El cine actual, delirios narrativos

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El holocausto zombi

Melanie: Apocalipsis zombi (The Girl with All the Gifts)

Reino Unido-Estados Unidos, 2016

De Colm McCarthy

Con Sennia Nanua, Gemma Arterton, Paddy Considine

En Melanie: Apocalipsis zombi, elaboradísimo horror film del televeterano escocés debutando con brillantez a los 43 años Colm McCarthy (tras episodios clave de las TVseries La Ley de Murphy, Los Tudor y Sherlock), con guion de Mike Carey basado en su homónima novela superventas, la hiperinteligente niña aún con una condición humana en duda Melanie (Sennia Nanua carismática non plus ultra) asiste férreamente atada a su asiento rodante, como los demás infantes de su especie, a las lecciones de la demasiado sensible Helen (Gemma Arterton) y urde el relato de una joven rescatadora de otra para ser felices por siempre, demostrando así que es humana y luego ser tocada en el pelo por la profa transgresora cual aceptación amorosa, lo cual provoca la rabia del impersonalizado custodio Sargento Parks (Paddy Considine), que se frota con saliva un brazo y lo acerca a las fauces de un niño despertando la rugiente hambre brutal de la clase y de la propia Melanie, probando que ésta pertenece también a la especie de los zombis llamados Hambrientos, quienes, infectados por la fulminante enfermedad que causa un hongo ya expandido en exceso, amenazan con el exterminio del género humano y, de hecho, pronto habrán de penetrar a la base militar de la acción, exacto cuando la implacable experimentadora Dra. Caldwell (Glenn Close canosa y pasita pero aún con una Atracción fatal más aterradora que la mayoría de los zombis) se hallaba a punto de destazar selectivamente a Melanie para sintetizar la vacuna antizombi que a costa de cualquier precio ansía obtener, y esa irrupción violenta iniciará un arduo combate armado contra las hordas zombiescas y la providencial huida del sargento, la doctora, la profa y dos soldados bien pertrechados a bordo de un cuadrado tanque-camioneta de valores tardohumanos que enfila hacia la selva, se atasca en un río, prosigue a pie y arriba a un Londres infestado por entero de zombis paralizados en calles que sólo Melanie puede transitar a salvo, lanzándoles un perro a los hambrientos para dispersarlos y rescatando algunas criaturas homólogas suyas en una lucha cuerpo a cuerpo con su pequeño líder, mientras los humanos que ha decidido proteger, con excepción de la bienamada Helen, irán pereciendo uno a uno con trágica violencia, cual presas prometidas del ya difícilmente reversible holocausto zombi.

El holocausto zombi apela feroz y eficaz a las urgencias físicas, apetitos, necesidades afectivas, satisfacciones inmediatas, arrebatos instintivos e impulsos más elementales, mediante el desenfreno súbito o, peor aún, la inminencia de ese desenfreno, o séanse, una suicida elección al azar del propio número de la celda en que Melanie se encuentra, el visceral asedio andrajoso al búnker de La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968), o el miedo a ser alcanzado-tocado por los leprosos hambrientos de La tumba india (Fritz Lang, 1958).

El holocausto zombi puede concentrar entonces todos sus recursos y sus baterías pesadas, tales como la música de Cristóbal Tapia de Veer rebosante de erizados efectos percutivos, la fuliginosa fotografía de Simon Dennis repentinamente alocándose, la pulsional edición sin reposo de Matthew Cannings, o la depresivamente megalomaniaca dirección artística de Philip Barber, y las estrategias expresivas del conjunto de ellas, a la electrizante creación de momentos supremos casi insoportables como el cacaraquiento coro de los escolapios de uniforme naranja luchando por morder al aire desde sus caparazones-prisión inamovibles, las ráfagas arrasantes de cámara en las secuencias de acción violenta, la visión de un Londres posapocalíptico cual campo de concentración espectral, el mar de hambrientos tiesos en las calles cual homologados por el ingenuo rayo inmovilizador del fresco vanguardista René Clair (en París que duerme, 1924), el crepuscular Valhalla de los dioses wagnerianos reencarnando en el incendio profiláctico de una gigantesca torre londinense, y cruzando, flotando, trepidando, impregnándose todo ello con la señorial efigie inasible de Segunda Generación de una superdotada Melanie, la agitada zombivacuna viviente que no se dio y la zooantropológica chiva expiatoria que ahistóricamente se negó a serlo.

El holocausto zombi reclama y retiene así la deliberada o inconsciente virtud inefable de remitir a sus espectadores y ávidos fans, pese a plasmar una distopia futura, como todas las cintas de zombis de moda o por venir, y tal como lo ha expuesto la cinefilósofa Sonia Rangel en un trabajo sobre la imagen-caníbal basado en los estudios sobre “antropofagia zombi” de la teórica brasileña Suely Rolnik (en el número 123 de la revista La tempestad centralmente dedicado al tema), a una zona antropológica, o a un imaginario orden primitivo, anterior a la conciencia y a todo control o mediación, donde el deseo puede nacer en estado puro y bruto, a partir de las pulsiones más básicas de un deleuziano-guattariano “cuerpo sin órganos”, de pronto solo boca mordedora con hambre insaciable, con una bárbara voracidad encarnizada más acá, no más allá, de cualquier sacrificio ritual, en una oscuridad arcaica del devenir-animal que todos llevamos dentro, como el feto de siete meses que devoró a su madre desde el interior en el traumático relato tremebundo del sargento mordido-agonizante Parks rogándole a Melanie que lo remate de un plomazo, ya en un espacio despiadado fuera de concierto, si bien contagioso, que es su propia reflexión negativa y su Némesis.

Y el holocausto zombi acaba situándose a un sutil y sublime costado omniexterminador de las recientes fantasías zombieróticas El demonio neón (Nicolas Winding Refn, 2016) y Voraz ( Julia Ducournau, 2016), al culminar elevando a la antes dulce Melanie en supereficiente sustituto entusiasta sin armas del sargento-capataz Parks en la clase escolar que su adorada profesora Helen dicta tras una parapetada puerta defensiva con cristal protector a los salvajes niños quasi humanos perpetuadores heroicos de tu especie.

4. Delirios utópicos
La realeza gastronómica

Los sabores del palacio (Les saveurs du Palais)

Francia, 2012

De Christian Vincent

Con Catherine Frot, Arthur Dupont, Jean D’Ormesson

En Los sabores del palacio, singular opus 8 del vivaz comediógrafo parisino de 57 años Christian Vincent (La discreta, 1990; Seductor de lujo, 2006), con guion suyo y de Etienne Comar libremente inspirado en la historia verídica de Danièle Mazet-Delpeuch como cocinera del expresidente socialista francés François Mitterand, la sencilla pero errabunda y genial señora provinciana por herencia especialista en preparar comidas tradicionales francesas Hortense Laborie (simpatiquísima carirredonda Catherine Frot ya veterana actriz fetiche del realizador) elude con inmisericorde aplomo los asedios tenaces de una TVreportera australiana (Arly Jover), mientras dice adiós, con un suculento banquete, a los internacionales habitantes de una base científica en las islas Crozet de la Antártida y evoca los tres inolvidables años en que fue prácticamente prisionera del laberíntico Palacio del Elíseo, sometida retorcidos protocolos y enfrentamientos, como encargada de la cocina privada, para invitados especiales y familiares, del anciano Presidente ( Jean D’Ormesson fragilísimo), con quien se toparía muy pocas pero maravillosas veces, bien respaldada por sus diligentes enlaces Azoulay (el también realizador Hippolyte Girardot) y Louchet ( Jean-Marc Roulot más narizotas que el cómico arcaico Larry Semon) en todos sus onerosos caprichos para obtener imposibles ingredientes genuinos, y aún mejor asistida por el joven subchef piensarrápido Nicolas Bauvois (Arthur Dupont), hasta ser vencida por los erróneos dictados mezquinos de un cambio de régimen administrativo y por las intrigas rabiosas del prepotente villano gordazo Lepic (Brice Fournier), celoso encargado de la cocina pública del palacio.

La realeza gastronómica hace un delirante elogio pormenorizado a la alta cocina francesa y una declaración de amor loco a la autenticidad de la comida regional, en una fina y estilizada serie de variaciones ¿sólo? para gourmets galos, narrativamente oscilando entre un apéndice a la semblanza del Mitterand postrero de El paseante del Campo Marte (Robert Guédiguian, 2004, con Michel Bouquet en el rol titular) y nuestra cándida fantasía culinaria modestísima Canela ( Jordi Mariscal, 2012), pero a cien años luz de una oda a la afrolealtad perruna como El mayordomo (Lee Daniels, 2013), ya que volcadas a la elaboración de dos poderosos retratos coloquiales, el del provecto Presidente hipersensible, entusiasta de la sazón ancestral de su nueva cocinera, aficionado a la golosa lectura de viejos recetarios ampulosos (con prólogo de Sacha Guitry) y añorante de los sabores de su infancia, y el retrato irónico de esa orgullosa y tozuda cultivadora de trufas en la comarca de Périgord, atacada e insultada por encomio al revés como la favorita Du Barry de ese prendado glotón Luis XV sin nobleza, relegada artista luchando, aun sin saberlo, por la subsistencia espléndida de su arte, porque, como dicta la sabiduría popular francesa, el arte muerto está en los museos, el vivo está sobre la mesa.

La realeza gastronómica se estructura en dos espaciotiempos que se alternan, contrastan y se unen por íntimos vasos comunicantes, dos espaciotiempos que se disputan la errancia solitaria y la radical no-pertenencia de sus héroes disímbolos y apenas relacionados entre sí (el Presidente, la cocinera archisencilla) pero unidos por su ajenidad al paisaje social, dos espaciotiempos contrapuestos que se reparten otras tantas formas de la fotogenia extrema: la de un mundo abierto a las planicies pedregosas y los embates marinos embravecidos de un páramo lunar y la fotogenia de un palacio civil con todos las prácticas maniacas y los túneles del tiempo y los sótanos e interdicciones de una corte imperial, dos espaciotiempos que ante todo se proponen involucrar, cual protagonistas privilegiados en paralelo, a los hiperselectivos degustadores palaciegos, conscientes y prevenidos, siempre tras las puertas cerradas, tanto como a los espontáneos devoradores de la comunidad científica, inconscientes y sin prevención, pero de inmediato agradecidos.

 

Y la realeza gastronómica tiene como finalidad última hacer cocerse en los peroles y henchir en los platos la lujuria en trance de comidas en proceso, patos y patés de la región perdida, coles rellenas de salmón con panceta, papas Julia, trufas y setas traídos ex pofeso desde la granja recóndita a precio de oro, pero ¡qué platillos!, tal como no se había logrado desde El festín de Babette (Gabriel Axel, 1987), cuyo discurso estético-existencial, cuyos manjares neochabrolianos, cuyo gusto-mirador del mundo y cuya exquisitez plástica en hervor desembocarán en una regia celebración de inesperada teatralidad travestida, con rutilantes colores republicano-cortesanos (los Sinsabores del Palacio), cual satírico homenaje escénico-coral-anónimo, no visto desde las ultrafrancesas glorias fílmicas de Jean Renoir y su modélica jocunda gracia comunal, por fin recuperadas.

El arraigo extremo

Fogo (Fogo)

Canadá-México, 2012

De Yulene Olaizola

Con Norman Foley, Ron Broders, Joseph Dwyer

En Fogo, ascético tercer film pero sólo segundo largometraje decididamente docuficcional de la chilanga egresada del CCC de 29 años Yulene Olaizola (Intimidades de Shakespeare y Victor Hugo, 2006; Paraísos artificiales, 2009), con guion suyo y de su estupendo camarógrafo perfeccionista Diego García más el también realizador Rubén Ímaz (Familia tortuga, 2006), el solitario aldeano sesentón Norman Foley (él mismo obedeciendo sofisticadas técnicas improvisatorias) y sus vecinos de la misma edad y condición Ron Broders y Joseph Dwyer apodado Little John (ellos mismos) son algunos de los últimos habitantes de la pequeña pero impresionante isla de Fogo, adyacente a la costa septentrional de la gigantesca Terranova en Canadá, un escueto puñado de personajes apenas mantenidos allí en pie por la fuerza del terco sostenimiento y sometimiento a un arraigo extremo, en realidad ya sólo unidos a sus adorados perros, contra la reubicación migratoria.

El arraigo extremo explota al máximo la fotogenia isleña, su permanente invierno infernal, sus paisajes lunares, su desolación de fin del mundo en un Finisterrae ignorado, su horizonte diríase cargado de amenazas intangibles o ya cumplidas, su mísera soledad mineral de cementerio posdantesco lleno de caminos fulgurantes, senderos extraños, veredas custodiadas por cercas de entarimas y surcos de colores artificiales que nunca se registrarían en otras latitudes.

El arraigo extremo se nutre de las mecanizadas, al borde de lo impersonal, rutinarias, automatizadas y como ya consabidas relaciones humanas de figuras inmóviles que parlotean sin término entre ellas dentro de planos fijos de interiores cotidianos, cocina, alcoba, granero, salas atrozmente desnudas, para rendir testimonio de tarkovskianas faltas de nexo ante una inmensa mesa baldía, o nexos que plantean nimios trabajos de supervivencia, que lamentan el deterioro actual, que evocan y añoran otros tiempos, por medio de diálogos lacónicos o imparables en dialecto irlandés arcaico que ponen de manifiesto su condición dual de criaturas elementales y dinásticos seres encapsulados, amables pero volcados hacia ellos mismos y sus descomunales esfuerzos de permanencia geográfica en esas landas infames en planos abiertísimos, como si dieran vueltas mentales sobre sus cuerpos desgastados a imagen y semejanza del entorno, y en torno de propio cráneo, sin poder llegar jamás a ninguna parte, pero siguiendo por mera compulsión (o urgencia ante la imposibilidad de mudarse a otra parte) su rumbo de estatismo vertiginoso.

Y el arraigo extremo ha llevado hasta sus últimas consecuencias plástico-pictóricas una apariencia de Apocalipsis de bolsillo que nunca logra darle la vuelta a la esquina porque ésta simplemente ya no existe, quizá perdida entre esos encuadres geometristas y esos tracking shots acosando siluetas de espaldas o esa música vanguardista de acordeón (compuesta por la gran veterana Pauline Oliveros), acaso extraviados en el pernicioso enigma de esas cabañas-casetas de tablones con paredes ya peligrosamente inclinadas y en el misterio irresoluble de las causas eficientes que han provocado el radical abandono en esa isla y en su mundo circundante, su proceso de imparable degradación, su merma en la calidad de vida y de no vida, rumbo a ese inolvidable sol rojoamarillento en forma de dura estrella vencida, alucinante y final.

La autoficción usurpada

La danza de la realidad (La danse de la réalité)

Chile-Francia-México, 2013

De Alejandro Jodorowsky

Con Brontis Jodorowsky, Jeremías Herskovits, Alejandro Jodorowsky

En La danza de la realidad, reciclador film 7 tras dos decenios de inactividad fílmica del mimo pánico psicomágico chileno-parisino de 84 años Alejandro Jodorowsky (de Fango y Chis, 1967, al aquí inédito El ladrón del arcoíris, 1990, y pasando por el meteórico éxito internacional de Ponga al Topo en su lugar, 1970), con guion suyo basado en su autobiografía homónima e interpretado por él mismo al frente de su progenie, el hipersensible niño judío circuncidado de blonda cabellera pero miedoso y cobarde para su entorno Alejandro Jodorowsky ( Jeremías Herskovits) desperdicia sin remedio su infancia desdichada en el recóndito puerto chileno de Topopillas, donde debe ser de continuo protegido por el sabihondo octogenario en que habrá de convertirse (el propio Jodorowsky hoy), por haber sido hijo de la solipsista madre operática Sara (Pamela Flores) que lo consideraba la reencarnación del abuelo inmolado en un pogrom ruso y, sobre todo, de su usurpador autoficcional, el tiránico padre exacróbata-bombero estalinista ucraniano Jaime (Brontis Jodorowsky), absorto por entero en llevarlo a tuzar a una peluquería, endurecerlo mediante una premiada resistencia absurda a la vejación y al dolor, alejarlo de las malas influencias religiosas de un encuerado teósofo derviche del muelle (Axel Jodorowsky) y entregarse a un activismo político como jefe de célula comunista, que lo llevará a enfrentarse a la fuerza pública y largarse a la capital para asesinar a quemarropa al desquiciado dictador militar Ibáñez (Bastián Bodenhöfer), disputar el derecho de hacerlo a un anarquista suprimible (Adán Jodorowsky) y fracasar en varios intentos de consumar el magnicidio, sea en un atentado callejero o en la finca donde habrá logrado incrustarse como caballerango del equino Bucéfalo favorito del déspota, para acabar con las manos perdurablemente agarrotadas por la frustración, sufrir amnesia por golpes recibidos y ser reeducado puliendo sillas por un santo Hermano José, devenir líder sacramental instantáneo, cebarse en el exterminio de una patrulla hitleriana, padecer encarcelamiento y brutales torturas, ser liberado en un golpe de estado ciudadano, retornar a su puerto original y ser objeto ¡uf! de una mágica curación sacra allí donde su familia languidecía en la desdicha victimada y en la fingida invisibilidad de su raza.

La autoficción usurpada a veces sorprende y siempre abruma, pero nunca de los nuncas emociona, al aplicar de manera indefectible, a todo lo largo de 130 derrumbados minutos, la fórmula aleccionadora que resume poco desarrollo de abundantes eventos descabellados con demasiada presunta sustancia, y la autosatisfecha fórmula que trasunta exuberante imaginación con pobreza fílmica de inmediato teatralizada y pésimamente actuada, pues, como de costumbre, la forma congestionada de Jodorowsky sigue rigiéndose por el esquematismo, aquí ya fatigado y sin capacidad de provocarse ni a sí mismo, muy por debajo de La montaña sagrada (1972, con su desaforada Conquista de México por sapos en el atrio de la Basílica) o de la sobrehecha Santa sangre (1987), ahora en su punto más débil y flojo e inane y exangüe.

La autoficción usurpada escala cumbres inalcanzables del ridículo excelso e inefable, con decrépitas secuencias inolvidablemente gratuitas o abyectamente misóginas, como las apariciones de la asfixiante madre posesiva donde sólo ella cretinamente habla cantando, el supuesto combate heroico contra una turba de despreciables mutilados de guerra con uniforme de mercenarios yanquis, la meada curativa de una Tetona Mendoza que restaña milagrosamente todas las heridas corporales, el abusivo rescate amoroso por una diminuta jorobada (Alisarine Ducolomb también diligente directora de arte cumplidora de jaladísimas) que se ahorcará cuando su inerme macho barbón recupere la memoria, el voluntario entierro en vida de un ranchero, los pases de kung-fu que devastan a los atropellantes nazis sin siquiera tocarlos, el fusilamiento con una bala de fuego a los retratos de tiranos o así.

La autoficción usurpada apenas logra abrirse paso entre abruptos diálogos cosmogónicamente altisonantes para que la Sagrada Familia redimida abandone su hogar en una barca donde el cineasta canoso se oculta sonriente detrás de un comparsa con traje de calaca (“Alégrate de tus sufrimientos, gracias a ellos me verás a mí”).

Y la autoficción usurpada se aferra a una problemática que con claridad meridiana ya había zanjado desde tiempo inmemorial el hipercrítico poeta-ensayista Hans Magnus Enzensberger (en Detalles hacia 1962): “La acusación que merece la vanguardia actual no es la de ir demasiado lejos, sino la de haber dejado abiertas las puertas traseras, la de buscar apoyo en doctrinas y colectividades, la de no haber tomado conciencia de sus propias aporías, liquidadas tiempo ha por la historia”, pues “su movimiento es regresión”, al no asumir “el riesgo, poco visible pero infinito, del cual se alimenta el futuro del arte”, pero creyendo inmortalizar una pachecada sublime.

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