La justeza del cine mexicano

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La justeza de la impotencia

Han caído más allá del horror y de la pesadilla vivida, todo mundo se ha vuelto caricatura patética de sí mismo.

En permanente situación de abandono intolerable e inasumible, la infeliz clasemediera afluente y cincuentona entrenadora de cosméticos aún guaposa Eva (Blanca Guerra) no puede superar la etapa, no se acomoda a vivir desde hace un año separada del marido que la botó por otra más joven que ella, es un manojo de celos punzantes y nervios tensos como cables, incuba pero reprime sus enconos y deseos de venganza, se ha vuelto especialista en el autoengaño y en hacerse tonta sola, cree poder disfrutar de su situación asexuada, se entrega a fatigosos ejercicios que la mantienen casi enteca, ha rebajado de peso hasta llegar a los 61 kilos que no tuvo ni cuando chava, le da por una espiritualidad sincrética que no teme en mezclar el hinduismo trasnochado con la fe en un omnipresente San Miguel Arcángel guerrero de espada flamígera, se somete en cuerpo y alma a la inútil Terapia del Perdón que le induce su guía disfrazado perenne de dios padre José Luis (Alfredo Sevilla), ha aprendido a gozar físicamente a vicaria cabalidad por interpósita persona, impulsa a su indolente hija darketa ni-ni (ni trabaja ni estudia) de labios morados Inés (Cassandra Ciangherotti) a pasar la noche en el cuarto de junto con el intocable seudogalán matrix de larga cabellera cienciaficcional Ignacio (Abraham León) y se desfoga en reuniones de pequeño grupo feminista radical para la discusión intestina y en antros sólo para damas al lado de un variopinto círculo de mujeres solas que alcohólicamente (“Brindo por el orgasmo obligatorio”) integran, entre otras amigas-discípulas, la comprensiva septuagenaria echaporras perpetuas Susana (Conchita Márquez), la fiel acompañante desconfiada por omnirresentida Isabel (Cristina Michaus), el peinador estilista delicadamente femenino de imparable lengua corrosiva Chuy (Gastón Melo) y esa entusiasta cuarentona Victoria (Jana Ralvy) a punto de casarse aún virgen pese a haber vivido 14 años con un tipo y ya propensa a una colosal despedida de soltera sexoiniciadora para conjurar, aunque sea a regañadientes, la mala suerte generalizada.

Con cara de niño debutante sexagenario, orientales bigotes de aguacero mal orientado, desorientadas y fatales arrugas sobre arrugas, canino collarín ortopédico, dos brazos rotos entablillados hacia el frente y una mala pata escayolada con yeso azul, el clasemediero árabe con regio departamento-leonera Joaquín (José Alonso) sufre de inmovilidad gritoneante e irreconocible impotencia tras haber sufrido un accidente automovilístico, le está pagando una costosa cirugía plástica de senos neumáticos a su “Ja habibi” 29 años menor que él y ha sido dejado por el hijo arreglatodo arreglanada Julián (José Antonio Gaona) incapaz de suspender o aplazar su viaje de estudios a Europa, en las garras de su vengativa exmujer todavía esposa y Eva eterna (“Cada quien su karma, y él es el mío”), para que lentamente sane de sus fracturas.

Acomplejada, voluble y hueca como ninguna, bonita hasta lo vulgar y voluptuosa hasta la abominación, la golfilla Jazmín (Rocío Verdejo) prefiere permanecer en el hospital más tiempo del que marca su médico (José Sefami) con tal de no regresar tan pronto al lado del explotado amante pagano de sus operaciones caprichosas Joaquín, coquetea al egresar con su atractivo profe de urbanismo Ramiro (Octavio Burgueño) sin sospechar que es un stripper sexoservidor a deshoras ubicuas, se deja seducir amistosamente por su rival Eva que se finge publirrelacionista del nosocomio para llevársela a su mansión y enfrentarla con el esposo de algún modo compartido por ambas, acepta la condición de arrimada y cómplice sin escrúpulos de su enemiga solapada cuando se vuelve imposible huir al lujoso depto accidentalmente quemado por la inefable Eva y tolerará a la fuerza cuidar del hombre jodidazo por una noche interminable, pero pronto será cachada in fraganti al estar siendo bombeada por un objeto sexual de consolación y, en vista de que el exprimido Joaquín le niega el dinero ahorrado para proveer una beca salvadora a la holgazana hija pródiga Inés, acabará desertando del lugar, rompiéndole el añoso corazoncito cansado de su amante proveedor-cumplidor incondicional de caprichos y permitiendo que su sitio sea ocupado por la avorazada mujer mayor, ávida de consolar al único y verdadero amor de su vida, poco importa si herido, un poco más deteriorado, escarnecido y escarmentado, pero ambos ahora decididos a envejecer juntos.

En Kada kien su karma, antes Efecto Luna Azul y La venganza de Eva (Taller de Luz Producciones – Eficine 226, 97 minutos, 2008), ópera prima como autor total del ambicioso documentalista político-religioso excececiano de 47 años y realizador compendioso de videorrecuentos sexenales para la editorial Clío ya prácticamente extinta León Serment (cortos previos: Falso contacto, 1981, y El del 202, 1986; documentales de oficio: Virgen de Guadalupe, entre la fe y la razón, 2002, y Maquío, soldado de la democracia y Maquío, la fuerza de un ideal, ambos de 2003), primera película nacional que acepta distribuir Universal Pictures International México, todo personaje y toda situación se plantean, desarrollan, conducen y manipulan alegremente en el extremo límite de la caricatura, la autoirrisión y una grotecidad buscadas, rebuscados, asumidas y multidiversificadas, hasta el énfasis archisubrayado y el cretinismo más que humano, porque sólo quieren consumar la justeza de la impotencia, de mil maneras y como único proyecto narrativo-genérico tónico, tonal y total, con inesperadas consecuencias y estamentos necios, como sigue.

La justeza de la impotencia se propone, por su serie de elecciones espontáneas y desde su calculadísimo membrete mismo, no como una comedieta más, sino como una comedieta de excepción positiva y negativa por igual. Una comedieta que se ostenta de entrada con la tara de llamarse Kada kien su karma, acaso la película con el título más repelente y anticomercial del cine posindustrial mexicano o de la Historia. Una comedieta matrimonial / antimatrimonial / promatrimonial sin distingos y alternativamente. Una comedieta que se hace bolas sola con sus contenidos, formas y excipientes. Una comedieta de arrebatos súbitos que desconoce lo apacible y lo considerado normal. Una comedieta que se aloca de continuo e intempestivamente. Una comedieta que no tiene miedo a descomponer cada vez más la figura ya de antemano descompuesta y desfigurada. Una comedieta en el límite de la misoginia, la misoandria y la misantropía a secas, antijuvenil antininfófila, sin ser jamás crítica ni altiva. Una comedieta deliberadamente insoportable y anticomplaciente hasta la complacencia en la anticomplacencia misma. Una comedieta para acabar con todas la comedietas que en el subcine mexicano de hoy han sido. Una comedieta con ese humor masoquista judío al que siempre recurre Woody Allen aunque sólo sea para apoyarse y tocar tierra, para trascenderlo y sublimarlo. Una comedieta de humor inteligente aunque brusco y atropellado, ligero si bien lastrado a cada disparado instante disparatado y cada momento áspero, sin refinamientos ni coartadas, esbozado, embozado y sin bozal, burdo a rabiar, pastoso y vomitivo, pero invariablemente estancado. Entre el disparate desafiante, el sainete desaforado, la inclemente farsa y el esperpento de butifarra autóctona a lo Alcoriza (Mecánica nacional, 1971; Lo que importa es vivir, 1986), sin abrazar (más por temperamento que por carácter) a ninguno de los cuatro, ni alcanzar la sagrada glosolalia en el demencial overlap de acciones simultáneas dentro del cuadro del último Berlanga (el de Todos a la cárcel, 1994), Kada kien su karma convoca una metafísica de la comedieta.

La justeza de la impotencia se las juega a fondo y sin concesiones. Ese mal gusto se recibe y golpea físicamente. La acidez estomacal, la bilis negra, la ingesta indigesta. El resultado será un objeto fílmico desmañado y voluntariamente desagradable, a sabiendas de que a nadie puede gustarle ni disfrutar con eso. Una propuesta suicida trazada con brocha gorda y manejada, meneada, agitada en escena con hilos guiñolescos para una sobrepoblación de títeres pueriles, rumbo a una vuelta de tuerca final previsible aun antes de que arrancara la película y de enviarla hasta el engolosinado hartazgo con la canción-tema Luna de color de Jorge Guevara el exmeloso vocalista de los grupos musicales pop Caos y Elefante, relevando la acritud existencial de la ardida canción-emblema generacional de Lolita de la Colina entonada a histérico aullido pelado en el karaoke para desechables señoras frustradas (“Falso enano presumido”).

La justeza de la impotencia disemina efectos burlescos, recursos ópticos (gracias a la excelente fotografía del excuequero posripteiniano Esteban de Llaca) y trucados gruesos al por mayor. Gags clásicos de cartoon exterminador, por aquí, por allá y a cada momento, semejantes a los dardos que suele lanzar Eva a la efigie-tiro al blanco de su marido, hasta culminar en el guiño de ojo que esboza una flagrante estatua ubicua de San Miguel Arcángel que ya alucinas. Aceleración por montaje videoclipero-eisenteiniano de una incontenible multiplicidad de planos prismáticos sobre una misma acción escénica para traducir la inquietud y el nerviosismo incontrolables. Semifantástica o realistamágica irónica ayudadita del relato a la desgracia, mediante la foto quemada a medias que vuela del cenicero al sofá para incendiar el depto allanado. Hilarantes acciones de titubeo en paralelo secuencial por parte de la corpulenta enfermera que se la pasa metiendo y sacando de una cajuela abierta las maletas de Joaquín y Jazmín, en espera de que dejen de cambiar de opinión y que ya se decidan a partir o no de la casa de Eva. La invención formal como expiación de culpas por el fracaso sentimental-marital de la pareja repugnante, socorrida e impulsada por la pe-lícula misma, su semejante, su postiza hermana amplificada.

 

La justeza de la impotencia exagera los rasgos y los comportamientos con erizante fines de carcajada en frío o de risa desternillantemente congelada. Ahí están, para muestra, la abandonadora y egoísta sirvienta inchantajeable Viviana (Palma Arredondo) a la que su expatrón Joaquín intenta corromper en vano para que se quede, la fortachona enfermera transexual Florencia (encarnada por aztecoide hercúleo Enoc Leaño) a la que Eva recurre más como disuasiva que como auxiliar de su marido, la incallable maestra de ceremonias de las entrenadoras cosmetológicas (Natalia Traven) con verborragia de libro de autoayuda, el llorón stripper-prostituto bisexual Fernandito (Alejandro G. Alegre) vuelto en su camerino un inconsolable mar de lágrimas porque el trauma de su más reciente cópula heterosexual le va a costar de seguro más carísimas sesiones de psicoanálisis que las provocadas por su cambio de sexo.

La justeza de la impotencia organiza una auténtica competencia enfermiza de perfidias. Por colmo de perfidia irreflexiva y retorcida, y no por beatitud ni por sostener postura perdonagravios alguna, la maniática incineradora de fotos dolorosas Eva se niega a aceptar que el destino le ha regalado la posibilidad de vengarse de su marido, tras 25 años de casados sin jamás haber hecho el amor (sólo cogido y engendrado dos hijos-pirañas) y al cumplirse el primer año de haberlo visto salir huyendo para buscar infructuosamente el amor en otra parte. Por perfidia presionante, Joaquín amenaza a grito pelado y en conteo regresivo con su decisión de orinarse in situ si no lo atienden de inmediato. Por perfidia cobarde Eva oculta el conato de quemazón volteando los achicharrados cojines del sofá en el depto allanado. Por perfidia vacunadora y desazonante Eva contrata a la antiantojable enfermera-trailer, le otorga plenos poderes y la corre a su debido tiempo, siempre para evitar cualquier nueva tentación y dejar más sumido en la impotencia a su marido de atar u varón a reconquistar (porque “el que da y quita, con su karma se desquita”). Por perfidia defensiva y reivindicadora, Joaquín se fingirá menos recuperado de lo efectivamente está, siempre desafiando el karma de enfrentar a su exesposa. Por perfidia espejo, las amigas tan sexualmente inactivas de Eva le aconsejarán defecciones y desquites irracionales que van saboteadoramente en contra de sus evidentes deseos restauradores. Y por perfidia liquidadora la triste Jazmín le echará su vejez en cara a un Joaquín en eso psicológicamente inerme a la hora de la elegante deserción y la exquisita despedida inolvidable. Todo ello procurando transmitir “un mensaje de bienestar”, aunque los iniciales distribuidores opinaran que los actores protagónicos “estaban pasados de moda” (en rigor Pepe Alonso y Blanquita Guerra ya habían hecho pareja más de un cuarto de siglo atrás, tanto en el melodrama ojete antifeminista En la trampa de Raúl Araiza, 1979, como en el subthriller rural La fuga de Carrasco y el ambicioso thriller urbano Motel de Luis Mandoki, ambos de 1983), según los propósitos explícitos de su realizador Serment (en la obligatoria conferencia de prensa promocional de su filme en octubre de 2008).

La justeza de la impotencia recuerda a cada instante insistente que el ritmo de la ficción hostil y a veces acerba produce monstruos conceptuales, con idéntica falta de gracia y liviandad genuinas. Allí donde la impotencia sigue siendo el terror de los varones y el miedo al abandono es la impotencia de las mujeres. Allí donde la sistemática deformación esperpéntica de personajes y valores se ceba una y otra vez exhibiendo las miserias sexuales de las féminas participantes en el pequeño grupo de la antiheroína, compuesto por divorciadas, viudas, esposas desesperadas, segundos frentes, separadas temporales, solteronas asexuadas, todas ellas ¡por fin! al mismo nivel poético de impotencia, sintiéndose muy mal dentro de sus cuerpos y arrastrando ya irresolubles problemas de edad. Allí donde se demuestran, en la vida cotidiana clasemediera mediocre y rencorosa, el ridículo de la filosofía positiva, la creencia en los valores universales per se y la espiritualidad milenaria como escapismo puro, frívolo antidepresivo sambutido por vía oral, oscurantismo milusos, bálsamo curatodo, trivialidad reanimadora, esoteria ocultadora y muletas individualistas al servicio de la empresa corporativa que sólo puede ser promotora de sí misma. Allí donde se persigue plasmar el último grado de la manipulación de las conciencias y el agenciamiento del autoengaño laberíntico que se cree libertario, conocimiento interior, sabiduría total, reconciliación del alma consigo misma, unidad perfecta y acceso a la armonía cósmica / cómica más acá de cualquier impersonal o desinvolucrado devaneo de humor negro. Por lo demás, se detectarán otras manifestaciones compartidas e intercambiables de la impotencia de las mujeres y del abandono de los varones, verbigracia: se descubre y despliega una obsesión de las impotentes abandonadas rucas por presenciar stripteases masculinos en público, al tiempo que se retrotrae en paralelo una obsesión del impotente abandonado-domado varón doméstico a huevo por presenciar stripteases femeninos en privado (“Mesa que más aplauda, mesa que más aplauda”), de igual manera que existe un karma positivo, de aquello que parece una calamidad pero resulta una bendición, y un karma negativo, de aquello que semeja una bendición pero redunda en una calamidad, pero, en esa forzada situación del tipo temporalmente inválido necesitando que lo cuide su expareja, ¿cuál es cuál? ¿Dulce venganza recíproca y perpetua, o agradecible castigo divino? Al fin solos, al fin uncidos solos a solas en una ambigua concusión abierta.

Y la justeza de la impotencia era ante todo un empeño casi heroico por aliar el escarnio social con la pasión desencantada, un reciclaje teratológico de las bobaliconas sexicomedias de los años sesenta en torno a las cuitas acerbas de algún prototípico / estereotípico matrimonio bufonescamente disfuncional e infiel pero destinado al aberrante reencuentro amoroso final (tipo el díptico compuesto por El día de la boda y El matrimonio es como el demonio de René Cardona hijo, 1967), un filme que expresamente se precia de que “ningún hombre ha sido maltratado en el rodaje de esta película”, una sarcástica confirmación del arcaico dicharacho de tu bisabuela según el cual por más lejos que el espíritu vaya nunca irá más lejos que el corazón, una sonriente declaración de odio crispado que arroja conjuradora-expiatoriamente la clase media en contra de sí misma y de las frustraciones que más le duelen, un sincero reconocimiento nada espurio de flaquezas y sentimientos templados por el desgaste omnímodo, un cruel jugueteo con el quiero y no puedo de la clasemediera vieja y el clasemediero viejo ya tragicómicamente hermanados en la medrosa asunción de la vejez irremediable, un realizado sueño de Sísifo a nivel de vencida condición humana unánime.

La justeza de la teleadicción

Cierta frenética noche de parranda alcohólica motorizada al lado de su desmadroso cuate Jaime y dos enmotadísimas rorras televisivas nalgaprontas acabará en pesadilla urbana para el inconforme guionista de pretensiones literarias siempre aplazadas Miguel (Mauricio Isaac) cuando al dar vuelta a gran velocidad en una esquina sea obligado a detenerse, bocabajeado a punta de pistola, abierto de piernas, registrado (“Revisa bien, Aponte, que aquí huele sabroso, y no es a tacos”), gritoneado por su licencia vencida y humillado ante los amigos que no dejan de estremecerse o vomitar, por el rechoncho y desalmado policía de tránsito Bracho (Dagoberto Gama), quien, en pleno delirio de intimidación sañuda y psicótica, cambiará de pronto, milagrosa e increíblemente de actitud prepotente, sin importarle las presencias de su pareja sobajado Aponte (Julio Casado) y de otro tira, cuando el desdichado escritorzuelo tembloroso y descompuesto le confíe que está participando en la redacción de la superexitosa telenovela vespertina de moda masiva Destino de amor, de la que el uniformado resulta ser un fan impenitente y cuyo supuesto autor sería el megaloTVproductor Abigaíl Jardín (René Casados) inaccesible en Miami. Al principio sin dar crédito, pero conminado por su captor, el atemorizado tecleador le revela que en un capítulo posterior Gabriela, la malosa ambigua del lacrimógeno TVculebrón encarnada por la aún bella actriz madura Ana Victoria (Gabriela Roel), acabará por casarse con el villano de la serie Dominico (“Claro, a la mala la casan con el malo”), dejando así de causar la desgracia de la linda protagonista buena Aguamarina (Alejandra Barros).

Feliz de contar con esa clave narrativa, el acomplejado policía dejará ir a su presa transitoria y se dirigirá muy ufano ante sus superiores, sus colegas, su esposa con sobrepeso, sus familiares jodidos y sus compañeros de la cantina donde ve la tele en colectivo, para comunicarles el desenlace del episodio novelero que sólo él, por insigne privilegio, conoce. Pero cuáles no serán su sorpresa, su decepción y su ridículo comunal cuando la tal heroína Gabriela no sólo no reciba ninguna propuesta matrimonial, sino obtenga la revelación de estar al borde de la muerte debido a una enfermedad incurable. La razón de ese retorcido recurso melodramático, tan arbitrario y truculento como los que rigen la telenovela en su conjunto, es muy sencillo: Gabriela debe morir porque su intérprete Ana Victoria ha decidido renunciar a colaborar en esa telenovela, harta del estrés actoral constante hostigamiento sexual a que la somete el repelente director de escena Gonzalo (el aguzado TVactor-realizador veterano Salvador Garcini autoparodiándose como acostumbra), por lo que nuestro subsumido Miguel, al frente de un equipo de guionistas formado por el cardiaco anciano retacado de medicamentos Justino (Martín Lasalle cual eterno Pickpocket bressoniano globalmente encanecido) y la joven coqueta valemadrista Eva (Stephanie Salas belicosamente alegre y frívola) tan anónimos como él, han debido disciplinarse a los dictados de la producción y del rating sacándose de la manga tamaña barbaridad tremebunda.

Aturdido y abrumado por la duda de los recelos, obsedido y obstinado, en el límite de la cólera y de su desequilibrio mental, el incontrolable abusivo Bracho no tardará en caerle reclamadoramente a Miguel a la salida del Canal, en tomarse la sucedánea foto con él y con el extra guapito suplicante de oportunidades Bernardo (Miguel Pizarro) que se hace pasar galán ascendente, en averiguar el domicilio del coguionista por él liberado de quien ahora se siente algo más víctima de un cruel engaño y de otro más, en fingir que es una mera coincidencia el habérselo encontrado en el parque haciendo jogging matinal bajo la lluvia por haberle hecho caso ambos a la resbalosa TVChica del Tiempo (Laisha Wilkins), y en comenzar a presionarlo, amagarlo, asediarlo ubicuamente, hostilizarlo, importunarlo con alevosía y ventaja, sugiriéndole y reiterándole, cual orden exasperada, que “Mejor es que Gabriela no se muera”, para empezar. La única salida a su aprieto que hallará el atribulado Miguel, será convencer a la mismísima Ana Victoria de que no renuncie ni al canal ni a su polémico personaje, y para lograrlo, deberá acometer la seducción de la propia infeliz actriz solitaria y desmadejada, invitándole una copa y luego otra en su depto. Declarándose decidida a regresar a la telenovela, luchando por la sobrevivencia ficticia de su personaje aunque deban forzarse cambios aún más absurdos al argumento, pero al final encabronada al enterarse de que todo ha sido un ardid de Miguel para convencerla de su retorno (aunque ambos se hallan finalmente enamoriscados) y salvar el pellejo complaciendo al exigente demencial policía hazmerreír, un nuevo berrinche de la TVdiva pondrá otra vez en peligro la emisión, el rating satisfecho de sus modificaciones y la seguridad de su amante ocasional de una sola acostadita, quien habrá de enfrentar a mano armada en un túnel vial al energuménico Bracho otra vez desilusionado. Sólo el arribo celestial y la providencial intervención del TVproductor demente Abigaíl bajado del firmamento de Miami podrá darle solución final al enredado asunto, para potenciar la siempre saboteada / autosaboteada tranquilidad de todos en el capítulo del final feliz, aunque no tanto de sus vidas reales y ficticias.

En Mejor es que Gabriela no se muera (Producciones Tercer Mundo-Fidecine / Imcine, 99 minutos, 2007), telecrítica ópera prima del cortometrajista chilango de 35 años con maestría neoyorquina en cine Sergio Umansky (Mundo invisible, 1997; Paranoia, 2000; PH-5, 2001; Aquí iba el himno, 2002), con guión de Ricardo Hernández Anzola (ya autor del libreto de su último corto), ganadora del premio a la mejor ópera prima en el Cinequest San José Film Festival de 2008, se funden la denuncia a la alienación de los medios y el acero templado de la befa existencial, buscando una cierta justeza de la teleadicción devastadora de los enajenadazos y maniacos que produce, como sigue.

 

La justeza de la teleadicción funciona con el nervio destrozado y llorando sin remedio, aunque calladamente. El nervio mediática y dramáticamente desarticulado sobre la marcha inclemente del día a día intolerable que va de tontería exhibicionista a discreta / indiscreta frustración vital. El nervio deshecho como dispositivo fi-ccional, dentro de la factura de telenovela y de la película y el pago de facturas psicológicas de ambas. El nervio arruinado, aferrado a la pura chuleta, desviado, desmayado, desmoronado, perdido, estrellado, moralmente hundido, desmembrado por los compromisos con el entorno, vencido en su capacidad de resistencia a la ignominia, despilfarrado hasta la piltrafa asumida. El nervio desechado tras haber fungido como dispositivo cinemático y dinámico de la farsa, dejada a sus excéntricas fuerzas. Y ello por partida cuando menos triple. Defensa e ilustración del perfecto espectador mediáticamente superenajenado y socialmente alienado con cuerpo, rostro y gestos de policía gorilón de poco cerebro y muchas nueces pretenciosas (Dagoberto Gama prolongando los emperramientos subculturales de su Capitán melómano de El violín ahora cuchileando impresionado por otro tipo ególatra de infrasatisfacción musical). Ataque y malversación a la frustradísima conciencia creadora-antiespectadora al mercenario servicio de la industria de la estupidización, la manipulación de otras conciencias y la tutelar lágrima fácil. Indiferencia y deslustración de la estrellita a punto del envejecimiento inmisericorde y en el límite de la sobreexplotación por parte de la televisora, además de sometida a un exceso de basurizante disciplina interpretativa, que la arrojan a una angustiosa crisis existencial, de identidad, de carencia amorosa y las que rejunten esta semana o en el siguiente capítulo de su vida ficticia tan zarandeada o más que la propia no-vivida jamás apurada en plenitud.

La justeza de la teleadicción implica el abuso en diversas modalidades, empezando por la policiaca. En Aquí iba el himno, el corto más memorable y violento de los dirigidos por el joven Umansky, hoy en particular vigente y virulento, dos chavos de familia rica que deseaban conectar mariguana (David Medel, Kuno Becker) eran detenidos por unos ociosos agentes del orden (encabezados por Marco Aurelio Contreras), registrados, hallados en posesión de la droga, orillados a ofrecer una cuantiosa mordida por su libertad, autorizado uno a ir al cajero automático mientras el otro se quedaba en prenda, y finalmente, confrontados con la realización de un gratuito juego cruel de los policías, descubrían la brutalidad socioinstitucional urbana. En Mejor es que Gabriela no se muera, uno de los filmes más memorables y conceptualmente violentos de los dirigidos por debutantes en el prolífico inicio del calderonismo, hoy en particular vigente y virulento, unos chavos creciditos de familia inmostrable que deseaban seguir fumando mariguana (Mauricio Isaac y su amigazo cínico) eran detenidos por unos ociosos agentes del orden (encabezados por el ferozmente camaleónico Dagoberto Gama), registrados, hallados en posesión de la droga, orillados a ofrecer una cuantiosa mordida informativa por su libertad, autorizado uno a ir al cajero automático de las revelaciones televisivas mientras el otro se quedaba en prenda, y finalmente, confrontados con la realización de un gratuito juego cruel de los policías, descubrían la brutalidad socioinstitucional TVurbana. Prolongación, desarrollo, variación, vuelta de tuerca, circunvolución de espiral y giro desquiciado al infinito de su cortometraje precursor, acerca de Sergio Umansky estaríamos hablando de un original auteur fílmico aún pequeño pero con inmensas posibilidades de crecer si estuviese situado en otro contexto histórico cinematográfico y si Mejor es que Umansky no se muera no hubiese tronado comercialmente en su primera semana de exhibición.

La justeza de la teleadicción se afirma y afina como una sátira al mundo de la televisión, al universo tanto interno como externo de la telenovela, y como un excedido ensayo fársico en torno a sus efectos sobre los televidentes más desprotegidos. Nada nuevo, sin embargo, en el cine mexicano antimediático, con mucho más filo que, verbigracia, el cine finlandés descafeinado, tipo El príncipe de las telenovelas / Saippuaprinssi (Janne Kuusi, 2006), con su autora de culebrones románticos que concibe uno para ligarse a un guapo actorcito mucho más joven que ella. Y eso desde muy tempranamente, a partir de que comenzaron a asomarse por aquí los mencionados enajenadazos y maniacos que viene produciendo desde tiempos remotos nuestra teleadicción. Primero fueron los rústicos pero cumplidos afanes triunfalistas con peligro de vida sentimental del rancherito cantor Luis Aguilar en la perversa urbe de Del rancho a la televisión (Ismael Rodríguez, 1952), el supuesto juicio amañado de los telespectadores en escaparate callejero (cual presión para conquistar primitivos derechos del televidente) capitaneados por el primer Clavillazo en Sindicato de telemirones (René Cardona, 1953), el carterito Resortes archimanipulado para surgir como aparición estelar en Te Vi en TV (Alejandro Galindo, 1958), la clásica paradoja del comediante vuelta metafísica disolución esquizo-paranoide-asesina del actor Juan Ferrara por él mismo en Misterio (Marcela Fernández Violante, 1979, adaptando el inclasificable posnouveau roman Estudio Q del Vicente Leñero más ambicioso) y el ascenso imposible de un lumpenpandillero como cómico televisivo a punta de pistola en Un mundo raro (Armando Casas, 2001). Al lado de todos ellos, y en cierto modo como su inesperado resumen conductual o resolución perentoria, los tres héroes disímbolos, el conductor loco (Gabriel Pontones) y los microglamourosos peleles telenoveleros (Eduardo Santamarina interpretándose a sí mismo, Alejandra Adame o Alexis Ayala interpretando a uno de los falsos siameses TVdirigentes Adrián & Adrián) resultan más verosímiles y menos caricaturescos que sus émulos, los títeres publicitarios o estrellitas por un día de Issita López (Efectos secundarios, 2006; Casi divas, 2008), más amenazantes pero menos acerbos que las criaturas abismales de Así del precipicio (Teresa Suárez, 2006) y así sucesivamente. En especial, el disparejo trío de guionistas aparecen medio esclavos medio cínicos aparecen como parcas o lamentables brujas de Macbeth, no en el cielo ni en el limbo, sino en el vientre del aparato televisivo, donde los primeros disueltos y deglutidos han sido ellos, los disolutores y deglutientes de relatos y conciencias, destajistas cumplidores diligentes de ratings y caprichos disparatados (“A las amas de casa les encantan esas cosas” / “Échenle la culpa a las amas de casa”). Consecuencia de todos esos elementos mal concertados vendría a ser el monstruo despierto y violentado, verdadero estrago mental producto de la televisión muy específicamente mexicana y sus valores: el asiduo, desatado, desorbitado policía fanático telenovelero de Umansky ha llegado al límite, promovido y alentado más que nada por sí mismo, de fincar todo su prestigio personal y fundar su autovaloración en el conocimiento de los secretos ocultos del desarrollo dramático de la telenovela en boga; al inicio, ardido, quemadazo, peor que herido en su honra y credibilidad por haber presumido en vano de saberes inciertos y amistades célebres en sonriente fotografía jocunda forzadamente abrazados; al extremo, tendrá su premio, en vez del castigo esperado, convirtiéndose finalmente, por ironía ácida y lógica extrema producto de aquella caja idiota de los años cincuenta invariable aunque cada día más degenerada en lo narrativo y verosímil, en un actor tremebundo e intempestivo a la vista de los alelados televidentes tomados por sorpresa, un émulo del deus ex machina Abigaíl autoexpulsado momentáneamente de su blanquísimo cielo con efebo dispuesto, ceremoniosamente aparecido mediante un simple toquido en la puerta del depto-digest del mundo clasemediero idealizado para que los enérgicos movimientos simiescos de Dagoberto Gama puedan fundirse con los deliciosos ademanes ultraamanerados de René Casados, y recitando la mágica solución armoniosa de todos los conflictos impostados.