La justeza del cine mexicano

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La justeza del chili-giallo

Debe participar en la factura y la metafísica de un snuff ya no hipotético.

Contratada por teléfono para montar un filme y escuchando premonitoriamente en la radio de su auto el rock de un cierto Lady Killer de los años setenta, la atribulada joven editora de comerciales en trance de turbulenta ruptura amorosa Gilda Balboa (Pamela Trueba huesudita y con repertorio de enormes aretes de disco rojo) acude entusiasta a una misteriosa casa de la colonia Portales donde nadie le abre, impersonalmente recibe indicaciones por celular (“¿Ya llegaste?”) de que abra con una llave oculta entre unas piedras junto al portón, penetra entre burlas de muchachos y la súbita presencia de un trastornado agente de seguros (Jesús Arriaga) que insiste en venderle una póliza contra siniestros (“El accidente no necesita invitación”), encuentra dentro del bote depositado en una escalera de piedra mil dólares de adelanto, algún fumador canoso con suéter de cuello de tortuga parece observarla sin que ella se dé cuenta, demasiado entretenida en obedecer las órdenes a distancia, en toparse con un minibar y manjares dispuestos para su uso exclusivo, en tomar posesión del lugar y hallar, junto a un moderno equipo de edición, los trozos fílmicos a los que tiene el encargo de dar forma y generar, no los cortos mugres que realiza su machín novio cinedirector tarado Aldo (Faisy), sino lo que ella cree su ansiado primer largometraje, fundamental en su carrera, y empieza a visionarlos. Pronto descubrirá que se trata de algo muy diferente, pues su contratante oculto se ha dado durante años a la perversa tarea de filmar a las víctimas de sus numerosos crímenes, todas hermosas féminas seducidas con engaños y en trance de ingerir vino noqueador, al igual que lo está haciendo ella ante la pantalla de la compu editora, antes de ser salvajemente aniquilada.

Cuando se percata de que las brutales muertes aparentemente fingidas son reales, y luego de oír un grito ahogado de Aldo por celular que luego se revelará como algo muy distinto de otra de sus bromas, la chica intenta huir, pero ya es de demasiado tarde. Está atrapada por el asesino en serie que se autonombra Lady Killer (Rafael Amaya) y tiene la obligación de concluir su trabajo, esposada de las piernas o debiendo escoger entre cinta o cuerda (“Cinta”), lo cual se dificulta también, y se agrava, desde el momento en que la muchacha empieza a ser blanco de los fantasmas de las asesinadas, que sienten celos de ella y la hostilizan terroríficamente, mediante indeslindables juegos crueles, mórbidos, sádicos, aunque en lo profundo y pese a todo persuasivos (“Quédate con nosotras, no te arrepentirás”).

Por otro lado está el ambivalente asedio erótico del homicida ojiazul de cabellos blancos, quien la ha drogado con el vino especial de su cava, la ha desvestido para que amanezca en un lecho inquietantemente desnuda, la ha intimidado hasta la degradación, no ha cejado de aleccionarla con sus divagantes teorías inmoralistas (“Si puedes sentir la ternura, puedes sentir la crueldad”) más que bien llevadas a la práctica, la inmoviliza, la inutiliza, la impresiona en todo género de atuendos de gala o frívolamente grotescos, la obliga a contemplar la degollina de su novio, la fuerza a armar lo que considera La Obra Maestra del Cine de Horror, la orilla a inventarse una intriga para darle la estructura ausente a la suma de escenas carniceras, la inspira para videograbar ella misma entrevistas adicionales y explicativas con él, la vuelve así receptora de sus confidencias más hondas para elegir a sus víctimas-musas tan desechables (“Era repugnante estar con ella” / “Se castigaban andando con usted” / “Odiaban sus entrañas, tenían miedo de entregarse a la vida”), la sodomiza motivado por su tanga negra y, desdoblándose intempestivamente, la protege a través de su otro yo (Gerardo Murguía) que intenta aconsejarla para que se salve (“Él tiene la llave, nunca dejes que beba tu sangre, consulta un archivo secreto de la computadora llamado Crash”), hasta que la película durante días en proceso de montaje se haya concluido (“En cada uno de los 24 cuadros dejé mi alma”), decidan celebrar juntos con champagne más caviar (“La difundiré por Internet, es una obra de arte y todo mundo tiene el derecho de disfrutarla”), Gilda acometa una imposible tentativa de escape tras abrirle el cráneo a su captor de un botellazo, y su destino fatal se haya consumado.

En 24 cuadros de terror (Frontera Producciones LLC, 35mm, 88 minutos, 2008), presumible opus 71 del asombrosamente fecundo videohomero y esporádico cineasta excepcionalmente violento de culto ya inaugurándose como quincuagenario Christian González (Thanatos, 1985; Imperio de los malditos, 1992; Shibari, 2003), por supuesto con guión suyo, la semifantasía de la trama dislocada le entra en forma y en serio al cultivo del llamado cine giallo, o sea amarillo, como las portadas de la serie de novelas baratas que le dio origen y como el color del miedo, el subgénero que le surgió a la poderosamente industrial cinematografía italiana en los años sesenta, a partir de Seis mujeres para el asesino o Las tres caras del miedo de Mario Bava (1963 / 1964), y que halló su esplendor en las dos décadas siguientes, gracias a los vigorosos filmes hiperviolentos y sañosos de la cohorte Dario Argento / Lucio Fulci / Sergio Martino, vuelto ahora en una especie de chili-giallo, a semejanza de lo que fue a su debido tiempo paralelo el chili-western, nuestro émulo del spaghetti-western (que tuvo como máximo exponente el majestuoso cine épico-lírico de Alberto Mariscal hoy aquí en vías de reivindicación), para intentar hallarle, así y allí, aunque sea a destiempo, una renovada, innovadora, inesperada justeza, como sigue, y volviendo a empezar, ya que ha podido decir cualquier glosa de la sinopsis oficial del filme acerca de la verdadera esencia, consistencia, virulencia y presencia visualista de éste. La hibridez genérica aprieta, dialoga en circuito cerrado, crucifica voluntariamente, escuece.

La justeza del chili-giallo nace tradicionalmente de la fusión violenta del thriller y el terror. Alianza, mezcla, mixtura, mezcolanza, pócima, solera, batidillo, conjunción armónica o inarmónica, pero siempre disparatada, intrigante, descabellada. Y ello desde el arranque del filme, que se manifiesta como punta del iceberg ficcional, con ese personaje agitado que delira de cara al espectador en tres planos incalmables, primero a modo de reflejo especular (“La mente humana nunca deja de existir, incluso después de la muerte; la mente y el alma, una vez desencarnadas, comienzan a navegar en un eterno mar de ectoplasma”), luego contra una escueta cortina de franjas verticales verdes y negras (“Sólo el magnetismo de la existencia puede perturbar ciertas mentes, sobre todo las débiles, apartándolas de su luminoso destino, invitándolas a regresar”), por último dentro de un cerradísimo close-up amenazante a la Leone (“Para encarnar de nuevo, necesitan poseer a un ser humano, cambiar la vieja sangre seca por fresca, usurpando un cuerpo ajeno: deambularán por el mundo como muertos vivientes”), a jump cuts incrementadores de su desazón seudoiluminista pero diáfanamente regresiva y bipartida por un claroscuro lateral, en un inquietante arranque-prólogo-obertura-clave que de inmediato absorberá el relato cual reiterativa imagen en los tres monitores de la computadora donde está realizando su tediosísimo trabajo de montaje la protagonista de gafas Gilda (“Ay, tengo ocho horas de material con el mismo idiota hablando, con su cara de aburrido, de fantasmas y demonios...”) aguantada por su amiga Sofía (Raquel Bustos) que también escucha las quejas sobre el novio inútil; un delirante trozo con tensa música sacra que de inmediato se ha neutralizado y salido del campo óptico, pero sensible e intelectualmente, es un decir, es decir como piedra lanzada y enigma autodevorado, se queda, porque apenas ha partido la buena amiga, bastan ruidos contundentes, una desmelenada enredadera blanca en el fondo del encuadre, un sugestivo cambio de música, una repentina interrupción de electricidad, trémulas cámaras subjetivas sobre el pasillo y un flash mental del hablante aburrido ahora impasible e intercortes de barrotes tempestuosos, para que un terror elemental remita a la angustia primaria de la sujeto (“Sofi, Sofi ya, ya güey”), pues el enigma también sirve para desprender los más repentinos mecanismos del suspenso (según los modelos de Rojo profundo o Alarido / Suspiria de Argento, 1976 / 1977) y virtuosísticos cambios de tono, y a que sólo se trate de una bromita de su novio cineasta siniestro Aldo, quien ha llegado pedísimo al lado de su nueva actriz-conquista besucona-vomitante Roberta (Cony Madera) y otros cuates en lamentable estadazo, como el gay inseguro Ruy (Alberto Licea) y la burlona Felicia (Gabriela Melgoza).

La justeza del chili-giallo depende fundamentalmente de ese enigma. El enigma, autoconsciente, inasible, informulable, autocrítico, provocador. A las acepciones habituales del concepto de enigma (evento difícil de interpretar por hallarse artificiosamente encubierto su sentido, cosa que no se alcanza a conocer a fondo, acertijo introducido por la ambigüedad), habrá que ir añadiendo algunas más, en términos de gran cine efectista a lo Brian de Palma (esa caída del celular sangrante, ese amenazante plano subliminal del reflejo propio sólo con supuesto background espeluznante, esas rodillas sangrantes, esos cursirrománticos desmayos femeninos de amor / dolor / muerte) o incluso multimedia dentro del multimedia (realismo desvanecido / ilusión onírica / subjetividad / imagen filmada / videofiguración). El enigma abarca e impregna todas las dimensiones de la trama argumental y la urdimbre dramática. El enigma parece renovarse a cada tramo y en cada pliegue de la corriente sanguínea del organismo conjunto. El enigma da vuelcos mayores hacia la parte final del filme, hasta alcanzar un desquiciamiento casi total. El enigma acomete, más que una indagatoria sobre la identidad (doble) del asesino o una meditación acerca de las causas de su comportamiento, una exploración antipsicológica de su omnidenegación moral contundente y de la potencia de sus fabulaciones personales, expresadas por la necesidad de testimonios filmados de los homicidios como el súmmum del narcisismo, desde una perspectiva activa en acto y contraria a la de todo cine policiaco clásico, lo que constituye la parte más interesante y enigmática del filme. El enigma es Dios y, como el dios de Spinoza, está compuesto por la sustancia absoluta, tiene una infinidad de atributos, es causa inmanente de sí mismo y demás, pero cuyo fin último es servir para reconocer la existencia del hombre que está en el centro, valorar su aventura vital y darle el sentido de la que ésta carece.

 

La justeza del chili-giallo recurre eficazmente a la ineficacia de los representantes y los defensores del bien. Para que el mal y los valores negativos dominen, con su garantía de hacer imperar la violencia, el abuso y la perversidad, debe confiarse en una probada, predecible ineptitud de las fuerzas que deberían representar a la justicia y, en general, a todos los valores positivos, o más restringidamente, al simple instinto de conservación. En ausencia de la incapacidad, lo inasequible y la ignorancia de la policía, por supuesto. Pero siempre destacando, prevaleciendo, más que erótica o apasionadamente, por encima de cualesquiera valores positivos o negativos, ascendentes o decadentes o de otros diez dientes, la saña contra las mujeres, viles envoltorios de carne lastimable, hendible, violentable al gusto, al sigilo y a rabiar. Como en competencia de los oscuros giros circulares de la trama consigo mismos, en espiral, se convierte a las féminas en simple carne de ultraje para el gozador asesino satisfechamente narcisista y sus testigos de calidad, sus semejantes, sus hermanos, los ávidos espectadores. Ni siquiera se excluye ni salva la sensible y vulnerable heroína, de entrada definida como una arribista miedosa infeliz, hipertolerante con el novio ebrio y promiscuo en su cara, a quien soporta con tal de no quedarse sin hombre (“Por lo menos tienes a alguien”), sometida y en el límite de su resistencia, cuyas únicas compensaciones afectivas se la daban, con cierta ambivalencia, su amiga Sofi (“Si yo fuera hombre, me agarraría mis supuestas bolitas, y me casaba contigo” / “Ni lo digas dos veces, porque en una de esas te tomo la palabra”) que no deja de alentarle o aplaudirle el truene de pareja, y un lindo microminino llamado Horus, antes de salir huyendo en estampida hacia cualquier eventual trabajo improbable, como queriendo asirse al primer clavo ardiente, sólo para caer también en la trampa, en las redes y la cauda de los espectros de las celosas, tipo las lívidas enharinadas Mellizas Fantasmas (Anna Ciocchetti ambas) de túnica y descalzas, que se le aparecen, la persiguen, la acosan como otra forma del sigilo, la cercan, la rodean conminatorias en torno a su lecho, cual si la cebaran, ya rumbo a un ultramasoquista y pasional enamoramiento terminal con su contratante y liquidador. Las demás, como finalmente también ella, sólo parecen haber existido al ser eliminadas explícita, gráfica, detalladamente, por los métodos más torturantes, atroces y diversos imaginables: acuchilladas, degolladas, tijereteadas, claveteadas con un punzón en el órgano cardiaco, amarradas y colgadas al estilo shibari nipón, destripadas, decapitadas, pero siempre autoofrecidas vehementemente al verdugo e, incluso in extremis, o candidatas al rígor mortis, palpitantemente enamoradas (“Estoy mojada, siempre estoy mojada”) o embarazadas, aún en la ronda macabra de visiones tanáticas proclives al caos.

La justeza del chili-giallo recrea el mito del snuff, releyéndolo a través de la fragilidad y la lógica del sueño. La fragilidad en todas sus formas, poseída por el ahora dueño de sus manipulables mentes, al igual que por la enrarecida elegancia inadmisible del oscuro relato dark mismo. La lógica onírica funge como base estilística, de cimentación y de sustentación. De hecho, la originalidad y el nervio de la obra de González, innegables, increíblemente sutiles, derivan, desde su sorprendente Shibari, de un extraño vínculo, muy fluido y poderoso, entre la elegancia y la brutalidad, a la japonesa, muy Mishima o Kurosawa (ahora los dos: Akira y Kiyoshi), por otra parte. El poder soberano del snuff, siempre irrepresentable e inconcebible, aunque otra vez hábilmente oblicuo, por corte o fueras de campo, pero irracional y sin mayor intento de explicaciones, muy por encima de moralinas tipo Amenábar o Hollywood (Schumacher et al.), estará dado por una elegancia brutal en la capacidad de sugerencia del montaje y del escenario, enseñoreando, dominando, venciendo esa incertidumbre básica, como una forma iniciática, por burda que ella parezca a primera vista y análisis.

La justeza del chili-giallo dicta genéricamente un tratado de fenixología. Ha resucitado y reinventado, mucho más que aclimatado, o apenas actualizado, el cine giallo italiano de la gran época, según el excedido y temperamental, por excesivamente soterrado, gusto mexicano. Raramente se ha visto aquí filme más sádico, turbio (fotografía de Rafa Sánchez), desvariante, desarreglado a propósito o sin él (edición de Carlos Espinosa), desintegrador, acre, deliberadamente confuso y malsano. Acaso con dedicatoria exclusiva, o destinado a los amantes del cine gore barato que creen que el Cine acaba de ser inventado por José Mojica Marins o por Takashi Miike, especial pero no únicamente para ellos. El prolífico afán provocador descompuesto de Christian González no retrocede ya ante ningún exceso: las sorpresas incluyen paredes que se desgajan e indefensas chicas atadas espalda con espalda y una tina de aguas negras para semiahogar tumultuariamente en serio a la protagonista, una música gutural la mayoría de las veces (compuesta por Nahum Velázquez) invade con su pastosidad el flujo detumescente del relato, los pronunciamientos altisonantes en favor del predominio del cine reclaman una intensidad autoirrisoria que ya quisieran las solemnes almorranas de Almodóvar (“Tú puedes ser el asesino serial más cruel y sanguinario de la Historia, pero aquí la editora soy yo”), la acción se prolonga en toda clase de inesperados espacios off, los ojos sangran, los virajes amarillean, las texturas se suceden arbitrariamente buscando el shock insaciable, el apetito bebedor de la sangre de los muslos se contiene (“Todavía no es tiempo”) y el bodrio alterna con la genialidad para permutar sus lugares secuencia deshecha por secuencia desecha, pese a que el nudo dramático sea vacilante y a que la consistencia de su mosaico humano virilista carezca de calidez emocional.

La justeza del chili-giallo culmina más allá de la explicación delirante o absurda. Las enjauladas no dejan de aullar, mientras el homicida transformista y su doble limpian la espada consumadora de la decapitación de Gilda con una suavidad análoga a su acicalamiento final o de una caricia innombrable. Sólo falta ya que la buena amiga Sofi dé por fin con el paradero de la casona con portón de hierro de Portales y pase por la misma recepción ritual de la heroína que ahora la dirige por celular, sin percibir un peldaño de la pétrea escalera chorreado de sangre, para que después, trastornada y asqueada por el DVD sólo para sus ojos, ya que “Nunca hay un por qué, siempre un por quién, él y sus sombras”, se vea al espejo sin reconocerse (“Esa chica sí, esa chica no, esa chica no soy yo”) y grite destemplada ante el avance del largo interminable punzón de ceñidor inmostrable que se acerca a la aterrorizada, aquiescente, complaciente miríada de su mirada.

Y la justeza del chili-giallo era ante todo una desazonante declaración de odio y desprecio a toda verosimilitud, un retorno a orígenes remotos, un regocijante barroco de la desmesura, un neoexpresionismo sin diapasón, una encantadora imprudencia demente, un estudio casi quirúrgico en acto de los mecanismos del terror, una tensa policromía autocomplacientemente decorada y antisentimentalmente intensificada hasta rizar el rizo insostenible.

La justeza del horrimaginario

Las letras pétreas de los créditos enfocados y lamidos con coros masculinos cual muros de celdas monacales, no se equivocan.

Como tampoco yerran los parpadeos en negro premonitorios de lo peor del imaginario macabro que se cierne sobre la conferencista que disertaba acerca del terror abstracto y radicalmente subjetivo, la psicóloga infantil universitaria Julia Septién (Evangelina Sosa rebosante de matices sensibles), pronto bajada de su pedestal académico para ser confrontada con el púdico terror brutal más concreto en la morgue con el cadáver cubierto por una sábana de su hijito accidentado en el incendio de un autobús escolar, ese terror que la hace sollozar en off y quebrarse en in, para luego reaparecer tiempo después tratando de volver a ser útil a la sociedad y a sí misma, ceder a los requerimientos escépticos del acaudalado empresario viudo de sombrías barbitas Alejandro Ruvalcaba (Plutarco Haza doliente magnífico) pero casado en segundas nupcias con la guapa fría indiferente Mariana (Ludwika Paleta pasando a un lado de su personaje), y ayudar desde su invalidez emocional a cuidar y educar la hijita semiautista de 7 años Silvia (Mariana Beyer fascinante en el rol de la adorable hipersensitiva rubita Lucy Buj), una niña siempre pensando en ocultarse, en sustraerse de la mirada ajena que en su inmensa reclusión dentro de la megalómana hacienda paterna hace huir institutriz tras institutriz, siempre confrontada con su madrastra y macabramente obsesionada con su amiguito imaginario Hugo (parcialmente encarnado por Jorge Lago), a quien concede tanta o más realidad que a lo real, y que no es otra cosa que la estatua de un niño con libro abierto en brazos y pedestal también de piedra, traídos desde el pueblo austriaco de Holstenberg hace un siglo de sus siete cumplidos (antes de ser borrado en la Segunda Guerra Mundial), que adorna el vasto jardín-bosquecillo al fondo de ese umbrío refugio campestre, pero que según ella la acompaña a todas partes, la visita, comparte con ella la lectura de cuentos de hadas y se enoja al ser decepcionado.

Fracasarán todos los intentos de la psicóloga por darle a la pequeña la comprensión y afecto que ella misma necesita, por hacerla interesarse en las clases de raíz cuadrada o las capitales del mundo, por atraer su atención hacia paseos que terminan en peligrosos campanarios de iglesias derruidas, por alejarla de su mundo interior / exterior ya contaminado de malevolencia e involucrado en la magia negra. E igualmente fracasarán las tentativas por auxiliarla del padre atribulado, aunque bien servido por la machista pareja de fieles contrapuestos criados supersticiosos compuesta por Soledad (Marta Aura) y Germán Ortiz (Enoc Leaño), visitado por el apuesto amigo medio pintor medio faceto Carlos (Guillermo Larrea) que se prendará inútilmente de la maestrita encapsulada y se consolará reproduciendo en un lienzo la figura de la estatua que le costará la vida en un trágico y misterioso accidente automovilístico, cuando su amigo el propietario Alejandro le obsequie la obra pétrea para que se la lleve al día siguiente, harto de la presencia imaginaria de la estatua y los conjuros que en su nombre pronuncia la niña provocando extraños fenómenos que afectan principalmente el equilibrio emocional a su inafectiva compañera conyugal. Por esa vía de hechos, el padre furioso acabará demoliendo la estatua en un rapto de furia, sin llegar a prever que a consecuencia de ello, a la mañana siguiente, primero desmayada y con la boca sangrando por el golpe emocional, la chicuela desaparecerá de la cama donde la cuidaba y acariciaba maternalmente la infeliz Julia, sólo para reaparecer patéticamente al fondo del jardín, convertida ella también en figura de piedra, al lado de un rehecho Hugo (“Hugo nunca se equivoca”) y a medias abrazados encima del pedestal granítico, acaso para toda la eternidad.

Es El libro de piedra (Hilo Negro Films – Gobierno del Estado de Chiapas – Duck Films – Inbursa – Tristain Entertainment – Fidecine : Imcine – Eficine 226, 85 minutos, 2009), tercer largometraje del defeño de 36 años ya especialista en cine de horror Julio César Estrada (Espinas, 2005; Cañitas. Presencia, 2006), con libreto suyo, al frente de un vasto equipo de colaboradores prestigiosos (Gustavo Moheno, Mario P. Székely, Enrique Rentería), trabajando por más de dos años, puliendo, readaptando, actualizando, dando nuevos sentidos, supliendo las deficiencias y corrigiendo los errores garrafales del libreto de la vieja película homónima (El libro de piedra, 1968), hoy de culto, del difunto autor total incomprendido y gratuitamente multivapuleado en su tiempo Carlos Enrique Taboada (1929-1996). Así, ahora se viaja ampliamente a través del mundo genérico fílmico de la imaginación sin salir de una misma inmensa morada, se viaja inteligentemente por escenas sin grandes efectos especiales ni acústicos, se viaja diestramente de los planos fijos que alternan con nerviosos planos de cámara en mano (para describir las anomalías que confrontan a la psicóloga contratada como institutriz) a las largas subjetivas sin sujeto que buscan infructuosamente a la niña mercurial al fondo del bosquecillo doméstico, y se viaja dulcemente con flauta y piano de la luz filtrada entre los árboles, a la puerta de madera rechinante de un abandonado cobertizo convertido en centro de brujería de la perturbada con origen en Henry James (Los inocentes del británico Clayton, 1961, mucho antes de Los otros del tramposo españolito Amenábar, 2001), esa conciencia infantil amenazada, a la defensiva casi demoniaca de su imaginario, la potencia de su imaginario cebado en el juego, al interior de un relato siempre en pos de un prurito de justeza y eficacia terrorífica, o sea vuelto por entero hacia la plasmación templada y a medias abstinente de un horror fílmico reelaborado a profundidad, a modo de horror imaginario, de horrimaginario.

 

La justeza del horrimaginario acomete en suma y en conjunto menos un remaking que un reloading del filme en que se basa, o dicho a la mexicana más recarga que refrito, haciendo en una sola locación y con pocos personajes (en su mayoría femeninos) “una cinta más dinámica y sintética” (Estrada dixit), añadiéndole densidad psicológica, amplificación de miras, corporalidad de hechos, prolongación de fenómenos, movilidad de cámara, amplitud y perspectiva a la enorme violencia moral, al abismo, a la obsesión vertiginosa y la pesadilla íntimamente vivida que el otro filme, acaso demasiado avanzado para su retardataria época nacional / antinacionalista, ya contenía, aunque en estado embrionario, más latente que virulento.

La justeza del horrimaginario vuelve sorprendentes los avances expresivos del realizador, quien primero había pecado por deficiencia y después por exceso, habiéndose mostrado incipiente imaginativo, en Espinas, y luego burdo sobresignificante con base en un material poco imaginativo, en Cañitas. Presencia. Ahora, en cambio, todo parece justo, impresionante, parco, menos desconfiando, seguro. Para lograrlo, consciente de que no basta con simplemente querer restaurar / instaurar una cierta tradición fantástica nacional, Estrada sabe escoger y sacarle partido a sus colaboradores, lo cual ha sido fundamental. Una fotografía atmosférica a rabiar, declinantemente quemada en blancos, con propositiva opacidad monocromática y en movimiento perpetuo de Jorge Rubio Cazarín (nada menos el camarógrafo del inolvidable filme aún hoy moralmente shocking Sin salida de Leopoldo Laborde, 1999) que puede crear desasosiegos momentáneos mediante giros de cámara en torno a la institutriz inmóvil para evidenciar / reactivar su atormentada sensibilidad vulnerada o hacer brotar indispensables tensiones ilusorias de la nada con sólo hacer que la niña diabólica entre a campo o mire de repente hacia el fuera de campo. Una edición de Óscar Figueroa que compacta acciones o las multiplica (como la triple alternación por montaje sobre el descubrimiento de la sábana blanca por la psicóloga / la marcha entre luces desconcertantes del auto nocturno en peligro por súbito dolor de mano / la niñita alfileteando muñeca vudú / brujeril junto a su dibujo de trazo sígnico), calculando muy bien dónde cortar sin redundancias ni adherencias ni insistencias inútiles, así como a veces admitir / resaltar la síntesis en un solo plano de la información anecdótica de cierta secuencia en sí, pues es suficiente con el deslizamiento visual desde la mujer derrumbada sobre la cama hacia objetos caídos por el suelo y el periódico notificando el accidente mortal para expresar contundentemente su desvaída condición femenina, o bien, basta con desviarse de la afligida institutriz en el dictáfono doctoral hacia el encuentro de la niña entregada a conjuros partiendo de una mampara en negro y sin jamás retornar a la facultativa reconcentrada, para captar y comunicar el sentido contrastante, asertivo e infructuoso del cuidado maternal ficticio. Una dirección de arte de Enrique Echeverría con gran sobriedad tajante en interiores y por así decirlo desconsoladora en exteriores ya que carente de abigarramientos o reiteraciones pues con la omnipresente niebla de los jardines cortable a cuchillo le basta y le sobra para componer angustiosamente el cuadro plástico. Un vestuario / bestiario de Adolfo Cruz Mateo. Y un maquillaje apenas artificial en exclusivo apoyo a elementos mustios y marchitos de Josefina Arellano.

La justeza del horrimaginario extiende su dominio más allá de los límites de lo fáctico y meramente visualizable. Lo que definitivamente se elevará a factótum estético de la película ha venido a ser la música, el excelente trabajo musical y sonoro, la partitura sonora de Eduardo Gamboa, al grado de que, por momentos llegaría a pensarse que la película ha sido concebida, diseñada, estructurada y escriturada en función de su banda sonora, concertando fragmentos de una etérea cantata para soprano a lo Henze postserial como fondo de los devaneos macabros de la niña, con coros masculinos medievales manipulados electrónicamente en las acometidas sobrenaturales de Hugo, más deliberadamente abominables azotes de percusiones al desnudo para los adultos a la deriva de esa desazón solitaria que tanto atesoraba Taboada y un piano desvencijadamente feroz para subrayar momentos de asedio en apariencia muertos, o para concluir la cinta con soberano terror minimal, tan moderno y renovador por antigüito.

La justeza del horrimaginario valora cabalmente la función y la buena dosificación del suspenso. Ese suspenso indispensable, más que la preparación o la consumación de sustos, dentro del cine sobrenatural y de horror. A dife-rencia de aquel segundo ejercicio de terror metafísico de hace sólo cuatro décadas que Taboada, a causa de sus torpezas para disponer con habilidad y manejar con soltura el suspenso (sólo dominado por él al año siguiente, en su excelente hoy casi desconocido filme Vagabundo en la lluvia, 1969), malograba en gran medida la eficacia emocional de su particular semifallido Libro de piedra, el realizador Estrada no recurre a ninguna salamandra para poner en jaque sobre la cúpula de una iglesia a la solterona institutriz también aberradamente henryjamesiana Marga López, sino que se funda en la genuina angustia traumática de nuestra buenaonda madre huérfana de hija accidentada ante el riesgo de la pequeñuela expuesta en la torre de una iglesia en ruinas y su peligroso rescate infralpinista. O bien, un suspenso creado a través de las tensiones ilusorias (entradas a campo, miradas a off) antes mencionadas. Un suspenso apenas diluido por largos parlamentos fotografiados o chafa y chatamente explícitos (aunque los hay, como el desdeñoso dictum irónico-inaugural de la fámula ignorante: “No creo que su problema sea por falta de con quién jugar”). Un suspenso a corte directo y apuestas a elipsis bien jugadas. Un suspenso que jamás amplifica el esquematismo de los rasgos psicológicos (sino más bien lo esconde) y que nunca disminuye la fuerza de sugestión de los acontecimientos (diríamos parafraseando conceptos y juicios de La búsqueda del cine mexicano), contribuyendo a realzar el estado de hechizo que termina con la absorción del ser de la niña.