El cine actual, delirios narrativos

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La justicia silenciada

El mudo

Perú-Francia-México, 2013

De Daniel Vega Vidal y Diego Vega Vidal

Con Fernando Bacilio, Julia Ruiz, Ismael Contreras

En El mudo (Perú-Francia-México, 2013), demostrativo concertante opus 2 conjunto de los hermanos autores totales limeños en Madrid y Cuba formados de 39 y 38 años respectivamente Daniel Vega Vidal y Diego Vega Vidal (corto Interior bajo izquierda 2008, meritorio largo anterior Octubre 2010), el feote juez provinciano recto hasta la severidad Constantino Zegarra (Fernando Bacilio grimoso) se crece desoyendo ruegos de misericordia al conceder con saña justiciera las penas más altas a los acusados por delitos menores que caen en sus manos y cuyos parientes lo maldicen en el distrito de Mala (bajo la jurisdicción regional de Lima), desatiende las necesidades afectivas domésticas tanto de su esposa cuarentona Otilia ( Julia Ruiz) como de su estudiosísima hija adolescente presa de humillaciones románticas ya en trance de elegir carrera y destino Sheryl (Ana Lucía Pérez), sufre con jeta estoica vandalismos cotidianos contra su automóvil en el estacionamiento y, adoptando una irritante dignidad vista con sorna, se niega a cualquier tráfico de influencias o besamanos a los que pretende orillarlo su viejo padre coludido con su compadre Sánchez (Ismael Contreras) incrustados en la alta burocracia, hasta que es destituido de su puesto y baleado por un francotirador al detenerse en una avenida, pero no muere, pronto logra recuperarse, aunque queda mudo, a las órdenes de un nuevo turbio juez que ni siquiera se molestará en ejercer dentro del despacho y, respecto a la averiguación de su atentado, a merced de un cínico detective policial que sólo funciona mediante sobornos, por lo que deberá investigar él mismo en solitario, cebándose en uno sólo de los 800 sospechosos que lo odiaban a muerte, el escurridizo sicario fabril de baja monta Escalante ( José Luis Maldonado) que acabará saltando desesperado al vacío desde una ventana.

La justicia silenciada pasa de lo particular individual de aquel prestamista misantrópico de súbito con bebé y asistenta edipizadora de Octubre, a la amplitud generalizadora de ese aborrecible juez incaico de banderita y crucifijo sobre el escritorio que navega a sus anchas entre mares de expedientes burocráticos y espacios mezquinos, en planos cerrados o abiertos a la pobreza dominante (gracias a la desglamurizada fotografía del polémico documentalista mexicano Lorenzo Hagerman de 0.56% ¿Qué le pasó a México?, 2010), ávido de ratificar el viejo dictum de Voltaire “Quien sólo es justo, es duro; quien sólo es sensato, es triste”, a quien de pronto le es kafkianamente imposible irrumpir en las antesalas virreinales de las autoridades basura a las que con implacable verticalidad servía y ya no le queda sino comprobar que los cristales quebrados de su portezuela eran su única aureola zarandeada y que sólo le resta el llanto a escondidas y practicar los ejercicios para hablar con el esófago a través de un micrófono en un erial abandonado.

La justicia silenciada enfila toda la carga pesada de su fábula psicosociológica, típica de cierto cine andino adulto y culto pero sordo y gris, contra el poder judicial, cuya corrupción parece garantizar hoy en día el progreso de un Perú bien asentado en ella, con cualquier tópica, pintoresca, pícara y abyecta cantidad de arreglos y “cojudeces por el estilo”, una mega e hiper y metacorrupción adoptada de manera global y consciente, esa corrupción-ámbito contra la que más temprano que tarde acabará estrellándose la antigua rectitud más acendrada, cuantimás ahora debilitada y disminuida por una adúltera esposa rechazante tras la cortina de la ducha desnuda, a quien no le “importa de dónde llegue el dinero siempre y cuando llegue”, y por una hija que renuncia a estudiar derecho para dedicarse a reflexionar y ponerse a trabajar ocultándole a su padre un embarazo no deseado.

Y la justicia silenciada acaba orillando al pinche mudo, esa infeliz aunque privilegiada criatura de inmoralista parábola moral o episódico teatro del absurdo urbano, a que se refugie, cual daño colateral o producto vil de una posbuñueliana justicia poética, en el delirio esquizoparanoico y en un mundo onírico, que culminará en una monumental y ya perpetua fiesta doméstica a modo de danza macabra, con el vejete pariente corrupto bailando orgiásticamente con la chava en vías de serlo, mientras el angustioso mudo se encierra en la alcoba matrimonial para bailar a su vez, con la madre difunta recién descolgada de una pintura empoderada y grotesca en la cabecera, reinante, acuciante a morir y acariciante como la corrupción misma.

La lucidez doblegada

Érase una vez yo, Verónica (Era uma vez eu, Verônica)

Brasil-Francia, 2012

De Marcelo Gomes

Con Hermila Guedes, W. J. Solha, João Miguel

En Érase una vez yo, Verónica, lánguido opus 3 del autor completo brasileño de 49 años Marcelo Gomes (Cine, aspirinas y urubus, 2005; Viajo porque preciso, vuelvo porque te amo, 2009), la flaquita frondosísima veintiseisañera Verónica (Hermila Guedes con atractivo desgaire brasileño típico) concluye sus absorbentes estudios de medicina, abandona las orgías playeras con cuates y cuatas, rompe canoramente por celular con sus enamorados, frecuenta esporádicamente a sus desmadrosas colegas divertidas la voluminosa María (Renata Roberta) y la diminuta Ciça (Inaê Veríssimo), acompaña inerme el acelerado deterioro de su encerrado y enfermo padre viudo exbancario jubilado Zé Maria (W. J. Solha) que se la pasa disfrutando a solas sus vetustos long plays populares, sortea la mudanza forzada de un viejo barrio hacia una zona impersonal, se finge la prometida de su clavadísimo aunque insatisfactorio amante de emergencia Gustavo ( João Miguel) para tranquilidad paterna y concentra su energía en el servicio social obligatorio que presta en un atestado hospital público como asistente de psiquiatra, haciendo escuetas historias clínicas, interrogando a miserables pacientes dañados, o sorteando sus agresiones, sin poder hacer mostrar ninguna emoción ni solidaridad alguna hacia esas pobres gentes, hasta que, en plena crisis de lucidez doblegada, decide tomar cariñosamente la mano a una paciente depresiva límite, antes de romper con su falso novio y aceptar la recomendación a un puesto bien pagado en un sanatorio privado.

La lucidez doblegada hurga en la libido femenina de hoy como en una dinámica inminente, en construcción, libre pero ya de antemano devastada, acremente anómala e impedida, lastrada, que se ejercita en el sexo sabroso sin amor, flota literalmente de a muertito, aunque desesperando y gozando, a la vez y ante todo, con los íntimos desgarramientos de la hiperconciencia y la incertidumbre futura.

La lucidez doblegada opta por asomarse, como único despliegue, entre planos cerradísimos (paralizantes parcializantes, ensimismados, eliminadores hasta el escamoteo de esa palpitante heroína vuelta colección de perfiles muy ceñidos), la metonimia (siempre procediendo por alusiones, pero abiertas a cien sugerencias secretas), la elipsis (menos audaces que sistemáticas) y un régimen de saudades más disfrutables que nostálgicas, tañendo la guitarra entre el desfogue sucedáneo y un onanismo acústico que asemeja a la atormentada Verónica con el declinante padre canoso (¿una versión carioca de la mexicana Nos vemos papá de Lucía Carreras, 2012, sin el vehemente aferramiento fantasmal de nuestra Cecilia Suárez?) de todos tan temido.

Y la lucidez doblegada se contempla y se cuestiona a sí misma, al asaltar monologalmente a su protagonista, mediante irrupciones discursivas desde el off en las que, avanzando por las calles antes esplendorosas de un Recife hoy invivible o atravesando los pasillos de un hospital embutido de enfermos, ella va transformándose cada vez más en paciente de sí misma, hablándose interiormente (“Paciente Verónica, necesitas vivir”), hasta decidir por fin asumirse como humanista contra las normas e Historia clínica involucrada jamás distante, hasta adquirir simbólicamente la ruinosa casa natal en remate para que el añorante padre desahuciado pase allí sus últimos días y seguir soñando aún, balsámicamente y a perpetuidad, con sus inolvidables días orgiásticos de estudiante, siempre vivos, segura de que sus dionisiacos desahogos eróticos durante el carnaval eran y son cosa seria, mientras continúa nadando en solitario, de cara al esplendente sol tropicoso.

La aldea profanada

Timbuktu (Timbuktu)

Mauritania-Francia, 2014

De Abderrahmane Sissako

Con Ibrahim Ahmed, Toulou Kiki, Layla Walet Mohamed

En Timbuktu, irrevocable cuarto largometraje en solitario del estilista metafórico mauritano de 53 años Abderrahmane Sissako (tras su deliciosa fantasía humorística a la Tati La vida sobre la tierra, 1998, y su simbólico juicio de traspatio contra la explotación económica africana Bamako, 2006), con depuradísimo guion suyo y de Kessen Tall dialogado en árabe y bambara más francés y songhay, el sobreviviente propietario de cabras y reses muy temeroso de dios Kidane (Ibrahim Ahmed) vive en idílica armonía feliz en un rincón semidesértico al norte de África negra, al lado de su sensual esposa Satima (Toulou Kiki), su cariñosa hija púber Toya (Layla Walet Mohamed) y su pastorcito entenado que ya se enfila para heredero de una manada Issan (Mehdi A. G. Mohamed), intentando sustraerse todos a la diáspora (“Todos huyen, ya no queda nadie”) provocada por la profanadora invasión violenta del Jihad islámico árabe que, so pena de castigo o muerte, ha impuesto la prohibición de fumar, de hacer u oír música y del futbol, así como la obligación del uso del velo, las medias y los guantes para las mujeres, debiendo el padre tolerar además el asedio sexual tendido a su cónyuge por el rencoroso vecino motorizado invasor Abdelkerim (Abel Jafri) y por sus sicarios a la hija apenas despuntando, pero cederá a la provocación de reclamarle y llevarse por delante con su pistola intimidadora a un pescador que había acribillado a la queridísima vaca GPS por atropellar sus redes en un riachuelo, provocando el infeliz padre su desgracia, su juicio sumario y su implacable ejecución a manos de los fanáticos, abrazando a su adorada mujer pero lejos de la hija que aún aguardaba su regreso en la cima de una colina.

 

La aldea profanada sostiene de principio a fin un tempo contemplativo, a carta cabal con edición de Nadia Ben Rachid, autárquico, pero se da tiempo suficiente para desarrollar una miríada casi caleidoscópica de subtramas, historias colaterales e incluso briznas de anécdotas paralelas, que van a conformar en su conjunto estético un raro y fascinante fresco, alrededor, aunque omnirreflejante, de la vida cotidiana hoy en cualquier aldea-omphalos universal en medio del semidesierto, al interior de una Mauritania reducida al mínimo significativo e invadida ahora, al parecer sin remedio, por la barbarie de los militantes fanáticos jihadistas retardatarios del llamado Estado Islámico ¿provocado como última válvula de escape por la barbarie de la expoliadora hegemonía armada del mundo occidental?, una existencia jamás anónima pero al parecer indiferenciada aunque esté centrada en general sobre personajes representativos pero límites, tan desafiantes como la vendedora de pescados que ofrece enérgica sus manos para ser cortadas por negarse a usar los estorbosos guantes impositivos, tan excéntricos como la superadornada ramera pitonisa que juega en todos los medios sociales e invasivos de su entorno, tan estoicos como la madre que prefiere recibir 40 desolladores latigazos en la plaza pública antes que autorizar la boda de su hija adolescente con un alevoso jihadista maduro y tan temerarios como la familia de músicos religiosos que por las noches se reúnen para transgredir la prohibición de cantar y tañer la guitarra aunque ello pueda significar su inmolación final como cualesquiera adúlteros lapidados hasta fallecer ya semienterrados vivos.

La aldea profanada se expresa a través de un neoformalismo plasticista y límpido que impone su extrañeza visual a toda la realidad circundante y banal, casi baldía, obligando a ver a ésta desde una perspectiva nueva y en ruptura con toda rutina y con lo familiar, gracias a la elaboración de imágenes persistentes para siempre, de evangélica sencillez por su increíble dulzura (fotografía de Sofiane El Fai) e indignante agudeza, que arrancan con la aberrante destrucción de bellos tótems de madera desmoronándose al ser brutalmente fusilados como patos de lámina para tiro al blanco, la buena hembra alisándose los largos cabellos sin permitir que los hostiles patrulleros en lo mínimo la perturben, la rutilante seductora aldeana con fulmíneo gallo al hombro y contoneando su cola de pavorreal en un encuadre de pronto demasiado estrecho, la sangre saliendo por las narinas de una vaca sacrificada, la distante visión diminutiva del homicida Kidane desplazándose en la diafanidad de un lago cual si caminara sobre el agua mientras su víctima abandonada a su suerte se derrumba a lo lejos sobre la misma horizontal, la secuencia surrealista de un lírico partido de futbol sin pelota para darle la vuelta entre chavos a las prohibiciones jihadistas, o esa blancura ingente de la luna bendiciendo la cerril vigilancia filial teléfono en mano.

Y la aldea profanada entronca con el mejor cine africano de todos los tiempos, el de la clásica sátira senegalesa El giro de Ousmane Sembène (1968) y el del poema cósmico maliense de los orígenes La luz de Souleymane Cissé (1987), al plantear a la absurda y casi mágica resistencia a la ignominia como única salida contra el arrasamiento cultural y humano de la milenaria civilización africana (“¿Dónde está dios en todo esto?”), sin caer en la islamofobia, sino contrarrestando los excesos de la reacción árabe (“La humillación debe terminar”), y permitiendo un flujo poético de la esperanza, a modo de la figura de un indomable antílope que cruza como inasible saeta y leitmotiv la pantalla, cual doble y simbólica reencarnación espiritual en vida de la desolada Toya aullando llorosa y corriendo en busca de consuelo junto a su fraternal pastorcillo Issan pero topándose finalmente con una cámara que se apodera de su doliente efigie frontal hasta el oscurecimiento.

El despellejamiento pasional

Dólares de arena

República Dominicana-Argentina-México, 2014

De Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas

Con Yanet Mojica, Geraldine Chaplin, Ricardo Ariel Toribio

En Dólares de arena, delicado cuarto largometraje de la dupla creativo-conyugal formada por la dominicana Laura Amelia Guzmán y el regiomontano Israel Cárdenas ambos de 34 años (Cochochi, 2007; Jean Gentil, 2010, y el documental Carmita, 2013), con guion de los dos tomando como base la novela homónima del argelino Jean-Noël Pancrazi, la esbelta golfa playera afrodominicana de motocicleta y ligera camisetita tentadora Noelí (Yanet Mojica) acostumbraba prostituirse veladamente en Los Terrones con turistas rucos a quienes aún prodiga al pasar una caricia-saludo, pero ya desde hace tres años sostiene una relación estable como mantenida lésbica de la escuálida anciana adinerada francesa Anne La Doña (Geraldine Chaplin) que se ha apasionada por ella, ostentándose como vil pellejo ardoroso, y contra viento y marea pretende llevársela consigo a París, pese a que la linda muchacha nativa ávida de valiosos collares de regalo le saca asimismo dinero con cualquier pretexto y hace pasar como hermano a su medio desempleado holgazán medio raterillo novio local Menor (Ricardo Ariel Toribio), pero por poco tiempo, pues el hombre la embaraza y la Doña se entera cuando ya ha logrado tramitarle un pasaporte para su salida del país, provocando la furia de la vieja, un accidente del joven al intentar una fuga nocturna en su infaltable motocicleta y la larga ruptura temporal entre ellas, sólo para que la pareja de mujeres acabe reconociendo su afecto mutuo y la espera del bebé como un trabajo femenino que las une aún más, un amor intenso por tierno y solidario, aunque incompleto y desazonante, que no resistirá ni el primer embate reconciliador por parte del desechado noviecito Menor reclamando chantajista pero con el mayor derecho su paternidad.

El despellejamiento pasional se sitúa narrativamente en una zona franca de disconfort corporal, equidistante de la voracidad erótico-genital de las entecas hembras envejecidas o acaso terminales en tierras cálidas de Bienvenidas al paraíso del hipercrítico francés Laurent Cantet (2005), tanto como de la sexplotación descarnadamente inhumana de nativos tropicales por sus exactas antípodas físicas, las rubensianas matronas europeas de Paraíso: Amor del desalmado docuficcionista austriaco Ulrich Seidl (2012), fundándose con regia sutileza en el autoescarnio de una enteca y arrugadísima Geraldine Chaplin septuagenaria, justicieramente premiada como la mejor actriz en festivales como el de Chicago 2014, un pellejo estragado pero fabuloso, una bisexual tardía Doña que se exhibe sin pudor lo contrario de soterrada porque toda psicología profunda debe aquí leerse epidérmicamente a nivel de pellejo expuesto al sol en demasía, una infantilizada Doña que gusta de juguetear con su pareja femenina pies con pies alzados y mecerse protectoramente a su lado en la hamaca matrimonial, una crucial Doña en la encrucijada de un punto muerto (o moribundo) existencial, una anonimizada Doña menos en busca de satisfacción inmediata que de algún refugio duradero a su compulsiva necesidad irracional de amar y ser amada, una objetal Doña debatiéndose como bestia herida por el abandono y abandonándose a las embravecidas olas del atardecer y al sucedáneo placer solitario del tabaco en la baranda abandonada, una reactiva Doña que no teme rechazar rabiosa a la infame desaparecida del extendido hotel atendido con ritual discreción y poco después unirse de nuevo a la misma irresponsable abandonadora como si nada, una resarcida Doña que goza aún más que Noelí con el ultrasonido que le practican o al comprarle atuendos internacionales en la boutique de una examante vuelta propietaria sentimentalmente cómplice (Beatrice Zouvi), una displicente Doña prófuga de su alevoso pasado de esposa sometida de un exmarido con dos hijos crecidos aunque ahí estén sus gentiles amigos afables foráneos para recordárselo, una doliente Doña tan sublime como Alida Valli en la Livia de Visconti (1954), una reconfortada Doña todoaceptante hasta en su tragedia inexpresable.

El despellejamiento pasional va siempre más allá de las relaciones a nivel pellejo pero sin prescindir de éste, sino más bien utilizándolo como vía y espejo cósmico-caribeño del alma, conductos inopinados que despellejan los nexos amorosos, entre furtivos y simplemente sostenidos merced a apariciones y reapariciones sucesivas y reiteradas, o interrumpidas y reanudadas al azar volátil vuelto necesario, al tiempo que prácticamente se desuellan con finura cada detalle sugerente, los planos abiertos de la aldea neocolonial con sus fotogenias jamás pintorescas, las atmósferas rojizas del antro exótico, los excitantes contoneos de cadera excitada en el baile sólo para tu pareja o del Batachá de la fiesta para extranjeros, la sobria foto nunca relamida del realizador y Jaime Guerra, la distendida edición de Andrea Kleinman y una sistemática ausencia de fondo musical que se destina de pronto a valorar sobremanera los efluvios realistas de tropicosa música local.

Y el despellejamiento pasional conjunta, depura y pone en armonía los divergentes estilos minimalistas que ha puesto en acción la dupla Cárdenas-Guzmán en sus anteriores incursiones ¿o eran excursiones? fílmicas, el rodeo por lo directo y la sencillez como valor absoluto y primordial de Cochochi, más la tragedia larvada del desempleo y el malestar de la derrota fuera de toda posibilidad de pertenencia comunal de Jean Gentil, sólo teniendo como concesión o desvío al tradicional cine romántico, la cruel inclusión de un arrastrado bolero arrasante que entona el provecto afrobolerista regional Ramón Cordero que, en intimista plano fijo cerradísimo, distanciante y en contrapunto emocional, explicativo desnudador de un significado ya a la intemperie tribal, abre y cierra el film, cual envío elegante que remite por principio y recoge por fin al sentido recóndito del relato (“Causa de mi muerte”): pellejo serán, mas pellejo enamorado.