Miedos Desvelados

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No pude reprimir la impotencia y el odio que sentí hacia él en ese instante. Me lancé a su cuello y la punta del cuchillo le produjo un ligero corte que le hizo sangrar levemente. No se resistió. Me clavó una mirada compasiva y paternal que hizo que me detuviera. Le arrebaté el frasco de sus manos y lo empujé al suelo. Busqué en su chaqueta y encontré las llaves de mi casa. Sin pensarlo ingerí una de esas pastillas y me adentré en la casa para subir por las escaleras hasta el segundo piso y así rescatar a mi mujer y a mi hijo. Ya podía ver las ventanas de mi casa cuando de pronto me sentí especialmente cansado. Las piernas no me respondían. Me costaba muchísimo respirar. Tropecé con un escalón y pude verme en el reflejo de una de las ventanas. La piel colgaba de mi rostro y los ojos se salían de sus órbitas. Mi cuerpo estaba consumiéndose a una velocidad de vértigo. Cogí de nuevo el frasco y leí la etiqueta detenidamente. Me fijé en que una de las letras se leía en relieve, parecía estar pegada por encima de la otra. La despegué con cuidado y un frío intenso me heló la sangre al leer lo que verdaderamente ponía en la etiqueta... «Dosis degenerativa».

No tuve fuerzas para seguir adelante y me desplomé en el suelo. Mientras me retorcía de dolor mis ojos se cruzaron con los de mi padre que me miraba asomado desde la ventana del despacho. Junto a él aparecieron mi mujer y mi hijo que lo abrazaban con cariño. Lo último que escucharon mis oídos fue la dulce voz de mi pequeño, que movió la mano en forma de despedida al mismo tiempo que me decía:

—Adiós Abuelo. Papá ya está aquí, no te preocupes. Él cuidará de nosotros.

Caricias

Adoro la ciencia. Considero que en ella se encuentran las respuestas a todas las preguntas o, al menos, a gran parte de ellas. Mi esposa fue una gran científica y me legó infinita sabiduría al respecto. El centro donde ejercí durante años en mi estudio sobre la adaptación de la robótica en el ser humano, fue inhabilitado repentinamente por problemas económicos; las subvenciones no llegaban a cubrir los materiales necesarios para realizar los ensayos con los prototipos, o eso recuerdo. Mi memoria me juega muy malas pasadas últimamente, creo recordar que unos cuantos de mis compañeros y yo nos reunimos y tomamos la decisión de construir un lugar donde perfeccionar los modelos, y hacer realidad aquel sueño de conseguir algo memorable, sacando el máximo provecho a nuestras ideas.

No me enorgullezco de haber sustraído parte de los fondos del anterior centro para hacerlo posible, pero tampoco siento arrepentimiento alguno. Quise pensar que con el paso del tiempo llegarían a agradecerme tal hecho, ya que, de la misma manera que todos ellos, viví eternamente convencido de que en la búsqueda se hallaba la verdad.

Debo decir que no me considero una persona cerrada en sus propios pensamientos. Siempre he creído que hay que apoyarse tanto en la ciencia como en la naturaleza para llegar a conocer los límites de la raza humana. Debido a eso, nuestro nuevo centro fue una transcripción visual perfecta de lo que digo. Se encontraba en el interior de una enorme cueva, cerca del pico de una montaña situada al lado de la carretera y de las torres eléctricas, lo que nos permitió, haciendo una pequeña trampa, aprovecharnos de esa fuente de energía para cumplir nuestro propósito.

Mi especialidad en la cibernética y experiencia en este campo me ha permitido allí, lejos de restricciones, horarios y juicios morales, investigar con total libertad y profundizar en la perfección de la inteligencia artificial. Uno de los puntos más celebrados y curiosos en todos mis años trabajando, fue imprimirles a las máquinas respuestas cariñosas con solo ofrecerles el contacto de nuestra piel. El simple gesto de una caricia les provocaba reacciones empáticas que, de manera automática, hacía que recibiéramos de su parte otra igual, con la misma ternura y cariño que pudiera hacerlo una persona real. Estoy casi seguro de que fue eso lo que conseguí. Maldita memoria.

Mi talentosa esposa logró crear antes de fallecer robots con fisionomía humana para actuar como rastreadores; auténticos drones de seguridad para controlar cualquier anomalía extraña que pudiera suceder. Pero creo recordar que fui yo quien aportó los mejores modelos de tecnología aplicada a las personas. De hecho, decidí hacerme a mí mismo el mejor de los regalos creado desde nuestro peculiar departamento: la preciosa y perfecta simulación robótica de mi mujer. Asumí que nunca sería el mismo ser derrochante de vida y amor que tanto quise, pero el resultado fue verdaderamente espectacular. En parte puedo decir que recuperé a mi esposa. No podía parar de observarla. Me tenía atrapado entre sus magnéticas redes de belleza y sensualidad. Jamás nadie había conseguido crear antes una réplica tan perfecta.

Ella hablaba, sonreía, lloraba, se movía y actuaba como la maravillosa pareja que tuve durante la mejor época de mi vida. La llené de recuerdos que el programa aceptaba en su mayoría, pese a que pudieran surgir ciertas lagunas en el proceso. Era inmensamente feliz. La tenía a mi lado de nuevo.

Aunque me faltaba algo más para sentirme totalmente satisfecho. Habían pasado varios meses desde su creación y únicamente eran conscientes de su existencia, aparte de mí, el resto de científicos internos en el laboratorio. La ingeniería robótica avanzó tanto los últimos años que logró provocar en mí ensoñaciones sobre nuevas y mejoradas relaciones entre los robots y los humanos. Moralmente suponía un error dar a conocer aquel impresionante avance, pero por otro lado, no podía reprimir el instinto de enseñarla, de mostrar al mundo hasta donde habíamos llegado.

Era consciente de que hacerlo podría significar la inmediata detención de todos los integrantes de nuestro laboratorio clandestino. Por eso decidí escapar una noche con ella, tras estudiar detenidamente los movimientos de cada uno de mis compañeros. No éramos muchos y todos teníamos un motivo por el cual abandonar nuestra anterior rutina, para vivir en aquel letargo a lo ojos de la gente y adentrarnos en el mundo de la ciencia, como nunca antes nadie se había atrevido.

Supe que no iba a ser fácil volver a salir al mundo exterior. Necesitaba una nueva identidad, un nuevo lugar para vivir, ciertas herramientas para mantener a mi compañera de viaje en su mismo estado de forma continuada. En definitiva, asumí aquel terrible riesgo en mi cegada devoción por probar la relación social de mi nueva mujer, con personas de fuera ajenas a tratar con un robot perfectamente humanizado. Necesité varios maletines con lo necesario para su mantenimiento, documentación falsa y una ubicación alejada de la gran ciudad, para empezar con cautela la integración de aquella máquina perfecta con la sociedad.

Para ello tuve que hacer algo realmente horrible, impropio y fuera de todo orden ético. Pero siendo frío y objetivo, era la mejor opción para salir de allí con posibilidades de empezar de nuevo. Había uno de mis compañeros al que fui siguiendo especialmente antes de mi fuga. Se trataba de alguien que tomó la decisión de ocultarse en aquella cueva tras perder a toda su familia en un terrible incendio ocurrido en su casa. Supe por sus propias palabras, si la memoria no me falla, que la estructura seguía en pie, que parte de las habitaciones continuaban siendo habitables, y que nadie la había reclamado durante años, quedando totalmente abandonada. Pensé que era el lugar idóneo para ocultarnos, al menos al principio.

Me autoconvencí de que nadie echaría de menos a un científico solitario y actué junto a mi esposa de la manera más rápida y silenciosa posible. Además, creo recordar que su cuerpo estaba muy deteriorado debido a las quemaduras y apenas le quedaba autoestima. Lo conocía bien y tenía ciertas sospechas de que se sentía atraído por mi mujer, así que los celos hicieron el resto. Nos cercioramos de que dormía profundamente y acercamos a su nariz un tubo de ensayo con una alta dosis de monóxido de carbono. Lo utilizábamos para estabilizar ciertas respuestas dentro de los robots. Mi compañero inhalaría aquel gas provocándose una “muerte dulce”. Cuando calculé que ya había pasado el tiempo suficiente, le retiré el tubo y seguí con el resto del plan. Cogí su ropa y pertenencias y me aseguré de comprobar todas sus tarjetas de crédito. Creo recordar que todo aquello sucedió frente a un enorme espejo.

Ilusionado y nervioso, emprendí en silencio con mi renovada esposa la huida, bajando con sumo cuidado por la montaña hasta alcanzar la autopista. La programación interna de mi mujer era admirable, parecía saber en cada instante lo que tenía que hacer. Dediqué gran parte de mi tiempo en el laboratorio para que así fuera; Sus recuerdos, sus gustos, su personalidad... Todo fue debidamente estudiado y minuciosamente probado en el primero de los prototipos. Mis colegas de profesión se fijaron en mi devoción por ella y contemplaron el proceso sin reprocharme nada, la verdad es que nunca creí que el modelado exterior me saliera tan asombrosamente bien. Imaginé, no obstante, que huir de aquella forma después de acabar con la vida de uno de ellos, me depararía una posible persecución, de la que sin duda no estaba preparado. Aun así confiaba en su miedo por salir de allí y ser descubiertos por alguien en el exterior. Al fin y al cabo, a ellos también se les podía llamar legalmente fugitivos. Para el resto de la humanidad habían desaparecido y puedo asegurar que esa reconfortante sensación cuando se vive es tan difícil de superar que llega a convertirse en una extraña adicción al ausentismo e incita a profundizar totalmente en nuestro mundo interior. Pensé en aquello consciente de que el camino era largo y no contaba con ningún vehículo para llegar a mi destino.

Me apoyé en las conversaciones increíblemente reales que mantenía con mi mujer. Su nivel de captación en los sentimientos ajenos, hizo que de su boca surgieran palabras de apoyo y tranquilidad. Aquella travesía me recordó a los largos paseos que tuve con ella en el pasado. Lamenté no poder entrelazar nuestras manos como hiciéramos antaño debido a que ambos portábamos varios maletines y mochilas con lo justo para instalarnos en aquella diáfana estancia, que se convertiría en breve en nuestra ambigua pero ilusionante nueva casa.

 

Con la única e insuficiente luz de dos linternas, conseguimos cruzar la autopista y dirigirnos a una senda boscosa donde se ubicaba la casa de mi ya ex-compañero de trabajo. Curiosamente, todo el paisaje estaba completamente quemado, no recuerdo que hubiese habido un incendio... Maldita memoria.

Mi mujer parecía cansada, supuse que necesitaba reponer fuerzas para proseguir con la marcha. Nos detuvimos junto a un árbol y abrí uno de los maletines. Dentro había varias cápsulas de vida. Se trataban de pequeños suministros de energía que introducíamos por los ojos a los robots y que servían para mantener y actualizar su capacidad de raciocinio y motricidad.

Saqué una de ellas y cuando me dispuse a entregársela, me detuvo levantando un brazo. Se acercó lentamente a mi rostro y agarrando una de mis manos la acercó a la suya con suavidad. Comprendí enseguida que lo que necesitaba era el contacto de mi piel. Acaricié su inerte semblante y sentí por un instante que todo volvía a la normalidad, que regresaríamos paseando a lo que fue nuestro antiguo hogar, que su mente permanecería estable, que nunca se escaparía. Sí, creo que estoy en lo cierto, aunque no estoy completamente seguro. Maldita memoria.

Apenas transcurridos unos segundos de aquel gesto de cariño, una especie de gigantescos faros surgidos del cielo nos deslumbraron. Pude reconocer por el sonido que se trataba de una especie de helicóptero. Cogí de la mano a mi esposa y corrimos a escondernos bajo aquel árbol. El artefacto parecía descender lentamente dando vueltas a nuestro alrededor. Una ráfaga de viento, provocada por sus extrañas hélices, levantó un extenso cúmulo de tierra y hojas que me hizo cerrar los ojos súbitamente. Me tumbé en el suelo, pensé que aquello era un vehículo militar, que nos habían descubierto y que nos dejarían en manos de la justicia. Pero enseguida recordé que algunos de los modelos que creó mi mujer poseían la habilidad del rastreo; estaban programados para conducir todo tipo de vehículos e inspeccionar zonas donde hubiera movimiento.

Pese a ello sentí un gran alivio al escuchar el zumbido del motor desvanecerse lentamente. Al fin ese misterioso helicóptero nos debaja a nuestra merced. Abrí los ojos despacio. La carretera seguía desierta. Mi ropa estaba polvorienta y repleta de hojas muertas. Todo parecía seguir en orden excepto por un siniestro detalle... mi mujer ya no estaba conmigo.

Creí furioso y consternado que se la habían llevado para experimentar con ella, con aquel modelo tecnológico insuperable. Pero me parecía imposible que se hubieran dado cuenta con tan poco margen de tiempo. Todo aquello me superaba. No entendía nada, se me pasaban mil cosas por la cabeza, tenía la sensación de que me iba a estallar. Estaba claro que alguien del laboratorio conocía nuestro plan de escape y había avisado a la policía. Pero, ¿por qué no me habían llevado con ella? ¿Acaso pensaban dejarme libre sin más?

Dispuesto a conocer la verdad, proseguí la marcha hasta aquella casa abandonada, allí al menos estaría a salvo y podría pensar mejor en la manera de recuperar a mi esposa. Por el camino fui cavilando quién podría haber dado la información. Todos los internos de la cueva llevábamos meses sin salir. Nos proveímos con antelación de víveres y enseres para mantenernos con vida sobradamente durante tres años. Quizá fuera algo premeditado, quizá la persona que dio el aviso me conocía de mi vida anterior. La verdad es que no consigo recordarlo con claridad. Maldita memoria.

Casi sin darme cuenta, llegué a la dirección donde debía hallarse la casa. Después de cruzar varios caminos paralelos que se bifurcaban dentro de aquel pequeño barrio apartado, encontré entre cenizas la morada abandonada. Los pilares ennegrecidos y el techo agrietado hacían presagiar un más que probable derrumbamiento durante mi estancia allí.

Abrí lo que quedaba de la puerta y encendí mi linterna para alumbrar el interior. Mis pasos hacían crujir el suelo quejumbrosamente por muy despacio que caminara.

Era como si de un momento a otro fuese a acabar enterrado vivo bajo aquel caserón. Iluminé las paredes y encontré varios cuadros prácticamente calcinados. Me acerqué hasta ellos. Aprecié en uno de ellos el angelical rostro de una niña sonriendo a un hombre que se encontraba a su lado. No sabía por qué razón tuve la inmediata sensación de que los conocía. Justo arriba de esa imagen, otro cuadro me llamó especialmente la atención. Pude distinguir a duras penas su contenido; se trataba de un listado detallado con nombres y direcciones. Curiosamente, el fuego no parecía haber actuado contra ese documento enmarcado, a no ser que hubiese sido colocado después del incendio.

Intrigado, descolgué el cuadro y lo puse encima de una mesa para examinarlo con detenimiento. Definitivamente alguien lo había puesto allí poco antes de que yo llegara. Ni siquiera se apreciaba una ligera mota de polvo en el cristal. Concentré mi atención en el papel impreso del interior. En él aparecían una serie de nombres de personas que estaban vinculadas a varios estudios científicos. Un escalofrío me recorrió la espalda al descubrir que todos aquellos nombres correspondían a mis compañeros de la cueva. Busqué concienzudamente mi nombre en aquella lista, pero no lo encontré. Creí reconocer la firma de mi esposa en aquel papel. Sentí repentinamente que ya había estado allí.

Ligeramente aturdido, continué caminando sin rumbo dentro de aquella lúgubre y deteriorada casa. A través de un largo pasillo se intuía una puerta entreabierta. Me acerqué despacio y cuando estaba a escasos metros de ella, noté la presencia de alguien más en la casa. Lo que observé a continuación me sumió en un profundo estremecimiento: decenas de sinuosas sombras se acercaban a mí lentamente. En un instante, me vi rodeado de diabólicas siluetas oscuras que parecían ir aumentando de tamaño por el funesto juego de luces y sombras en el que estaba envuelto. Algunos de aquellos seres daban la impresión de rozar el techo con sus cabezas. Moví la linterna de un lado a otro con violencia intentando ahuyentar aquel extraño fenómeno. Pero lo único que conseguí fue descubrir el perturbador rostro de algunas de las figuras. Tenían la piel totalmente gris y comprobé qué de sus cuencas vacías surgían pequeños puntos de una intensa y penetrante luz blanca. En el mismo momento en que creía que iba a ser atrapado por aquella horrible visión, unas manos agarraron mis hombros y me sacaron de allí.

Jadeando nervioso tomé aire y vi detenidamente al hombre que me había salvado. Mi pulso se aceleró y mi cuerpo dejó de responderme por un instante al cerciorarme de que se trataba del mismo hombre al que había arrebatado la vida horas antes. Acto seguido me miró de arriba a abajo y me dijo:

«Error. Dualismo activado. Matar o morir».

No entendí en ese momento lo que me quiso decir. Estaba tan aterrorizado por lo que había sucedido dentro de la casa que corrimos lejos de allí sin pensar en que seguirlo podría provocar su venganza contra mí. Me resultaba increíble que mi compañero siguiera con vida. Pensé que sus pulmones habrían soportado el monóxido de carbono y que el hecho de venir a buscarme, significaba que él también había pensado en huir de la cueva. Pero, ¿por qué? ¿Qué motivo podría tener para salir de allí? Yo al menos escapé con mi mujer, pero él perdió a su familia años antes y recuerdo que, cada vez que ahondábamos en la posibilidad de crear réplicas de familiares muertos para cada uno de nosotros, provocaba en él verdaderos escalofríos y dejaba de hablar del tema inmediatamente. Creo recordarlo así. Maldita memoria.

Pero había otras dudas que me inquietaban realmente... ¿Qué quería decir con que hubo un error? ¿Qué se había activado? ¿Matar o morir?

Como movido por una especie de absurda y poderosa energía condescendiente con mi compañero, corrí con él sin pensar en nada más. Quizá sabía mucho más de lo que decía. Decidí seguirle la corriente para, llegado el momento, actuar de la forma que más pudiera convenirme. Si lo que pretendía era que lo siguiera para darme muerte al final del camino, estaba perdiendo el tiempo. Nada podría ser más atroz que volver a ver a aquellos repugnantes seres de cuencas luminosas y cadavéricos cuerpos. Si no estábamos dispuestos a estar unidos, únicamente nos quedaba luchar cada uno por nuestra cuenta para sobrevivir.

No sé cuanto tiempo estuvimos corriendo. Mis piernas ya no lo soportaban, creí que me desmayaría si dábamos un solo paso más. Me moría del hambre. Pude llegar hasta una roca y me senté en ella para descansar, aunque fuera solamente por un instante. Mi compañero se detuvo y me miró con lástima mientras tendía su mano en dirección a la mía. Tembloroso, tomé aire y me levanté despacio a la vez que le acercaba mi mano. Pensé que su intención era que las estrecháramos en son de paz, a fin de cuentas, los dos huimos juntos de los horribles seres que habitaban en su antiguo hogar. Pero mi sorpresa fue mayúscula al comprobar que, en lugar de un apretón de manos, su intención fue la de apartármela bruscamente y acercando la suya hacia mi rostro, lo acarició con suavidad.

Una macabra sonrisa se dibujó en sus labios y yo no pude más que sobresaltarme al ver su cabeza ladearse apoyada en un árbol. Los ojos perdieron color hasta tornarse en un negro metálico y su cuerpo se derrumbó al mismo tiempo que de su boca surgía una débil frase:

«Cápsula de vida...»

No podía creerlo. ¿Se trataba de un robot? Era la única explicación coherente. Tal vez había sido creado con anterioridad por mis compañeros, tal vez sabían de mis intenciones y me habían preparado una emboscada utilizando otra réplica. Pero seguía sin entender nada. Si querían acabar conmigo les hubiera resultado más fácil hacerlo sin más. Podrían haberme envenenado, quemado, disparado... Sentí un impulso que me hizo golpear al aire y escuché un extraño ruido de cristales rotos, como cuando se rompe un espejo. ¿Qué me estaba pasando? ¿Se trataría de algún tipo de venganza contra mí?

No, no podía ser una simple venganza. Aquello era algo mucho más grande. Mi misión a partir de ese momento era averiguar realmente qué estaba ocurriendo.

Recordé que el maletín donde guardaba las cápsulas de vida lo dejé tirado en el suelo del viejo caserón calcinado, tras huir despavorido de aquella pesadilla. Odio mi memoria. Por un momento se me pasó por la cabeza volver allí de nuevo y recogerlo para recuperar a mi compañero. Pero ya estaba lejos y no sabía lo que me podría encontrar transcurrido un tiempo. Así que sin saber muy bien el por qué, encaminé mis pasos hacia el laboratorio clandestino del que tan feliz había huido anteriormente.

Tenía frío. El viento soplaba con fuerza en mi contra, dirigiendo a su antojo las pequeñas gotas de lluvia que empezaron a caer oscilantes del cielo. Una densa niebla se formó de repente. Caminé despacio, adivinando la senda que conducía hasta la cueva. Mis pies renqueantes por el cansancio se arrastraban cual serpiente en el desierto. Pronto mis ojos se acostumbraron al espesor insondable que marcaba mi trayecto. Tanto fue así, que me pareció distinguir una pequeña silueta caminando en mi dirección. Saqué fuerzas de flaqueza y me acerqué veloz hacia aquella fantasmal imagen. Me di cuenta de que su estatura era pequeña en comparación a la mía. Descubrí por la forma de su cabeza que se trataba de alguien con el pelo largo. Ya estaba muy cerca, casi podía sentir su respiración.

De repente, la figura se agachó súbitamente. Yo me quedé paralizado sin saber qué hacer. Vi como se cubría el rostro con sus manos. Lo que escuché después disipó todas las dudas que tenía al respecto sobre el origen de aquel cuerpo. Escuché los llantos desconsolados de una niña pequeña.

A tientas alcancé su cuerpo y le acaricié el pelo. La niña se echó atrás rápidamente al sentir mis manos en su cabello. Los llantos fueron cesando hasta convertirse en ligeros sollozos y, poco a poco, la niña pareció tranquilizarse. Yo le pregunté su nombre con cariño y al escuchar mi voz gritó atenazada por el terror.

Le siguieron unas palabras que se calaron en lo más profundo de mi alma:

—Ya no sé quién es real. Ella quiso hacerlo bien, pero no ha funcionado. Ahora tengo miedo... papá.

 

De pronto un cúmulo de imágenes aparecieron en mi cabeza. Recordé haber construido el laboratorio junto a mi mujer en aquella cueva. Recordé haber creado juntos al primer robot humano con los restos de quien creía era mi mejor amigo. Recordé haber difundido aquellas bebidas que contenían un ácido que explosionaba con monóxido de carbono (curiosamente lo que mantiene a mis máquinas) por los aeropuertos de todo el mundo meses antes.

Ya solo nos quedaba escapar y empezar de nuevo.

Era la mejor forma de volver a vivir tras la gran explosión. Todos los cuerpos vacíos en su interior suponían una base perfecta para crear nuestros propios súbditos, verdaderos seres destinados a impartir el amor con sus caricias. No deberían haberme asustado en mi propia casa, luciendo ese brillo mortal en sus cuencas vacías. A aquellos ciegos supervivientes les suministramos cápsulas de vida tremendamente duraderas, es por ello que están destinados para siempre a emanar luz en la oscuridad.

De la misma manera que intenté hacer yo con mi esposa años antes de que desapareciera. No entiendo por qué lo hizo. Según ella empezaba a tenerme miedo. Yo únicamente quería vivir con tranquilidad y sin nadie más que mi familia a mi alrededor. Pero ella solo llegó a entenderlo al huir de mi lado.

Y así, cuando volvió, pensé en hacer el viaje a la muerte juntos para poder iluminarnos después eternamente, como al final logré hacer con ella. Sí, estoy seguro de que la convencí para ello. Esos malditos científicos retrógrados no me dejaban trabajar en paz. Tuve que concentrarme en la robótica para olvidarme de lo mezquino y cruel que es el ser humano. Ahora somos una familia. Somos la familia.

Cogí del cuello a mi pequeña y apreté con fuerza mientras le decía lo feliz que iba a ser a partir de ese momento. Se acabaron las enfermedades, se acabó el dolor. Con su precioso cuerpo haría maravillas integrándole el sistema operativo que mejor funciona. La resetearé en un ser humano renacido, cariñoso, apoyándose en el valor de las caricias. Vi a lo lejos una multitud de cuerpos lánguidos acercándose a mí y agitando las cabezas. Me miraron con admiración, como agradecidos por alargarles la vida. Acto seguido empezaron a acariciar sus rostros con tanto énfasis que no tardaron en rasgarse la piel de arriba a abajo. Sin duda algo estaba fallando en su programación. Aquella terrible imagen me distrajo en mi cometido.

Mi hija se me resistió, tenía más fuerza de lo que yo pensaba, incluso logró liberarse con una patada en mi estómago. Me arrepentí al instante. Mi hija seguía siendo humana. recordé que ella sobrevivió a la explosión interna, cubriéndose el rostro con una mascarilla de oxígeno obedeciendo las órdenes de su madre. Siempre fue una niña muy lista. La expresión de su cara me mostró su lástima y perdón ante mi falta de humanidad y mi maldita memoria. Su maravilloso gesto acariciándome la cara con ternura me llegó al corazón.

En ese preciso momento escuché el terrible zumbido de una especie de helicóptero rondando el cielo. Creí ver en el reflejo del cristal que quien lo conducía era el mismo piloto que trajo a mi hija y rescató a mi mujer. El mismo que fingió su muerte como robot siendo humano. El mismo que colocó aquel cuadro en mi casa para recordarme lo que hice con mis compañeros. El mismo que me aconsejó que huyera lejos de aquí… mi mejor amigo, el cual sé que siempre amó a mi mujer a mis espaldas. Le noté un renovado brillo fulgurante en sus ojos.

Aterrizaron delante de nosotros. Únicamente bajó una mujer del helicóptero. Era ella. Le brillaban los ojos. Casi lloraban. Era increíble lo real que parecía su expresión de terror. Nos miraba con tristeza y una desesperación enfermiza. Se acercó con las manos temblorosas, parecía ansiosa por abrazar y acariciar a la pequeña. Yo también ansiaba acariciar a mi hija. No tenía nada por lo que preocuparme. Estaba convencido de que podríamos vivir los tres en armonía, cuidaría de los únicos humanos que quedaban sobre la faz de la tierra, de mí y de mi pequeña.

Sé que su configuración es perfecta. Ella me quiere más que nunca y nos mimará con sus suaves caricias. no queda nadie más, no hubo errores en ningún programa, de eso estoy prácticamente seguro, o al menos, eso creo recordar.

Mi mujer ha sacado un arma de dentro del helicóptero. Le tiemblan frenéticamente las manos y apunta a mi cabeza. Me dispara repetidas veces pero ninguna bala me afecta. Yo siento un rugido metálico en mi interior. ¿Por qué tengo la sensación de no recordar su muerte? ¿Por qué estoy perdiendo la visión? ¿Por qué crece en mí el instinto de acariciar salvajemente a mi mujer y a mi niña?

Maldita memoria.

A medianoche

Es lunes. Empieza la primera semana del mes de Julio con un calor insoportable. Vuelvo a mi casa a las seis y media de la tarde después de un duro día de trabajo. Me preparo un reconfortante baño acompañado de música clásica que suena desde mi teléfono móvil. A las siete ya estoy disfrutando, sentado en mi sofá, de una buena cerveza helada llenando el vaso que ya puse previamente por la mañana en el congelador. La degusto con calma mientras echo un vistazo a mi correo electrónico y a mis redes sociales.

Son las ocho. Preparo mi ropa para el día siguiente de forma milimétrica. La coloco encima del mueble adjunto a mi mesilla de noche. Primero la sudadera, encima la camiseta, luego los pantalones. En el suelo pongo mis zapatillas junto a la ropa interior. Me gusta tenerlo todo controlado. Pongo a cargar el teléfono y organizo mi mochila.

Son las ocho y media. Enciendo la pequeña radio de mi cocina. Busco en la nevera y empiezo a prepararme la cena mientras escucho mi emisora favorita. Saco al comedor cubiertos, un vaso, una botella de agua y una pieza de fruta. Vuelvo a por mi cena, ya casi está. Le doy un golpe de calor y me la sirvo en un plato. La llevo al comedor y la coloco encima de la mesa, a la derecha de los cubiertos y de una servilleta de papel blanca. Compruebo la hora en el reloj del salón. Perfecto, son las nueve de la noche. Sigo rigurosamente mis propias pautas en el horario, me sirve para equilibrarme y sentirme bien.

Soy una persona que aprecia profundamente la rutina y la soledad. Me siento muy afortunado. Adquirí el piso hace poco más de un año y pronto me acomodé a la zona. Supe en aquel momento que casi todos mis vecinos aprovechan el verano para huir de la ciudad y escaparse a sus respectivos apartamentos en la playa o casas en el campo. La sensación de quietud y tranquilidad en el edificio es maravillosa. Ceno con tranquilidad viendo la televisión y luego descanso un poco tumbado en el sofá para digerir bien la cena.

Son las diez de la noche. Retiro el plato, lo friego y paso la bayeta por el pequeño mantel de la mesa. Me voy al baño y me lavo los dientes. Me enjuago y me lavo las manos. Cojo la botella de agua y me dirijo a mi habitación. Me descalzo y posiciono la almohada para que me ayude a estar más cómodo, me dispongo a leer como cada noche el capítulo completo de un libro.

Son las diez y media. Apago la luz de la lámpara de techo y enciendo la de la mesilla de noche. Empiezo mi lectura sosegadamente y semitumbado en la cama. El cansancio me atrapa y hago verdaderos esfuerzos por no quedarme dormido. Debo terminar el capítulo, ya me queda poco. Llego a la última página aliviado y consigo leérmela de un tirón y sin pegar ninguna cabezada.