El cine actual, delirios narrativos

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La juvenilia inicua

Hermosa juventud

España-Francia, 2014

De Jaime Rosales

Con Ingrid García Jonsson, Carlos Rodríguez, Inma Nieto

En Hermosa juventud, normalizador quinto largometraje del hiperrealista minimal barcelonés de 44 años Jaime Rosales (Las horas del día, 2003; La soledad, 2007; Tiro en la cabeza, 2008), con guion suyo y de Enric Rufas, la desempleada adolescente madrileña forzada a convertirse en nini un mucho por desempleo y otro poco por pereza Natalia (Ingrid García Jonsson) vive mantenida por su sobretrabajada madre obrera Dolores (Inma Nieto), junto con su desmotivado hermano menor aún estudiante Pedro ( Juanma Calderón) y una hermanita pequeña, pero su principal nexo afectivo lo sostiene entre sueños de un futuro providente con su buenaonda novio albañil milusos Carlos (Carlos Rodríguez), con quien acepta actuar en una película porno sólo por ganar unos cuantos pavos (euros) y como irresponsable acto gratuito, pero todo su mundo cotidiano y su horizonte relacional habrán de cambiar cuando resulte embarazada y, más por tentación y temor que por decisión personal se niegue a abortar, permitiendo la pasivamente biológica gestación del indeseado producto, en desafío a un tiempo de la presión de la madre, del omnipermisivo respeto abstinente de su progenitor ceroalaizquierda, de la hostil animadversión de la megaobesa suegra perpetuamente enferma Rosa (Patricia Mendy) y, acompañada por los llantos incallable de la bebé recién nacida, exacto cuando estalla la crisis económica provocada por los ajustes de la derecha española, que causa el despido de Carlos de su empleo fijo, su imposibilidad para conseguir un nuevo trabajo, su paulatina lumpenización y hasta su inepto enganche con maleantes en un asalto al dejarse arrastrar por el amigo más cercano Raúl (Fernando Barona), exasperando a una Natalia por fin reactiva que acabará buscando desesperadamente un puesto de trabajo sin conseguirlo, aprendiendo algunas frases en alemán y emigrando a Hamburgo, como todas sus congéneres, en busca de abrir sus posibilidades de hallar empleo, al parecer sin demasiado éxito por desgracia.

La juvenilia inicua se estructura mediante una miríada de pequeñas escenas que difieren en tono genérico y hasta en naturaleza, pues cómo olvidar la eficacísima invención narrativa aunque contrastante y neutra, siempre marcadas por la sequedad de un relato ajeno a todo embellecimiento de romance agriado, artificialidad o música de fondo (cuya simple intervención sería aquí balsámica en exceso), que se despliega en esas naturalistas escenas de explotaciones interfamiliares mutuas o de paralizante descubrimiento farmacéutico del estado encinta que rinden cuenta de una cotidianidad más cerrada y en el agobio de lo que quisiera reconocer, en esas docuficcionales escenas parloteantes e incallablemente banales con amiguetes y amiguetas de Carlos y Natalia cada quien por su lado pero en banal paralelo de mitos callejeros y frustraciones baldías, en esas documento-observacionales escenas de repartos de currículum para solicitar empleo en fajos y por todas oficinas y tiendas donde esperanzadoramente se dignen aceptarlos, ese avance de preñez y nacimiento que se estipula oblicuamente por medio de coloquiales mensajes en Facebook y fotos íntimas subidas a la red que son cualquier cosa menos entrañables ni exhibicionistas, o esa partida de la heroína a Alemania consignada en ráfagas de visiones de internet desfilando sin piedad ni asomo posible de reposo, puesto que esta patéticamente irónica Hermosa Juventud ya ninguna relación puede guardar con la Juventud Divino Tesoro otrora cursilonamente admirada e inmortalizada por Amado Nervo.

La juvenilia inicua aplica sin concesiones un régimen de escritura severa, con fotografía posgodardiana de Pau Esteve Birba y edición a cuchillo bárbaro de Lucía Casal, que deriva de los anteriores filmes de Rosales, en apariencia mucho más experimentales que éste, pero que ahora confluyen en él con todos sus hallazgos y partis pris, ya que allí están las melancólicas deambulaciones urbanas solitarias (en la cancha de basquet de Carlos, en lo alto de una colina por la deprimida Natalia) sin duda equivalentes a las del trivializado asesino en serie de Las horas del día, allí están los aislantes planos cerrados demasiado constreñidos pero admitiendo rápidos giros de cámara de un hablante a otro y las fractalidades ad nauseam de La soledad por fin al servicio de una ficción en las antípodas telenoveleras, y allí está el principio de desdramatización de la contemplación de los terroristas en acto cronométrico sin saberlo de Tiro en la cabeza otras ignominioso e implacable aunque de nuevo carente de cualquier pathos o suspenso secreto o, acento cordial o condenatorio.

Y la juvenilia inicua ha consumado el prodigio estoico de que aquel desgarrado e inconsolable duelo familiar anticipado de ver morir a un hijo de la cinta-memento en blanco / negro Sueño y silencio (Rosales, 2012) se vaya transformando a la vista en el desgarrado e inconsolable duelo familiar anticipado de ver morir una relación amorosa, un cúmulo de sueños y demasiados silencios agarrotantes, pero ahora no por el duelo de la muerte, sino por el punzante duelo por la vida de un inerme hijo bebé superexigente que ha llegado intempestiva y devastadoramente a trastocarlo todo, a degradarlo todo y a convertir a la infeliz exnini emigrante en una mera sustituta de trabajadoras indispuestas y en una desglamurizada vendedora de su figura desnuda a cualquier comprador germano porno, hasta el lacónico y contundente oscurecimiento doloroso final.

La bioluminiscencia empecinada

Ciencias naturales

Argentina, 2014

De Matías Lucchesi

Con Paula Galinelli Herzog, Vanesa Weinberg, Alvin Astorga

En Ciencias naturales, sensible ópera prima del cordobés de 34 años Matías Lucchesi (cortos previos: Savana, 2007, y Distancias, 2009), la linda niña jinete rubita salvaje de 12 años Lila (Paula Galinelli Herzog aún fabulosa) está triste y empecinada, ¿qué tiene la niña solitaria del aisladísimo internado rural?, pues que dos clases seguidas sobre la germinación vegetal la han puesto en crisis, le han removido y reforzado su primordial necesidad de figura paterna, ya planteada por su inicial arrancamiento a cincel de la placa industrial de una vieja TVantena en el páramo pampero de la provincia de Córdoba donde vive, y le han hecho decidirse a partir en automóvil sin saber manejar o como sea, pero a fin de cuentas secundada por la joven maestra viuda protectora Jimena (Paola Barrientos redondita) que ahora le asesta ansiosa el rollo de la bioluminiscencia, e ir en busca del padre desconocido, presuntamente un instalador TVantenista que sedujo 13 años atrás a la hoy hiperrechazante madre soltera Rosa (Vanesa Weinberg toda acritud) para engendrar a esa chava que desafía las prevenciones de la hosca directora de la escuela Marta (Eugenia Alonso), arranca informaciones al amable dueño de taller mecánico Arturo (Arturo Goetz), obliga a mentir piadosamente a la profa convertida en cómplice y, después de 100 y 250 o 400 kilómetros, primero confunde al varón buscado con un desaprensivo Puma (Alvin Astorga patéticamente ajeno al gran melodrama y a su propio microdrama) a quien hay que prepararle una buena comida para salvarlo de la hipoglucemia, y luego, ya sin duda razonable y vuelta experta en papás apócrifos, se topará con el progenitor verdadero, un hirsuto soldador buenaonda (Sergio Boris perplejo) que tácitamente le pide disculpas por el abandono regalándole una veleta de hierro forjado.

La bioluminiscencia empecinada recicla a la chavita heroína del desairado film El premio (Paula Markovitch, 2010), aquella parábola sobre la persecución y el desarraigo durante la más reciente dictadura militar argentina desde la óptica del precoz exilio interior, para que repita a conciencia y bajo temperaturas bajo cero su numerito encantadoramente desamparado, ahora alternativamente sonriente e impávida e impositiva, enfundada en un suetercito a rayas multicolores y flanqueada por una bienhechora profa simpática de chamarrota con capuchón, dentro de otra parábola en clave de road picture intimista e itinerario humano entrañable, en las antípodas de la austera austral dureza del laboral Mundo grúa (Pablo Trapero, 1999) en el minimalista origen del nuevo cine argentino, pero cuyos aciertos y tics el reivindicador debutante Lucchesi pretende humanizar aún más.

La bioluminiscencia empecinada se apoya de manera impresionablemente infalible en una suntuosa fotografía paisajística muy nítida (de Sebastián Ferrero) aunque en invernales colores deslavados porque idénticos a los campos rasos sin vegetación arbórea que pueblan la interioridad de la niña anhelante, una esquizoide música puntual (de Nacho Conde) que se dosifica a pintorescos saltos efectistas, una prestigiosa aunque confinada temática literaria a la búsqueda del falo perdido, una absurda ignorancia total de los datos básicos (“Entonces no tienes nada”) para la encuesta por internet y la correría kilométrica, una retórica bendita del respeto a las necesidades afectivas infantiles (“Hable con ella”), una delicia rústica de los presuntos progenitores que linda con la picaresca potencial (“Ni el nombre pudo preguntarle”) o con una pudorosa reticencia (“Yo soy de pensar poco”) que se desplomará en el contracampo inmostrable y, por supuesto, una emotiva crónica del largo viaje hacia el encuentro chantajista sentimental de dos solitarias mujeres vulneradas: la que halló a su padre y la que halló a la hija que nunca tuvo.

Y la bioluminiscencia empecinada vuelve a parafrasear aquella máxima cruel de André Gide, según la cual los buenos sentimientos hacen las malas películas, y las cintas ñoñas inofensivas que arrasan con los jurados de los cinefestivales chafas, hoy alrededor de una enternecedora nenita que, de regreso a su tierra natal, va a plantar de inmediato sobre unas rocas de su apacible valle al fin feliz la veleta del inesperado obsequio paterno, para dejar simbólicamente de ser, ella misma, una veleta sometida a la desmanteladora furia del viento de la semiorfandad y de la anécdota sensiblera, que no de la Historia ni de alguna urgente expresión fílmica.

 

La amenaza destazadora

Sombra blanca (White Shadow)

Tanzania-Alemania-Italia, 2013

De Noaz Deshe

Con Hamisi Bazili, Glory Mbayuwayu, Salum Abdallah

En Sombra blanca, zarandeante segundo largometraje del treintón cineasta israelita fungiendo también como cofotógrafo-coeditor-comusicalizador Noaz Deshe (corto previo: Chicochicas, 2001; primer largo: Agente de búsqueda Zerox, 2001), con base en un guion suyo y de James Masson, el pequeño aldeano albino Alias (Hamisi Bazili animalescamente carismático al derecho y al revés) que sólo quería aprender a volar mediante sortilegios de polvo, debe esconderse y huir de la creencia propiamente tanzana, aunque muy extendida en plena África Negra, de que la carne de las criaturas de su pálida tez y ausencia capilar posee poderes mágicos y atrae la riqueza, siendo perseguidas, asesinadas o vendidas a los brujos, por lo que, a raíz de la cruenta muerte por asalto nocturno, intento de secuestro y destazamiento de su padre también albino (Tito D. Ntanga), el chico es enviado por su aterrada madre (Riziki Ally) a la ciudad, con el fornido tío camionero viudo Kosmos ( James Gayo), quien lo destina a venta callejera de DVDs, gafas de sol y celulares, a causa de lo cual el hombrón ha contraído pavorosas deudas con el mafioso barrial Adin ( James P. Salala) que no tardará en querer cobrarlas incluso con una sistemática violencia a patadas que resulta mortal, deshaciendo los escasos momentos de dicha alcanzados por el sobrino al lado de su adorada primita sensible pero semienterrada para protegerla Antoinette (Glory Mbayuwayu) y con su vecinito homólogo albino Salum (Salum Abdallah tiernísimo) que morirá clandestinamente desmembrado, hasta que la policía intervenga para alentar la unión del barrio y provocar el castigo público del hampón por Fuenteovejuna, en el transcurso del cual el niño Alias podrá hacerse justicia por su propia mano.

La amenaza destazadora aborda de frente la misma temática (el abuso atávico contra los albinos) que ya había desarrollado recientemente el documental A la sombra del sol del inglés Harry Freeland (2012) al seguir a un par de albinos por toda Tanzania y verlos abogando cual predicadores por su diferencia para deshacer las viejas creencias y prejuicios en contra de ellos, pero ahora el film del esteta cinefílico Deshe adopta una postura opuesta, todo se ficcionaliza al máximo, al sañoso extremo y al exceso tolerable, para dar lugar a un duro y truculento drama costumbrista, como si se tratara de un thriller cotidiano y vivencial, lleno de ruido y furia, visto con sensacionalistas ojos extranjeros, al borde de la pornomiseria tercerinmundista en boga y por encima de ella, y eso desde la simbólica secuencia inaugural del destazamiento materno a cuchillo de un trozo de carne sobre el fogón del patio que ha encendido el pequeño Alias, pasando por las peleas de aves con apostadores o los simulacros de guerritas con ramitas / ametralladoras, hasta las brutales palizas y el conato de linchamiento a patadas concluyente.

La amenaza destazadora gira vertiginosa y abismalmente en torno de ese asediado chavo de mirada sustraída y puños crispados que sufre una persecución omniconcertada que parece darle la razón a todos los sentimientos persecutorios (cual diminuto héroe nacido para marginarse de la violencia como el de El gigante egoísta (Barnard, 2013), agazapado tras la puerta mientras despedazan a su progenitor, sometido a humillante discriminación por su propio pariente pronto ejecutado, marginado en la aldea multiforme y en la ciudad inabarcable, excluido y correteado por los demás vendedores de fayuca entre los autos, refugiado con el menor Salum en los tiraderos donde creen imperar entre montañas de basura y desechos tecnológicos para jugar a la vindicación todocompensatoria, sometido a un bullying quasi cósmico, encapsulado en largos atuendos negros y bajo mascadas que ocultan su piel, sólo comunicándose a señas y muecas y apapachador contacto corporal con la primita de la que será furiosamente separado, al interior de una parcela verbal-tribal donde todo diálogo parece remitir a vuelos poéticos ancestrales y a la vez sofisticadamente posmodernos con abundancia de metáforas zoológicas y funerales (“¿No sabes que los cimientos de esta ciudad están llenos de cadáveres?”), y contemplado como bestezuela acorralada en una hiperfragmentación fílmica que hace las veces de implacable descuartizamiento premonitorio, expuesto a ráfagas líricas, en algún lugar situado entre David Lynch y el primer Amos Gitaï, haciendo difícil inclusive un grado primario de la comprensión argumental, esencialmente desconstruida en lo estructural y narrativo como el fuego inmolador o las chozas calcinadas que su horror frecuenta.

Y la amenaza destazadora se ceba en gimientes entierros desgarradoramente estoicos, caminata entre ataúdes en oferta y desfile de sepulcros con moradores usurpadoramente cambiados, donde ominosamente habrá de crecer a la fuerza y contra la barbarie dominante el diminuto héroe de confesa boca de plátano y mazorca de dientes pese a todo sonrientes, entre la náusea existencial y la stasis de imágenes fulgurantes (dignas del más inspirado Carlos Reygadas) que al final de su novela de maduración (pero principalmente de conciencia omisa) habrá de renunciar a clavarle el cuchillo puesto en sus dedos al representante del mal absoluto y se larga por el sendero estrecho, abandonando la humareda lejana y rompiendo virtualmente con su destino de violencia inextirpable.

El mimetismo cordial

El último Elvis

Argentina-Estados Unidos, 2013

De Armando Bo

Con John McInerny, Griselda Siciliani, Margarita López

En El último Elvis, maduro debut del heredero fílmico porteño de 35 años Armando Bo (tras dos décadas en la producción de cine y publicidad), con guion suyo y de Nicolás Giacobone, el cuarentón regordete obrero de línea de producción Carlos Gutiérrez ( John McInerny sensacional) se siente de manera obsesiva compulsiva no la reencarnación, sino el verdadero Elvis Presley, porque lo imita cantando cotidianamente con perfección absoluta durante su after office en centros nocturnos y asilos, aunque su patinadora hijita también con buena voz Lisa Marie (Margarita López) ni siquiera lo pela y su modesta esposa empleadilla Alejandra (Griselda Siciliani), a quien él llama Priscilla, lo repele visceralmente por desobligado y por sus excentricidades, pero al cumplir los 42 años, la edad en que murió al parecer por sobredosis de pastillas el primitivo Elvis auténtico (1935-1977), el hombre entra en conflicto existencial y renuncia a su trabajo para tomar una decisión radical, si bien primero debe ocuparse del cuidado de su chavita por una temporada, en tanto se restablece su mami hospitalizada por un accidente.

El mimetismo cordial lleva hasta sus últimas consecuencias fenomenológicas, poéticas y humanas, lo que técnicamente y en rigor no sería más que la contemplación solidaria y cariñosa, de un caso de trastorno de identidad disociativa, al que nunca podría reducirse el sentido del relato, rico en matices observacionales y contradicciones psicológicas, en anotaciones ambientales y en detalles familia-sociales, y hasta en significativos rasgos de humor delirante (a lo Tony Manero del chileno Pedro Larraín, 2008, aunque sin dimensión política virulenta), como ese desfile por aquí y por allá sin énfasis alguno, verdadero carnaval deambulatorio, de dobles de legendarias celebridades musicales pop (de Mick Jagger, John Lennon, Iggy Pop, Los Kiss y Nina Hagen, a Pablo el Roquero y Charly García), cual si tácita, lírica e irónicamente quisiera mostrarse y demostrarse que nadie puede ser original por completo hoy en día, sino una mezcolanza, o una triste o alegre imitación, de configuraciones y desfiguros de figuras famosas, arquetípicas, prototípicas, típicas o estereotipadas, al infinito y más allá, sin salir del camerino, el cruce ocasional o la vuelta de la esquina.

El mimetismo cordial revive el gusto por lo popular y lo extravagante de que hacían gala sin pudor alguno los abuelos del realizador (¿alguien recuerda los excelsos churrazos excesivos del picaresco-pintoresco-orolesco binomio integrado en los años cincuenta-setenta por el originario actor-director Armando Bo y su esposa la megaprotuberante desnudista Isabel Sarli?), al diseminar escenas tan conscientemente desbordadas y parcamente conmovedoras como el crucial soliloquio viril durante el two-shot encamado ante una infeliz prostituta contrahecha (Lucrecia Carrillo) que no sabe qué hacer ante ese imparable desahogo tanguero (“¿Querés que te la chupe?”), la inmostrable TV con Elvis, el peso de la acre soledad ocre ante el piano en un local de bingo, la colosal rabieta en top shot del imitador perfeccionista increpando-enmierdando al público desatento, la difícil comunicación antiDerbez lograda con la hijita, la esporádica dislocación / disociación / desquiciamiento de sonidos desplazados, la mítica balada presleyana de nuevo a solas cual arrebato-aullido de máxima intimidad, la partida-quema de mundo artificial, o la velita con número 42 que enciende y apaga el héroe / antihéroe sobre una rebanada de pastel de cafetería gringa (“Happy birthday!”).

Y el mimetismo cordial empieza en el ascenso por las estrechas escaleras con cámara subjetiva hacia las habitaciones del monstruo sagrado en su santuario-casa-museo de Graceland en Memphis ( jocosamente reproducida en un suburbio de Buenos Aires), y culmina en ese mismo lugar, adonde se ha escondido el indeseado visitante clandestino para vestir por única vez postrera los intocables atuendos de su ídolo-alter ego, retacarse de pastillas de muy distintas clases y esfumarse del mundo en un lamentable desenfoque terminal en una profundidad de campo previamente desvanecida.