Billete de ida

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El resto de padres me miraban asqueados y sorprendidos ante aquellos ruidos y convulsiones. Pero también estaban sorprendidos de lo mucho que había sido capaz de exprimirme, del estado hasta el que llegué. Bajé a trompicones de la bicicleta y me senté allí mismo, intentando expulsar aquella comida que mi estómago, en realidad, no tenía. Me alegré de que mi madre no estuviera presente para ver a su hijo en tal estado.

Estoy seguro de que me habría dicho algo así como: «Esos esfuerzos tan terribles no pueden ser buenos para tu corazón».

Papá llegó a donde estaba.

«Parece que has sido capaz de sacar provecho de una mala situación», soltó con una risita. «Espero que hayas aprendido algo hoy».

Mi padre era un cronometrador de lo más meticuloso en este tipo de carreras. Con apenas un viejo reloj de muñeca a cuerda con segundero era capaz de saber los tiempos del resto de chicos. Pero ese día, sin embargo, no me daba ninguna información.

Se hizo el silencio hasta que, por fin, avergonzado, le pregunté: «¿Entonces crees que me he clasificado para los nacionales?».

Me miró, casi molesto. «No», me dijo. «Creo que has ganado».

Durante el regreso a casa me quedé dormido sobre la funda de piel de oveja llena de cenizas de tabaco que cubría el asiento de aquel Volvo Station Wagon naranja, igual que hacía cada vez que iba camino del colegio. Me sentía completamente agotado. Pero, de vez en cuando, abría un ojo, miraba a mi pecho y podía ver la medalla de oro que colgaba de mi cuello. No podía esperar para enseñársela a mamá. Eso sí, papá y yo acordamos no decirle nada acerca de las arcadas.

Comencé a entrenar para los campeonatos de ciclismo de Estados Unidos de 1988. Por supuesto que el Volvo tuvo que llevarnos aún a unas cuantas carreras antes de los nacionales. La principal carrera de preparación que quería disputar era una prueba de una semana de duración llamada Casper Classic, en Casper, Wyoming. Era una carrera calurosa y barrida por los vientos, en una ciudad que hacía tiempo que había sido olvidada por el resto del mundo. Pero sería una carrera dura y me prepararía para los nacionales.

Gané la contrarreloj al inicio de la carrera y me puse de líder. Por desgracia, en una larga recta azotada por el viento aprendí por las malas lo que es un abanico; y qué no hay que hacer en uno.

Me fui al suelo. Una dura caída.

Me levanté muy rápido y volví a la bicicleta, pero mientras intentaba regresar a cabeza de carrera comencé a sentir un intenso dolor en el antebrazo. Me complicó el resto de la etapa, aunque conseguí arreglármelas para entrar en meta junto al grupo.

Tras la llegada nos acercamos al hospital local para hacerme unas radiografías. Me había roto el brazo, justo en la placa epifisaria sobre la muñeca. Mientras el doctor me colocaba aquella enorme placa de escayola alrededor de mi brazo me dijo que nada de montar en bicicleta al menos en cuatro semanas.

No podía creérmelo. ¿Cuatro semanas?

Un mes sin tocar la bicicleta tiraría por tierra cualquier oportunidad de lograr nada en los nacionales. No podía ser verdad. ¿Por qué demonios no iba a poder montar con una escayola? La respuesta fue que podía hacerlo, pero que si me volvía a caer y me fracturaba de nuevo afectaría al crecimiento de mi brazo. Además de que sería como una tortura durante semanas.

Mis padres sabían lo triste que estaba, pero intentaron consolarme. «Venga, siempre te quedará el año que viene», me decía mi madre.

Pero mientras regresábamos al coche lo único en lo que yo podía pensar era: «Menuda mierda». Estábamos a medio camino de regreso a casa desde el hospital cuando volví a hablar. «Mañana corro», aseguré.

Tanto mi padre como mi madre pusieron el grito en el cielo, pero estaba decidido.

«Si no me lleváis a la carrera mañana iré yo mismo sobre la bicicleta a la salida», dije de manera obstinada. «Voy a correr. Y me da igual si acabo con un brazo más largo que otro. Voy a correr aquí. Y voy a correr en los nacionales».

Pobrecillos mis padres...

Y así lo hice, y sufrí como un perro bajo el sol de verano.

Era incapaz de sujetar el manillar a la vez que soportaba esa enorme cédula de yeso de los años 80, que parecía hecha de cemento. De hecho, era del todo incapaz de levantarme del sillín. Tenía el brazo tan hinchado que con el calor presionaba contra la escayola, y siendo el día siguiente a la caída me dolía todo el cuerpo. Pero no iba a abandonar siendo el líder de la carrera. Ni hablar.

Había leído muchas historias de ciclistas profesionales europeos que aguantaban terribles lesiones y enfermedades y aun así seguían adelante, con diarreas, clavículas rotas, infecciones y fiebres. Y nunca abandonaban. Era su trabajo, y ser así de duros era lo que les hacía buenos para aquel trabajo.

Y ese era mi sueño también, demostrarme que era lo suficientemente duro como para aguantar lo que fuera. No iba a rendirme; sería como ellos, como esos ciclistas europeos, obreros, trabajadores incansables, duros como el cuero viejo. Yo no era como esos niñatos consentidos de los EE. UU. a cuyos padres les preocupaba el más mínimo cambio de dirección en el viento.

Ni que decir tiene que, al no poder salir detrás de ningún ataque, perdí el liderato de la carrera; pero conservé mi orgullo, además de mantener vivas mis esperanzas para los nacionales. Podía verse al resto de padres negar con la cabeza cuando pasaba frente a ellos sobre mi bicicleta, con aquella enorme escayola azul en el brazo. Jamás permitirían que sus hijos corrieran en esas condiciones.

¡Nanay! ¡Tururú!

Pero tampoco les había dado a mis padres otra opción, así que asistieron, nerviosos, contando las vueltas para que todo terminara y pudiéramos regresar a casa.

Conseguí aguantar la quinta posición de la general, pero, sobre todo, mantuve con vida mis esperanzas de poder hacerlo bien en los campeonatos nacionales; y les demostré a mis padres lo mucho que quería que aquel sueño se hiciera realidad. La vuelta a casa fue, he de admitirlo, un poco silenciosa, pues ambos estaban enfadados porque hubiera corrido. Pero podría asegurar que también estaban orgullosos.

Había demostrado auténtico coraje, y tal vez eso pesara más que los riesgos que había tomado. Había demostrado que no iba a rendirme, y eso les proporcionaba una gran tranquilidad.

Me libré de aquella escayola una semana antes de los nacionales. El doctor estaba sorprendido de lo rápido que se había curado mi brazo. Jamás había visto algo parecido, dijo mientras cortaba el yeso que me había lastrado. Olvidados mis problemas de lesiones, toda la familia, incluida la perra, viajamos a Pensilvania, a los campeonatos nacionales de ciclismo de 1988.

Pero nos vimos obligados a dejar atrás a nuestro leal Volvo naranja, sabedores de que podíamos morir al no contar con aire acondicionado. Papá siempre decía que el Volvo tenía aire acondicionado 4x125, o lo que es lo mismo, aire acondicionado con las cuatro ventanillas abiertas a 125 kilómetros hora. Pero todos sabíamos que el Volvo era incapaz de alcanzar 125 por hora, y en mitad del corazón de América, en agosto, aquello era un problema. Así que dejamos atrás a mi viejo amigo y usamos el Oldsmobile ranchera azul en el largo camino a lo ancho del país para competir en bicicleta contra los mejores de la nación.

En la escena ciclista americana de finales de los 80 los rumores se extendían como la pólvora. Yo había escuchado historias acerca de un chico de Nueva York (de Brooklyn, Queens o un sitio de esos) que en la categoría de 14 a 15 años lo había ganado todo. Decían de él que medía 2 metros y 40 centímetros y tenía una barba tan tupida como jamás se le había visto igual a ningún otro niño de catorce años. Pasaba por ser invencible.

Todos los ciclistas de la costa este que se atrevían a acercarse al oeste contaban historias de ese chico invencible. Intimidaba a todos los que habían competido contra él. Muchas de esas historias salían de boca de Bobby Julich, quien me advirtió de que no se me subiera demasiado a la cabeza mi título de campeón estatal de Colorado. Bobby me dijo que aquel gigante barbudo de Nueva York me aplastaría en los nacionales contrarreloj.

Aquello recordaba a la lucha de David contra Goliat. Esta vez, la mayoría de la gente apostaba por Goliat.

Mientras calentaba para la contrarreloj por fin pude ver a ese Goliat. Su nombre era George Hincapie. Parecía resplandeciente con su reluciente buzo blanco de GS Mengoni, subido a horcajadas sobre una preciosa bicicleta de contrarreloj montada, de manera inmaculada, con brillantes componentes y ruedas lenticulares Campagnolo.

Y además era guapo. Parecía como una versión adolescente de Sir Lancelot recién salido de Camelot. Siempre y cuando exceptuáramos aquella maraña de pelo oscuro, engominado y rizado con permanente que salía de debajo de su casco. Eso sí que parecía más típico de Nueva Jersey que de Camelot.

Le dije a papá que George era el hombre al que vigilar con su reloj Casio. Papá asintió nervioso, enervado por el relativo caos que parecían aquellos campeonatos nacionales de la Costa Este, en comparación con la escena ciclista de Colorado. En lugar de una fría y vigorizante mañana de Colorado de esas a las que estábamos acostumbrados, nos encontrábamos en un caluroso y húmedo mediodía de Pensilvania, con moscas y mosquitos volando por todos lados. Estábamos en territorio Hincapie y eso me asustaba. Pero, por lo menos, en esta ocasión no me perdí en la salida.

Durante los minutos que precedían a una salida siempre parecía que me encontraba al borde de un ataque de pánico. Pero nunca antes había estado más nervioso. Aun así, de alguna forma, pude controlarlo y usé todos esos nervios reprimidos para ir rápido. Después de todo, mis padres me habían traído hasta aquí desde lejísimo.

 

El esfuerzo en una atmósfera densa y anegada por la humedad me resultó muy diferente al que realizaba en la altitud a la que estábamos en casa. Competir a nivel del mar era una experiencia nueva para mí. Pese a apretar todo lo que podía, parecía que mis piernas no eran capaces de moverse con rapidez. Estaba empapado en sudor, pero tampoco respiraba tanto. Sentía que me iba a morir en ese calor y humedad. Eso sí, no iba a tener ningún ataque de arcadas.

Crucé la meta agotado por el esfuerzo, mientras mi madre no dejaba de decirme que tenía la cara demasiado roja y me echaba agua helada por encima. Y como no podía ser de otra manera, quiso que comiera algo. Mi madre siempre estaba intentando hacerme comer algo. Pero yo no quería comer nada: quería saber cómo lo había hecho contra la leyenda de Long Island. Papá me dijo que no estaba seguro. Sabía que nos separaban apenas unos segundos a uno del otro, pero no sabía de qué lado había caído la pelota.

Así que esperamos pacientemente a que llegaran los resultados. Cuando por fin los colgaron resultó que no habíamos ganado ni George ni yo. Fuimos segundo y tercero, por detrás de un chico de Indiana. Parecía impensable, imposible, pero ahí estaba, impreso, negro sobre blanco.

La ceremonia de medallas fue una hora después, más o menos, y por fin conocí a mi némesis; y al chico de Indiana, también. George era extremadamente tímido y educado. Me dijo que había escuchado un montón de cosas sobre aquel legendario chico de Colorado al que nadie podía vencer. Había escuchado que apenas pesaba 45 kilos y que mis pulmones eran el doble de grandes que los de una jirafa.

George admitió que me temía, y que toda la gente de Colorado con la que había hablado le había dicho que no tenía opciones de vencerme. Resultaba gracioso contarnos uno al otro todas aquellas historias grandilocuentes que habíamos escuchado el uno sobre el otro, y los temores que habíamos construido sobre ellas.

Y ahí estábamos, en un aparcamiento de Reading, Pensilvania, logrando la plata y el bronce, derrotados por un chico de Indiana del que nadie había oído hablar jamás.

Moab

Según vencía carreras en diferentes sitios de los EE. UU. comencé a soñar con tomar parte en competiciones internacionales. Una de las maneras de lograrlo era clasificarse para los campeonatos del mundo júnior. Ese se convirtió en mi objetivo y mi determinación para la temporada de 1989.

Para clasificarte tenías que obtener buenos resultados en una serie de carrera clasificatorias para los mundiales júnior, a lo largo de EE. UU. La primera de aquellas carreras tenía siempre lugar en Moab, Utah, en algún momento cerca de la Pascua. Era una carrera que atraía a los mejores de todo el país, todos ellos en busca de una de las plazas para el equipo que acudiría a los mundiales júnior.

Moab está en un seco desierto a gran altitud, en una parte desolada y poco poblada del este de Utah. Tiene unos pocos hoteles y bares de carretera cursis de estilo cincuentero, con carteles intermitentes de neón que intentan atraer a los turistas. También es un lugar de una intensa belleza, con gigantescos arcos de arenisca roja en el cercano parque nacional, además de cielos completamente azules.

Moab atrae a gente de todo el globo para contemplar la enormidad y grandísima belleza de esos arcos. La primera etapa de la Moab era una carrera típica del oeste, madrugadora, y que atravesaba el Parque Nacional de Arches. Era dura y montañosa, y solía señalar al que acabaría siendo el vencedor de la general en esa carrera de fin de semana.

Yo estaba acostumbrado al patrón que seguían las carreras júnior. Todo el mundo pedaleaba con bastante indecisión hasta que llegaban unos pocos momentos clave, o subidas, en los que se acababa dilucidando a cuentagotas quien quedaría vencedor. Mientras se acercaban las 8:00, hora de nuestra fría salida, me esperaba más o menos lo de siempre. Holgazanearíamos hasta las grandes ascensiones, habría unos cuantos ataques en las rampas de mayor pendiente, quedaría seleccionado el grupo cabecero y después disputaríamos los últimos kilómetros para dilucidar el vencedor.

Pero esta vez fue diferente. Segundos después de que sonara el pistoletazo de salida todo aquel pelotón júnior se convirtió en una fila india, en la que comenzaron a abrirse los primeros huecos. En un tramo de carretera recto y plano como la palma de una mano, a cosa de 100 kilómetros para la meta, alguien marcaba el ritmo a una velocidad que jamás se había visto antes en la categoría júnior. Volábamos, y parecía que alguien había tirado una granada en mitad de ese, por lo general, dócil grupo de educados ciclistas. Algunos de los chicos a los que en condiciones normales esperarías ver en la lucha por la victoria comenzaron a quedarse, antes incluso de la primera montaña. Era como si una moto liderara el pelotón.

Poco a poco fui recobrando posiciones por ese pelotón que se iba desintegrando, sorprendido por las caras rojas y los ciclistas medio muertos a los que iba pasando en mi remontada a la cabeza. Al fin llegué hasta donde Bobby Julich luchaba por aferrarse a la rueda frente a él.

«¿¿Quién es... ESE... que va... en... cabeza... ??». Resoplé. Bobby, sin aliento y apenas logrando hacerse oír, pronunció una sola palabra. «Lance».

En cuanto llegamos a la primera ascensión del día conseguí por fin abrirme camino hasta la cabeza para echarle un ojo a aquella bestia, el tal Lance, en acción. Estaba más que claro que le importaba bien poco cualquier táctica ciclista, limitándose a intentar eliminar a base de pura fuerza bruta, por sí solo, a todos los demás.

Sus hombros eran mucho más anchos y musculosos que los de cualquier otro chaval, y en su cara se veía una tormentosa determinación. No estaba allí para vencer en aquella carrera, había ido a imponer su voluntad. Estaba aquí para masacrar, saquear y dominar.

De manera disimulada me dejé caer unas pocas ruedas y pensé que lo mejor sería aguardar, mientras esperaba para ver si aquella bestia sobrenatural conseguía seguir a machete hasta la victoria o si acababa, finalmente, agotando sus reservas de rabia y odio, haciendo volar en pedazos su caldera. Bobby, un ciclista sibilino e inteligente, estaba pensando lo mismo. Al ‘Niño’ Lance no le preocupaban lo más mínimo esos pocos competidores que se aferraban desesperadamente a su rueda trasera. Siguió aplastando los pedales de manera torpe, como presa de una posesión demoniaca. Sus hombros se movían atrás y adelante mientras arrastraba un desarrollo demasiado largo para la colina en la que estábamos. No parecía importarle que los demás estuviéramos guardando fuerzas a su rueda. Su batalla no era por la victoria, lo que intentaba era desmoralizar, meter presión, y, por último, acabar con los últimos posos de ánimo que quedaran entre sus rivales.

En la parte de vuelta de la carrera entramos en la subida de mayor pendiente del trazado. Quedaban unos 15 kilómetros a meta, en la zona en donde, habitualmente, tenía lugar el momento definitivo. ¿Se conformarían los demás con ceder la victoria ante Lance? Desde luego que nos había intimidado a todos.

De repente vi a Bobby saltar a la cabeza. Fue un ataque audaz que lo único que hizo fue avivar aquella ira. Lance lo neutralizó.

Entonces fue mi turno. Ataqué sin mirar atrás, con más miedo que cualquier otra cosa. Me limité a seguir adelante, como si me persiguiera un león.

Bobby cerró el hueco conmigo, junto a uno o dos de los mejores júnior. «Lo hemos descolgado», gritó. «¡¡Vamos!!».

Y eso hicimos. Todos sabíamos que Lance lucharía como un animal herido para lograr reintegrarse en el grupo y darnos una lección. Así que pedaleamos como el viento para escapar a las consecuencias de nuestra insubordinación.

Habíamos herido al macho alfa, dejándolo agonizante. En el descenso final y aproximación a Moab comenzó a caer un aguanieve gélido, pero no creo que ninguno de nosotros se diera cuenta; estábamos tratando de escapar a nuestra defunción. Asumimos todo riesgo posible en aquellas resbaladizas y húmedas curvas.

Nuestro pequeño grupo trabajó en equipo, sin fallo, hasta que llegamos al último kilómetro. Entonces esprintamos por la victoria, con Bobby dando buena cuenta de mí, por supuesto, y de otro chico nuevo, Chann McRae.

Recuperando tras la carrera hablé con Bobby. «¿¿De dónde ha salido eso??», le pregunté.

Bobby me contó algo más. El nombre de aquel chico era Armstrong, Lance Armstrong, y era de Texas.

Corría en triatlones, pero se iba a pasar a la ruta y destrozaba a todo el mundo. Parecía ser buen amigo del otro chico nuevo de Texas, nuestro compañero de escapada Chann McRae. Entrenaban más que nadie, sabían mejor que nadie dónde hacer más daño e iban a por todas en el ciclismo, sin duda alguna.

Mientras estábamos en el podio vi a Lance mirándonos, entre el resto de chicos y padres que nos contemplaban.

Aquel día acabaría en cuarta posición. Se quedó mirando hacia el podio, con una mirada llena de desprecio, amenazante.

Me volví a Bobby. «Vale, está claro que ese Lance es una auténtica máquina», le dije, «pero tío, ¿no podría ser menos imbécil?».

Chann, de pie junto a mí en el podio, escuchó lo que dije. «Coleeeeega, le voy a decir a Lance lo que has dicho, y te va a patear ese flacucho culo que tienes, por capullo», dijo arrastrando las palabras con su acento texano.

Segunda parte

1989-1995

La generación de oro

Todos ellos, Lance Armstrong, Bobby Julich, George Hincapie y Chann McRae, acabarían disfrutando de carreras profesionales que los llevarían a colarse entre los mejores ciclistas de su generación. Serían quienes darían forma al ciclismo profesional durante las siguientes tres décadas; y no solo en los EE. UU., sino en todo el mundo, para bien o para mal. Pero en ese momento no eran más que chicos que intentaban competir sobre una bicicleta, igual que yo.

Bobby se presentaba en las carreras en la oxidada furgoneta de su padre, mientras Bob Julich senior siempre lucía los pantalones de atletismo Day-Glo más cortos y verdes que se podían encontrar. Lance iba a las carreras en un Camaro IROC-Z T-top blanco, con su madre sentada en el asiento del pasajero y la bicicleta desmontada y apretujada en el asiento trasero.

Había otros personajes que acabarían ganando y haciéndose un hueco en los grandes eventos: Freddie «el rápido» Rodríguez, Kevin Livingston y Jeff Evanshine, por nombrar a unos pocos. Éramos unos disfuncionales, chicos marginados que se conjuntaron en aquel extraño y minoritario deporte que era el ciclismo.

Todos nosotros soñábamos con competir en Europa y superar al múltiple ganador del Tour de Francia Greg LeMond. Y éramos competitivos, aunque lo cierto es que ese término, «competitivo», se queda corto para describirnos. Los de nuestra generación, nacidos entre 1971 y 1973, no solo queríamos ser buenos ciclistas, sino que nos sentíamos predestinados para dominar el ciclismo. Ni que decir tiene que el mayor problema vendría del hecho de que también nos convertiríamos en los mayores escollos que nos encontraríamos a nuestro paso.

USA Cycling, nuestra federación nacional, invitaba a los mejores y más brillantes ciclistas a varias concentraciones en el Centro de Entrenamiento Olímpico de Colorado Springs. No solo competiríamos unos contra otros, sino que, además, tendríamos que convivir los unos con los otros, un día sí y otro también. Competíamos entre nosotros en todo momento del día; nos tirábamos las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, tratando de superar al resto.

La peor de aquellas concentraciones fue la de diciembre, cuando hicimos una «sesión de cross» que se suponía que nos ayudaría a sentar las bases de la temporada siguiente. Cada caminata, cada sesión de estiramiento y trabajo en el gimnasio, se convertía en una jaula de lucha libre. Nadie cedía un milímetro, en nada. Si hacíamos una caminata de seis horas hasta la cima de Pikes Peak, al día siguiente hacíamos sesiones triples de carrera, pesas y ciclocrós.

Tras una semana de entrenamiento las ampollas y tendinitis causadas por el sobreesfuerzo se convirtieron en norma general. Nos pasábamos calmantes a hurtadillas. Beber cantidades descomunales de café para lograr sobrevivir de un día al otro sin acabar llorando acabó siendo algo de lo más normal.

Aquello divertía muchísimo a los entrenadores, la mayoría de ellos salidos de la Europa del Este. Consideraban que la mejor manera de desarrollar los mejores ciclistas posibles era intentar destruir a todos con una carga de trabajo descomunal, para ver quién era capaz de mantenerse en pie tras dos semanas. Y, por supuesto, nosotros hacíamos que fuese todavía peor al convertir cada ejercicio en una competición que había que ganar a toda costa.

 

En cada concentración había unas cuantas rutinas que eran de lo más útil, como medir el VO2 máximo, análisis de sangre y ayudas para encontrar la mejor posición en nuestras bicicletas. Resultaba inevitable que incluso algunas de estas cosas acabaran tomando el mismo cariz competitivo.

Un entrenador decidió convertir la prueba del VO2 máximo en una competición. Como no podía premiarnos por tener el nivel de VO2 Max más alto, ya que en esto tiene mucho peso la genética, nos dijo que el que consiguiera el mayor nivel de lactato en sangre -el que fuera capaz de aguantar un mayor dolor- sería su acompañante en una excursión con todos los gastos pagados al cercano club de striptease Puss in Boots (Gatitas con Botas), de la cercana Colorado Springs.

El último día de aquella concentración un responsable salió del edificio principal para buscarnos a George Hincapie y a mí. Nos habían dado citas separadas para una consulta con el médico del Centro Olímpico de Entrenamiento. Ninguno de los dos teníamos la más mínima idea del motivo por el que nos citaban, pero ambos teníamos la sospecha de que había algún tipo de problema.

El doctor comenzó aquella consulta entregándome los resultados de las recientes analíticas que nos habían hecho en el campamento.

«Nos gustaría que te fijes en los resultados que aparecen donde se lee hematocrito y hemoglobina», me dijo.

Pasé la vista por el papel buscando esas palabras.

La primera cosa que se me pasó por la cabeza fue «Mierda, tengo cáncer».

Aquellos análisis del Centro Olímpico de Entrenamiento habían descubierto que tenía cáncer. «¡Pobre mamá!».

«Consideramos que esos números son anormalmente altos y tenemos que hacerte una serie de preguntas muy directas», me dijo.

«De acuerdo», contesté con resignación.

Y entonces el doctor me dijo: «¿En algún momento, mientras se celebraba esta concentración, has recibido algún tipo de transfusión de sangre para potenciar tu rendimiento?».

No tenía ni la más remota idea de lo que me estaba hablando, aunque recordé vagamente que durante los Juegos de 1984 se dio un escándalo que tenía algo que ver con la sangre. Le pedí que me explicara qué era una transfusión de sangre y me reí, nervioso.

El doctor me lo explicó.

«No, no he hecho algo así», le dije. «¿Por qué haría algo así...?».

Estoy bastante seguro de que a George le dijeron lo mismo. Al final, los doctores fueron bastante amables con nosotros y nos dijeron que estaban obligados a hacer ese tipo de preguntas tan directas, pero que el motivo más coherente para explicar estos valores debía de ser genético. George era de ascendencia colombiana y yo vivía en Denver, a lo mejor aquello tenía algo que ver en todo esto.

Mi padre se había tirado años tomando anticoagulantes después de sufrir un pequeño infarto cuando yo era un crío, así que era probable que también él tuviera altos los niveles de hematocrito y hemoglobina. No tenía ni idea. Ni tampoco la tenía George, pero ambos estábamos contentos de que se acabaran esas incómodas consultas.

La selección para los viajes a Europa que haría el Team USA comenzaría justo después de las concentraciones, empezando también el proceso de selección para los mundiales. El equipo nacional júnior realizaba entre tres y cuatro viajes anuales a Europa, y obtener una plaza para esos viajes era un premio de lo más codiciado.

En mi primer viaje pasé un mes en Bretaña, Francia, el corazón del ciclismo francés del momento. Sería mi primera aventura de verdad fuera de los EE. UU. y mi primer contacto con el auténtico ciclismo europeo.

La aventura comenzó durante el vuelo sobre el Atlántico, cuando uno de mis compañeros comenzó a sacar unos pocos tragos de whisky del carrito de bebidas cada vez que este pasaba. Cuando llegamos a París estaba «agresivamente» borracho. Tuvimos que conducirlo a través del control de pasaportes mientras rezábamos para que no le diera por montar alguna movida con alguien en el aeropuerto.

Al final lo arrastramos fuera de allí y tomamos nuestro transporte. El masajista y mecánico que enviaron a recogernos tiraron de cualquier manera nuestras bicicletas en el maletero de la furgoneta y después también a nuestro compañero borracho, en lo alto de todas las bolsas de bicicletas. Fue un largo viaje hasta Bretaña, y cuando llegamos tuvimos que limpiar el vómito que había sobre las bolsas de nuestras bicis.

La granja en la que nos alojamos tenía un aspecto exterior de los más pintoresco, pero por dentro era una pocilga donde se colaba todo el frío. Estábamos acampados a todos los efectos; a cada uno de nosotros nos dieron una esterilla y un saco de dormir para que lo pusiéramos en el suelo. Había goteras y apenas teníamos agua caliente, lo que pronto se convirtió en un problema. Después del entrenamiento del primer día nos dimos cuenta de que, como mucho, habría agua para uno o dos de nosotros.

Siendo criaturas de lo más darwinianas, los kilómetros finales de cada entrenamiento se convertían en una carrera hasta la granja, una carrera en busca del agua caliente. Al principio fue una suerte de broma, pero muy pronto se convirtió en una batalla sanguinaria. Mientras tanto, el entrenador se enfadaba porque pedaleásemos a tope en la parte del entrenamiento que se suponía que era de vuelta a la normalidad. Así que acordamos una rotación para las duchas, asegurando así que todo el mundo dispondría de agua caliente una vez cada tres días.

Pero en cuestión de unos pocos días Jeff Evanshine rompió la rotación. Cerca del final del entrenamiento salió esprintando en dirección a la casa y corrió a las duchas, riendo como un poseso el resto del día. La primera vez tuvo gracia. La segunda un poco menos.

La tercera vez que lo hizo, después de un entrenamiento particularmente largo, lluvioso y frío, el resto esperamos con paciencia a que estuviera completamente desnudo y listo para disfrutar de su ducha caliente. Lo rodeamos y lo sacamos al patio.

Evanshine tenía mi misma complexión: una rata esmirriada que mediría cosa de metro setenta y cinco y pesaría unos cincuenta y cinco kilos. ¡Pero tío, se convirtió en una bestia parda mientras se resistía a que lo arrojáramos al frío de la calle! Se retorció, gritó y luchó como un desnudo tigre sin pelaje por todo el camino hasta salir de la casa. Resultaba difícil de creer que pudiera tener esa fuerza. Por fin logramos sacarlo por la puerta.

Y lo dejamos a la intemperie.

Dio igual lo mucho que chilló, que lloriqueó, lo mucho que suplicó que lo dejáramos volver adentro, le dejamos ahí mismo, bajo una de esas somantas de agua helada por las que es tan conocida la Bretaña. Pero había mostrado una gran resistencia, así que se había ganado nuestro respeto y en reconocimiento no lo dejamos toda la noche allí.

No éramos unos globeros. Éramos ciclistas de competición, y en eso éramos implacables. Teníamos la misma disposición por cortarnos la yugular entre nosotros como la teníamos para con los rivales en las carreras en que tomamos parte. Competíamos por ser el primero en atacar, ya que entonces el resto del equipo se veía obligado a quedarse en el grupo perseguidor y no moverse. No eran las tácticas que usaría un ciclista profesional, pero funcionaban.