Miedos Desvelados

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Son las once de la noche. Cierro el libro y apago la luz para dejarme vencer por el sueño. En pocos minutos encuentro la posición idónea y mi respiración se hace más lenta y relajada, al fin me quedo dormido. Cambio de postura, algo no va bien. Escucho un extraño ruido surgido de la pared de mi habitación. El edificio es antiguo y las paredes parecen hechas de papel. En ocasiones se aprecia hasta el más ínfimo de los sonidos. Recuerdo que mis vecinos de al lado son los únicos que no se han ido de vacaciones. Son una pareja de avanzada edad. La mujer es algo entrometida, pero nunca se había hecho notar de aquella manera. El estruendo cesa y vuelve de forma mecánica y poco a poco consigo saber de qué se trata. Su marido está realmente mal de la espalda y debe haberse colocado en aquella especie de silla infernal, que lo agarra de la espalda y que emite un crujido tan fuerte como desagradable. El ruido es similar al de un viejo féretro, como si su tapa se abriera y cerrase continuamente.

Si no supiera realmente que se trataba de un artilugio para aliviar el dolor, estaría literalmente temblando de miedo. Pasan unos minutos y el dolor del anciano se manifiesta en una serie de lamentos, formando junto a los sonidos de la silla una siniestra y perturbadora melodía. Apenas consigo conciliar el sueño un par de horas en toda la noche, pese a estar realmente cansado.

Es martes. Son las cinco de la mañana y mi despertador no me da tregua. Me incorporo muerto de sueño y de mal humor. Los ronquidos de los vecinos hurgan en mi herida y me visto con furia y desgana. Al acabar la jornada pienso llamar a su puerta para recordarles que no están solos en el edificio. No soporto que nadie interrumpa mi forma de vida, y menos unos ancianos a los que en breve les cubrirá una tierra húmeda rodeada de cipreses.

Vuelvo a casa exhausto y hasta mareado por la falta de sueño. Decido darme una ducha para despejarme antes de ir a protestar a casa de mis vecinos. Lo hago con agua fría, avivando mi cólera para emprender confiado las recurrentes frases que van saliendo una a una de mi cabeza. Salgo de mi piso y voy directo hacia su puerta. Llamo al timbre dos veces, de manera larga e incómoda. Oigo los pasos de la anciana, arrastra sus pies lentamente, provocando en mí una exasperante impaciencia. Por fin llega a la puerta y la deja entreabierta mientras escucho su voz.

—¿Quién es? —Pregunta aquella mujer con tono áspero y claramente molesta.

—Soy su vecino. Ya sabe, al que no han dejado dormir en toda la noche. —Contesto con energía para dejar claras mis intenciones.

La anciana abre lentamente la puerta y me observa de arriba a abajo. Luego me ofrece una sonrisa tan falsa como amenazadora y abre exageradamente los ojos. Su piel luce extremadamente pálida. Toda su cabeza empieza a temblar. Por un momento creo que le va a dar un ataque. Me acerco despacio y en ese preciso momento me cierra la puerta en mis narices.

Enfurecido por aquel tremendo desplante, llamo al timbre repetidamente y golpeo la puerta con los puños.

No hay respuesta, tan solo el silencio. Respiro profundamente y antes de volver a mi casa le hago una advertencia.

—Debe saber que como no lleve a su marido a un hospital para que le atiendan como es debido, les voy a poner una denuncia. No estoy dispuesto a soportar esos ruidos cada noche. ¿Me oye?

Espero unos segundos y sigo sin escuchar una sola palabra. Doy media vuelta y me meto en casa.

Me sirvo una cerveza e intento relajarme. El primer trago me sienta bien y me ayuda a ver las cosas con perspectiva. Pienso que es posible que en unos días sus hijos vengan a por ellos para llevárselos de vacaciones. Al fin y al cabo el verano acaba de empezar y seguro que a esa maldita vieja le vendrá bien un poco de aire fresco.

Pero pronto vuelvo a la realidad. Su marido apenas puede moverse y cada minuto que pasa va en su contra. Poniéndome en el lugar de sus hijos, no creo que la solución sea que cambien de residencia, aunque solo sea para unas semanas. Hago la cena antes de tiempo. Estoy agotado y lo que necesito son ocho horas de sueño reparador. Casi no pruebo bocado y tras organizármelo todo para el día siguiente, caigo rendido en la cama.

Son las nueve y en pocos minutos me duermo profundamente.

Algo me despierta, siento mi cuerpo descansado. Creo que me he dormido. Cojo mi móvil y descubro que no ha sonado la alarma. Somnoliento y aturdido me fijo en la hora... es medianoche.

Escucho desde la pared unas voces surgidas de la habitación de mis vecinos, no puedo creerlo. Agudizo el oído y compruebo que se trata de una radio.

Esa vieja no ha tenido bastante con mi amenaza. Hasta esa noche nunca había encendido la radio. No escucho a su marido. Debe de haberse dormido después de atiborrarse de pastillas. Sin duda es le mejor solución, tanto para aliviar su dolor como para poder soportar a aquella arpía.

Enfadado y sin pensarlo golpeo la pared tres veces seguidas en forma de protesta. Son tres golpes secos que realizo con fuerza... ¡POM! ¡POM! ¡POM!

Al instante escucho el clic de la radio y se hace el silencio. Suspiro aliviado e intento de nuevo conciliar el sueño. Cuando vuelvo a sentir que me quedo dormido un ruido en la pared me sobresalta de repente:

¡POM! ¡POM! ¡POM! Sin duda la vecina quiere sacarme de quicio. No voy a permitírselo. Ahora mismo voy a ir a su puerta y la llamaré sin miramiento. Si yo no duermo, ella tampoco.

Salgo de la cama y me planto en su casa a la velocidad del rayo. Llamo al timbre, golpeo la puerta con pies y manos casi desquiciado por el odio alimentado por el cansancio y la vigilia.

Pongo el ojo en la mirilla. Hay una luz encendida. Me esfuerzo por divisar el interior, pero no consigo apreciar más que el recibidor y un largo espejo. De pronto, aparece la silueta de la anciana y se apaga la luz. Asustado, me retiro e intento escuchar lo que está ocurriendo. Pasan más de cinco minutos y no consigo oír nada. Harto de esperar decido tomar una decisión. Le daré una sola noche más. Si vuelve a interrumpir mi descanso llamaré a la policía.

Vuelvo a mi cama y pese al estado de nerviosismo en el que me encuentro, logro dormir del tirón hasta que suena el despertador.

Es miércoles. Me cuesta horrores levantarme. Voy al baño y me miro en el espejo. Mis ojeras cada vez se ven más oscuras. Deseo terminar con esta insufrible situación cuanto antes. Me voy a trabajar consciente de que esta noche debo estar preparado para cualquier artimaña de mi vecina. Sé que se guarda mi actuación de ayer y que no se dará por vencida con una llamada a la policía. Aun así, confío en haberla intimidado lo suficiente para que se olvide de mí de una vez por todas.

Cuando llego a casa después del trabajo miro de reojo a su puerta. Esa insoportable vieja ha conseguido atraparme en un sentimiento de rencor e impotencia del que debo deshacerme cuanto antes. Decido no llamarla y hacer como si no hubiese pasado nada. Tengo claro que al mínimo ruido que me inquiete la denunciaré sin tapujos. Todo transcurre con normalidad y llega el momento de meterme en la cama. Es extraño, no he oído en toda la tarde los quejidos de mi vecino, ni el crujir de aquel espantoso aparato.

Son las once de la noche. Cierro mi libro, apago la luz e intento dormir. Pronto me siento inmerso en un sueño muy intenso. Me siento rodeado de gente que habla sin parar. Escucho en mi cabeza una sintonía similar a la de una cuña publicitaria. Una repentina sensación de rabia hace que me despierte violentamente. No es ningún sueño, es esa maldita radio otra vez. Resuena junto a la pared de mi cama a todo volumen. No puedo más. Cojo el teléfono y llamo rápidamente a la policía.

En el preciso instante en que suena el primer tono, escucho como alguien abre la puerta de mis vecinos. Inquieto, me levanto de la cama y cruzo el pasillo, caminando sigilosamente hasta la puerta para intentar ver algo por la mirilla.

Todo está muy oscuro, se escuchan pasos de varias personas en el interior del piso de la pareja. De repente la puerta se abre. Observo a dos hombres sacando a aquel pobre anciano de su piso. Su cuerpo está completamente cubierto por una gran sábana blanca. Deduzco al instante que le ha llegado su hora. Detrás de él veo a su mujer, no parece afectada por la situación. Su aspecto me llama especialmente la atención. Es como si se alegrara de que aquello hubiera sucedido. Ya están bajando a su marido por las escaleras. Ella se mantiene incólume en el rellano. Me quedo mirándola un poco más, estoy confundido por la fría reacción que muestra ante la muerte de su esposo. Lentamente, su mirada se vuelve hacia mi casa. Siento que me tiemblan las piernas. Puedo apreciar la locura en sus ojos. Como si una diabólica energía le poseyera, se abalanza sobre mi puerta y la golpea tres veces... ¡POM! ¡POM! ¡POM!

Quiero retirar la mirada pero estoy tan aterrorizado que mi cuerpo no me responde. Tras los golpes veo estupefacto como empieza a reírse histéricamente, abriendo y pegando su deteriorada dentadura en la mirilla. La horrible visión me provoca un enorme sobresalto.

Corro despavorido a mi habitación y me meto en la cama. Alargo mi mano hacia la mesilla de noche y compruebo la hora en el móvil... es medianoche. La radio sigue sonando, pero me siento incapaz de hacer nada. Hago un esfuerzo por olvidar lo sucedido, pero me resulta imposible. Paso la noche en vela y suena el despertador.

Es jueves. Estoy destrozado, no puedo ir a trabajar en el estado en que me encuentro. Aviso con un mensaje al trabajo y hundo mi rostro en la almohada. En pocos minutos me duermo profundamente. Despierto a mediodía hambriento y con la cabeza a punto de estallarme. Como algo y me doy una larga y renovadora ducha. Me visto y medito las cosas con tranquilidad. Asumo que debo afrontar el problema que asedia mi mente durante toda esta semana. Lo más seguro es que mi vecina después de perder a su marido, esté pasando un doloroso trance y lo mostrara de aquella extraña forma la noche anterior.

 

Me propongo solucionar el conflicto entre nosotros empezando por lo más importante. Salgo de mi casa y me acerco al tanatorio para despedirme de mi vecino. Es posible qué si hago acto de presencia y doy mis condolencias a su viuda, podamos llegar a un pacto de no agresión y adoptar ambos un comportamiento civilizado. Cuando llego únicamente está ella velando a su marido. Hago un esfuerzo por no mirar al difunto, siempre me ha parecido una morbosa estupidez exponer un cadáver de esa manera. Ella no parece haberse dado cuenta de mi presencia. Permanece inmóvil, sentada en el banco de madera frente al cristal. Tiene las manos entrelazadas y ocultas dentro de un largo abrigo granate. Un profundo silencio me incomoda y se me pasa por la cabeza dar marcha atrás para evitar hablar con ella, pero me armo de valor y camino hasta su posición con paso firme.

Cuando me dispongo a darle el pésame, saca las manos de su abrigo con parsimonia. Me fijo en sus dedos. Parecen haberse vuelto más largos y delgados desde la última vez que la vi. No puedo evitar mi repulsa al observar sus uñas. Son enormes, negras y exageradamente puntiagudas. Las apoya en la madera como si fuesen garras y empieza a golpearla suavemente con ellas. Poco a poco el ritmo aumenta y su cabeza baja repentinamente quedando prácticamente pegada a las piernas. No sé si se trata de algún tipo de rito o si simplemente le ha abandonado la cordura por completo. Asustado, miro alrededor y compruebo que estoy solo en el tanatorio. Quiero marcharme, pero me quedo hipnotizado ante ese extraño comportamiento.

De repente, la mujer se detiene y acerca una de las manos a su boca. La muerde con todas sus fuerzas mientras tiembla por el dolor. Luego se levanta con una energía inusitada y me lanza un esputo sangriento en el rostro. Caigo al suelo sin remedio de puro pánico. Sus ojos son negros como el azabache y su piel se ha tornado de un azul mortecino.

Me incorporo lo más rápido que puedo para salir de allí. Ella ríe sin parar, ríe con la boca ensangrentada y totalmente entregada a la demencia. La sangre en mi cara quema, parece que tenga vida propia. Consigo salir de allí y me la limpio repetidas veces con un pañuelo.

Esa mujer ha perdido la cabeza definitivamente. No voy a dejar que pase un día más. Esperaré a que llegue la noche para hablar con ella seriamente y zanjaré este asunto por las buenas o por las malas. Paso el día limpiando y ordenando mi casa, debo olvidar lo sucedido en el tanatorio y mantener mi mente ocupada hasta que llegue el momento. Sin darme cuenta se me pasa la tarde y me dispongo a disfrutar de mi ansiada rutina.

Son las diez de la noche, he terminado de cenar y me parece la hora propicia para dar fin a las disputas con mi vecina. Si no atiende a razones buscaré a alguien de su familia para que se la lleve, esa mujer no está en condiciones mentales para vivir sola. Llamo al timbre suavemente, intentando poner de mi parte toda la delicadeza y tranquilidad posibles. No recibo respuesta, me impaciento y golpeo la puerta tres veces... ¡POM! ¡POM! ¡POM!

Sin respuesta alguna me doy la vuelta y vuelvo a mi piso, consciente de que esa vieja no me va a dejar dormir. Lo preparo todo como hago cada noche y me acuesto temprano, hoy no me apetece leer. Además, tengo la mente demasiado llena de imágenes escabrosas y no podría concentrarme en el texto como es debido. Pese a todo, consigo conciliar el sueño de forma rápida y placentera. Pasa el tiempo y siento un terrible frío húmedo que invade mi habitación. Miro el reloj... es medianoche.

Escucho tres fuertes golpes en el interior de mi casa. No acierto a saber de qué parte de ella surgen. Palidezco y tiemblo de terror. Salto de la cama nervioso y compruebo cada una de las habitaciones. El sonido se repite una y otra vez... ¡POM! ¡POM! ¡POM!... ¡POM! ¡POM! ¡POM!... ¡POM! ¡POM! ¡POM!...

Grito tan furioso como aterrorizado:

«¡Para de una maldita vez! ¡Vieja estúpida!»

Los golpes cesan, pero el frío se vuelve más intenso y empieza a calarse en mis huesos. Observo la habitación. Las paredes se están estrechando y el suelo parece agrietarse lentamente. Una especie de terrible corriente de aire esparce mi ropa y hace oscilar la lámpara del techo de un lado a otro. No es el viento quien actúa, la ventana está cerrada. El aire es caliente y fétido, similar al aliento de un ser enfermo. Aquella gigantesca y repugnante respiración empaña el espejo que hay junto a mi cama. Salgo como puedo y corro a por el teléfono fijo para llamar a la policía. Descuelgan enseguida, pero nadie parece estar al otro lado. Aun así, empiezo ansioso a explicar lo ocurrido y pido que se presente una patrulla en el edificio lo antes posible.

Del auricular se escucha una respiración entrecortada. El miedo me paraliza, pero me esfuerzo e insisto en mi petición. Una delirante y familiar carcajada me responde y horrorizado lanzo el teléfono al suelo. Saco mi móvil del bolsillo y vuelvo a llamar. Descuelgan y me atiende un policía, suspiro aliviado y en mitad de mis palabras un terrible sonido surge de mi habitación.

Me acerco de nuevo hacia ella mientras el policía reclama que le cuente lo que está pasando. Yo me mantengo en silencio, intentando averiguar qué es ese ruido. Mis ojos se abren de par en par y no puedo evitar emitir un grito al ver la silla de mi vecino balanceándose rápidamente movida por una fuerza invisible.

Tengo que salir cuanto antes, pero la puerta se cierra con violencia a mi espalda. Estoy atrapado en mi propia habitación. Las paredes se acercan entre sí y el techo desciende poco a poco. Esa horrible carcajada de la vecina se cuela en mi cabeza, ya no lo soporto más. Únicamente queda una salida, debo saltar por la ventana antes de morir aprisionado. Corro hacia ella, la abro y sin pensar en las consecuencias me dispongo a saltar a la calle. Al colocar el primer pie en el marco noto unos fríos dedos cerca de mi cara. Sé que son los de ella, pero no puedo verla. Coloco el segundo pie y sus uñas se clavan en una de mis mejillas. Exhausto por el terror, cierro los ojos y salto sin más.

La caída es desde un cuarto piso. El golpe es casi mortal y pierdo el conocimiento.

Es viernes. Despierto en un hospital. Mi cuerpo está completamente escayolado y mi cabeza se sostiene entre varios artilugios metálicos. Estoy conectado a una máquina que me ayuda a respirar. El dolor es insoportable. Escucho los pasos de alguien que se acerca por mi derecha. Consigo ver de quien se trata. Es una bella enfermera que llega a mi camilla con una jeringuilla en sus manos. Me mira compasiva y me susurra dulcemente al oído:

«Ha llegado la hora de inyectarle el calmante. Es una suerte que haya sobrevivido al impacto».

Intento sonreír, pero solamente soy capaz de torcer un lado de mi boca. Ella me devuelve la sonrisa y me inyecta el calmante con suavidad. Casi al instante noto un pequeño alivio y oigo como alguien abre la puerta. La enfermera se retira de mi lado y distingo la voz de un hombre que le pregunta por mi estado. No llego a entender nada con claridad, el fármaco empieza a hacerme efecto y siento que en breve me quedaré dormido. Aun así, hago un esfuerzo por saber quién es aquel hombre y de qué están hablando. Parecen acercarse a mí posición y él se presenta a la enfermera diciéndole que es policía. Entablan una conversación y por fin consigo escucharles:

—Es una pena lo de este chico. Cuando llamó a comisaría estaba realmente asustado. Me siento en deuda por no haber llegado a tiempo a la casa. No entiendo qué pudo ocurrir. No encontramos en ella nada que aclare ese intento de suicidio. —Explica el policía.

—La verdad es que da para pensar. —Afirma la enfermera prosiguiendo con su comentario―. Tengo entendido que hubo una muerte violenta muy reciente en su edificio. —Argumenta la joven chica deseosa de saber de primera mano aquel suceso.

—Sí, es cierto. La muerte de ese anciano ha dado mucho de que hablar. Fue realmente extraña. Todavía nos preguntamos cómo pudo un hombre con esa grave enfermedad en los huesos, hacerse esas heridas en el cuerpo e incluso amputarse los dedos. Cuesta creer que alguien llegue a ese nivel de enajenación. La única explicación racional que se me ocurre es que se volvió loco tras la muerte de su esposa.

Cuando escucho esas palabras del policía, siento mi corazón bombear con fuerza. El miedo supera a mi dolor, necesito saber qué está pasando, debo seguir escuchando:

—Es terrible lo de ese anciano. Mucha gente rumorea por el barrio que su mujer practicaba el ocultismo y que volvió de entre los muertos para hacerle daño... ¡Qué tontería! —Dice la enfermera riéndose tímidamente.

El policía se siente a gusto con la enfermera y contribuye con un nuevo dato que me hace estremecer.

—Hay que ver la de cosas que se oyen por ahí. Yo incluso he escuchado a algunos compañeros decir que esa mujer necesitaba los dedos de su esposo para hacer conjuros, o algo así. Como si se tratara de una bruja.

A esa última frase le siguen dos sonoras carcajadas. Veo por el rabillo del ojo cómo el policía se despide de la enfermera y sale de la habitación. Ella se acerca a mí. Me mira fijamente. Sus ojos se oscurecen, los reconozco al instante. Su mano izquierda palpa el rasguño en mi rostro de la noche anterior.

Siento sus afiladas uñas jugando en mi cuello. Una de ellas lo rasga y brota un pequeño hilo de sangre que recorre mi espalda.

Su aliento me rodea y me transporta a la peor de mis pesadillas.

Con la otra mano arranca el cable que me permite seguir con vida, mientras escucho agonizante las crueles palabras de aquella bruja:

«Tranquilo, al fin descansarás sin molestias. Cierra los ojos... ya es medianoche».

Una piedra en el camino

Aquel día lo recuerdo especialmente frío. Una espesa cortina de niebla marcaba el trayecto del autobús que conducía a mi grupo de chicos y chicas hacia una acampada en las montañas. Después de más de cinco horas en la carretera, la sensación de fatiga hizo mella en la mayoría de ellos, sumiéndolos en un placentero letargo acorde con el ritmo inestable del vehículo.

Ya faltaba muy poco para llegar a nuestro destino. Me senté delante junto al conductor, para darle conversación y ayudarle a permanecer despierto. Estiré los brazos y me levanté de mi asiento para observar a los chicos. Pau y Júlia se agarraban las manos con fuerza, deseosos de pasar más de una noche comiéndose a besos bajo las estrellas. Era la única pareja que se había formado en su clase durante el último año. Se encontraban junto al resto de sus compañeros, en ese momento tan mágico e irrepetible como es la adolescencia. Con apenas dieciséis años aquella relación fluía, vivía y se discernía de cualquier otra que hubiera visto jamás.

Mi condición de monitor me obligaba a imponer ciertas reglas de comportamiento, pero verlos a ellos mirarse de esa manera removía mis primeros enamoramientos y provocaba que, en alguna ocasión, pasara por alto ciertos escarceos de la pareja a mi espalda. Aun así no podía sentir otra cosa más que orgullo de aquel grupo; formaban una gran piña, donde continuamente se respiraba buen ambiente tanto en los campamentos como fuera de ellos.

La niebla creció de forma repentina y forzó al conductor a reducir la marcha postergando todavía más nuestra llegada. Yo me sumergí de nuevo en un libro de microrrelatos y cuentos de terror que me tenía felizmente atrapado. Transcurrieron unos minutos y el paisaje empezó a despejarse. Observamos unas luces lejanas que parecían ser las de un coche de algún guarda forestal. Con un gesto de desesperación el conductor detuvo el autobús a pocos metros del coche, previo aviso del hombre que se acercó a la ventanilla y se dispuso a explicar la situación.

—Buenas tardes. ¿Dónde se dirigen? —Preguntó el guarda.

—Llevo a estos chicos a un campamento que se encuentra a pocos kilómetros de aquí. —Contestó el conductor con voz cansada.

—Sé de cual me habla. Verá, hay un problema en esta vía. Al parecer ha habido un derrumbamiento y varias rocas han caído al asfalto provocando algunos daños. Por favor, síganme y les llevaré hasta otra carretera que hay un poco más abajo. Tendrá que dar un rodeo, pero solamente le supondrá media hora extra. Usted mismo encontrará la salida, no tiene pérdida. —Tras decir aquello, el guarda forestal volvió a su coche y lo puso en marcha indicando con el intermitente el nuevo desvío.

 

Nos introducimos en aquella carretera y seguimos el coche del guarda. En pocos minutos encendió las luces de emergencia dando a entender que podíamos seguir solos. El conductor levantó la mano despidiéndose del hombre que se apartó hacia un lado dejándonos pasar. El camino era tremendamente estrecho y tuve serias dudas de que cupiera ningún vehículo más en él. Le di una palmada en la espalda al conductor y le ofrecí un gesto de resignación. A fin de cuentas, no teníamos otra opción más que la de ir por ese nuevo sendero.

Acepté pues la nueva situación y di la noticia a los que seguían despiertos, procurando animarles a pesar de que yo mismo empezaba a estar realmente cansado de aquella interminable travesía. La carretera estaba repleta de curvas y eso al menos sirvió para despertar al grupo. Muchos acompañaban cada vaivén del autobús con cánticos y bromas que hicieron ameno aquel contratiempo.

Después de casi media hora, la niebla empezó a disiparse levemente y sentí un gran alivio. Ya podía vislumbrarse la montaña que nos acogería durante dos semanas. Deseaba llegar para organizarlo todo: montar las tiendas, asignar las tareas, planear las actividades y, sobre todo, disfrutar de un aire limpio y puro junto a mi grupo, que nos permitiera dar rienda suelta a nuestros sueños cada noche. Tenía pensado incitarles a crear historias y contarlas junto a una hoguera. Para que cada uno liberara sus inquietudes con la mirada puesta en el oscuro cielo, para que las estrellas les ayudaran a hacer brillar sus propios pensamientos. Quería proponerles diversos juegos cercanos al rol y al universo que más me ha llenado durante todos los años que llevo haciendo este tipo de acampadas: el terror.

Mientras cavilaba qué hacer la primera noche, observé una extraña piedra al final de una de las curvas. Advertí al conductor y este asintió con la cabeza asegurándome que no habría ningún problema si la atravesábamos por debajo. Nos acercamos un poco más a ella. La niebla pareció volver con fuerza confundiendo la estructura de aquella alargada roca grisácea. A escasos metros de ella, ocurrió algo que me sumió en un repentino estado de pánico.

—¡Cuidado! —Grité.

La supuesta piedra había cambiado de forma y estaba cruzando de manera extraña delante de nosotros. Cerré los ojos esperando el fuerte impacto. Tras vivir ese instante de pavor, el conductor frenó despacio y echamos la vista atrás. Fuese lo que fuese aquello... había desaparecido. A parte de mí y el conductor, únicamente Pau y Júlia vieron lo sucedido. El resto hacían muchas preguntas, pero decidimos no decir nada y proseguir la marcha.

La sensación que tuve al llegar a nuestro destino fue indescriptible. Era una peculiar mezcla entre ilusión y tristeza. Lo cierto es que no pude comprender en aquel momento a qué se debía. Tras descargar nuestros bártulos, el autobús dio media vuelta y nos quedamos solos en la montaña, mi grupo y yo. La oscuridad nos alcanzó mucho antes de lo que teníamos planeado. Casi era la hora de cenar. Nos apresuramos y en muy poco tiempo logramos montar el campamento. Organicé dos grupos para recoger leña y así vestir la noche con una enorme hoguera. El frío era intenso y mis expectativas de hacer alguna cosa más que no fuera cenar y dormir, quedaron obsoletas tras comprobar la hora. Eran más de las nueve y los rostros de cansancio de mis chicos me hicieron posponer las ideas hasta el día siguiente. Devoramos la cena en silencio. Solamente cruzábamos alguna mirada los que tuvimos el dudoso premio de ver aquella piedra moverse en el camino. Poco a poco fueron refugiándose unos cuantos a sus respectivas tiendas.

En muy poco tiempo me encontré completamente solo. Con la única y reconfortante compañía de las llamas, decidí ponerme cómodo y leer un rato antes de acostarme. Por fin me encontraba a gusto, hacía pequeñas pausas en la lectura para observar el cielo. La luna aquella primera noche estaba especialmente bella. La niebla se había disipado por completo y el cielo quedó despejado. Así pude deleitarme con su grandeza y luminosidad. Me perdí en sus enigmáticos cráteres, en su blanquecino y poderoso brillo.

Inspeccioné de un vistazo la negrura que me rodeaba y de pronto, escuché un ruido entre la maleza. Cualquiera en mi situación se hubiese asustado, pero yo estaba más que acostumbrado a los sonidos nocturnos de la montaña. No le di la más mínima importancia y seguí leyendo a la luz de la hoguera.

Cuando me dispuse a reanudar mi lectura con un nuevo relato, el ruido se tornó más severo y continuo. Decidí acercarme a la zona de donde pensé que procedía. Al dar unos cuantos pasos vi algo que surgía en el oscuro hueco entre dos árboles. Pude intuir entre los arbustos una especie de cuerpo delgado con un deforme y blanquecino globo por cabeza, cubierto con una manta gris claro. El ser pareció vibrar en el mismo instante en el que percibió mi mirada.

Intrigado, fui a mi tienda, me coloqué una cinta de luz frontal y me enfundé una pequeña bandolera con navajas y utensilios para el campo. Pensé que quizás se tratara de algún tipo de animal. Me propuse ahuyentar lo que fuese aquello para que no interfiriera en el sueño de mi grupo. La extraña figura parecía estar temblando de frío. Me fui acercando sigilosamente. Cada crujido de mis pies sobre el suelo repleto de tierra y hojas secas, provocaban en aquella criatura una serie de rápidos y oscilantes movimientos que me perturbaron e hicieron que me plantease dar marcha atrás.

Fue entonces cuando observé al ser despojarse de su manta. Me fijé en su rostro. Carecía de rasgos humanos, tan solo una torcida boca situada en forma vertical, que se abría y se cerraba emitiendo un chirriante sonido ejerciendo un punzante dolor en mis oídos.

La potente luz blanca que emanaba de la luna, empezó a cambiar de tonalidad. Me sumí en un estado de inquietud cuando alcé la vista y descubrí que se había convertido en una enorme esfera de color rojo. Sentí algo detrás de mí. Me giré lentamente y suspiré aliviado al ver a Pau y a Júlia. Estaban inmóviles, petrificados viendo aquel fenómeno. Ninguno de los otros chicos había salido de sus tiendas.

Pau me miró confundido, seguramente esperaba de mi parte alguna explicación a todo aquello, pero por primera vez en mi vida, la situación me superaba.

Mi mirada se dirigió hacia la criatura, pero ya no estaba allí. Con un airado gesto indiqué a Pau y a Júlia que se metieran en su tienda, aunque sabía que se quedarían conmigo. Estaban muertos de miedo, pero percibí en ellos esa poderosa curiosidad que nos mantenía atrapados y que nos impedía volver.

Nos fuimos acercando silenciosamente al interior del bosque. Ya apenas sentíamos el frío. Estábamos entregados al misterio, llenos de emoción y nerviosismo por la tremenda excitación que nos producía lo desconocido.

En unos segundos llegamos al lugar donde había aparecido la criatura. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. El color rojizo reflejado en la montaña fue transformándose de nuevo en el blanco original que irradiaba la luna. Levantamos la vista hacia el cielo, intentando encontrar alguna respuesta, alguna señal que nos indicara qué hacer. Las estrellas derrochaban su único y majestuoso brillo y asumimos el final de aquella fascinante y terrorífica experiencia.

Los tres nos miramos esperando a que alguien dijera algo, pero sobraban las palabras. Sabíamos que no serviría de nada contar esa vivencia. Como monitor, debía impedir que se extendiera el pánico entre el grupo. Decidimos de forma solemne mantener el silencio y hacer como si no hubiese ocurrido nada, al menos hasta que la acampada terminase.

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