La raya

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Un día, cuando fue al baño, mi madre me hizo señas y dijo en voz baja:

—Si alguien te pregunta quién es Samñe, dile que es una prima lejana de un familiar mío. Parece que es unos tres o cuatro años mayor que tú, no creo que nos cause problemas aunque sea una sinvergüenza. Es más o menos inteligente. Como nadie dirá que es tonta, no te dará vergüenza llamarla hermana mayor.

—¿Crees que los vecinos creerán a ojos cerrados lo que diga? Si ha mendigado la comida antes de llegar a nuestra casa, la gente la recordará.

—Si llegó al pueblo por primera vez la noche de la fuerte nevada, ¿quién la reconocerá? Además, como no ha salido desde esa noche, nadie dudará si damos esa versión. No creo que ella misma ande contando su vergonzoso origen y su historia, ¿no?

—¿Debo llamarla hermana?

—Si no, ¿cómo la llamarás? Si llegan a saber que llegó mendigando a casa, esas mujeres, sin duda, inventarán chismes. Sin saber bien, murmurarán que somos raros porque vivimos con una mendiga.

—¿Debemos vivir con ella? No puedo llamarla hermana.

—Pensemos que hemos salvado una vida, que iba a morir congelada. Si pensamos en su pecado imperdonable, no debemos vacilar en ayudar a otro mucho peor.

—¿Qué quieres decir?

—No, no es nada. Si insistes tanto, no la llames así, pero, si me comprendes algo, aunque no te guste, es preferible que la trates como a una hermana mayor.

No era algo común que mi madre terminara de hablar sin concluir un asunto. Aunque era costurera, tenía fama de ser muy clara en su manera de hablar, y también clara en su carácter. Su modo de terminar el diálogo de manera no tan clara me hizo pensar en algún secreto. Delante de la puerta del secreto estaba parada firmemente mi madre.

Mi primera salida después de la nevada fue con Samñe. Tenía que entregar un vestido tradicional ya terminado y planchado. Tenía que ir a la casa del farmacéutico, al extremo oriente del pueblo. Mi madre mandó a Samñe que me acompañara porque quería encargarle ese trabajo poco a poco.

Como el camino estaba limpio a medias, tenía montículos de nieve en varios lugares y me caí dos veces. En otras ocasiones habría podido llegar aun con los ojos cerrados, pero Samñe, que caminaba tambaleándose por la congelación de los pies, no se cayó. El bulto de la ropa que estaba en mis manos al momento de salir, a la llegada a aquella casa estaba en sus manos. Ella corrió, abrió la puerta del vallado y entró. No hubo tiempo de decirle que me esperara. En un segundo me quitó la voz de mando. Si la dueña de la casa, antigua cliente, no me invitaba a pasar, me tocaba esperar afuera. Naturalmente, eso no sucedió. La razón por la que la esperé al lado de la puerta, tiritando por el frío que penetraba por mi manga rota, era por evitar las preguntas insistentes de la señora que, seguramente, me habría hecho respecto a Samñe.

Soportaba el frío mirando el vuelo de la blanca nieve levantada por el viento que avanzaba por el dique lejano. Por fin se abrió la puerta de la farmacia. Samñe me hizo señas. En su mano tenía el pago correspondiente. No le pude llamar la atención por su descuido o por su imprudencia. Si había cobrado el pago prometido después de entregar el vestido, no tenía por qué criticarla. Además, si intentaba regañarla bruscamente, juzgaría que estaba desahogándome por perder el mando. Más bien estaba feliz porque no tuve que mentir al presentarla como mi prima hermana.

Mi sorpresa todavía no terminaba. Ella, que no había salido ni una vez desde el día de su repentina aparición en mi pueblo, conocía todos los rincones, igual que yo. Quizá mi madre había supuesto mal: ella no llegó al pueblo por primera vez al ocaso del día de la nevada. Al ir hacia la farmacia no caminaba como forastera.

Estaba regresando cierta molestia, cuando Samñe me habló:

—Esa mujer, ni bien desataba el bulto, me clavó la mirada y me exigió contestarle quién era.

—¿Y qué le dijiste?

—Le dije que, en vez de preguntarme, mirara bien el vestido si estaba tal como lo había pedido.

—Si respondes sin cortesía, mi madre se enfadará.

—¿Acaso he oído ya esa pregunta una o dos veces? No sé quién soy. Y la gente que me ve, sin falta, me pregunta eso. Ponte en mi lugar, ¿no te molestaría?

—¿De verdad no sabes quién eres?

—Así es. También quiero saberlo. Cuando los extraños tienen ganas de sacármelo, pierdo el habla.

—Aun así, si no respondes cortésmente, mi madre te regañará.

—No tiene por qué. Claro, cuando te ven por primera vez, es natural que quieran saber quién es la otra persona. Yo también soy así, pero si no les pregunto nada, ¿por qué ellos me preguntan esto y lo otro?

—Hubieras dicho que habías caído del cielo.

—Eso tampoco.

No comprendí los argumentos de Samñe, que parecían razonables. Lo que confirmé fue que era una chica de carácter fuerte.

Mi madre se puso contenta con el resultado de esa primera salida. La cantidad era correcta y le conmovió la mentira que dijo Samñe de que había sufrido mucho alzándome y agarrándome porque me había caído varias veces en los montículos de nieve. Algo curioso sucedió conmigo. La mentira sobre la experiencia en el camino de ida y vuelta a la farmacia me parecía sin importancia, era algo normal que los muchachos, por un pequeño descuido, se cayeran en el camino resbaladizo. Pero todos esos incidentes sin importancia, que fueron exagerados y falsos, se convertían en verdades sin ninguna incoherencia ni sospecha. Ella hacía caso omiso de que yo hubiera estado allí. No sólo mi madre, sino yo también, creíamos lo que ella decía. Samñe tenía el tremendo poder de cambiar la mentira en verdad.

Algo raro sucedió esa noche. Encima del baúl del cuarto que yo usaba, encontré un puñado de dulces. ¿Desde cuándo habría estado allí? Inmediatamente adiviné que era obra de Samñe. Los dulces parecían haber sido agarrados con fuerza, pero colocados con cuidado. Eran de la vitrina de la tienda que funcionaba junto a la farmacia. La dueña de la farmacia no era una persona dadivosa que regalara dulces en agradecimiento por el trabajo, y mi madre tampoco era dueña de esos dulces, porque siempre me decía que esas cosas eran para los que querían arruinar la economía de una casa. Al encontrarlos, casi temblé de susto. Sin embargo, el descubrimiento del secreto de Samñe, una experta ladrona, me dio un placer destructivo, igual que el ardor que se siente al tragar un chile muy picante. Por comérmelos todos sin hacer bulla, no dormí bien esa noche. Y al día siguiente no podía desayunar por los granos en la lengua.

Durante la mañana eché miradas discretas a Samñe; ella me ignoró como si nada hubiera sucedido. Al parecer, esperaba mi reacción. Esa noche estuve confundido por el recuerdo de aquel sabor tan dulce que parecía derretir hasta el interior de los huesos y por el recuerdo maravilloso del robo junto al mundo plateado de nieve que no mostraba ninguna señal de derretirse.

Ese mundo de nieve, que existía fuera de mi mundo imaginario, y que se presentó de un momento a otro, me emocionó con la intensidad de una fiebre de la que todavía queda uno tiritante. Apareció una bailarina en la brillante pista de nieve. Parecía nadar o volar por el infinito campo nevado. Por su larga vida de pordiosera, su corazón debería estar llagado por el menosprecio y la crítica; sin embargo, Samñe no tenía esa mala conducta de los cobardes que tratan de auscultar los secretos ajenos. Por esta razón, su baile en el campo nevado debía de ser el de una persona sin miedo.

Se hizo amiga de algunos jóvenes del pueblo. La gente creía que era un familiar de mi madre que llegó a ayudarla en sus ocupadísimos quehaceres. Sus pies, gracias a las curaciones de mi madre, ya no tenían vendas y pudieron llegar hasta lugares vedados para mi madre.

Ella estaba orgullosa del instinto de Samñe para volver siempre a casa, aunque la mandara a un lugar lejano. A medida que Samñe ampliaba su terreno de acción hasta los pueblos vecinos, mi madre se quedaba más recluida. Ya le daba pereza salir. Su rostro quedó en paz, porque ya no necesitaba salir como antes. Samñe ya no era la que iba simplemente a entregar ropa, sino que volvía con nuevos pedidos. Al cruzarse con mayor velocidad el periodo de pedido y producción, mi madre pasaba en blanco las noches trabajando.

Un día, mi madre se quitó la ropa polvorienta y con hilachas y se puso un vestido nuevo. Sin decir una palabra, salió de la casa. Hacía poco que había mandado a Samñe a entregar dos vestidos cosidos. Después de mucho tiempo, volvió a casa poco antes que Samñe. Su rostro tranquilo estaba pálido. Se le notaba el enojo entre las cejas. Mi madre dejó clavados los ojos en la cesta de lencería y la máquina de coser. Luego dijo: “Tráeme los látigos”, con una voz baja cuya tensión haría temblar a cualquiera. La primera salida de mi madre después de la nevada fue para seguir a Samñe, quien volvió después que mi madre. La llevó a la cocina. Aseguró las puertas trasera y delantera y empezó a pegarle con los látigos que había preparado yo sin preguntar nada. Los dos látigos se rompieron, pero el castigo continuó. Mi madre, cansada, dejó de pegarle. Samñe no se escapaba. En la cara y en el cuello, donde había rozado el látigo, quedaron varias heridas claras, como si hubiera pasado por allí un serrucho. Comparados con la atención ofrecida por el congelamiento, fueron unos latigazos demasiado repentinos y crueles. La razón era sencilla: Samñe había ido al Salón Primaveral del centro, a una distancia de cuatro kilómetros desde la casa. En el Salón Primaveral vivían las mujeres que lucían vestidos llamativos. Mi madre, aunque tenía clientes en pueblos vecinos, jamás aceptaba trabajo de ese lugar. Las mujeres del Salón le ofrecían el doble de pago, pero ella no les hacía caso. Mi madre, seguramente, advirtio a Samñe que no hacía trabajos para esas mujeres, pero Samñe los habría tomado secretamente. Mi madre, al principio, no se dio cuenta, pero le llamó la atención un modelo de vestido que le pedía. Samñe le entregó la tela y el papel con el diseño de la blusa, la cual tenía la parte de la axila muy corta para que se viera parte del cuerpo. Eso le pareció raro. Por esta razón la siguió y confirmó que el trabajo era para el Salón.

 

Ese día en que mi madre le pegó tanto a Samñe, no trabajó. ¿Por qué sería tan fría con las del Salón Primaveral? ¿Tendría eso alguna relación con mi padre?

—¡Qué mal destino el de dar vergüenza a la familia Choe! Por mala suerte vivo como costurera, pero no coso la ropa de esas mujeres que venden sus risas en plena calle, prefiero vivir robando —comentó, mientras pasaba por la herida aceite vegetal mezclado con carbón para que no quedara cicatriz. Samñe alargó su cuello hacia mi madre y me clavó la mirada fija por encima de los hombros de ella. Y, cuando mi madre salió, me regañó:

—Oye, aunque sabías que me pegaba tanto, estabas mirando todo por la rendija de la puerta. ¡Malvado!

Me avergoncé, pero mentí:

—No he visto por la rendija.

—Mentira, yo te vi.

—Pero si estabas recibiendo latigazos, ¿en qué momento pudiste verme?

—No tengo miedo de ese tipo de azotes, aunque me pegue todo el día. ¿Crees que tu madre me azotó? No, chico, no es así. Tu madre se desahogó a través de mí. ¿Sabías eso?

—Eso de desahogarse por medio de otra persona lo hacen los chamanes.

—Ellos lo hacen cobrando dinero, y tu madre lo hace curándome. ¿Lo sabías?

—Estás burlándote de mi madre, ¿verdad?

—¿Eso qué importa? También tengo boca, por si acaso. ¿Sabes que le estoy pagando tres comidas con mi obediencia?

—Aun así, no debes hablar mal de ella.

—¡Este mocoso! Todavía la apoya por ser su madre.

Mi madre volvió al cuarto después de mucho tiempo de silencio, tenía enrojecido alrededor de los ojos. Se sentó en la parte fría del cuarto sin decir ni una palabra. Luego empezó a hacer la cometa de raya.

Cuando terminó, llegaba la noche desde la falda de la montaña lejana. Samñe y yo salimos con la cometa. No era poca la distancia entre el pueblo y el dique, pero en el campo de nieve ya había huellas de zapatos de los mayores que habrían ido hasta el dique antes que nosotros. Samñe y yo, siguiendo sus huellas, caminamos hasta allá. Como pisamos las huellas y nos cuidamos, no me caí ni me resbalé. Traté de mirar la laguna, pero no encontré ni su rastro. Sólo se veía el campo cubierto de nieve. La nevada de la otra noche habría acabado con el moho pegado en la laguna. En ese instante, le pregunté algo que siempre quise saber:

—¿Te comiste la raya colgada en la puerta de la cocina?

—¿Había una raya en tu casa?

—Sí, había.

—Había, pero ya no hay. ¿Eso es?

—Sí.

—Ajá, y me han echado la culpa. Pobrecita raya, es igual que yo. Se despidió del mar, llegó hasta este pueblo montañoso y desapareció. Oye, chico, no sé nada de la raya. Aunque tuviera hambre, ¿cómo podía comer una raya tan fea y salada?

Creí que se enfadaría, pero me respondió punto por punto, aunque con sarcasmo. Cayéndonos y deslizándonos, apenas pudimos trepar la parte accidentada del dique donde no había huellas de pasos de los mayores. Alejé a Samñe un poco más con la cometa para que la alzara al aire y me apresuré a desatar el hilo del carrete. Sin embargo, aunque venteaba, la cometa que subía hacia lo alto pronto empezó a caer poco a poco y su cola se arrastraba por encima de la nieve. En vano lo intentamos varias veces, la cabeza de la cometa caía. Cosa jamás imaginada. Recogimos la cometa, la examinamos y no encontramos ninguna falla.

Muy desilusionado miré el dique, al que no se le veía fin. Parecía que yo era el culpable de que fallara la cometa y me dolió pensar en la desilusión de mi madre. Al volver a casa sin volarla, ella se pondría triste. Ya imaginaba su rostro. Fue en ese momento cuando oí una risa.

—Oye, Seyong, ¿viniste hasta acá creyendo que harías volar la cometa?

Nuestros dientes castañeteaban por el frío que penetraba sin misericordia nuestra ropa. Estábamos sentados, acurrucados encima de la nieve. Nuestros hombros estaban muy pegados. No sentíamos ni el leve movimiento del viento. Una nube gris estaba encima de la montaña de enfrente. Parecía que nevaría otra vez.

—Si tienes ojos, mira el cielo. Si la cometa vuela en un día como hoy, te diré que el renacuajo parirá al sapo.

—¿Desde cuándo está la nube?

—Desde la tarde. ¿No lo sabías?

—Si sabías que no volaría la cometa, ¿por qué me seguiste sin chistar?

—No podía contradecir a tu madre luego de ver cómo hacía la cometa con tanto cuidado.

Samñe parecía conocer hasta el secreto guardado en el corazón de mi madre. Empezó a persuadirme:

—Si esperas la nieve, está bien estar acá, pero es una tontería esperar el viento. Vámonos antes de que oscurezca.

—Si no la volamos, mi mamá nos regañará. Se pondrá triste.

—Puede ser, pero diremos que la volamos. Ella ni se dará cuenta. ¿Acaso nos vigila?

—¿Me pides que mienta?

—Oye, ¿qué prefieres: contar la verdad para entristecerla o decir una mentira para alegrar la tristeza de tu madre? ¿Entiendes la diferencia?

No había opción. Recogí la cometa y el carrete. Siguiendo el camino que habíamos hecho al subir, bajamos del dique. Llegamos a un lugar que daba vuelta por detrás del pueblo. Samñe me preguntó repentinamente:

—¿Sabes cazar pájaros vivos?

—Con la honda.

—Si cazas matando, el pájaro sólo sirve para asar y comer. Cuando nieva mucho, los pájaros tampoco viven en el bosque frío. Vienen a vivir al pueblo, más abrigados, porque su comida, como semillas y orugas, están tapadas por la nieve; encima de eso, corre el viento helado. No les queda otra cosa que abandonarlo. Aunque tienen miedo a la gente, no les importa. Pero un chico de pueblo, ¿qué sabe de esas cosas?

—¿Por qué siempre me pones ese apodo: Chico de pueblo? ¿Acaso soy tu juguete?

—¡Caramba! Tienes orgullo, ¿eh? Me miras fijo y te enfadas, ¿eh? Para no llamarte más feo, te digo así. Si no te agrada, ¿prefieres que te diga: Tonto del pueblo?

—No me digas eso, no me gusta.

—Bien, tonto.

Hacía rato que había oscurecido, pero la noche en la zona de nieve no oscurecía inmediatamente. Por la nieve, la noche era más clara, eran visibles los montículos y hasta los rincones de los caminos.

Samñe caminó tratando de no hacer ruido, y yo detrás de ella. Miraba una y otra casa, luego me hizo señas. La casa que señalaba su mano era una choza muy vieja. Al terminar la cosecha de cada año, se colocaba nueva paja encima de la vieja. Por eso el espesor de la capa era muy grueso. Y en esa paja había varios huecos, como si fueran árboles picoteados. Esos lugares eran los nidos ideales para los pájaros que necesitaban sobrevivir en el riguroso invierno. Naturalmente, los pájaros vivían en los huecos cercanos a la chimenea erguida en lo alto. Eran los lugares más abrigados.

Entramos sigilosamente por el patio trasero de la choza. Salía luz por la pequeña ventana en la pared de tierra mezclada con paja, pero no se percibía ningún ruido humano. La familia, dejando la luz, habría ido a visitar a algún vecino. Al notar que no había nadie, nos volvimos más audaces. Samñe ya no se cuidó de caminar con cuidado, y yo empecé a reírme sin razón. Al encontrar la chimenea, ella dobló su cuerpo hacia mí y, con su mano, me señaló sus hombros. Me estaba pidiendo que subiera encima. El techo no era tan alto para desanimarnos; tampoco estaba a una altura como para meter el brazo al fondo del hueco. Con nuestro tamaño, era imposible. Empinándome, tocaría la punta del techo, pero los pájaros, asustados, se escaparían. Samñe enderezó el cuerpo y me cargó sobre sus hombros. Tenía la boca bien cerrada. Sin darme cuenta, sujeté con las piernas su cuello y tapé su cara con las dos manos. En ese instante oí la protesta desde abajo:

—Oye, tonto, ¿qué hago yo si me tapas los ojos?

Asustado, retiré mis manos de sus ojos. Samñe, por el peso de mi cuerpo, dio un mal paso, vaciló y mis dos brazos quedaron en el aire sin encontrar ningún soporte. En ese instante vi otro mundo plateado. Debajo de la luz nocturna, debajo de ese campo de nieve, en un instante sentí que volaba. El viento fresco que pasaba por mi frente entró hasta la parte honda de mis pulmones, y en mis axilas puso unas alas más grandes y más transparentes que las de la raya. En ese breve instante volaba sin fin por encima del campo nevado, hasta que oí la voz regañona:

—¿Qué haces allí?

Remedando mi acento, me gritó y me lanzó una terrible mirada. Cuando los pies vacilantes de Samñe se acercaron al hueco del techo de la choza, agarré con una mano la parte final de la paja. En ese momento, ella también recuperó el equilibrio y se puso firme. Sin perder ni un segundo, metí la mano en el hueco del nido. Introducía poco a poco la mano que estaba muy sensible a cualquier tacto, pero no sentía nada. Empecé a impacientarme. Tenía miedo.

Sentí algo grande y blando en la punta de mi mano. Parecía blando y movedizo. Asustado, saqué la mano del hueco. ¿No habría sido una culebra que hibernaba? En el momento en que sentí el frío, como si un cuchillo cortara la espina, vi algo. Era un pajarito pequeño, parecido a una piedra negra que se elevaba en el aire. El pájaro vagaba sin encontrar la dirección. Voló siguiendo la línea de la choza cubierta de nieve y pronto se cayó en el techo. Como si saltara una langosta caída en el suelo, se deslizó por encima de la nieve. Luego recuperó de nuevo el sentido de la dirección y voló lejos, hacia el cielo. Perdido. Seguimos mirando hacia el cielo, pero el pájaro no volvió. Me invadió el arrepentimiento y una sensación de vacío más fuerte que cuando se me voló la cometa. Nunca me había fijado, tanto como esa vez, que el pájaro era un animal que se caracterizaba por su vuelo.

—¡Qué pena perderlo! Pero el pájaro estará feliz —Samñe, manteniendo su mirada fija en el aire, continuó—: El pájaro padre voló, pero la madre seguirá ahí. ¡Qué tonta fui pidiéndote este trabajo!

Pensé que Samñe, colérica por haber perdido el pájaro, me iba a dar de puñetazos, pero no fue así. Me bajó al suelo y se acurrucó para orinar. El sonido de su orina, que se hacía un chorro en la nevada, era agudo, como si se rompiera una tela. En cuclillas, con las dos piernas abiertas, me pidió:

—Anda a traer ese cargador de allí.

El cargador, inclinado en el muro de al lado, estaba sepultado bajo la nieve casi hasta la mitad. Lo reclinó en la chimenea. Luego, en vez de subirme en sus hombros, subió ella misma por el cargador. El movimiento de su mano era rápido y calmado. Primero sacó los pedazos de paja del hueco. Los negros pedazos podridos cayeron emanando un olor ácido. Metió su brazo casi hasta el hombro. Pasó mucho tiempo, pero no sacó al pájaro. Parecía deleitarse con el tacto de algo que alcanzaba con la punta de la mano. Finalmente, dijo:

—Recíbelo. No vayas a agarrarlo fuerte. Si se rompe el corazón, se muere.

Recibí con las dos manos el pájaro que me pasaba con mucho cuidado. El pájaro piaba con todo el cuerpo. El calor del pájaro tembloroso calentó mis palmas.

—Trae el carrete rápido.

Con destreza amarró la pata del pájaro con el hilo.

—Hazlo volar. No podrá escaparse. Volará mucho más alto que tu cometa. Esa cometa no sirve para nada.

Seguí con el pájaro en mis manos.

—Tonto, tienes miedo. Si no quieres que vuele, vayamos a casa. Mira, tu madre, creyendo que me he escapado contigo, estará vuelta loca.

Cuando llegamos a casa, sólo se oía la máquina de coser desde la habitación con luz. Desde la puerta de la cocina llegaba el olor del arroz con cebada cocido. Mi madre no prestó atención ni a la cometa que no había volado ni al gorrión que habíamos cazado en el nido del techo de paja.

—El arroz ya debe de estar listo. Anda a la cocina.

Sacaba pedazos de hilo de la falda que había cosido mal. Cuando Samñe fue a la cocina, abrió la puerta de mi cuarto y dijo triste:

—Otra vez nieva. El pájaro también tiene la vida que le regaló Dios. Suéltalo. Ese pájaro, como es impaciente, si lo tienes en la mano, aunque le des la comida, no la comerá y se morirá antes de dos días. Hay que dejar volar a los seres que vuelan. Así no morirá antes de tiempo. Vivirá cuanto pueda.

 

El silencio de mi madre me dio miedo. No quería darle más explicaciones sobre la tardanza. Eso podía destruir la paz. Decidí callar hasta que mi madre me preguntara. El sonido de la máquina de coser siguió hasta altas horas de la noche. Mi madre me despertó a medianoche, después de unas tres o cuatro horas de haberme acostado, luego de soltar al gorrión. Apenas pude abrir los ojos. Me señaló la parte vacía del cuarto. No estaba Samñe, que solía dormir hecha un ovillo en el cuarto caliente.

—Fue al baño hace más de una hora… y desapareció sin dejar ningún rastro.

Bajé del cobertizo mirando la caída de la nieve. Fui al baño. Era tal como había supuesto mi madre. Me hizo señas desde el cobertizo.

—Todavía no se habrán borrado las huellas de sus pisadas. Síguelas.

Samñe salió de casa a medianoche. No le hice caso. Ella no sabía cuán astuta era Samñe. Fue el anochecer después del saqueo del nido de la choza: Samñe se puso los zapatos al revés para que la parte delantera estuviera atrás. Luego me cargó. Vi las huellas de los pasos que quedaban detrás de nosotros. Viendo esas huellas tan claras encima de la nieve, se vería que entraron tres personas, pero nadie había salido de esa casa. Al llegar a la calle ancha, me bajó y se puso de nuevo los zapatos en forma correcta.

Sin embargo, ni mi madre ni yo supusimos bien. En la nevada no había huellas de su salida ni de su entrada. La nevada no era como la de la otra noche, pero no hallaba huellas que llegaran a la calle ancha. De vez en cuando caían copos de nieve. Ella, seguramente, habría volado. Igual que ese pájaro expulsado de la casa por mi culpa; Samñe también se habría ido volando a algún lugar. Si tenía la inteligencia para convertir los rastros de dos personas en los rastros de tres, seguramente la tendría para pasar volando la montaña como las semillas de los dientes de león.

Recordé las infinitas cometas que había dejado volar. Esas cometas siempre parecían burlarse de mí escapándose, retrocediendo, despidiéndose y agachando la cabeza varias veces. No sabía qué hacer. Ir a algún lugar me parecía tan vago y sin dirección como si estuviera frente a un precipicio. Sin embargo, mi obligación era ir a algún lugar porque estaba buscando a Samñe. Cuanto más me sentía presionado por ese deber, tanto menos quedaban lugares adonde dirigirme. Como lobo en la cumbre de la montaña, alcé la mandíbula y miré al cielo. La única solución: llorar. Pero eso era cobardía. Yo ya tenía trece años. Fue en ese momento cuando oí que algo jadeante se acercaba. Era Coscorrón. Abrazó mis dos piernas. Sin embargo, su inteligencia instintiva no servía en la nevada, porque todos los olores del pueblo estaban sepultados. Me habría hallado no por el olfato, sino por otra cosa, y había venido corriendo. Frotó su hocico en mi pantalón. El perro y yo estuvimos parados juntos.

Lagrimeaba, pero me sentía mucho más tranquilo. El pueblo a medianoche estaba tan silencioso como si estuviera sepultado bajo una capa de tierra. A lo mejor se sumergía por debajo del moho de la laguna. Quizás estaría cayendo al fondo de la laguna, donde nadaba la raya moviendo su cabeza como si fueran alas. La raya era un pez tan fuerte que en un mar de trescientos metros de profundidad podía poner los huevos en una bolsita llamada “bolsa de sirena” y guardarlos. Entonces, mi padre también debía de estar vivo.

De repente sentí pasos atrás de mí.

—¿Qué haces aquí?

Era el vecino a quien no quería ver mi madre. Como estaba parado en un lugar con tanta nieve, hasta mis huesos estaban congelados y no podía ni dar la vuelta. El vecino continuó:

—Salí a orinar y no encontré al perro. Asustado, salí porque pensé que el gato montés se lo habría llevado. ¿Te asusté yo también?

—Sí.

—A esta edad tan llena de vida, no debes sufrir de insomnio. ¿Por qué estás en la calle a medianoche? Además, está nevando. Claro, ya me imagino. Estás triste porque no tienes padre, ¿verdad? ¡Qué se le va a hacer! Debes vivir aguantando, como tu madre. Si no hubiera tenido ese escándalo con la mujer del Salón Primaveral, tu madre no tendría por qué vivir como costurera, sufriendo tanto. Es que… como tu padre es guapo, con frecuencia era el foco de las habladurías de esas mujerzuelas.

El vecino sacó un cigarrillo y lo encendió. El humo, en vez de disiparse por el aire, fue hacia abajo y llegó a mi nariz. Me dio asco. Para que se diera cuenta, tosí varias veces retorciéndome hasta la cintura. La crítica sutil contra mi padre no me agradó. Él no se dio cuenta de nada.

—Como se metió con la esposa de otro, tuvo que huir de noche, apresuradamente, para no recibir la paliza en plena calle. Como vecino, siento lástima de verte sufrir sin tener culpa. Mira, no olvides que eres el primogénito y pórtate bien, con mesura.

Estaba recibiendo el sermón del vecino, cuando oí a Samñe:

—¿Qué haces aquí?

Samñe llevaba tratando de localizarme un buen rato. Por suerte, me libré del vecino. Me acerqué a ella, que me hacía señas y le pregunté:

—¿A dónde te fuiste en mitad del sueño?

—¿Qué dices? Si me hubiera ido, ¿cómo andaría buscándote? Anda a casa rápido, antes de que mueras congelado.

—¿Fuiste a orinar?

—¿A orinar? ¿A dónde podía ir si no tenía ganas de orinar?

—¿No sabes que mi madre te va a castigar si sigues con tus mentiras?

Sobre el incidente de esa noche, la desaparición de Samñe en mitad del sueño, nadie volvió a hablar. Cuando entramos al cuarto, después de sacudirnos la nieve de la ropa, y nos acostamos en cada lecho, mi madre no pronunció ni una palabra. Con la cabeza gacha seguía con su trabajo. Tampoco me explicó cómo fue que Samñe había salido a buscarme, cambiando así nuestra función en la búsqueda.

El secreto de esa noche se reveló después de cinco días. En la noche, mi madre abrió la puerta y me despertó. Como seguía fresco en mi mente el recuerdo de lo ocurrido hacía cinco noches, me levanté rápido. Mi madre, tensa, me habló:

—Samñe acaba de salir. Sin decir nada, anda detrás de ella. No le hables ni agarres su mano para jalarla. A donde vaya, anda simplemente detrás de ella. No te olvides de mis consejos.

Abrí la puerta y la encontré inmediatamente. Estaba caminando por el final de la pequeña calle delante de nuestra casa. Sus pasos no eran veloces. Daba cada paso con mucha prudencia. Parecía colocar los huesos articulatorios antes de dar el paso. Como tenía que guardar cierta distancia, tenía que remedar sus pasos del mundo del sueño.

Salió a la calle ancha y abrió sus dos brazos horizontalmente. Su cuerpo y sus dos brazos formaron una letra T. Apresuró sus pasos y empezó a correr hacia el norte, como si fuera un juego de avión de mocosos. Parecía bailar o remedar a algún pájaro en pleno vuelo. No corría hacia ningún lugar específico. En esa calle silenciosa, cubierta de nieve, sólo estábamos Samñe y yo. Tampoco se oía el ladrido de los perros. Como los pájaros que se elevan en el aire desde la superficie del agua, ella y yo, levantando una pequeña tempestad de nieve, corrimos hasta el final de la calle. En ese instante, Samñe, como si estuviera frente a un precipicio, se detuvo repentinamente. Luego me miró. Estaba a unos seis pasos detrás de ella; sin embargo, parecía no reconocerme. Fue unos breves segundos. Me miró vagamente con los ojos perdidos. No me reconoció ni me habló. Ni se dio cuenta de la existencia de otra persona frente a ella. Sin advertir que estaba en plena calle, cubierta de nieve, se acuclilló. Alzó la falda y sus nalgas blancas quedaron frente a mí. Orinó bastante. Mientras tanto, tenía que estar volteado dándole la espalda. Al terminar de orinar, puso punto final a nuestro extraño vuelo. Me miró como si no pasara nada y se dirigió a la calle que llevaba a casa. Todo sucedió en menos de treinta minutos: su salida, el regreso al cuarto en forma muy natural y el regreso de su cuerpo dentro de la cama.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?