El cine actual, delirios narrativos

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La mansedumbre apremiante

Lamb: inocencia y amistad (Lamb)

Etiopía-Francia-Alemania-Noruega-Qatar, 2015

De Yared Zeleke

Con Rediat Amare, Surafel Teka, Kidist Siyum

En Lamb, conmovedora ópera prima del joven documentalista etiope Yared Zeleke (cortos previos: El jardín tranquilo, Calos casero y Lleno, todos de 2009), con guion suyo y de Géraldine Bajard, el introvertido y dientoncillo niño etíope rural de 9 años cuya madre judía acaba de morir a causa de una hambruna provocada por la sequía invencible Ephrahïm (Rediat Amare) se aferra al apego por su estéril oveja roja Chuni heredada de su progenitora e intenta compensar la ausencia de la difunta preparándole la comida diaria a su católico padre labrador Abraham (Indris Mohamed), por lo que ha desarrollado un gusto por cocinar impropio para la incipiente virilidad elemental que de él se exige, pero un día el buen viudo, harto de sembrar infecundos surcos resecos y esperanzado con buscar fortuna en la gran urbe Addis Abeba, deja encargado al chavo en la lejana choza de su cariñosa abuela Emama (Welela Assefa), donde Ephrahïm debe adaptarse sin entusiasmo ni mucho éxito a otro duro entorno campesino, latigueando al pariente instructor en vez de a los bueyes, chocando contra el autoritario tío islamista Solomon (Surafel Teka) y contra la siempre tía afligida por una hijita enferma de malnutrición Azeb (Rahel Teshome), aunque logrando congeniar con la inquieta primita adolescente de 16 años con sus órbitas invariablemente metidas en la lectura Tsion (Kidist Siyum), hasta que el infeliz chavito, al enterarse de los planes de su tío para sacrificar al inútil cordero adorado en las próximas fiestas religiosas, decide generar y ahorrar el monto requerido para retornar con su mascota al terruño (“Necesitamos 120 birrs para ser libres”), vende en el mercado cercano ricas empanadas-samosas que él mismo cocina, lucha contra los chicos lúmpenes confabulados para despojarlo a golpes, encarga su cordero al cuidado de un mendaz pastor cruel a cambio de unas monedas y lo recupera valerosamente, si bien será sólo para renunciar a él en definitiva, cuando ya su modélica prima Tsion se ha largado de casa y él mismo ha decidido seguir ese ejemplo, si bien primero habrá de conseguir incorporarse a la comunidad festejante gracias a un preparado de manjares ad hoc, y en seguida enfilar a solas hacia la idealizada tierra distante.

La mansedumbre apremiante emerge de una vehemente y rara combinatoria multidimensional entre el relato popular africano, el cuento de hadas clásico infantil y la fábula intemporal, a saber: el vigoroso y superimaginativo relato popular que gira en torno a la aldea-microcosmos africana aquí sustituida por una extraña dicotomía plástico-dramática establecida entre el penumbroso interior cercenador de la choza mal iluminada con velas de los tíos y el imponente espacio abierto de los paisajes campirano-montañosos que se extienden y se extienden sin término hacia un horizonte siempre retrocediente; el cuento de hadas clásico infantil que parte del tema tradicional de la poderosa relación igualitaria entre el niño y su alter ego zoológico, complementado ahora con el tema, no menos feérico, de la tolerancia religiosa a toda prueba, en una comunidad etíope ideal a pesar de su pobreza, donde coexisten en paz y admirable armonía, dentro de la misma familia del héroe diminuto, judíos falashas, católicos y musulmanes; y la fábula del cordero humano vuelto protector paritario de otro cordero, su semejante, su hermano; allí donde esas tres dimensiones en pos de la redición de un testimonio emotivo, la vívida y suntuosa crónica de una ardua pugna por alcanzar la libertad y el derecho al crecimiento individual, aunque los roles de base estén trastocados, ante todo por ese vagabundo niño pastor y cocinerito tan sospechoso de usurpar tareas exclusivas de las féminas, influido e idéntico a la adolescente que lee libros y periódicos juzgados exclusivos de los varones y los adultos.

La mansedumbre apremiante trabaja sus materiales ficcionales a modo de un documental seminovelado y sencillamente estilizado, con esa estructura fragmentaria o más bien divagante por aventuras-segmentos y oníricas añoranzas casi rapsódicamente autónomas y desprendibles, con esa fotografía de la ultraexquisita camarógrafa de Saint Laurent Josée Deshaies (Bertrand Bonello, 2014) que ahora sabe ser claustrofóbica en interiores y majestuosa en exteriores idílicos, más esa edición de Véronique Bruque dedicada a valorar un amplio y matizado tejido de silencios y complicidades subrepticias, apenas rota por recias andanadas de una música sincrética exotista-experimental de Christophe Chassol, pronto desatada para enmarcar como desembocadura a un magno, asombroso baile tribal mujeril que agita los desencuadernados hombros espasmódicos ya imparables.

La mansedumbre apremiante se hace representar simbólicamente por la figura del cordero Chuni y se expande como concepto plural tanto en las actitudes cambiantes y no obstante rebeldes del pequeño héroe, como también, y sobre todo, en el agudo retrato que hace de las tres mujeres del nuevo hogar de cerrado orden hostil que a todos y a todas victimiza: la abuela matriarca Emama contradictoriamente afable que apenas se desplaza de su sitio central cual trono a ras del suelo y que jamás retrocede ante el uso brutal de un látigo de mecate para bueyes para dominar y castigar a sus hijas-súbditas, la esposa Azeb en el crispado crispante agobio de la sumisión secular y la erizada lecturienta Tsion trepándose de repente al autobús de la revuelta y la fuga; en síntesis, tres mujeres cercadas y jugando a las escondidas con su situación (a)histórica y el escamoteo de un empoderado destino propio largamente aplazado.

Y la mansedumbre apremiante obliga paradójicamente al pequeño Ephrahïm a ceder su animal querido a una pastorcita sonriente, renunciando voluntariamente a él, ya en trance de huir, llegar y encaramarse en su Montaña Mágica, asegurándose así, él sí, su crecimiento y la aceptación de su destino.

La adolescencia perpetua

El apóstata

España-Francia-Uruguay, 2015

De Federico Veiroj

Con Álvaro Ogalla, Marta Larralde, Bárbara Lennie

En El apóstata, excéntrico tercer largometraje del estilista cinéfilo montevideano de 39 años Federico Veiroj (Acné, 2008; La vida útil, 2010), sobre un guion suyo escrito en colaboración con Nicolás Saad, el también director de arte Gonzalo Delgado y el actor protagónico Álvaro Ogalla glosando una experiencia personal de éste, el eterno estudiante madrileño de filosofía escolástica ya treintón Gonzalo Tamayo (Ogalla) se harta de colectar en la mano cáscaras de pepitas de calabaza tiradote en el césped, ve en torno suyo a un colega con grabadora cuya cabeza aparece simbólicamente oculta por las ramas de un árbol y se deja llevar por una anacrónica decisión radical: el imperioso impulso de liberarse de las creencias que él no eligió, apostasiar de manera rigurosa y ser borrado de los archivos del templo donde fue bautizado, para lo cual hace su solicitud en esa iglesia y pronto debe enfrascarse en una grave discusión teológica con su antiguo mentor el Obispo Jorge ( Juan Calot), pues en busca de una inofensiva experiencia catártica y liberadora en lo interior / exterior, ya está acometiendo una kafkiana tarea burocrática tan compleja y abocada al fracaso como La audiencia papal del malvado film de Marco Ferreri (1971), una suerte de trámite absurdo que lo pone en conflicto en todos sus planos personales, arremetiendo contra su adorada prima-amante fragilísima Pilar (Marta Larralde) que tras una desavenencia marital quería refugiarse en su depto e intentando recuperarla demasiado tarde, siendo incapaz de lanzarse eróticamente sobre la linda ofrecida vecina divorciada Maite (Bárbara Lennie) a cuyo hijo de diez años Antonio (Kaiet Rodríguez) le da clases particulares y para el cual robará un diccionario en una librería, y ante todo enfrentándose a los conservadores valores tradicionales de su propia Madre chantajista sentimental (Vicky Peña) durante una turbulenta reunión familiar que lo hunde en la depresión, exacerba sus terrores imaginarios e incrementa el sentimiento de culpa que le provoca su acto extremo en proceso, por el que acabará arrancando él mismo su fe de bautismo para ser apóstata por mano propia, tratando de romper así con el círculo vicioso de su adolescencia perpetua.

La adolescencia perpetua recoge los signos en el límite del ridículo y las huellas de una profunda crisis interna de autonomía que, como la del adolescentito todavía plagado de Acné y el filmófago solipsista de La vida útil, oscila entre la experiencia esquizofrénica límite tipo la modélica novela autobiográfica Los fantasmas de mi cerebro de José María Gironella y el análisis grotesco de una formación individual pese a las presiones socioculturales dominantes del Ferdydurke de Witold Gombrowicz, mostrándose y demostrándose como lo más cercano posible a la blasfemia, al desafío desertor y a la tabula rasa en términos religiosos, con mucho de irresarcible conciencia vulnerada, encrucijada moral, fábula sin moraleja, parábola del callejón en apariencia sin salida, desolación de la quimera, exigua luz al final del túnel, confesión epistolar (ese recurso de las cartas al amigo uruguayo Javier) e inconsolable nostalgia de la fe y de lo sagrado (así sea la denodada o desolada persecución actual de lo sagrado sin Dios), en las que basta con la recaída tras recaída sobre sí mismo contra su diván de ese Gonzalo apodado Peluca (el permanente niño cruel) y Gonzo (¿un guiño al subversivo periodismo Gonzo?) para que un par de sueños explícitos desaten una atmósfera onírica que ambiciona asfixiar todo realismo cotidiano en el film, ensartando a un autoflagelante moderno al culminar cierto temprano tilt up ambiental, aquel paranoico secuestro inquisidor del héroe pronto engrilletado, una doble regresión infantil, algún tribuno engullendo un pernil asado, buñuelianos curas vociferantes de Él (1952) en los balcones y demás.

 

La adolescencia perpetua reclama la estructura del cuento literario y filosófico a la vez, y no se conformaría con nada menos, un corpus narrativo que ostenta esa naturaleza dual e irreconciliable, discursivamente antidiscursiva, evangélica a carta cabal, llena de contradicciones y paradojas ostentosas o apenas sugeridas, pero que jamás se ocultan ni se disfrazan bajo los pliegues del relato parcamente fotografiado con inesperados sobresaltos visuales por Arauco Hernández Holz y editado con sagacidad por Fernando Franco, aunque ante todo musicalizado de manera insólita, significativa, alegórica, como una música-letargo secular con el remoto Romance pascual de los peregrinos anónimo en la sedente secuencia inicial que unifica presente y pasado eclesiásticos en una desconcertante absurdidad perenne, como una épica sonora con el tema de la batalla en el hielo del Aleksander Nevski de los Serguiey Eisenstein y Prokofiev (1938) y la Pequeña sinfonía de Hanns Eisler, o el burlón guitarreo de El pelele está malo en un tablao tabernero, a los cuales habría de añadirse la grumosa salida del templo que hace Gonzalo de espaldas para sellar temerariamente su solitario acto de irremediable apostasía medieval.

Y la adolescencia perpetua se afirma como una anacronizante pero aún vigorosa y fecunda pieza de poesía romántica a lo Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870), pues, sólo invirtiendo el orden ¿establecido?, luego de hacer escuchar sus “cadencias que el aire dilata en las sombras”, va a cerrar con el más íntimo “himno gigante y extraño / que anuncia en la noche del alma una aurora”: una hermosa imagen congelada donde el niño Antonio y su ya decidido padre putativo integral Gonzalo suben por una escalinata callejera, para inmovilizarse en el momento perfecto: aquél en el que, al fin unidos y autónomos, han resuelto amar a una compañerita y a la divorciada vecina Maite respectivamente, en sustancia renovados, cediendo ambos al gozoso descubrimiento precoz o patéticamente tardío del amor, dejando atrás cualesquiera elecciones y creencias no hechas de manera voluntaria, escogiendo existencialmente por fin su decorado interior y sus destinos.

El vínculo polivalente

Desde allá

Venezuela-México, 2015

De Lorenzo Vigas

Con Alfredo Castro, Luis Silva, Jericó Montilla

En Desde allá, enigmática si bien madura y conductual ópera prima del biólogo molecular y TVserialista expedicionario venezolano meridense en Nueva York formado de 48 años Lorenzo Vigas (corto previo: Los elefantes nunca olvidan, 2004; documental sobre su propio padre: El vendedor de orquídeas, 2010), con guion suyo y del mexicano Guillermo Arriaga, León de Oro a la mejor película en el Festival de Venecia de 2015, el solitario aunque afluente dueño de un laboratorio de prótesis dentales Armando (Alfredo Castro rebosante de matices silenciosos) ronda por las paradas de autobuses de las depauperadas calles laberínticas de Caracas en busca de muchachitos semiprostituidos a quienes no desea poseer sino sólo para contemplarlos al desnudo en su casa mientras se masturba, siendo aficionado también a espiar al opulento padre septuagenario con quien lo liga una rencorosa relación deshecha, pero cierto día levanta al cruel delincuentillo líder de una banda juvenil aunque rehabilitador de codiciables autos chocados Elder (Luis Silva feroz) que lo insulta, golpea, patea y le roba porcelanas junto con su cartera (“Vete a comer mierda, viejo marico”), pero que andando el tiempo va estableciendo un complejo y contradictorio nexo afectivo con ese asediante hombre obsedido que lo sigue por doquier, vence reticencias con billetes, lo rescata medio muerto de una golpiza pandillera, lo aloja en su morada para curarlo con devoción, lo expulsa tras sorprenderlo forzando su caja fuerte (“Puedo ser una rata, pero no soy maricón como tú”), lo desafía a tajarse como él una pierna para demostrar su hombría machista, lo conmina a rogarle para reconciliarse, le paga su deuda de un auto renovado, lo expone a ser excluido de la casa materna y repudiado por sus antiguos compinches a causa de la mera sospecha de homosexualidad, lo conmina en efecto a enamorarse de él aunque le niegue siempre todo contacto físico y acaba orillándolo a matar a su anciano padre tan odiado, sólo para poseer a Elder una sola fragorosa noche y, a la mañana siguiente, al ir a comprar pan, hacerlo detener por la policía, cual culminación de su vínculo polivalente.

El vínculo polivalente encuentra la audaz manera de visualizarse y ser filmado en un principio prácticamente desde allá, entendiendo ese desde allá como una recóndita subjetividad, ora del protagonista, ora de la narratividad interiorizada, trátese de la cámara en posición subjetiva, trátese del acoso con body camera, trátese de contemplativos planos abiertos o acercamientos usando campos totales o enfoques fractales, o sea, mediante subjetivas reales o ficticias, verdaderas o falsas; muy en el arranque del film: desde allá sobre el puente viendo pasar los autos en profundidad de campo por encima del hombro, desde allá en la parada de autobuses como un chavo más al interior de un desenfoque global, desde allá siguiendo y acosando al ligador con cámara en mano hacia el interior del autobús del ligue sacándole billetes, desde allá en la habitación aglutinada con el chavo-objeto del fondo (“Quítate la franela, bájate los pantalones, hasta allí, voltéate”) sin que el encuadre se altere pese al movimiento masturbatorio de la nuca del dominador, desde allá en la entrega al trabajo dental de precisión que requiere de anteojos sobre anteojos, allaceando, allaceando, o para decirlo en términos de Historia del lenguaje cinematográfico: desde un demasiado cerca de la voracidad mirona de El filmador (Alain Cavalier, 2005) y un demasiado lejos de la desesperante objetividad total del filipino Lav Diaz (Norte, el fin de la historia, 2013), sin jamás caer en el paradigmático montaje a distancia del armenio Artavazd Peleshyán (que no tardará mucho en regresar por sus fueros).

El vínculo polivalente se inunda de peripecias, retorcimientos, vericuetos y truculencias melodramáticas, en torno de ese sexobjetal asaltabillares Elder reacio y enérgico al inicio cuando gastaba en una putilla de rubor helado, y va mostrándose aquiescente y sometido a medida que se escalonan los roces con ese seductor hábilmente perverso que lo sumerge en el mundo paterno-filial de un doble masoquismo relacional llevado al extremo rechazo enfermo a la propia opción sexual, a una especie de autohomofobia, porque también se ha cedido al enamoramiento prohibido, al mundo realista de una ascética violencia en off formidablemente estructurada, al cerco que se dibuja cual thriller psicológico a lo Patricia Highsmith-Alfred Hitchcock (Pacto siniestro / Extraños en un tren, 1951), en donde todo lo asfixia el dominio social de una homofobia exasperada y rampante.

Y el vínculo polivalente halla sin dificultad el estilo afilado aunque austero de proseguir desarrollando su relato, recurriendo de continuo a una estética del desenfoque-signo de incomunicación total que va desapareciendo hasta hacer estallar la comunicación homosexual posible y la venganza radical contra uno mismo y su objeto del deseo, para acabar situándose como ejercicio estilo narrativo en las antípodas quasi exactas de sus iniciales planteamientos, filmando toda la recta final con cámara objetiva sin posibilidad alguna de visiones subjetivas, hasta la frustración colosal desesperante del espectador, ya al consumar de la delación traidora / autotraidora del infeliz chavo, filmado desde otro allá, desde el allá del eterno avance del viejo enamorado hacia una cabina de teléfono, desde el allá del agitado muchacho oteando paranoico en todas direcciones y hacia todas partes sin respuesta alguna a su mirada, desde el allá de la captura en el fuera de campo a la derecha del abiertísimo plano en que el chico intentaba escapar del acoso policial trepándose a un auto, desde el allá de los curiosos reunidos en torno de un producto inmostrable de la violencia callejera, y desde el allá de los ojos pavorosamente inquietos de nuestro atroz émulo culpable de El delator de John Ford (1935) absorto por siempre en la indecente imposibilidad de una subjetiva misericordiosa.

El desamparo majestuoso

Ixcanul

Guatemala-Francia, 2015

De Jayro Bustamante

Con María Mercedes Coroy, María Telón, Justo Lorenzo

En Ixcanul, arrebujada ópera prima del expublicista autor total capitalino guatemalteco de 38 años en París y Roma formado tras haber crecido en la zona maya Jayro Bustamante (cortos previos: Todo es cuestión de flecos, 2006 y Cuando sea grande, 2012), la linda descendiente diecisieteañera de monolingües indígenas campesinos mayas kakchikel María (María Mercedes Coroy) reside sometida a dictados tribales en la oscura promiscuidad primitiva de una choza al pie del imponente volcán del Pacaya, se encarga de la porqueriza y del corral familiares, trabaja además como pizcadora a miserable jornal en unos cafetales y sueña vagamente con emigrar al presunto paraíso de Estados Unidos, así que acepta de aparente buena gana un matrimonio arreglado, según las prácticas ancestrales, por sus progenitores: la redonda madre gritona bondadosa Juana (María Telón) y el estoico labriego agachón sobretrabajado Manuel (Manuel Antún), con el ladino capataz consentido de los dueños de las parcelas a consignación Ignacio ( Justo Lorenzo), quien primero debe seguir a sus amos cafetaleros a la ciudad y luego regresar a casarse, por lo que la novia impaciente decide entregarse un mal día a su compañero de pizca el alcoholizado precoz Pepe (Marvin Coroy), con la esperanza de que se la lleve en seguida a emigrar juntos, pero el muchacho desaparece poco después, y ella queda embarazada, compelida por su madre a intentar sin éxito un aborto, y sufriendo, a causa de su ignorancia supersticiosa, un mordisco por parte de una de las serpientes que infestan el campo de cultivo paterno a punto de ser expulsado de ellas por infecundidad, acabando la chava conducida agonizante a un hospital de la región, salvada in extremis, perdiendo nebulosamente a su hijo engañada por un Ignacio que a propósito traduce todo erróneamente para favorecer el tráfico de infantes, y obligada a firmar como sea, con su huella digital, por un supuesto ataúd gratuito para el bebé, que será objeto de un regio funeral y descubierto al final lleno de ladrillos, antes de las rescatadoras nupcias de María, victimizada ahora y siempre por un desamparo majestuoso.

El desamparo majestuoso se estructura en gran medida sobre el primarismo de los usos y costumbres tradicionales aún prevalecientes entre los aborígenes de las comunidades de lengua kakchikel, sus peticiones de mano cual alborozada reunión de clanes o su infracultura etílica, pero también incluye muy dramáticamente, y hasta a veces como dispositivo dramático único, sus supercherías y sus creencias ancestrales, ante las cuales toda idea nueva o sospecha de evidencia quedan pronto rebatidas, trátese de la creencia de que la primera vez jamás preña, de que un aborto se genera con bebedizos abominables y saltos desde rocas con los pies juntos y ruidosos vómitos en tinieblas fuera de campo, o de que la simple caminata de una embarazada conjura todas las posibilidades de daño y las malas energías, afinando, agudizando, ensañando y agravando así entonces los tentáculos del transpuesto e hiperestilizado melodrama socioantropológico en el que los aborígenes siguen siendo consabidas víctimas inermes de todo interés creado (aunque la madre Juana parezca involuntaria aspirante a incallable denunciadora mundial tipo Rigoberta Menchú) y de todos, pero hoy sobre todo de sus homólogos que ya han probado los deliciosos privilegios del racismo y el abuso a los suyos, aprovechando las barreras del lenguaje, para quedar bien con los patrones y ascender en la escala de la explotación socioeconómica.

El desamparo majestuoso se dicta cual materia olvidada de un relato poderosamente sensual, porque detrás del Volcán (Ixcanul en nativa lengua kakchikel) sólo hay frío y están los indefinibles pero ansiados Estados Unidos donde la gente anda en automóvil, y porque todo lo presente, significativo y fehaciente tal pareciera que tiende a acallar y desviar un ineluctable discurso erótico, más poderoso gracias a eso, que asalta la ficción por todas partes, por la refulgente lujuria de las imágenes del formidable fotógrafo Luis Armando Arteaga, por el cruce excitado con trago alcohólico para lograr la preñez entre los cerdos de la mínima pocilga familiar, por la cópula contigua de los padres al otro costado del lecho a ras del suelo, por la masturbación nocturnal de María chupando savia antes de frotarse de cuerpo entero en el tronco de un árbol frondoso, por la omnipresencia del fálico Volcán impetuoso en exteriores y las alucinantes visiones cotidianas de los senderos y promontorios creados por su lava negra hasta extraviarse en el horizonte cubierto y encubierto como incandescente cómplice de la fatalidad en la tierra, por la ígnea sublimidad autoexcitada-autofágica del cúmulo de avasallantes desgracias al estilo cósmico clásico folletinesco hindú (Madre India de Mehboob, 1958) o como infantil-juvenil transferencia posneorrealista iraní contemporánea (Amir Naderi, Majid Majidi, Bohman Ghobadi, Jafar Panahi), por un embalado silencio sólo esporádicamente roto para la intervención manipuladora de una ambiental música folclórica-mercantil de Pascual Reyes realistamente justificada hasta por los coloridos atuendos relampagueantes.

 

Y el desamparo majestuoso comienza como narración realista mágica, al recreador estilo barroco de una de las Leyendas de Guatemala del premio Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias, pero se desarrolla como fábula desesperada en torno a la condición indígena actual y, sin ofrecer el consuelo de moraleja alguna, cierra en anillo como arrancó, como si aquí no hubiera pasado nada y continuando el mismo largo plano secuencia fijo centrado en el rostro inmóvil e inmensamente triste de María, vuelta imagen pasiva y estoica de sí misma, en trance de ser ataviada por el sabio cuidado manual de su inmostrable madre en off, mediante un tocado multicolor que no parece de este mundo y la remite a una fantasía ya envenenada de antemano (por la esterilización forzada) y a su impertinencia actual (por el tráfico de bebés), cual escándalo telúrico.