiriana venida a menos San Rafael, ahora poblada, invadida, que no infestada, por solitarias encapsuladas no-parejas furtivas, con coreográficos partenaires sexuales al fin localizados para efímeras orgías de castidad enrarecida, habitando lo que podría ser la última función de cine en la noche postrera del universo como la de Adiós Dragon Inn (otra vez Tsai, 2003), más que cualquier jornada en el barribravesco vestigio de cine porno parisino voyeurista / fellatorio / omnimanoseador / velatorio del excelente filme La gata de dos cabezas de un infortunado Jacques Nolot (2002), no lejos (pese a su silencio) de los testimonios recopilados en el insólito corto independiente Confesiones de Venus Teresa y Del Río de Erik Daniel Sánchez (10 minutos, 2009), con entrevistas bien portadas a frecuentadores y frecuentadoras de las sobrevivientes salas porno chilangas de nombre femenino (Venus / Teresa / Río / Savoy) por ser amantes practicantes del homo o hetero sexo instantáneo (“Da un poco de miedo entrar la primera vez” / / “Por ahí había una parejita haciendo una felación” / / “Es que todos somos muy sexosos, yo llegué abierta a ver qué me proponían, es lo mismo que sean gordos o flacos ya en la oscuridad” / / “Me esperaba un cogedero, tanto me habían platicado que la experiencia me resultó un poco decepcionante”). La sala porno como revelador, que no vaciadero ni picaresca ni pintoresquismo negativo, de submundos y mundos-aparte; mundos-aparte con catexias, deseos, fantasías, atavismos y fantasmas inconscientes que son también los tuyos.

La justeza de la rabia martirizada dicta una prolongación de la herética erótica de El cielo dividido allí donde el erotismo coexiste con su búsqueda a la deriva, que en ocasiones significa su negación misma, un erotismo a medias errático, siempre promiscuo, perennemente en fuga y fugaz, indefinible, plurisexual o asexuado, ina-sible, pero siempre en función del cuerpo masculino. Fundamenta de modo tajante el propio director Hernández (en la entrevista intitulada “Los rabiosos tiempos” y efectuada por el antes citado Arturo Castelán, en la revista Toma 3, marzo-abril de 2009), luego de reconocer la influencia visual de Fassbinder: “lo que me sigue gustando hasta ahora de Pasolini es la forma en que refiere y muestra su admiración al cuerpo masculino. Por ejemplo, en alguno de sus textos llegó a escribir que la parte posterior de la rodilla en un hombre era para él el punto erótico. En Rabioso sol, rabioso cielo busqué cuál era para mí ese referente erótico respecto a la masculinidad y creo que es la nuca, como me lo hizo notar alguna vez Margaret, la programadora de la Berlinale. Y es en la nuca que los personajes de mi nueva película perciben la mirada de los otros”. O sea, en el erotismo de Rabioso sol, rabioso cielo, tan cacofónico como su título mismo, las nucas ven, perciben de diez maneras distintas, sienten, escuchan, se remueven, se inquietan, se mutan en planos fílmicos; antojadizamente a veces una buena nuca eunuca; por mi sexo hablará tu nuca; las nucas se rinden, huelen, saborean, sorben, absorben, tocan, palpan, se transforman en sujetos / objetos de una cenestesia magnífica, desmembrada, vivaz, difunta, sintética, en expansión incontenible, ya que “yo quería hacer una comedia romántica con canciones y me salió El cielo dividido; un filme casi militante y, como dicen, una película gay con personajes categorizables y estereotípicos. En la realización de Rabioso sol, rabioso cielo me encontré de nuevo en una etapa más oscura en cuanto a mi relación con el erotismo, en una etapa más turbulenta” (Hernández dixit).

La justeza de la rabia martirizada propone en cada sorpresa y encuentro fílmico de figuras amatorio-vacías al interior de cada plano, una vasta y sinuosa, aunque estricta y límpida serie de definiciones conjuntas, y secretamente opuestas, de la rabia como fronda alborozada y el martirio como respiración callada, la rabia como andadura interrogativa y el martirio como crepúsculo enseñoreado, la rabia como espiral y el martirio como destino, la rabia como intuición constelada y el martirio como imantación profética, la rabia como perplejidad aforista y el martirio como canto ambivalente, la rabia como sustancia polar y el martirio como único horizonte fértil, la rabia como esencial adolescencia perpetua y el martirio como lucidez adulta, la rabia como condena a la búsqueda y el martirio como doliente hallazgo maduro, la rabia como diario semanario de algún místico demasiado vigente (en la línea sadianamente iniciada en el cine nacional por Iván Ávila Dueñas) y el martirio como evidencia palpable de los intocables hombres-objeto concretos, la rabia como cólera de los débiles y el martirio como aspereza del miedo, la rabia como venganza prohibida y el martirio como juicio torcido, y así sucesivamente.

La justeza de la rabia martirizada fue determinante en su conjunto y en su virulencia para que su realizador recibiera por segunda vez un premio Teddy Bear, exclusivo para películas de temática gay, en el 59 Festival Internacional de Berlín 2009 (el primero había sido, seis años antes, hacia 2003, por Mil nubes de paz... en la edición 53 de ese certamen), donde la cinta participó dentro de la sección Panorama, pues según consta en el acta del jurado “Este galardón se otorga a Rabioso sol, rabioso cielo por su maestría cinematográfica y su visionario uso del color y del sonido —por sus exploraciones del amor, del deseo y la sexualidad en un marco de mitología antigua yuxtapuesta con la urbe moderna”. En el catálogo del mismo evento mencionado, el cineasta realizaba el prodigio de publicar una ficha-presentación-sinopsis del filme, otorgándoles nombres supuestos, jamás mencionados en el relato fílmico en sí, a sus personajes incidentales por completo anónimos (tipo Meche / Clarisa Rendón, Andrés / Joaquín Rodríguez, Bruno / un nada Norteado Harold Torres de poderosa presencia en el lobby del cine et al.), antes de concentrarse en el sentido del segmento concluyente del filme y resumiendo lo inevocable, incluso lo informulable e innombrable de él, como sigue: “El amor como martirio épico cuya redención y cumplimiento sólo pueden hallarse en el más allá de la vida. Este nuevo filme de Julián Hernández narra la historia de Kieri y Ryo, dos hombres que se aman de manera incondicional. El absoluto de ese amor da sentido a sus vidas. Sin embargo, ese recíproco don de sí mismos no dura eternamente. Ryo es secuestrado y esto significa para Kieri el comienzo de un viaje místico. No sabe que es ‘Corazón de Cielo’ quien guía y protege al amante en su travesía, atizando sin cesar el deseo. Para Ryo, la fuga, la búsqueda y la espera son etapas de la ruta solitaria en la que habrá de perecer, mientras que Kieri, en su esfuerzo por recuperar a su amante, ofrece su cuerpo para lograr la resurrección de Ryo. Se encuentra en agonía cuando la tierra, guiada por Corazón de Cielo, cubre el cuerpo de los amantes a fin de que pueda brotar una nueva vida. Reunidos en la muerte, Ryo y Kieri recobran la vida a través del mito —ya que en efecto el cielo no olvida a quien es capaz de un amor incondicional”.

La justeza de la rabia martirizada consigue que, bajo el influjo de la mano divina el amante abra la boca, se remueva, entreabra los ojos, los entorne y torne a gatear (“No tengas miedo, no estás solo, yo soy la luz”), antes de que el sol desaparezca y emerja de la cueva en la deslumbrante luz sobreexpuesta, cargando el cuerpo del amado. O bien, que Kieri nade en el fondo del lago y el trío nade bajo la superficie, antes de que Tari saque la cabeza del lavabo y, en otra dimensión, armónica y doméstica ésta, su rival también lo haga para conseguir, en una feliz reunión, besar los muslos de Ryo redivivo, la cámara retroceda y descubra a los otros a la vera de la pareja dichosa, el arracadas permisivo Tari junto al marco de la ventana y la deleitosa pensativa aunque sentenciosa Tatei del vestido listado en el balcón (y con voz grave de Diana Lein fuera de campo), también dichosos y sonrientes (“Brilló en medio de la oscuridad, y apareció el día. Ahora todo es claro, querido, no impuesto por el destino”).

Y la justeza de la rabia martirizada era ante todo un extraliterario menosprecio de ligue y alabanza de pareja, una suma de intensos momentos fílmicos sobresignificativos casi autónomos, una relectura distendida y sobreentendida del mito de Orfeo y Eurídice en los infiernos de las ánimas en pena, un paréntesis abierto entre el sol y el beso, un reparador ejercicio de resurrecciones sucesivas, una transfiguración sostenida como exitosa práctica homosexual, sin duda una lapidaria obra maestra poética del cine amoroso (y gay) mundial.

2. La justeza prima

No encima de las ruinas, sino del recuerdo,

porque fíjate: son ingrávidos

y nosotros ahora empezamos.

Virgilio Piñera, Una broma colosal

La justeza del eromariposeo

Un Dramatis Personae sugerente, excéntrico, pluriconductor, al borde de lo deliberadamente carismático e insólito.

Pelona sensual y ultrasofisticada con aplastados restos de cabello blanco platino y larga trenza delgadísima cayendo del cogote como mal situada cola de mujer mono, chamarra de peluche rosadote, excitante lencería negra, punketa trasnochada de promoción póstuma, artificiosa tumbahombres artificial, apariencia frívola a rabiar pero azotada sexual, tortuosa dañadita precoz cual inaccesible objeto erótico ideal para sadomasoquistas, la irresistible chava de reventón medio gordilla medio golfilla de 21 años Pamela (Federica Quijano exintegrante del grupo musical pop Kabah) no pela al ligador moscón de la terraza de café, finge demencia desdeñosa más que despectiva, se escabulle terminante de los picadazos cuates de su edad con quienes se ha apareado como Benjamín (Luis Ernesto Franco), baila sicalípticamente con amigas en la disco, se escabulle por desidia a las tentadoras salidas de fin de semana a San Miguel Allende, se erige en acompañante disponible para conectar droga en barrios sórdidos, se mete coca y lo que sea en los reves narcorgiásticos, se hace pasar por prostituta de lujo y pagar carísimo para no tener que acostarse voluntariamente con el varón mayor que la asedia, deja aflorar remordimientos de triste picho mojado y compungido de gruesas cejas acorraladas bajo la ducha individual poscoitum, va al inútil psiquiatra obeso pomposo (Sergio Bustamante) sólo para complacer a su mamá (Mirrha Saavedra), tiene feroces regresiones traumáticas al divorcio de sus padres, se le cuelga como último recurso o tabla de salvación existencial al galán primero rechazado de quien se ha ambiguamente enamorado, lo corta sin motivo aparente pero tras un asedio de semanas a través de la contestadora telefónica vuelve con él a la primera invitación apetitosa y, tan inconsistente en sus tenencias intersexuales o en sus decisiones como en sus verdaderas apetencias, ostenta su insatisfecha fantasía erótica de sexo en trío con dos hombres, que intentará agresivamente realizar, de preferencia en Acapulco.

 

Interesantón fumando y coqueteando por encima de sus ahumados anteojos semicaídos, regia sudadera informal o formal atuendo azul marino con corbata, barba descuidada, pelo cortito echado hacia abajo para disimular un poco la calva emergente, contemplador de indeseado anillo de compromiso en estuche rojo, galán otoñal tan distinto en apariencia y sin embargo tan semejante en ejercicio a los de antes (Arturo de Córdova en La diosa arrodillada de Roberto Gavaldón hacia 1947, o Armando Calvo en El yugo de Víctor Urruchúa y de 1946 impuesto e inmovilizador por celos patológicos y demás), el millonetas explotable y masoquista a rabiar de 45 años aprox Víctor (Fabián Corres) es un compulsivo ligador-perseguidor-castigador de jovencitas que a la mañana siguiente no sabe ni cómo se llaman ni a qué hora quitárselas de encima, pero que se encula tan salvaje cuan comprensivamente por la enigmática Pamela que erojuega con él como se le viene en gana, lo orilla a invitar a su amiga desechable, lo somete, lo exprime, lo trata como trapeador, lo hace ver su suerte y rajarse a la mitad del trío sexual playero para que se abandone a una furibunda sesión de recriminaciones agrias fuera de lugar y a ridículas confesiones amorosas bajo las indiferentes palapas nocturnas.

Culopronta, morena elegante de camisola café, ocasional y accidentalmente bisexual a la hora del destrampe con pérdida de conciencia tras meterse de tocho, liviana y sorprendentemente rechazada por todos tras la cogida consagratoria, convertida en rogona y casi mendiga sexual pues puede andar con quien sea menos con alguien que valga la pena o la tome en serio o siquiera retenerla, la guaposa amiga desinhibida Roberta (Gabriela Zamora) sirve desde el abordaje en el café como enlace aventado y abiertamente sexual para la relación de Víctor y Pamela, aunque luego intentará recuperar al hombre con poder económico para ella, intrigándola, traicionándola, trepándosele a los hombres para excitarlos, llegándole al Benjamín exnovio de Pamela para sacarle información y traficarla con el añorante hombre maduro aunque éste deba expulsarla de inmediato, semidesnuda, de una patada y dándole un portazo a su lujoso depto.

Omnitatuado pero principalmente en el hombro derecho, bisexual como todos los de su nacionalidad en el cine mexicano actual, el chulito turista español de mirada interesante Miguel (Eduardo Arroyuelo) se hace abordar en la barra del bar, acepta de inmediato la invitación en trío a Pie de la Cuesta, permite ingenuamente que lo atasquen de comida enchilada en la fonda caminera, descompone gachamente la figura al guacarear feamente con la asistencia de sus verdugos burlones, se deja asediar por mexicanitas lanzadazas aunque siempre hipócritas y subrepticias, se deja usar por Víctor y Pamela para sus jueguitos indecisos y se besuquea en el corredor del hotel acapulqueño con la flaquita vecina cachonda del cuarto de arriba cuyo posesivo dueño machín malencarado le cobrará el agravio con la vida.

Tan prototípica y estereotipada como cualquiera, pese a sus aspiraciones arquetípicas y de aparente señaladora vez primera, un Dramatis Personae por lo menos atractivo, interesante, versátil, actual. ¿Qué combinatoria significante / insignificante? ¿Qué mixtura de juego, pasión, traición y crimen? ¿Qué cóctel de riesgosos juegos eróticos se puede preparar e ingerirse con estos personajes-ingredientes?

De entre todas las combinatorias, mixturas y cócteles posibles, Pamela por amor, también conocida como Pamela, secretos de una pasión o simplemente Pamela (Galubi – Fidecine : Imcine – Estudios Churubusco : Azteca, 94 minutos, 2006), la tardía y a punto de quedar inconclusa ópera prima como autor total del último descendiente del clan de los Pedros / Rubenes Galindos ahora en Estados Unidos formados y encumbrado productor de programas de concurso para Televisa (tipo Bailando por un sueño) ya de 42 años Rodolfo Galindo Ubierna (corto de graduación: Moon Strings, 1997, con Tatum O’Neal), elegirá la más retorcida y confusa anécdota posible, que corre de la siguiente manera, o maneras.

Primero será el amor disparejo y difícil, acaso imposible, por lleno de frenos, titubeos, desvíos, escrúpulos, recovecos y desahogos inexplicables, entre la joven Pamela y el ruco Víctor por ella obsexo, desde el inicial ligue con la amiga Roberta de inmediato desechado, la aceptación de cogidas por Pamela con pago mediante, la cadena de separaciones, reencuentros, flashbacks inoportunos y por fin su viaje de placer al lado del españolito Miguel a Pie de la Cuesta, donde éste, a punto de cumplirle su erofantasía de trío sexual a Pamela, será fulminado a bofetadas y tubazos por el marido celoso un piso superior del hotel.

Pero entonces, al llegar a este momento, el punto crucial y climático se convertirá en punto de inflexión y la trama dará un inesperado, radical y desquiciante giro en su interior, intentando unir todas las aristas de la estructura diseminada, para remitir a un sinfín de dimensiones improbables, aunque todas pertenecientes a una justeza del eromariposeo del todo inabarcable. Una justeza del eromariposeo que revolotea y juguetea con la multidimensionalidad plurigenérica, gracias al retardado y audaz vuelco ficcional ya señalado, no sólo de tono sino de relato absolutos, hasta desembocar en último tercio taurino, o en un rondó caprichoso, o en una danza macabra de finales con furor luciferino, como quiera vérseles.

La justeza del eromariposeo revolotea y juguetea con la crónica de costumbres sexuales. No se trata de un sondeo de (de)generación demasiado original ni innovador ni extenso ni profundo, ni se aleja demasiado de los lineamientos de cintas curiosamente en femenino contemporáneas de Pamela por amor como Así del precipicio (Teresa Suárez, 2006) y Efectos secundarios (Issa López, 2006), pero a diferencia de ellas, el filme de Galindo Ubierna es considerablemente menos moralista, menos elemental, menos obvio, menos sujeto a una cinedramaturgia tranquilizadora, al abordar temas como el deseo degradante y autodestructor a sabiendas por ambas partes, la pasión sexual obsesiva, la curiosidad erótica y la aventura a la deriva e indecisa fuera de cualquier orden comunitario perfecto, la idealización de cualquier sociedad o núcleo cerrado, la práctica erofantasiosa sin raíces realistas ya delirante en sí (tipo Shibari de Christian González, 2003) y así. Los detalles hablan por sí mismos: ahí está el solitario pepino del refri siempre listo para la cópula lésbico-sucedánea que acometerá con Roberta la única amiga lesbiana declarada del filme Claudia (Valeria Vera) durante una noche en particular orgiástica de tachas y sexo dentro del depto de Víctor bajo la mirada de Pamela, ahí están esos melancólicos ojos pese a todo femeninos de Pamela de pronto ciclotímica y kubrickeanamente muy abiertos, ahí está la metida de mano al coño de la ofrecida Pamela sobre la mesa de la cocina cual mitológica Jessica Lange en El cartero siempre lame dos veces (Rafelson, 1981), ahí está el charco de sangre miguelina que une el goce y la muerte del objeto erótico, ahí están los resortes de la actitud retráctil “de cobra” rechazante que alternan con repentinas y desaforadas iniciativas erótico-amorosas definitiva e irrecuperablemente psicóticas, y ahí está en general la expresión corporal de la no-actriz de hipersensible presencia anómala Federica Quijano cual pesado animalillo extraviado para denotar los azarosos e inestables cambios emocionales del errático personaje inédito de Pamela sin que el filme llegue jamás mínimamente a connotarlos (“A mí me gusta confrontar, siento que el cine debe mover fibras, hacer temblar”, declara el realizador a César Huerta y Gustavo Silva, en El Universal, 3 de octubre de 2008).

La justeza del eromariposeo revolotea y juguetea con el thriller pasional. No es la pasión, sino el infierno de la pasión. No es el thriller de acción hiperviolenta y trepidante, sino el thriller de la grisura psicológica, a lo Georges Simenon / Claude Miller (en el límite Garde à vue / El interrogatorio, 1981), dada más bien por la soberbia edición de Mayte Ponzanelli, mediante flashes argumentales y por montaje acelerado sin previo aviso, el thriller reducido a su más mezquina o menos plausible y no mínima impresión, a una serie de planos intercalados intempestiva y misteriosamente en diversos sitios tranquilos del relato, a una inquisición cortés al millonario Víctor por un ubicuo Comandante (Carlos Cardán) dentro de una estrecha celda de comandancia policiaca regional, al homicidio estallado más que sucedido en el hotel-resort acapulqueño, a la alteración en tempo de suspenso de la escena del crimen, en la embestida a cuchilladas de presos comunes contra el cautivo injustamente condenado, la solución platicada meramente declarativa del asesinato y el instantáneo egreso por elipsis del héroe ya redimido. Thriller mentalista, thriller subliminal, thriller colateral, thriller hipotético. Thriller inepto e inesencial, thriller orquestado sobre la esquizoide música alternativamente pop y transpuesta de Las Masfaldas, thriller potencial-conceptual cual inútil explicación deductiva de Sherlock Holmes (Guy Ritchie, 2009) a flashazos mentales, posmodernos / hipermodernos, a ritmo vertiginoso, del todo prescindibles.

La justeza del eromariposeo revolotea y juguetea con las frases contundentes y con los diálogos extremosos. Por un lado, naturalistas (“Mi casa es una jungla”), generacionales (“Roberta vive en un viaje”), crudos (“A mí ese tipo no me late para nada, el buey te quiere comer a ti”), gráficas de wishful thinking (“Así yo la caliento, mi rey”), lógicas en el descolón (“Es mi fantasía, ¿no?, güey”), léperas (“Cuídala, pinche puto”), brutales (“Ni quieras que te chupe, no valen abracitos de estos, ni nada”). Por el lado opuesto, superexplícitos (“Fui clara con él desde un principio: sólo hay una manera de que me acueste contigo, ésa es que me pagues”), candidotremendistas (“Tal vez estás... enamorándote de ese... Víctor”), torpes (“Ya le dije que no, doctor, sólo somos amigos, punto”), obviotas (“Quiero que me veas con otro”), caricaturescamente doctorales (“¿Qué... sentiste, cuando se divorciaron tus padres?”) o gremiales (“Señor Escobedo, está usted acusado de... homicidio”), cursis-cursis (“Lo que me pidas”), tajantealtisonantes (“Suéltame, yo no tengo por qué darte ni una mínima explicación”), o de a tiro vilmente telenoveleros (“Ésas son las reglas del juego” / “¿Te das cuenta de lo que acabamos de hacer?” / “Es como si fueras una... puta”). ¿Quién les entiende, en eso del tono y del sentido, subiendo y bajando como en montaña rusa, mutantes de secuencia en secuencia? Intercambiables frases extremosas y los diálogos contundentes, como si fueran filosos cuchillos vueltos gratuitas serpentinas melladas.

La justeza del eromariposeo revolotea y juguetea anacrónicamente con la salsa psicoanalítica (un filme con sesiones psicoanalíticas donde son tan psicoanalizables sus criaturas como la película en sí), hasta toparse final, irresponsable y tan alegre cuan tremebundamente con el tema tabú. He aquí que el viraje del filme desde su interior se refiere al incesto con el padre, el tema tabú por excelencia de la cultura occidental, aunque hoy muy socorridamente reducido por el cine dominante con pretensiones a los clisés del acérrimo e injustificable padre pedófilo violador de su propia inerme hijita o hijito o ambos por el mismo precio condenable y truculentamente moralino. Un incesto con el padre que pretende explicar ilusamente y con creces, aunque de manera exagerada e insuficiente a la vez, pero jamás explícita en cada una de sus presumibles etapas obviadas, inmencionables, innúmeras, inabarcables, la tormentosa relación de la pareja protagónica. Un incesto con el padre que arroja nueva luz esclarecedora, imponderable, increíble, si bien improbable e inverosímil, sobre los desencuentros a nivel de cacería sexoamorosa, por decir lo menos, entre el insistente hostigador-cazachavitas Víctor y la huidiza hostigada-cazada Pamela. Un incesto con el padre que obliga a una diferente, nueva, óptima lectura perversa de la reiterada secuencia en sepia del cariñoso papito fotógrafo (“¿Nos mandas un besito?”) a su nena en puro calzoncito blanco, felinaza-fellinaza-felizaza, esgrimiendo en la boquita grácil un tubo plástico para el rizado de pelo materno. Un incesto con el padre que devela los más oscuros y turbios e inconfesables secretos melodramáticos, de melodrama negro pero sublime, que impulsan a los protagonistas y quizá a todos los personajes. Un incesto con el padre que ha dado lugar al singular pacto entre sus participantes desde la adolescencia (“Vamos a simular que no nos conocemos”) sin arriesgarse a imaginar sus consecuencias futuras en escalada hacia la vida adulta, hacia el supuesto humor negro y la voluntaria / involuntaria tragicomedia. Un incesto con el padre que parece aceptado, si bien a regañadientes y de forma diferente, por ambas partes. Un incesto con el padre que se ha volcado a la invención de una doble vida flagrante y transgresora, para poder asumirse, para vivir más a gusto y bajo resguardo de la mirada ajena, salvo de la desdibujada figura materna, su pasión cómplice e intermitente (“para así permitirse vivir una desbordante pasión que los llevará a cruzar todos sus límites y explorar sus fantasías”, anunciaba extralógicamente la carcajeante presentación-promoción del filme en DVD). Un incesto con el padre más a sabiendas que a ocultas de esa madre que ha llegado vengadoramente a modificar la escena del asesinato en su último minuto para que resulte inculpado su exmarido. Un incesto con el padre más allá de la diversidad y la proliferación de scenarii. Un incesto con el padre aplicado a la intensidad de los placeres prohibidos, diabólicos o divinos por igual, al acostarse repetida y palpablemente con el Diablo y con Dios al mismo tiempo. Un incesto con el padre que se propone por encima de la moral, de la inmoralidad y de la amoralidad al mismo tiempo, aunque desde perspectivas timoratas en acto y en imagen que semejan o simulan posturas curiosamente opuestas. Un incesto con el padre con cortejo rosa cursi e iniciático libertino tácito al ir a recoger Víctor a su hija a la salida de la escuela secundaria con obsequios onerosos desde su carrazo en el pasado prostituido y emputecedor light. Un incesto con el padre como estorboso e ilegible cadáver colosal entre hilarante y horrendo. Un incesto con el padre fincado en la decisión paterna y la flaqueza filial para que la decisión del acto haga que la cópula anodina vire a lo peor. Un incesto con el padre que confunde el reciclamiento resurreccional de lo mismo con olor a tumba y autoescarnio culposo para dar a la anécdota monstruosamente idiota su equívoco atractivo último primordial.

 

La justeza del eromariposeo revolotea y juguetea con la dimensión visionaria. Autonomía de las visiones, con montaje de flashes mentales de la protagonista regresiva, o de la película misma, con sorpresivas imágenes rutilantes o cámaras rápidas orgiasintetizadoras de Alberto Lee (el disminuido camarógrafo de Secretos de familia). Pero también autarquía de las visiones frente al magnificente estatismo súbito e inaugural, ante la suntuosa frontalidad radiante de la ventana abierta al campo que poco a poco se inunda de luz, o admite la aparición / desaparición en efigie plácida de la heroína monologal en off, desde el prólogo enigmático (“La luz me envuelve, todo está bien, todo está bien, es por amor, fue por amor”) hasta el mejor de los epílogos reconciliados (“Mi espíritu permanece inocente, intacto, la luz me envuelve, y demás”). Visiones desde la anestesia, a lo Bernardo Ortiz de Montellano, del sonido a la plancha quirúrgica y de la voz al sueño (¿la película misma?), en la pugna eterna de la mujer que se niega a dormir durante una grave / ligera / innata crisis histérico-nerviosa y debe ser sometida por varios paramédicos de bata verde e inyectada por la fuerza, en ofensa a la raíz de la infecta, a su cuerpo vivo, al suyo, a su concha de armadillo en la triada de los hombres sin sentido (ese avanzado trío erótico derrotado por el triángulo amoroso más retrógrado) y en un movimiento libertario que se adhiere a la grotecidad de los copuladores perpetuamente semidesnudos. Visiones que dan al traste y se dan al traste al desembocar en dos epílogos videocliperos, en los que, tan arbitraria cuan nostálgicamente, tanto nuestro irreconocible baladista Fabián Corres y nuestra exKabah bien Federica como siempre, interpretan en solitario desesperado, o más bien confían autistas al micrófono, algunas melodías consentidas, aunque fuera de cualquier contexto, de sus respectivos repertorios descerebrados (tipo “El listón de tu pelo”), cual irremisibles tributos ídolo-egocéntricos que les rinde no la anécdota sino su película-fan misma.

Y la justeza del eromariposeo era ante todo un revoloteante y juguetón acercamiento por acoso y por si acaso al ocaso locazo de la reconocida pasión sexual inasible e insostenible, una multidimensionalidad multifallida de muy distintas maneras múltiples, una “despedazada propuesta visual sin ilación lógica” y “un hueco aburrido y pedante ejercicio a la deriva que sólo impacta a su director” (según José Felipe Coria, en El Financiero, 27 de octubre de 2008), una desposeída lucha intestina de instintos, una elogiosa defensa e ilustración políticamente muy incorrecta del hostigamiento sexual, un autovictimado anticipo de conspiración contra lo nuevo y lo inédito, un fascinante portavoz de lo subyacente no emergido ni reconocible.