El cine actual, delirios narrativos

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El fracaso providencial

Un holograma para el rey (A Hologram for the King)

Reino Unido-Francia-Alemania-Estados Unidos, 2016

De Tom Tykwer

Con Tom Hanks, Alexander Black, Sarita Choudhury

En Un holograma para el rey, perfeccionista décimo largometraje del gozoso epítome actual de un formalismo cosmopolita germano a veces delirante de 51 años Tom Tykwer (Corre Lola corre, 1998; El perfume, historia de un asesino, 2006; Tres, 2010), con guion suyo basado en la regia novela homónima de Dave Eggers, el ultrafracasado ejecutivo viajero cincuentón Alan Clay (Tom Hanks) que lleva colgando como estadunidenses fardos psicosociológicos vueltos existenciales la trágica bancarrota desempleadora que provocó en una empresa y el desplome de su matrimonio con una desalmada Roby ( Jane Perry) que está dejando sin posibilidades universitarias a la hija meserita de ambos Kit (Tracey Fairaway), debe ahora, en el archijerárquico mundo al revés de Arabia Saudita, atravesar por todo tipo de vicisitudes rocambolescas, al lado de su sanchopancesco chofer-guía de naquísimos gustos retropoperos y revisor paranoico del motor de su auto para confirmarlo libre de bombas Yousef (Alexander Black), y debe sobreponerse a cualquier género de choques culturales, abandonos e impedimentos, para lograr al fin presentar ante los ojos divertidos del inaccesible Rey de esa nación (Mohamed Attifi) un espectáculo promocional a base de hologramas tridimensionales tendiente a convencerlo de las cualidades del proyecto de un magno desarrollo arquitectónico, tarea también abocada al fracaso, pero paradójicamente aquí se trata de un fracaso providencial, pues el buen Alan ha decidido en paralelo rebanarse a cuchillo pelón un gigantesco tumor de su espalda, con el objeto de hacerse atender por la heterodoxa doctora desafiante de carnosos labios sensoabultados Zahra (Sarita Choudhury) y conquistarla por siempre jamás.

El fracaso providencial lleva la insólita metáfora del hombre contemporáneo como holograma viviente hasta inesperadas consecuencias límite: ese ente-holograma que enfrenta todos los obstáculos del mundo en el otro confín del universo para organizar el show mercantil de hologramas tan tridimensionales como él y a su imagen y alegórica semejanza, ese hombre hipotético atrapado en cierta realidad virtual que sólo llegará a ser una realidad objetiva, individual, concreta y tangible merced a sus pequeñas grandes decisiones, casi invisibles, cual sobrenaturales esfuerzos mínimos, pues en última instancia ese desidealizado infeliz Alan funge como el ideal sujeto tristón de una fábula multidimensional y abierta, un nuevo minimizado insecto de la Metamorfosis de Franz Kafka autoacusado de todo sin siquiera tener derecho a un Proceso e intentando infructuosamente entrar en el Castillo, el detentador de otra inextirpable Náusea de Jean-Paul Sartre traducida en perpetuo gesto de asco y de repulsión angustiada, un rebelde absurdo del existencialismo de Albert Camus cargando interminablemente su piedra de Sísifo para encarar la Peste del cosmos financiero y de su propia Caída, un solitario patético en los lindes de una discapacidad mental o física similar a las ya encarnadas y abatidas por el mismo Tom Hanks en Forrest Gump o en Náufrago (Robert Zemeckis, 1994 / 2000), un gemelo propositivo del rutinario bípedo indistinto de Anomalisa (Charlie Kaufman-Duke Johnson, 2015) por ello moviéndose con frialdad en el desierto como cualquier gringo que se siente dueño del universo, o bien, un extravagante chivo expiatorio que no será crucificado al término de su Calvario, un Quijote transnacional que se sanchopanciza aún más en cada salida por el peligroso campo supervigilado (sexatractiva fallida de una guapa danesa, dionisiaca ceremonia familiar saudí), un pionero Hombre en Vilo de Saul Bellow debiendo lidiar con lastres relacionales de Herzog e involuntarias aventuras exóticas de Henderson el Dios de la Lluvia, pero ante todo un especimen sublimado por la filosofía del fracaso: un fracaso tan extenso como la desazón causada por la inmensidad de los paisajes desolados del desierto saudita, el fracaso externo para triunfar en el fuero interno, que parecía exclusiva del Woody Alien de Dos extraños amantes (1977) o Zelig (1983), sus semejantes, sus lamentables hermanos, al cabo de un forzado itinerario humano y de un metafísico hermetismo tan sólo aparente.

El fracaso providencial está concebido y filmado con maestría, aunque a modo de un simple ejercicio de estilo, como si el desigual Tykwer recién salido de su kilométricamente fallido El atlas de las nubes (2012) fuera de nuevo en retroceso un esteta debutante, o un sabio decadente de regreso de todo sin haber jamás llegado a ninguna parte, acogiéndose a una forma fílmica en el extremo de lo fluido y lo monocorde, del ritmo trepidante sobriamente equilibrado y del imperturbable flujo laminar con abundantes ideas visuales, donde se escalonan traumáticos flashazos mentales, insidiosos top shots de la ducha o bajo cualquier otro pretexto, elegantes vistas todo abarcadoras del interior de una colosal tienda de campaña semivacía en medio del desierto y de edificios impersonales o en construcción, sintetizadores planos cortos, rutilantes elipsis carreteras, afincados en un conjunto armonioso gracias a la fotografía sin estridencias de Frank Griebe, la edición sin fisuras violentas de Alexander Berner y la música sincrética de Johnny Klimak y el propio realizador, para obtener momentos tan sugestivos o desternillantes como el devastador arranque onírico-deseante del héroe haciendo estallar auto y casa y esposa en nubecitas solferino, el gag irracional de cierta laptop echando una intempestiva bocanada de humo, el cuchillo alcanzando de improviso la bolsita de grasa de la espalda, la mancha de sangre omnipresente por encima de la ropa, el recurrente acoso por skype del contacto empresarial Eric (Eric Meyers) o el cortón a la figura ladillosa del padre autoritaria Ron (Tom Skerritt) por la misma vía en línea, el crucial efecto en los mingitorios de uno de los compulsivos chistes babosos del joven Alan (Lewis Rainer) sobre un desdeñoso príncipe Jalawi (Atheer Adel) que reacciona cual Mamadeus de Milos Forman (1984) con una interminable carcajada idiota, la tentación cumplida del elevador franco expectante, los encuentros inesperados de frente con el asimismo inaccesible contacto en jefe Karim Al-Ahmad (Khalid Laith), las deambulaciones melancólicas entre la rechazante fotogenia arábiga, las afanosas transformaciones mágicas por el próximo arribo de su majestad, o así.

Y el fracaso providencial se consuma finalmente como una parábola de la sexualidad reencontrada en el amor clandestino y disidente, más allá del estallido cultural y económico de dos culturas a la vez.

La belleza demoniaca

El demonio neón (The Neon Demon)

Estados Unidos-Francia-Dinamarca, 2016

De Nicolas Winding Refn

Con Elle Fanning, Jena Malone, Karl Glusman

En El demonio neón, trepidante opus 10 del visionario estilista danés ya en fragorosa lucha por sostenerse en el candelero internacional a sus 46 años Nicolas Winding Refn (Drive, el escape , 2011; Sólo Dios perdona, 2013), con guion suyo y de Polly Stenhan y Mary Laws, la dieciseisañera huérfana provinciana aspirante a modelo si bien aún virgen Jesse (Elle Fanning lívida alígera) posee una belleza convulsiva y demoniaca tal, pálida de tiempo completo perversamente pura e intolerablemente inocente (“Este ciervo deslumbrado es justo lo que eres”), que de inmediato se ve envuelta en anomalías ambientales (con insólita aparición de un freudosimbólico puma rugiente en la cama núbil aprovechando una puerta semicerrada) y diversos acosos masculinos pronto neutralizados por sorpresa y azar, como ponerse a merced del fotógrafo erotómano Jack (Desmond Harrington) que sin embargo se limita con pintarla de dorado, a merced del histérico regenteador de motel Hank (Keanu Reeves) que se descubre lenón traficante de niñas, y a merced del poderoso diseñador de modas para quien la belleza lo es todo Sarno (Alessandro Nivola) que ahuyentadoramente humilla en un bar al casto noviecito fotógrafo de la buena chica Dean (Karl Glusman), pero ante todo la belleza indefensa de Jesse despierta la codicia sexual de la artista de maquillaje Ruby ( Jena Malone), la envidia de la hermosa artificial diez veces operada Gigi (Bella Heathcote) y la fascinación fatal de la pasarelista estrella Sarah (Abbey Lee), tres compañeras de trabajo en realidad irreprimibles homicidas que, por celos de la verdadera belleza y cuchillos en mano, acabarán provocando la destrucción de la muchacha, orillándola que se precipite en una piscina sin agua.

La belleza demoniaca incita muy pocos episodios anecdóticos, pero todos amplificados a lo Erich von Stroheim (aquel de la inconclusa seudorromántica La reina Kelly, 1928-1984), que en su mayoría producen grandes incidentes o eventos ultrasofisticados con escasísimas bases realistas, espectacular y gélidamente alucinatorios, como ese show de bondage japonés entre luces estroboscópicas, esa monumental sesión de casting al semidesnudo, ese pesadillesco tragado de un puñal, ese acto vampírico de mingitorio al que Sarah somete a Jesse cortada por un trozo de espejo estrellado en la mano sangrante, esa violación de una chava de 13 años en off, ese refugio en la tenebrosa mansión de Ruby cual Casa de Usher, ese beso a un reflejo de sí misma en triangulares espacios distorsionados, esa fallida tentativa de iniciación lésbica por parte de la anfitriona maquillista que debe conformarse con el lance necrofílico sobre una anciana difunta en la morgue donde labora cual actividad alterna, y así hasta (casi) completar el rompecabezas de un ambiguamente ennoblecido cuadro de misoginias seductoras entredevorándose.

 

La belleza demoniaca acomete el rutilante retrato de un destazamiento femenino a lo Estrella 80 (Bob Fosse, 1983), ya no sólo contra la multimartirizada inermidad de Mariel Hemingway, sino con sutilmente acres rebordes sadianos ( Justine o los infortunios de la virtud) y kubrickeanos (¿acaso lo que hubiera filmado el genio del Bronx luego de sus Ojos bien cerrados, 1999?), para obtener, mediante una unión más implosiva que explosiva entre la superretorcida provocación genital y la recóndita fantasía erótica, entre juegos de reflejos y ámbitos amenazantes y convulsiones frenéticas, una tensión pulsional que, con fotografía ahíta de tintes manieristas de la argentina Natasha Braier (mortecinas atmósferas monocromáticas violáceas / solferinosas / amarillentas como el color del miedo, enfermo Ballet Mecánico de geometrías enclaustradoras, pluralidad de iluminaciones fractales, altocontrastes, metafísica del látex, elegantes dollies laterales, inquietantes planos generales) y deletérea música electrónica de Cliff Martinez, reclamará caracteres de film-objeto autónomo y autárquico, renovando a un tiempo el thriller de suspenso y el horror psicológico (¿o era el del inasible conductismo irrealista?), por medio de un auténtico abandono al trance hipnótico (“Rezando para que algún día parezca una versión de mí”) de sus imágenes feroces y feraces.

La belleza demoniaca equivale a un duro y crispado ejercicio de paranoia esteticista, concediendo importancia desmesurada a la visualidad y al plasticismo futurista del relato, más delirante y etéreo que narrativo anormal, a partir de una trama-pretexto y jugosas referencias cinefílicas a la obra de grandes realizadores de la Primera Ola lírico-visualista francesa (Marcel L’Herbier y Jean Epstein a la cabeza) o de poshollywoodesca avanzada independiente, pues ahí están en forma preeminente las huellas del misterio identitario del Mulholland Drive de David Lynch (2001) y el inhumano devenir abismal del Almuerzo desnudo de Cronenberg (1991, su versión de un Burroughs vuelto imaginario antropófago), pero también las insanas truculencias del giallo insuperable Alarido / Suspiria de Dario Argento (1977), poniendo de manifiesto un nuevo hipertrofiado tipo de belleza cinematográfica que es a la vez copa de veneno baudelairiano y elixir de la vida extrema, belleza de la doncellez total y absoluta como la de su protagonista (“No quiero ser como ellas, ellas quieren ser como yo”), una belleza autoacariciante narcisista a rabiar, una belleza desde el comienzo sangrante degollada sobre un diván Récamier, una belleza vuelta sentido último y abolición de ese sentido o de cualquier sentido analógico y lógico posible.

Y la belleza demoniaca hace que las tres parcas encubiertas sigan peleándose los despojos de la joven víctima desdichada después de muerta, reptando sobre su tumba florida, agonizando en el blanco triángulo equilátero, escupiendo sangre o manándola por todo el cuerpo, practicándose un harakiri con tijeras (“Necesito sacarla de mí”) para vomitar uno de sus glóbulos oculares, recogiéndolo para ser vuelto a tragar por otra, dejándose emblematizar por las cuarteaduras de un inhóspito terreno, o avanzando árida cabellera pelirroja al viento contra el crepúsculo perenne.

El otro yo escatológico

Un cadáver para sobrevivir (Swiss Army Man)

Estados Unidos, 2016

De Daniels (Dan Kwan y Daniel Scheinert)

Con Paul Dano, Daniel Radcliffe, Mary Elizabeth Winstead

En Un cadáver para sobrevivir, macabro debut como autores totales de los TVserialistas Dan Kwan y Daniel Scheinert bajo el seudónimo conjunto de Daniels (cortos previos siempre en mancuerna: La boda de mi mejor amigo / El sudor de mi mejor amigo, 2011; Posibilia, 2014, y Pelota interesante, 2014), multipremiado en festivales especializados en cine fantástico (Sitges et al.), el ingenuo e hirsutamente monstrificado náufrago adolescente de tupida estúpida barba pelirroja en una diminuta isla en el Océano Pacífico perdida Hank (Paul Dano pronto transformista) se encuentra precedido por los mensajes desesperados que ha conseguido lanzar en barquitos hechos con cualesquiera envases (“Auxilio” / “Estoy aburrido” / “No quiero morir solo”), ha decidido colgarse desde la cima de un acantilado con la postrer cuerda a su alcance, que se revienta, y pensando en volver a intentarlo, divisa sobre la playa el cuerpo del náufrago otro ya cadáver Manny (Daniel Radcliffe prolongando su búsqueda de heteróclitos personajes mórbidos para sacudirse su encasillamiento como eterno niño mago de Harry Potter), a punto de ser arrastrado de nuevo por el oleaje, lleno de estertores y temblorina, pero esperanzadoramente abordable por los locochones monólogos del solitario locuaz (“¿Estás bien? Por favor no estés muerto”) y, detectándolo aún pedorro (“Eso fue algo muy cómico”), le habla, le ruega ser su guía y se trepa en él para navegar, como si fuera una lancha salvavidas, hacia otra isla, para continuar a su lado, rumbo a la idealizada aldea donde acaso lo aguardaría algún feroz padre humillador, ya por tierra, arrastrando a Manny y cargándolo a cuestas, o cual bebé gigante, logrando que el vencido cadáver, así tratado, se recupere tras resguardarse con él de la tormenta en una cueva, parloteándole sin cesar y consiguiendo que le responda, reanimándolo al explicarle por el accidentado camino cosas de la vida de acuerdo con su particular visión de tímido sexual enamorado de la intocable linda pasajera topada a diario en el autobús Sarah (Mary Elizabeth Winstead), advirtiéndole reactivas erecciones masturbatorias bajo el pantalón y motivándole él mismo sensualmente luego de afeitarse y usar peluca e improvisados atuendos femeninos, prosiguiendo por inmersiones accidentales al río caudaloso desde un puente de troncos o desplomándose por una cuesta de barro cagado, haciéndole creer que es suyo el celular con la foto de su adorada Sarah ya al semirresucitado deseante transferida en lo erótico, hasta llegar prácticamente a rastras a la idílica casita de la bella mujer, apenas custodiada por la tierna hijita Crissie (Antonia Ribero) que llamará a un policía (Timothy Eulich), al papi ojete de Hank (Richard Gross) y a una periodista carroñera (Marika Casteel) para atestiguar el retorno del hijo pródigo, pero al enterarse éste de que su amigote difunto será enterrado por la municipalidad en una fosa sin nombre, eso le provoca una última revuelta moral que llevará al límite doliente a su otro yo escatológico.

El otro yo escatológico engloba, con crispado ánimo minimalista de superarlas, a todas las magnas robinsonadas fílmicas que la precedieron, sean la sarcástica robinsonada antiliteraria de Las aventuras de Robinson Crusoe de Luis Buñuel (1952), la robinsonada extraterrestre con changuito y aliens en el westernista Death Valley de Robinson Crusoe en Marte (Byron Haskin, 1964), la robinsonada como alegórica genealogía caucásica de Robinsonada o mi abuelo inglés (Nana Djordjadze, 1986), la robinsonada existencial del canturreante Náufrago (Robert Zemeckis, 2000), la robinsonada sideral del spielbergiano robotito metaE.T. de Wall*E (Andrew Stanton, 2008), o la robinsonada cienciaficcional estallada de Luna: 1095 días (Duncan Jones, 2009), para dialogar esquizofrénicamente con los muertos como en La carretera (Cormac McCarthy-John Hillcoat, 2009) o La isla siniestra (Martin Scorsese, 2010), pero, a diferencia de ellas, el bicéfalo Daniels consuma una tanática robinsonada homoerótica medio inmadura sexual algo impetuosa que es en verdad una lectura límite del aislamiento, un delirio escénico posbeckettiano y la afirmación de la vida hasta en la muerte (y de la muerte hasta en la vida), un cruel sucedáneo de la soledad carente del aborigen Viernes e inventándoselo en un cadáver mutante y milusos.

El otro yo escatológico se articula como original objeto irreductiblemente mórbido sobre una palidez del cadáver reviviente que contagia con su lividez y su cabeza insostenible al relato en su conjunto, una caprichosa trama-caja de sorpresas con golpes tanto altos (ese vómito de Manny convertido en fuente de agua potable) como bajos (ese repentino ataque de la osa del Revenant: el renacido de Alejandro González Iñárritu, 2015), una fotografía anémica de Larkin Seiple, una pulverizadora y taimada edición agolpadoramente posvideoclipera de Matthew Hannam que mediante jump cuts y delirio de elipsis internas ambiciona una equivalencia óptica con las dimensiones infinitas de la conciencia y sus estados alterados, una impertinente música popera de Andy Hull y Robert McDowell que constituye un perfecto reflejo exteriorizado del espacio interior del héroe, la sublime escena del beso de Hank y Manny (¿o sólo era el alucine del protagonista desdoblado?) en el sueño húmedo de una profundidad fluvial cual homenaje gay a L’Atalante de Vigo (1934) y una visión totalizadora de la experiencia humana, extendida a la imaginación y los recuerdos más el onirismo vivido.

Y el otro yo escatológico redefine la noción de escatología en los dos sentidos extremos del término, en un sentido fisiológico-material como un cadáver que echa pedos sin parar (por acumulación de gases en descomposición o cual manifestación del alma restante, según aclara el héroe objetivamente vivo) para caer entre otras cosas en un pantano de mierda, y en un sentido filosófico-religioso a través de un cadáver que acomete con éxito la doctrinal apropiación de los fines últimos de la humanidad, tanto la finitud como la finalidad de la vida, su muerte y su juicio final y su resurrección inmediata aunque transmutada, una tangible posibilidad de crear la salvación en vez de esperarla.

El ansia radical

Capitán Fantástico (Captain Fantastic)

Estados Unidos, 2016

De Matt Ross

Con Viggo Mortensen, George MacKay, Frank Langella

En Capitán Fantástico, heteróclito segundo film independiente del exactor secundario woo-scorsesiano vuelto autor total de 46 años Matt Ross (cortos previos: El lenguaje del amor, 1997, y Recursos humanos, 2009; primer film: 28 cuartos de hotel, 2012), el barbón patriarca ermitaño moderno Ben (Viggo Mortensen) ha logrado educar en las Rocallosas, fuera de la ponzoñosa civilización y en contacto con la naturaleza dura, a sus seis brillantes hijos expertos en varios idiomas (incluyendo el infrecuentable esperanto), inmersos en el verdadero conocimiento (el extraescolar) y con nombres inventados: el joven aspirante oculto a universidades de primera Bodovan Bo (George MacKay), el púber en revuelta instintiva Rellian Rell (Nicholas Hamilton), las casi gemelas Kielyr (Samantha Isler) y Vespyr (Annelise Basso), más los muy pequeños Zaja (Shree Crooks) y Nai (Charlie Shotwell), pero a raíz de la muerte de la madre Leslie (Trin Miller) cortándose las venas en una clínica por enfermedad terminal, deben cruzar el país a bordo de un camión-casa rodante personalizado como Steve, para irrumpir de saboteadora forma estrafalaria en el distante funeral, arrostrando amenazas de arresto policiaco y reclamaciones del artero abuelo arquero Jack (Frank Langella) por la custodia de los chicos, sólo para demostrar que esos muchachos eran en realidad analfabetas relacionales, impreparados para el mundo real, pese a su ansia radical.

El ansia radical sitúa su mundo aparte, cual realización del paraíso platónico estipulado en la República, como un principio realizado-zozobrado de utopía comunal posjipi que literalmente está en ninguna parte, aunque sea propietaria de una enorme biblioteca, para arribar a deleznables lugares cerrados donde es preferible dormir bajo las estrellas envueltos en cobijas, muy lejos de todos los Castillos de la Pureza domésticos puestos en ridículo por la obra maestra Diente de perro (Yorgos Lanthimos, 2009), entre aquella chica educada en la clandestinidad pero luego a la conquista de su Seguridad interior (Christian Petzold, 2000) y el desmadroso documental en torno a los Wolfpack: Lobos de Manhattan (Crystal Moselle, 2015), oscilando entre la road movie insólita grupal y la crónica familiar que bate en su terreno a cualquier domesticidad alienígena.

El ansia radical va construyéndose mediante intempestivos cantos epifánicos que son henchidas rapsodias mínimas, con fotografía acosadora de Stéphane Fontaine, edición muy ceñida de Joseph Krings y música laxa de Alex Somers a semejanza de ciertas baladillas improvisadas a la guitarra por los actores Mortensen y MacKay: rapsodias inaugurales como la cacería del orgulloso venado para comer su corazón cual rito iniciático tribal-familiar con la cara-máscara pintarrajeada de pielroja ancestral, rapsodias heteróclitas como las concentradas lecturas especializadísimas individuales en torno a la amorosa hoguera humilde y gregaria (“Lo que aquí creamos quizá sea único en la Historia de la Humanidad”), rapsodias ejemplares como los entusiasmantes regalos de cuchillos dentados de diversos tamaños para sobrevivir en el bosque, rapsodias atónitas como el pasmoso descubrimiento de los videojuegos más banales, rapsodias edificantes como la humillación involuntaria a los primitos víctimas del mediocrísimo sistema educativo gringo produceidiotas acometida por chavos que manejan física cuántica y teoría del Estado desde su más tierna edad, rapsodias jocosas como la desternillante confusión entre el Dr. Spock de la crianza libre y el puntiorejudo de la TVserie Star Trek, rapsodias euforizantes como el temerario asalto encubierto a un supermercado fingiendo un infarto paterno, rapsodias satíricas como la constatación de un país de obesos bofos y sobremalalimentados, rapsodias sublimes como las apariciones de la madre en el sueño, y rapsodias desarmantes como la discusión de la Lolita de Vladimir Nabokov o la súbita revelación del erotismo al cándido niñote de 18 años Bo con reactiva petición nupcial de rodillas.

 

El ansia radical está centrada en el análisis crucial alrededor de un sola criatura hiperconsciente, el personaje de Ben / Mortensen trabajado como la imagen viva y vivaz del hombre pensante reflexionando, reflexionando en un nocturno rincón junto a la cabaña-refugio, reflexionando a través del espejo retrovisor al conducir en escape solitario, reflexionando antes de tomar cualquier decisión que hace aflorar las del grupo-contingente familiar (“Aborta la misión: no podemos perderte a ti también”) y que engendra en los demás arrebatos como esa rebeldía cualquier cosa menos visceral de Rell (“¿Qué clase de loco festeja el cumpleaños de Noam Chomsky?”).

El ansia radical le da cien vueltas al asunto y se tropieza varias con las moralejas de su propia fábula, cayendo en el síndrome de las películas que nunca acaban de acabar, porque están reflexionando emocionalmente a trompicones titubeantes, puntualizando, militando y tomando abiertamente partido por una educación contemporánea cuyo objetivo no sólo sea acumular nuevos saberes enciclopédicos avanzadísimos, sino ante todo desarrollar la capacidad de interactuar con los demás, así de sencillamente complejísimo.

Y el ansia radical concluye como un homenaje muy preNobel al gigantesco cantor aeda sesentero Bob Dylan, so pertexto de entonar a coro la canción favorita de la madre (I shall be released) entre la humareda de la fogata previa a su depósito-entierro en el inodoro de un centro comercial (“Tirar las cenizas al mar es un delito según el Papa Francisco”) y jalarle a la manija (“Seré liberada”) por la nueva unidad familiar tan vehemente cuan carcajeante, exacto antes de que la decisión del cambio en el proyecto fundamental de vida haya sido tomado comunitariamente, preciso a tiempo para que el hermano mayor Bo (casi homónimo del legendario cantautor Bob) sea despedido en el aeropuerto en su partida no a la Universidad sino a Namibia (“Puse ahí el dedo sobre el mapa”), cual si partiera a la guerra revolucionaria, y toda la familia se desayune muy temprano en concentrado silencio al enfrentar la mutación límite-prueba de verdad a su educación adquirida, y ya inarrancable en la práctica, porque aquí, en lo que se advierte como el inicio de una readaptación traumática, nadie se abandona al conformismo, sino a una nueva etapa de aceleres que arranca con el radical saludo con choque de puños acuñado por ese núcleo tan bien entrenado para el lúcido combate (“Todo el poder para el pueblo, abajo el Sistema”), y para la generación de otro tipo de relaciones humanas que promuevan alteraciones cualitativas de la sociedad.